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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

El primer caso de Montalbano (30 page)

BOOK: El primer caso de Montalbano
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Se levantó, salió y regresó al poco rato, secándose la boca con el pañuelo. Estaba claro que se había emocionado y había ido a refrescarse con un vaso de agua.

—¿Su esposa está en casa?

—Sí. No se encuentra muy bien. Se ha ido a la cama. Le ha dolido mucho la partida de la nietecita. Quería disfrutar un poco de su compañía después del susto que nos llevamos. Y yo también habría querido... Dejémoslo correr.

—Señor abogado, deseo ser sincero con usted. Que hubo un intento de secuestro de la niña está fuera de toda discusión.

Mongiardino palideció visiblemente.

—¿Cómo puede decirlo? ¿No podría haberse tratado de...?

—Hay dos testigos —lo cortó Montalbano—. Vieron a un hombre que obligaba a Laura a subir a un coche momentos antes de que descargara el temporal.

—¡Dios mío!

—Que usted sepa, ¿su yerno tiene enemigos?

La respuesta fue inmediata.

—No. Es más, lo aprecia todo el mundo.

—¿Es rico?

—Eso sí. Si Laura fue secuestrada tal como usted dice, puede que quisieran conseguir un buen rescate...

—Pues entonces, ¿por qué la soltaron casi enseguida, renunciando al dinero que habrían podido cobrar?

Mongiardino no supo qué contestar y se sostuvo la cabeza con las manos.

—¿Por qué su hijo Gerlando y su yerno están en desacuerdo?

—¿Usted también se ha enterado? Hubo, y sigue habiendo, entre ellos grandes discrepancias acerca de la manera de llevar la empresa.

El abogado era sincero. Estaba claro que eso era lo que le habían dicho tanto Belli como Gerlando para que no se disgustara, no le habían contado la verdad, a saber, que Gerlando metía la mano en la caja. La visita estaba resultando una pérdida de tiempo, el abogado Mongiardino no podía prestarle la menor ayuda.

—Dígame, la razón de que su yerno no quisiese participar en la comida del lunes de Pascua ¿era el hecho de haber mantenido una discusión más bien violenta con Gerlando?

—Sí.

—¿Y no sería posible que el motivo de la repentina partida de su yerno con toda la familia hubiera sido otra discusión con Gerlando y no la fantasmagórica llamada desde Roma?

Mongiardino extendió los brazos.

—Podría ser. Pero me temo...

—¿Sí?

—... que esos dos ya han llegado al punto de ruptura.

3

A la mañana siguiente de un día frío y encapotado en que soplaba un viento que cortaba la cara, Montalbano fue convocado por el jefe superior. Al pasar por delante de la plaza del Ayuntamiento de Montelusa, observó una escena extraña. Un distinguido cincuentón, con abrigo, bufanda, guantes y sombrero, sostenía en alto una pancarta de madera que decía: «MAFIOSOS Y CABRONES». Delante de él, un guardia un tanto alterado le estaba diciendo algo. Los pocos viandantes pasaban de largo, no sentían curiosidad, hacía demasiado frío. Montalbano aparcó, bajó y se acercó. Fue entonces cuando reconoció al hombre de la pancarta, era el aparejador Gaspare Farruggia, propietario de una pequeña empresa constructora. Una persona de bien.

—¡Disuélvase! ¡No voy a repetírselo! ¡Disuélvase! —lo conminaba el guardia.

—Pero ¿por qué?

—¡Porque se trata de una manifestación no autorizada! ¡Disuélvase!

—No puedo disolverme yo solo —replicó tranquilamente el aparejador—. Con esta temperatura, más bien me solidificaré.

—¡No se haga el gracioso!

—No lo hago, imagínese las ganas que yo tengo de eso, estoy corriendo el peligro de que me disuelva en ácido sulfúrico quien yo me sé.

Sólo en aquel momento el guardia reconoció a Montalbano.

—Comisario, este señor de aquí...

—Ya puedes retirarte. Yo me encargo de él.

—Buenos días,
dottor
Montalbano —dijo cortésmente el solitario manifestante, cuyo rostro había adquirido un tono rojoazulado a causa del frío.

El comisario no tardó nada en convencerlo de que abandonara momentáneamente la protesta para ir a reponerse a un cercano café. Se sentaron a una mesa. Mientras se deleitaba con un capuchino hirviendo, el hombre le explicó que unos cuantos empresarios honrados habían decidido agruparse y constituir una pequeña asociación contra el crimen organizado. Había una ley regional que fomentaba la formación de dichas asociaciones e incluso las subvencionaba. Era también una forma, añadió, de dar a conocer los nombres de los empresarios que no tenían nada que ver con la mafia.

—¿Ya no basta con el certificado antimafia? —preguntó el comisario.

—Mi querido
Dottore
, con la nueva ley, la cuantía de las obras para la cual no se necesita el certificado ha subido a quinientos mil euros. Por consiguiente, bastará con fraccionar las subcontratas de tal manera que ninguna de ellas supere el medio millón de euros. Además, ahora son posibles las subcontratas de un cincuenta por ciento cuando antes eran del treinta por ciento y así se hace la trampa. Hasta quien lleva escrito en la cara que es un mafioso puede conseguir una subcontrata. ¿Me explico?

