Aquí entré en contacto habitual con los carreteros y otros hombres que trabajaban para mi padre, y vi menos a mis compañeros aprendices.
Una mañana, aproximadamente un año después de haber dejado el colegio, un contratista llamado Robert Noonan vino al taller, a realizar un trabajo de reparación y decoración de la pared del fondo del almacén que se necesitaba hacía tiempo, ya que había sido dañada durante una tormenta hacía algunos años. La llegada de Noonan supuso la segunda influencia que afectaría mi vida futura.
Estaba ocupado en mis labores y apenas lo noté, pero a la una del mediodía, cuando paramos para almorzar, Noonan vino y se sentó conmigo y con los otros hombres en la mesa de caballetes mientras comíamos. Sacó un mazo de cartas y preguntó si alguno de nosotros quería «encontrar a la dama». Algunos de los hombres mayores intentaron advertir a los otros, pero algunos de nosotros simplemente nos quedamos mirando. Pequeñas sumas de dinero fueron pasando de mano en mano; no por las mías, ya que no tenía nada para gastar, pero un par de trabajadores estaban ansiosos por apostar unos peniques.
Me fascinaba la forma relajada y natural en que Noonan manipulaba las cartas.
¡Era tan rápido! ¡Tan diestro! Hablaba suave y persuasivamente, mostrándonos las caras de las tres cartas en juego, colocándolas boca abajo sobre la pequeña caja frente a él con movimientos rápidos pero fluidos y luego moviéndolas con sus largos dedos antes de detenerse para desafiarnos y preguntarnos cuál era la reina. Los trabajadores tenían ojos más lentos que los míos; no veían la carta tan a menudo como yo (a pesar de que me equivocaba más de lo que acertaba).
Más tarde le dije a Noonan:
—¿Cómo lo haces? ¿Me lo enseñas?
Primero comenzó a darme largas hablándome de manos fojas, pero yo insistí.
—¡Quiero saber cómo lo haces! —gritaba—. ¡La reina se coloca en el medio de las tres pero tú sólo mueves las cartas dos veces y ya no está donde yo creo que está! ¿Cuál es el secreto?
Entonces, un día a la hora del almuerzo, en lugar de intentar desplumar a los demás, me llevó a un rincón tranquilo del galpón y me enseñó a manipular las tres cartas de manera que las manos engañaran a los ojos. La reina y otra carta se cogían suavemente entre el pulgar y el dedo medio de la mano izquierda, una sobre la otra; la tercera carta se cogía con la mano derecha. Una vez colocadas las cartas movía sus manos en diagonal, rozando suavemente la punta de los dedos sobre la superficie y pausando brevemente, sugiriendo así que la reina era colocada primero. De hecho, era casi invariablemente una de las otras cartas la que se deslizaba discretamente debajo de ella. Éste es el clásico truco conocido como «Monte de tres cartas».
Cuando entendí el funcionamiento de este truco, Noonan me mostró varias técnicas más. Me enseñó cómo pegar una carta a la palma de la mano, cómo mover la mesa engañosamente para no alterar el orden de las cartas, cómo cortar la baraja para poner una determinada carta encima o debajo de la mano, cómo ofrecer a alguien un abanico de cartas y obligarlo a elegir una carta en particular. Hacía todo esto de forma despreocupada, presumiendo más que mostrando, probablemente sin darse cuenta de la absorta atención con la que yo lo estaba asimilando. Cuando terminó su demostración intenté poner en práctica la técnica de repartir las cartas con la reina, pero las cartas se desparramaron por todas partes. Lo intenté otra vez. Y una vez más. Una y otra vez después de que el propio Noonan perdiera interés y se fuera por ahí. La tarde del primer día, solo en mi habitación, ya había conseguido dominar el «Monte de tres cartas», y me ponía a trabajar en las otras técnicas que había visto brevemente.
