Sobrevolamos Birmania sin problemas, aunque a una altitud aún más baja para evitar que nos captasen. El piloto nos indicó que alcanzaríamos la costa pronto y en seguida descubrimos la inmensidad azul del mar de Andamán. El avión tomó un rumbo más hacia el sur. Volábamos al ras de las olas, pues los guardacostas indios vigilaban mucho más que sus vecinos birmanos. Keira señaló un punto en el horizonte. El piloto miró el GPS portátil sujeto con una correa al tablero de a bordo, un modelo más robusto y más preciso que los que se pueden comprar para equipar un automóvil.
—Tierra —gritó el piloto en la cabina.
Cambiamos de nuevo el rumbo para bordear la costa este de la isla y, tras haber efectuado un primer paso rasante, el avión se posó dócilmente en medio de un campo.
Port Blair estaba a diez minutos de marcha a través del campo. El piloto recogió sus cosas y nos acompañó. Conocía un pequeño hostal que alquilaba habitaciones. Teníamos el resto de la jornada para hacer nuestra excursión marítima, el vuelo de vuelta quedaba fijado para el día siguiente por la mañana. El piloto quería imperiosamente volver a pasar la frontera china al mediodía. Cuando los encargados de los radares se iban a comer, no vigilaban sus pantallas de control.
Nos reponíamos del viaje sentados en la terraza de una heladería, donde habíamos invitado a nuestro piloto.
A principios del siglo XIX Port Blair se convirtió en el puerto en el que fondeaban los navíos de guerra de la Royal Navy que transportaban soldados hacia el frente de la primera guerra anglo-birmana. Las tripulaciones de los barcos que atracaban allí eran atacadas con regularidad por los nativos de la isla, que se rebelaban contra el invasor. Cuando el imperio colonial inglés comenzó a cuartearse, las rebeliones indias proporcionaron al gobierno de Su Majestad tantos prisioneros que sus cárceles no podían acogerlos. Se construyó una penitenciaría sobre el puerto en el que nos encontrábamos. ¿Cuántas humillaciones infligieron mis compatriotas a los habitantes de esta isla y cuántas sevicias hicieron padecer a los que detenían? Torturas, tratos crueles y ahorcamientos eran el pan de cada día de los prisioneros de la penitenciaría; prisioneros cuya mayor parte lo eran por motivos políticos. La independencia de India puso término a tales abominaciones. En el centro del mar de Andamán, Port Blair se ha convertido en un lugar de vacaciones para los turistas indios. Delante de nosotros, dos niños paladeaban un cucurucho de helado mientras sus mamas rebuscaban por las tiendas en busca de un sombrero o de una toalla de playa. Eché una mirada a la penitenciaría, cuyos muros todavía se alzan por encima del puerto, y me pregunté quién se acordaba todavía de los que habían muerto allí en nombre de la libertad.
Después de la comida, nuestro piloto nos ayudó a encontrar una embarcación que nos llevara hasta Narcondam. Un tipo que las alquilaba aceptó confiarme una de sus lanchas rápidas. Hubo suerte, aceptaba tarjetas de crédito. Keira me hizo notar que, a ese ritmo, el viaje acabaría por arruinarme, y tenía razón.
Antes de hacernos a la mar, pedí a nuestro piloto si aceptaba prestarme su aparato de navegación, pretextando que no conocía la región y temía que no me bastara con el compás de a bordo. La idea de dejarme su GPS no le hacía ninguna gracia. Me explicó que, si lo perdía, no podríamos volver a China. Le prometí tener mucho cuidado.
El tiempo era ideal, y el mar, de aceite. Con los dos motores de trescientos caballos que equipaban nuestro fueraborda, estaríamos en la isla del Pozo del Infierno en dos horas como mucho.
Keira se había sentado en la proa del barco. Con una pierna a cada lado de la borda, aprovechaba el sol y la suavidad del viento. A unas millas de la costa, el mar se encrespó y la obligó a reunirse conmigo en el puesto del piloto. El barco corría, saltando sobre la cresta de las olas. Eran las 18.00 horas solares cuando vimos aparecer las costas de Narcondam. Rodeé el minúsculo islote y encontré una playa al fondo de una cala donde pude embarrancar el fueraborda sobre la arena.
Al pie del volcán, Keira abrió la marcha. Teníamos todavía que ascender setecientos metros a través de la maleza antes de alcanzar la cima, lo que no era poca cosa. Encendí el GPS e introduje las coordenadas que Erwan y Martyn me habían proporcionado.
«13° 26' 50" N, 94° 15' 52" E.»
Sir Ashton dobló la hoja de papel que le había entregado su asistente.
—¿Qué quiere decir esto?
—No lo sé, señor, y debo confesar que ya no entiendo nada. Su coche está aparcado en una calle de Lingbao, al norte de China y no ha hablado desde ayer por la mañana. Simplemente, han metido esas coordenadas en el GPS de a bordo, pero dudo mucho que lleguen a ese destino por carretera.
—¿Por qué?