—Perfectamente.

—En resumen, queríamos defendernos, dar a conocer que nosotros, con certificado o sin él, somos distintos de todos esos mafiosos dispuestos a tomar por asalto la caja fuerte.

—¿Y qué ocurrió?

—Ocurrió que fuimos a Palermo. Nadie sabía indicarnos el despacho apropiado. Un vía crucis que duró tres días, nos enviaban de Poncio a Pilato. Al final tropezamos con uno que dijo que teníamos que inscribirnos en el correspondiente registro habilitado en los municipios de las capitales de provincia. Entonces regresamos a Montelusa y yo, que soy el presidente de esta asociación, acudí al Ayuntamiento. Pero aquí tampoco nadie sabía nada. Después encontré a un funcionario que me explicó que el tal registro no existía, pues aún no habían llegado de Palermo las normas para su constitución. Han pasado dos meses y todavía no han llegado. Una solemne tomadura de pelo. Entretanto, surgen como setas toda una serie de nuevas sociedades que no tropiezan con ningún obstáculo burocrático a pesar de que todo el mundo sabe que las han creado unos testaferros.

—¿Por ejemplo?

—Tiene donde elegir. En Fiacca la familia Rosario ha constituido cinco, en Fela la familia De Rosa también cinco, en Vigàta el americano tiene cuatro, pero quiere ampliar el negocio a otros sectores, en Montelusa la familia...

—Un momento. ¿Quién es el americano?

—¿No lo sabe? Balduccio Sinagra júnior. ¡Ha venido corriendo de Estados Unidos al ver los vientos que soplaban por allí! ¡Aquí todo es un chollo, mi querido
dottore
! ¿Sabe que ahora ya no es necesario presentar al Ministerio unas relaciones detalladas del estado de las obras, sino tan sólo, y cito textualmente, «notas informativas sintéticas con periodicidad anual»? ¿Qué le parece a usted? ¿Y sabe que...?

—No quiero saber nada más —dijo Montalbano, levantándose y pagando la cuenta.

Durante la hora que pasó en presencia del jefe superior, Montalbano tuvo la sensación de que la silla en que estaba sentado le quemaba literalmente las posaderas. Hasta el jefe superior lo notó.

—Montalbano, ¿qué le ocurre que no se está quieto?

—Un forúnculo, señor jefe superior.

Nada más regresar a la comisaría, llamó a Fazio y Augello y les reveló lo que había averiguado a través del aparejador.

—Y no me ha parecido que Farruggia hablara a tontas y a locas. Quiero conocer los nombres de las sociedades de Balduccio Sinagra júnior, cómo están constituidas, dónde tienen su sede legal. Yo no entiendo nada de todas esas cosas, pero en el Tribunal o en la Cámara de Comercio estas sociedades han de constar.

—Yo me encargo de eso —dijo Fazio—. No es difícil. Y en todo caso, voy a ver al aparejador Farruggia y le pido que me eche una mano.

—¿Me explicas el porqué de este interés, Salvo? —preguntó Mimì.

—Porque el asunto me huele a chamusquina. El nieto de un
boss
que ha ganado una fortuna con las contratas amañadas regresa de América y constituye cuatro sociedades dispuestas a participar en las licitaciones de las obras públicas. ¿No te parece raro?

—A mí no. Es posible que haga las cosas de manera legal. Nosotros podemos intervenir como máximo en caso de que la cague.

—Pero como a nosotros no nos cuesta nada obtener esos datos... De esa manera, si algún día la caga tal como tú dices, nos encontraremos en una situación de ventaja. Oye, Mimì, ¿tienes el nombre y el número de teléfono de la psicóloga que ha atendido a la chiquilla?

—¿De qué estamos hablando? —preguntó Augello, sorprendido por aquel repentino cambio de tema.

—¿Has olvidado el intento de secuestro de la hija de Belli?

—Ah, sí, me lo ha dicho todo Beba.

—¿Quieres llamar a esa señora y preguntarle si puede pasar por aquí esta tarde? A la hora que le vaya mejor.

—Dice que pases tú por su casa esta tarde a la hora que te vaya mejor —dijo Mimì cuando vio entrar a Montalbano en el despacho tras haberse dado un atracón de morralla en la
trattoria
de Enzo y tener, en consecuencia, los reflejos un tanto embotados.

—¿Quién dice qué?

—La psicóloga. Olinda Mastro. Te doy su dirección de Montelusa. No me ha parecido una persona muy fácil.

—¿Sabes qué te digo? Voy ahora mismo.

A la doctora Mastro, de treinta y tantos años, alta, compacta, rubia y guapa, la aparición de Montalbano en su puerta no le hizo la menor gracia.

—¿No podía haber llamado antes?

—Pero es que mi subcomisario, con quien usted ha hablado, me ha dicho que...