Un día, cuando terminó su trabajo, Noonan dejó el almacén y desapareció de mi vida. Nunca volví a verlo. Dejó tras él a un niño adolescente excitado y animado por un deseo irrefrenable. Mi intención era no descansar hasta dominar el arte que ahora sabía (de un libro que saqué urgentemente de la biblioteca) se llamaba
Legerdemain
.
«Legerdemain», los juegos de manos, la prestidigitación, se convirtieron en el mayor interés de mi vida.
En los siguientes tres años se produjeron desarrollos paralelos en mi vida. Por un lado era un adolescente convirtiéndose rápidamente en un hombre. Por el otro, mi padre no tardó mucho en darse cuenta de que yo poseía una apreciable destreza para la carpintería, y que las comparablemente ásperas demandas del trabajo de carretero no me aprovechaban por completo. Finalmente, estaba aprendiendo a hacer magia con mis manos.
Estas tres partes de mi vida se entrecruzaban unas con otras como las hebras de una trenza. Tanto mi padre como yo debíamos ganarnos la vida, por lo tanto, gran parte del trabajo que yo hacía en el taller eran los barriles, los ejes y las ruedas que conformaban la parte principal del negocio; pero cuando podía, él o alguno de sus empleados me instruían en el más exquisito arte de la ebanistería. Mi padre planeaba para mí un futuro en su negocio. Si yo demostraba ser tan experto como él creía, al finalizar mi aprendizaje me pondría mi propio taller de muebles, permitiéndome desarrollarlo a mi manera. Con el tiempo, él se uniría a mí cuando se retirara del almacén. Cuando pensaba en ello, comprendía algunas de las frustraciones de su vida. Mi habilidad carpintera le traía recuerdos de su propia ambición juvenil.
Mientras tanto, mi otra capacidad, la que yo veía como la verdadera, se desarrollaba a paso acelerado. Cada momento de mi tiempo libre estaba dedicado a practicar el arte de los conjuradores. En especial, aprendí e intenté dominar todos los trucos conocidos de manipulación de cartas de juego. Veía los juegos de manos como la base de toda la magia, así como la escala tonal es la base de la más compleja sinfonía. Era difícil obtener trabajos de referencia sobre el tema, pero los libros de magia sí que existen y el investigador diligente puede encontrarlos. Noche tras noche, en mi fría habitación sobre el puente, me ponía de pie frente a un espejo de cuerpo entero y practicaba sin descanso; hacía desaparecer y aparecer las cartas, barajarlas y desplegarlas, pasarlas y mostrarlas en forma de abanico, descubriendo distintas formas de cortar y amagar. Aprendí el arte del cambio de dirección, en el que el mago explota la experiencia diaria del público para confundir sus sentidos: la jaula de metal que parece demasiado rígida como para derrumbarse, la pelota que parece demasiado grande como para ser escondida en una manga, la espada cuya templada hoja de acero, ¿seguro?, nunca podría ser flexible. Rápidamente creé un repertorio con estas técnicas de prestidigitación, concentrándome en cada una de ellas hasta manejarla correctamente, luego practicando hasta dominarla, y concentrarme en ella una vez más hasta dominarla a la perfección. Nunca dejé de practicar.
La fuerza y la destreza de mis manos eran claves.
Ahora, brevemente, hago una pausa en este relato para reparar en mis manos.
Dejo mi lapicero para ponerlas frente a mí nuevamente, girándolas bajo la luz de la lámpara de gas, tratando de verlas de una forma no tan familiar, como las veo cada día, sino como imagino que lo haría un extraño. Ocho dedos largos y esbeltos, dos sólidos pulgares, las uñas cortadas de un largo específico, no las manos de un artista, ni las de un trabajador, ni las de un cirujano, sino las manos de un carpintero convertido en prestidigitador. Cuando las giro y pongo las palmas frente a mí, veo una piel pálida, casi transparente, con durezas oscuras entre las juntas de los dedos.