—Porque eso les llevaría a una pequeña isla situada en medio del mar de Andamán. Ni siquiera con un 4 x 4 se puede acceder a ella en coche.
—¿Qué tiene de especial esa isla?
—Absolutamente nada, señor, no se trata más que de un diminuto islote volcánico. Aparte de algunos pájaros, está totalmente deshabitado.
—¿Y ese volcán está activo?
—No, señor, no ha conocido ninguna erupción desde hace más de cuatro mil años.
—¿Han dejado China para irse a ese islote de mierda?
—No, todavía no, señor, hemos verificado todas las compañías aéreas y no hay ningún rastro de ellos. Además, según el chivato que instalamos en el reloj del astrofísico, siguen aún en el centro de Lingbao.
Sir Ashton empujó su sillón y se levantó.
—¡La broma ya ha durado demasiado! Resérveme una plaza en el primer vuelo para Pekín. Que un coche y dos hombres me estén esperando a la llegada. Ha llegado el momento de terminar con todo esto antes de que sea demasiado tarde.
Sir Ashton cogió su chequera del cajón del escritorio y sacó una pluma del bolsillo de su chaqueta.
—Saque mi billete con su propia tarjeta de crédito y ponga en este cheque lo que tiene que reembolsarse. Prefiero que no se sepa adónde voy. Si alguien quiere verme, y que le quede esto bien claro, dígale que estoy enfermo y que me he ido a descansar a casa de unos amigos en el campo.
Había calculado que la noche caería en unas cuatro horas. Prefería no tener que hacerme a la mar en la oscuridad, así que no nos quedaba mucho tiempo. Keira fue la primera en llegar a la cima.
—Date prisa, es magnífico —me dijo.
Apreté el paso para reunirme con ella. No había exagerado, una vegetación exuberante recubría el cráter. Un tucán, al que habíamos molestado, se elevó por los aires. Verifiqué mi aparato de navegación; su precisión era del orden de cinco metros. El punto que parpadeaba se acercaba al centro de la pantalla, ya no podíamos estar muy lejos del objetivo.
Miré el paisaje de más abajo y descubrí que podía olvidarme del GPS del piloto. En medio del volcán se distinguía una pequeña parcela de tierra en la que las hierbas apenas habían crecido.
Keira se precipitó hacia ella. Yo no tenía derecho a acercarme.
Arrodillada, arañaba la tierra. Cogió una piedra aguzada, trazó un cuadrado y comenzó a cavar; sus dedos sacaban polvo una vez y otra y otra.
Había pasado una hora sin que Keira hubiera dejado de cavar. A su lado se había formado un pequeño montículo. Estaba agotada, con la frente perlada de sudor. Yo quería relevarla, pero me ordenó que permaneciera a distancia, y de repente gritó mi nombre con todas sus fuerzas.
En sus manos brillaba un fragmento de una materia tan lisa y dura como el ébano; su forma casi triangular realzaba el color. Keira se quitó el collar que llevaba alrededor del cuello, acercó su colgante y los dos trozos se atrajeron hasta no formar más que uno.
En cuanto estuvieron juntos, cambiaron de color. Del negro del ébano, pasaron al azul de la noche. Repentinamente, se pusieron a centellear en la superficie de los fragmentos reunidos millones de puntos, millones de estrellas, tal como aparecían en el cielo hace cuatrocientos millones de años.
Notaba bajo mis dedos el calor del objeto. Los puntos brillaban cada vez más y, entre ellos, uno más que los demás. ¿Era la estrella del primer día, la que buscaba desde mi infancia, la que había ido a buscar exiliándome en las altiplanicies chilenas?
Keira dejó suavemente el objeto en el suelo. Me estrechó entre sus brazos y me besó. Todavía estábamos en pleno día y, sin embargo, a nuestros pies, brillaba la más hermosa noche que jamás hubiéramos visto.
No fue fácil separar de nuevo los fragmentos. Aunque tirábamos con todas nuestras fuerzas cada uno de un trozo, no lo conseguíamos.
Luego, el centelleo bajó de intensidad y desapareció, y entonces, un ligero esfuerzo bastó para separarlos. Keira se volvió a poner su collar alrededor del cuello y yo guardé el otro trozo en el fondo de mi bolsillo.
Nos miramos el uno al otro, preguntándonos qué pasaría si algún día consiguiéramos reunir los cinco fragmentos.
El Lisunov se posó sobre la pista y rodó hacia su hangar. El piloto ayudó a Keira a bajar del aparato. Le entregué mis últimos dólares y le agradecí que nos hubiera traído sanos y salvos. Nuestro agente de viajes nos esperaba con su motocicleta. Nos llevó hasta nuestro coche y nos preguntó si habíamos quedado contentos de nuestro viaje. Le prometí que no dejaría de recomendar su agencia. Emocionado, se inclinó con gracia para saludarnos y volvió a su negocio.
—¿Te quedan fuerzas para conducir? —me preguntó Keira, bostezando.
No me atreví a confesarle que me había quedado frito mientras sobrevolábamos Laos.
