El planeta misterioso (15 page)

BOOK: El planeta misterioso
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—El vehículo que os llevará al sur —anunció la mujer por encima del viento mientras un gran transporte en forma de disco aterrizaba entre las ráfagas de nieve.

Obi-Wan empuñó su pequeño comunicador y abrió un canal con el
Flor del Mar Estelar.

—Vamos a abandonar la meseta —le dijo a Charza Kwinn—. Quédate aquí todo el tiempo que te lo permitan, y después de eso... mantén una posición lo más cercana posible.

Dado que Obi-Wan presentía que no podía confiar en nadie, la flexibilidad era esencial.

18

H
ubiese tenido que figurar entre los momentos más dignos de ser recordados con orgullo de toda la vida de Raith Sienar. Se le había conferido el rango de comandante y había sido puesto al frente de un escuadrón, lo cual le daría ocasión de poner en práctica un adiestramiento que ya creía olvidado. El escuadrón de cuatro naves se estaba preparando para entrar en el más fascinante de los lugares, el hiperespacio —fascinante para un ingeniero, ya que no para un táctico—, y sin embargo, lo único que sentía era un frío nudo de miedo que le atenazaba las entrañas.

Aquello no era lo que quería, y desde luego no era lo que se había imaginado cuando compró la nave sekotana hacía dos años.

Incluso el haber averiguado la situación probable de Zonama Sekot parecía un triunfo vacío, dado que había tenido que compartir el conocimiento. A Sienar nunca le había gustado compartir nada, particularmente con viejos amigos y sobre todo, después de lo ocurrido en los últimos días, con Tarkin.

Sienar era un hombre muy competitivo y había sido consciente de ello desde el principio de su adolescencia, pero ése había sido un conocimiento frágil porque, como tuvo ocasión de comprobar una y otra vez, su naturaleza competitiva tenía ciertos límites. Había tenido que dedicar todos sus esfuerzos a ganar y, con el paso de los años, aprendió a escoger los campos de batalla donde sus talentos podían dar el máximo fruto al tiempo que evitaba los que no les convenían.

Lo más desalentador de todo era que acababan de demostrarle lo mucho que había llegado a sobrestimar su codicia al tiempo que subestimaba la ambición infinita de otros. De Tarkin, por ejemplo.

Pero Sienar no dispuso de mucho tiempo para lamentar su precaria posición. Los ayudantes, impacientes y no muy obsequiosos para con su nuevo comandante, se habían congregado en la cubierta de mando del
Almirante Korvin
y esperaban recibir instrucciones.

Sienar tenía que darles la orden de coordinar la entrada en el hiperespacio.

Era el compromiso final y el que más temía, porque significaría abandonar el sistema en el que había concentrado la mayor parte de su blindaje, la mayoría de sus amigos y contactos políticos, y todo su poder.

Irse de casa...

Durante las seis horas transcurridas desde que Sienar acompañó a Tarkin hasta la escotilla de salida de la nave, no había habido ni cinco segundos seguidos en los que hubiera tenido libertad para reflexionar. No había tenido tiempo para trazar planes de emergencia o huida. En vez de eso, se había visto atrapado por las minucias del mando: comprobaciones de sistemas, revistas de personal, y los inevitables e irritantes retrasos causados por equipos con demasiados años a cuestas que dejaban de funcionar.

Tarkin lo había empujado desde el primer momento por un estrecho tobogán, como si fuese un animal llevado al matadero.

Y tampoco había tiempo para compadecerse de sí mismo. Sienar no carecía de recursos. Pero conseguir que sus reflejos volvieran a estar en forma iba a requerir cierto tiempo. Sienar había acumulado una considerable obesidad mental durante la última década en Coruscant, dejándose llevar por el desánimo y la amargura mientras presenciaba el declive de la economía y la creciente corrupción de aquella aristocracia que había sido su madre incluso antes de que lo fuera su auténtica madre.

Había convertido su rostro en una máscara de dureza y, al hacerlo, descubrió que la expresión resultaba cómoda, y que no era totalmente falsa. Parecía el complemento ideal al uniforme que había escogido el día antes: el de un oficial de la vieja escuela del Cuerpo de Defensa del Comercio, gris, negro y rojo con franjas opalescentes.