Las bolas de los pulgares son redondas, pero cuando tenso los músculos se forman duras rugosidades que atraviesan las palmas. Ahora les doy la vuelta y veo la piel suave de nuevo, con algunos vellos rubios. Las mujeres sienten curiosidad por mis manos, y algunas dicen que les encantan.
Cada día, incluso ahora, en mi madurez, hago ejercicios con mis manos. Son suficientemente fuertes como para reventar una pelota de tenis. Puedo doblar clavos de acero entre mis dedos, y si golpeo madera brava con la base de la mano, se astilla.
De la misma manera, la misma mano puede suspender un penique suavemente en el aire cogiéndolo por su canto entre las yemas de mi tercer y mi cuarto dedo, mientras el resto de la mano manipula artefactos, o escribe en una pizarra, o sostiene el brazo de un voluntario del público, y puede retener la moneda allí al mismo tiempo, antes de deslizarla hábilmente hasta donde parezca aparecer por arte de magia.
Mi mano izquierda tiene una pequeña cicatriz, un recordatorio de la época de mi infancia en que aprendí el verdadero valor de mis manos. Ya sabía, gracias a todas las veces que practicaba con un mazo de cartas, o con una moneda, o con un guante de seda fina, o con cualquiera de los accesorios del mago que comenzaba a manejar lentamente, que la mano del hombre era un instrumento delicado, fino y fuerte, y sensible. Pero la carpintería endureció mis manos, hecho lamentable que descubrí una mañana en el almacén. Un momento de distracción mientras daba forma a una pina, un movimiento descuidado con un formón, y me hice un profundo tajo en la mano izquierda. Recuerdo estar allí de pie sin poder creerlo, mis dedos tensos como garras, mientras del tajo brotaba sangre de un rojo intenso y se extendía rápidamente por la muñeca y el brazo. Los hombres mayores con quienes estaba trabajando ese día estaban acostumbrados a tales heridas, y sabían qué hacer; me aplicaron un torniquete rápidamente y prepararon un carro para salir inmediatamente hacia el hospital. Tuve la mano vendada durante dos semanas. No era la sangre, ni el dolor, ni la incomodidad; era el terror de que cuando el corte se curara, mi mano hubiera resultado
atravesada
de forma tan definitiva, devastadora, que quedara inmovilizada para siempre. En definitiva, no hubo daños permanentes. Tras un desalentador período en que la mano estaba demasiado rígida y torpe como para usarla, los tendones y los músculos se fueron aflojando, la herida se curó y se cerró correctamente, y al cabo de dos meses ya estaba normal.
Sin embargo, lo tomé como una advertencia. En ese entonces mis juegos de manos eran sólo una afición. Nunca había actuado para nadie, ni siquiera, como Robert Noonan, para entretener a los hombres con quienes trabajaba. Toda mi magia era para práctica, ejecutada en una muda demostración frente al espejo. Pero era una afición absorbente, una pasión, incluso, sí, el comienzo de una obsesión. ¡No podía permitir que ninguna herida la pusiera en peligro!
Esa mano cortada fue por lo tanto otro momento crucial para mí, porque estableció la prioridad de mi vida. Antes de eso, yo era un aprendiz de carretero con un absorbente pasatiempo, pero después era un joven mago que no permitiría que nada se interpusiera en su camino. Era más importante esconder una carta en la palma de mi mano, o coger con destreza una bola de billar oculta dentro de una bolsa forrada en feltro, o deslizar secretamente un billete de cinco peniques dentro de una naranja preparada, por más triviales que estas cosas puedan parecer, que el hecho de lastimarme mis manos de nuevo algún día haciendo una rueda para el carro de un patrón.