Giré la llave de contacto y el motor del 4 x 4 arrancó.
Teníamos que ir a buscar las cosas que habíamos dejado en el monasterio. Aprovecharíamos para dar las gracias al monje por su hospitalidad. Pasaríamos una última noche allí y volveríamos hacia Pekín al día siguiente. Queríamos volver a Londres lo más rápido posible, impacientes por ver la imagen que el nuevo fragmento proyectaría una vez expuesto a la luz de un láser. ¿Qué constelaciones íbamos a descubrir?
Mientras rodábamos a la orilla del río Amarillo, reflexionaba sobre todas las verdades que ese extraño objeto nos revelaría. Tenía dos o tres ideas en la cabeza, pero antes de hacer partícipe de ellas a Keira, prefería esperar a estar en Londres y constatar el fenómeno con mis propios ojos.
—Mañana —le dije a Keira—, llamaré a Walter. Estará tan excitado como nosotros.
—Y estaría bien que yo llamara a Jeanne —me respondió.
—¿Cuánto tiempo es el máximo que has pasado sin darle noticias tuyas?
—¡Tres meses! —confesó Keira.
Una enorme berlina nos seguía los pasos. Su conductor no dejaba de hacerme señales con los faros para que lo dejara pasar, pero la carretera en zigzag era demasiado estrecha. A un lado estaba la pared de la montaña, y al otro, el lecho del río Amarillo. Hice un gesto con la mano para indicarle que me apartaría para dejarlo pasar en cuanto pudiera.
—Que uno no llame a alguien, no quiere decir que no pienses en esa persona —prosiguió Keira.
—Y entonces, ¿por qué no llamas? —le pregunté.
—A veces la distancia impide encontrar las palabras adecuadas.
A Ivory le gustaba ese rato semanal en el que iba al mercado de la place de Aligre. Conocía a todos y cada uno de los comerciantes. Annie la panadera, Marcel el quesero, Étienne el carnicero, y monsieur Gérard, el chatarrero que, desde hacía veinte años, tenía siempre en su puesto una novedad sensacional. Ivory amaba París, la isla en la que vivía en medio del Sena, y el mercado de la place de Aligre, con su estructura en forma de casco de navío invertido.
De vuelta en su casa, puso su cesta en la mesa de la cocina, colocó meticulosamente sus escasas compras y fue al salón masticando una zanahoria. Sonó el teléfono.
—Querría compartir con usted una información que no me gusta nada —dijo Vackeers.
Ivory dejó la zanahoria sobre la mesita baja y escuchó a su contrincante de ajedrez.
—Hemos tenido una reunión esta mañana, nuestros dos científicos intrigan mucho a la comunidad. Están en Lingbao, una pequeña ciudad china y no han dicho nada desde hace varios días. Nadie entiende qué han ido a hacer allí, pero han introducido en su GPS unas coordenadas que, como poco, son extrañas.
—¿Cuáles? —preguntó Ivory.
—Una pequeña isla sin mayor interés, en medio del mar de Andamán.
—¿Hay un volcán en la isla? —preguntó Ivory.
—Sí, en efecto, ¿cómo lo sabe usted?
Ivory no respondió.
—¿Y qué es lo que no le gusta nada, Vackeers?
—Sir Ashton ha dicho que estaba enfermo y no ha asistido a la reunión. No soy el único que está preocupado por eso; nadie duda sobre su hostilidad respecto a la moción votada por nuestra asamblea.
—¿Tiene usted razones para pensar que esté más informado que nosotros?
—Sir Ashton tiene muchos amigos en China —respondió Vackeers.
—¿Ha dicho usted Lingbao?
Ivory dio las gracias a Vackeers por su llamada. Volvió a apoyarse en el balcón y permaneció allí unos instantes, reflexionando. La comida que pensaba prepararse tendría que esperar. Fue a su despacho y se sentó tras la pantalla de su ordenador. Reservó una plaza para un vuelo que partía para Pekín a las 19 horas y un enlace para Xi'an. Preparó una bolsa de viaje y llamó a un taxi.
—Deberías dejarlo pasar.
Yo compartía la opinión de Keira, pero el coche que nos seguía rodaba demasiado de prisa para que yo frenara y la carretera era demasiado estrecha para que pudiera pasar. El impaciente conductor debería esperar todavía un poco, así que decidí ignorar sus bocinazos. A la salida de una curva, mientras la carretera seguía subiendo, se acercó peligrosamente y vi cómo crecía la rejilla de su radiador en el retrovisor.
—Ponte el cinturón, Keira, ese cabrón va a acabar por tirarnos al barranco.
—Frena, Adrián, por favor.
—¡No puedo frenar, está pegado a nosotros!
Keira se volvió y miró por la ventanilla trasera.
—¡Están enfermos, conduciendo así!
Los neumáticos chirriaron y el 4 x 4 dio un bandazo. Conseguí controlar la dirección y apreté el acelerador para librarme de esos chalados.
—No es posible, siguen detrás de nosotros —dijo Keira—, el tipo que está al volante acaba de hacerme un gesto obsceno.