—De acuerdo. Pero una llamada no habría estado de más.

—Mire, si está ocupada, pasaré en otro momento.

—No, por Dios, ahora ya está aquí...

Se apartó para dejarlo entrar. ¿Cómo decía Matteo Maria Boiardo? «Principio tan gozoso buen fin promete.» Por consiguiente, si el principio había sido tan gozoso, ¡cómo sería la continuación!

—Por aquí.

El apartamento era grande y luminoso, a pesar de que el día no era muy bueno. Ella le indicó que se sentara en un sillón de vivos colores, en un salón que parecía salido de una revista de decoración, pocos muebles pero muy elegantes.

—¿Le molesta que fume? —preguntó el comisario.

—Sí.

—Mejor no perder el tiempo. He venido a hablar con usted a propósito de...

—... de Laura, la niña, lo sé. Pero quisiera saber qué espera obtener de mí. Y, en cualquier caso, tendré que decepcionarlo.

—No ha entendido nada, ¿verdad? Por otra parte yo siempre he pensado que todas estas historias de psicología son cosas totalmente descabelladas.

La formulación de aquella pregunta tan grosera y el ofensivo comentario posterior habían sido deliberados. Era una provocación y seguramente Olinda Mastro caería de lleno en la trampa. Sin embargo, la psicóloga se pasó un ratito mirándolo, y, al final, una divertida sonrisa la hizo pasar de guapa a guapísima.

—No cuela —dijo.

Montalbano también sonrió.

—Le pido disculpas.

Aquella sonrisa recíproca generó un repentino cambio en la atmósfera, como si se hubiese disuelto la barrera invisible que hasta aquel momento los había separado.

—La verdad es que estoy furiosa.

—¿Por qué?

—Porque cuando había conseguido ganarme la absoluta confianza de Laura, a sus padres va y se les ocurre llevársela a Roma.

—¿A usted le parece extraño?

—Inexplicable. Y, además, casi con toda seguridad volverá a encerrarse en sí misma y el trauma enseguida se le quedará dentro como un grumo no disuelto que...

—¿A través de quién se ha enterado de que se habían ido?

—He llamado a los Mongiardino para decirles a qué hora iría a su casa y entonces el abogado me ha contado que habían tenido que irse. Si lo hubiera sabido antes, habría tratado de convencer a Lina, la madre, que es amiga mía.

—¿Qué explicación le ha dado el abogado Mongiardino?

—Que han llamado a su yerno urgentemente a Roma por un asunto relacionado con sus negocios. Pero digo yo: ¿qué necesidad había de llevarse a toda la familia? Podía haber dejado a Laura con su madre unos cuantos días más en casa de los abuelos.

—¿O sea que usted no ha logrado averiguar nada a través de la niña?

—Algo sí. Por lo menos, eso creo. —Miró un instante al comisario con aire pensativo y después tomó una decisión—. Venga conmigo.

Recorrieron el pasillo hasta la primera puerta, Olinda Mastro la abrió y Montalbano se encontró en una espaciosa estancia con el suelo literalmente cubierto de juguetes de todo tipo, muñecas, caballos de madera, casitas de hadas, osos de peluche, trenecitos, modelos de coches y aviones, pistolas espaciales y centenares de rotuladores y hojas de dibujo. Había también un coche de bomberos con escaleras de mano y faros: siempre, ya desde pequeño, había deseado uno como aquél. Tuvo que reprimir el impulso de agacharse y ponerse a jugar. Entretanto, la psicóloga había sacado de un estante de madera unas cuantas hojas de papel de dibujo.

—Éstos los ha hecho Laura. Por suerte tiene una extraordinaria capacidad para dibujar. Me los traje aquí para poder estudiarlos mejor. Mire.

Montalbano miró y no entendió nada de nada. Rectángulos torcidos, líneas quebradas, algo que debía de ser un coche, algo que debía de ser un hombre, algo que debía de ser una pelota de colores. Levantó los ojos con expresión inquisitiva.

—¿Poseen algún significado?

—Por supuesto que sí. Mire usted también esta hoja. ¿Qué representa?

—Parece un coche con cosas dentro.

—Exactamente. Es un coche. Esto de aquí delante es el hombre que secuestró a Laura, esto otro indica a la niña en el asiento posterior con su pelota, la que su abuelo le había pintado. ¿Y esta otra hoja?

—Me parece que representa a la niña con la pelota, el hombre y el coche. Pero...

—Diga —lo animó Olinda.

—Creo que ahora la niña y el hombre están fuera del coche.

—Muy bien. Así es. ¿No ve nada más?

—Sinceramente, no.

—¿No ve que el hombre, la niña y el coche están todos en el interior de un rectángulo?

—Es verdad. Pero ¿eso qué significa?

—Significa que están dentro de una habitación.

—¿Una habitación?

—Sí. ¿Y cómo se llama la habitación que puede contener un coche?

Montalbano se dio un manotazo en la frente.

—¡Santo cielo! ¡Un garaje!

—Lo ha comprendido. Mire este otro. Cronológicamente es anterior al que acaba de ver.

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