¡No me dije nada de esto! ¿Qué es? ¿Hasta dónde debe llegar? ¡No debo escribir nada más hasta saberlo! Entonces, ahora que hemos hablado, ¿están de acuerdo en que continúe? Aquí está otra vez, bajo ese acuerdo puedo escribir lo que yo crea conveniente, y puedo ampliarlo cuando yo lo crea conveniente. No planeé nada con lo que no estaría de acuerdo, sólo escribir una buena parte más antes de leerlo. Me disculpo si pienso que me estaba engañando, y fue sin mala intención.
Lo he releído varias veces, y creo entender hacia dónde me dirijo. Fue simplemente la sorpresa lo que me hizo reaccionar de ese modo. Ahora que estoy más calmado me parece bastante aceptable, hasta ahora.
¡Pero falta mucho! Creo que a continuación debo escribir acerca del encuentro con John Henry Anderson, porque fue gracias a él que conseguí introducirme en Maskelynes.
Supongo que no hay ninguna razón en especial para que no pueda ir directo a esto. O bien tengo que hacer esto ahora, o dejar una nota para encontrarla luego.
¡Hagamos este trueque más a menudo!
No debo dejar fuera bajo ninguna circunstancia:
La forma en que descubrí lo que hacía Angier, y lo que yo hice al respecto.
Olive Wenscombe (no fue mi culpa, N.B)..
¿Qué hay de Sarah? ¿Y los niños?
El pacto también cubre esto, ¿no es cierto? Así es como yo lo interpreto. Si es así, tengo que dejar mucho fuera o tengo que añadir bastante más.
Me sorprende descubrir cuánto he escrito.
Cuando yo tenía dieciséis años, en 1872, John Henry Anderson trajo su espectáculo de magia a Hastings, y estuvo en cartelera durante una semana en el Teatro Gaiety de la calle Queen. Asistí a su espectáculo todas las noches, comprando los asientos más cercanos al auditorio que podía permitirme. Habría sido inconcebible perderme alguna de sus presentaciones. En esa época no sólo era el ilusionista profesional más importante con un espectáculo itinerante, famoso por la creación de nuevos, numerosos y sorprendentes efectos, sino que además tenía reputación de ayudar y alentar a magos jóvenes.
Todas las noches el señor Anderson realizaba un truco conocido en el mundo de la magia como «La ilusión de la caja moderna». Durante el mismo invitaba a un pequeño comité de voluntarios del público a subir al escenario. Estos hombres (siempre eran hombres) ayudarían a subir al escenario una alta caja de madera montada sobre ruedas, lo suficientemente alta como para demostrar que nadie podría entrar por la base. Luego se invitaba al comité a inspeccionar la caja por dentro y por fuera hasta quedar satisfecho de que estaba vacía, darle vueltas para que el público la viera desde todos los ángulos, incluso se elegía a uno de ellos para que se metiera dentro un momento y comprobar que ninguna otra persona podía estar allí escondida. Luego ayudaban a cerrar la puerta y a asegurarla con grandes candados.
Mientras el comité permanecía en el escenario, el señor Anderson giraba la caja una vez más para que el público se convenciera de que estaba bien cerrada, luego con rápidos movimientos quitaba los candados, abría la puerta… y salía una hermosa y joven asistente, llevando un voluminoso traje y un gran sombrero.
Cada noche, cuando el señor Anderson pedía voluntarios, yo me ponía de pie ansiosamente esperando ser elegido, y cada noche escogía a otros. ¡Deseaba mucho que me escogiera a mí! Quería saber cómo era estar en el escenario bajo las luces, frente al público. Quería estar cerca del señor Anderson cuando hacía este truco. Y afortunadamente conseguí ver de cerca cómo estaba construida la caja. Por supuesto que conocía el secreto de la «Caja moderna», porque para entonces había aprendido o descifrado yo solo el mecanismo de cada truco actual, pero ver de cerca la caja de un mago tan importante habría sido una oportunidad única para examinarla. El secreto de ese truco en particular está en la construcción de la caja. Ay, pero no era el momento propicio.