Ahora por lo menos tenía la ilusión de ejercer el control sobre aquellas naves y aquellos hombres. Y dado que disponía de ella, quizá sería mejor que la usara como un comienzo, un terreno estable sobre el cual asentarse para recuperar el equilibrio y averiguar con cuánto poder e independencia contaba en realidad.

— ¿Están sincronizados los núcleos del escuadrón, capitán? —preguntó.

—Lo están, comandante —respondió Kett.

Kett llevaba un uniforme de comerciante, un remanente de la Federación de Comercio al que sin duda estaría acostumbrado y que no era tan impresionante como el de Sienar. De hecho, estaba bastante arrugado.

«En realidad no somos más que unos piratas, pero todos escogemos cuidadosamente nuestras imágenes», pensó Sienar.

—Entonces sacudámonos el polvo estelar de las colas —dijo, esperando que su manera de hablar no resultara demasiado anticuada.

—Sí, señor —dijo Kett con una leve sonrisa.

Sienar puso las manos sobre la barandilla de su estrado de mando y volvió la mirada hacia los ventanales delanteros. Kett, a medio nivel por debajo de él, permanecía en la posición de descanso en el puente, con las manos cruzadas a la espalda y las rodillas ligeramente dobladas, mientras la orden era transmitida al sistema robótico de navegación interconectado del escuadrón.

—Partida, comandante —le murmuró Kett a Sienar en el mismo instante en que el panorama delantero se retorcía para desplegarse hacia fuera y colapsarse en un punto brillante—. Estamos entrando en el hiperespacio.

—Gracias, capitán Kett —dijo Sienar.

—Duración estimada del viaje, tres días estándar —dijo Kett.

—Utilizaremos ese tiempo para examinar los sistemas defensivos y llevar a cabo más simulacros de uso —dijo Sienar. Eso proporcionaría una buena distracción a la tripulación de la nave insignia mientras él se ocupaba de otros asuntos—. Y tráigame los historiales de servicio de cada oficial del escuadrón. Quiero los historiales completos, capitán Kett.

Eso sonaba mejor.

—Prepararé un plan y dentro de una hora los tendrá, señor —dijo Kett.

Mucho mejor. Quedaba bien, un buen principio para una misión complicada.

Sienar alzó los hombros, apretó la mandíbula y contempló con férrea determinación el potencialmente mareante y deformado panorama que había fuera de la nave hasta que los protectores de los ventanales acabaron de cerrarse.

Después se hizo a un lado y bajó del estrado. Un esbelto androide de navegación de color azul oscuro y estructura tubular subió al estrado para cumplir con sus esenciales y considerablemente aburridos deberes.

19

A
nakin se removía nerviosamente en el angosto interior del transporte, sin poder ver nada por las pequeñas ventanillas incómodamente situadas detrás de los asientos. Lo único que podía ver era un destello de cielo y un horizonte verde lleno de protuberancias. Conforme el transporte volaba hacia el sur, no paraban de entrar y salir del terminador, y la cabina fue iluminándose y oscureciéndose alternativamente hasta que el transporte viró en dirección oeste y volaron hacia la juventud del día.

Durante su viaje el transporte sólo podría ofrecerles las comodidades más básicas: cuatro asientos, estrechos y suspendidos debajo de un techo bajo, y una puerta cerrada entre ellos y el piloto. Obi-Wan podía percibir la presencia de un humano detrás de la puerta y nada más. El transporte era un modelo bastante familiar, un vehículo expedicionario ligero que los navíos de mayores dimensiones solían transportar en sus bodegas de carga para labores de exploración a distancia reducida. Allí no había nada exótico.

—Ésta no es manera de administrar un planeta —dijo Anakin.

Obi-Wan estaba de acuerdo con él.

—Se comportan como si hubieran tenido problemas recientemente.

— ¿Con Vergere?

Obi-Wan sonrió.

—Vergere recibió instrucciones de no crear ninguna clase de problemas. Quizá los hayan tenido con los visitantes desconocidos que fue enviada a investigar.

—No percibo nada parecido por los alrededores —dijo Anakin—. Puedo sentir la Fuerza en todo este planeta, y en los colonizadores, pero...

Torció el gesto y meneó la cabeza.

—Yo tampoco percibo nada inesperado —dijo Obi-Wan.

—No he dicho que no pudiera percibir nada inesperado.

Obi-Wan ladeó la cabeza y miró a su padawan.

— ¿Entonces de qué se trata?

—No me esperaba lo que estoy percibiendo. Eso es todo —dijo el muchacho, y se encogió de hombros.

Obi-Wan ya sabía que la capacidad de Anakin para percibir pequeñas variaciones en la Fuerza solía ser mucho más aguda que la suya.

— ¿Y qué es lo que percibes?

—Algo... grande. No un montón de pequeños rizos u ondulaciones, sino una gran ola, un cambio realmente grande que ya ha ocurrido o que está a punto de ocurrir. No se me ocurre otra manera de describirlo.

—Todavía no percibo tal agitación combinada —dijo Obi-Wan.

—Oh, da igual —dijo Anakin—. Quizá sea una ilusión. Quizá estoy haciendo algo mal.

—Lo dudo —dijo Obi-Wan.

Anakin entrelazó las manos detrás de su cuello y suspiró. — ¿Cuánto falta para llegar?

El transporte se posó con un estremecimiento una hora después, y la escotilla basculó inmediatamente hacia abajo con un estridente chirrido para chocar con un suelo bastante duro. Una corriente de aire caliente y saturado de olores entró en la cabina, perfumada con algo que era a la vez floral y suculento, como un pastel recién horneado.

Anakin encontró muy apetitoso aquel olor. Quizá habían preparado algo de comida para los visitantes, un desayuno o almuerzo.

Pero cuando se agacharon para salir del transporte, no los esperaba ninguna mesa llena de comida. Anakin y Obi-Wan se encontraron encima de una gran plataforma suspendida entre cuatro enormes troncos oscuros, las porciones centrales de boras tan gruesos y achaparrados como barriles, cada uno de los cuales tendría unos doce metros de diámetro. En lo alto, un sol radiante se filtraba a través de capa tras capa de follaje superpuesto, muchos doseles entremezclados de vegetación que daban sombra a lo que los rodeaba y creaban la impresión de que estaban andando bajo el crepúsculo. Obi-Wan ayudó a Anakin a bajar por la rampa mientras lanzaba rápidas miradas a derecha e izquierda. Después los dos se irguieron y se encontraron ante un humano alto y de aspecto robusto envuelto en una larga túnica negra adornada con relucientes medallones verdes. Medía bastante más de dos metros de altura, con lo que era mucho más alto que Obi-Wan, y su pálido rostro tenía el color azulado de la leche de Tatooine.

—Estáis en Zonama Sekot, un planeta de considerable belleza y firme tradición —dijo—. Me llamo Gann.

—Encantados de conocerte —dijo Obi-Wan mientras él y Anakin iban hacia aquel hombre tan alto.

A juzgar por su color y su porte, Gann había nacido en uno de los sistemas interiores de Ferro, una serie de mundos apartados que no siempre obedecían las leyes de la República. Los ferroanos eran un pueblo orgulloso e independiente que rara vez daba la bienvenida a los forasteros y casi nunca se alejaba mucho del hogar.

— ¿Dónde están vuestras naves, las realmente rápidas? —preguntó Anakin, aburrido por toda aquella pantomima de adultos y dejándose llevar por el entusiasmo.

—Éste es mi estudiante, Anakin Skywalker de Tatooine —lo presentó Obi-Wan—. Yo soy Obi-Wan Kenobi.

Gann bajó la mirada hacia Anakin y su expresión se dulcificó.

—Yo también tengo un hijo, un estudiante especial —dijo—. Muchos hijos e hijas. Son lo que aquí llamamos nuestros estudiantes. Da igual de quien hayan nacido, porque todos somos madres, padres y maestros. Me temo que todavía tardarás unos días en ver una de nuestras naves, joven Anakin. —Después volvió a centrar su atención en Obi-Wan y extendió el brazo—. Nos encontramos en lo que nosotros llamamos la Distancia Media, nuestro primer hogar en Zonama Sekot, donde nos establecimos hace veinte años ferroanos. Sesenta años estándar. Claro que el tiempo no significa lo mismo aquí que en cualquiera de los mundos ferroanos, o en Coruscant.

— ¿Nuestros acentos nos han delatado? —preguntó Obi-Wan.

—Unos cuantos meses en el mundo capital bastan para dejar su huella en la manera de hablar —dijo Gann—. Zonama Sekot tiene sus propias ideas sobre cómo hay que dejar transcurrir el tiempo. Me siento como si hubiera pasado toda mi vida aquí, y sin embargo, podría haber sido sólo un año, un mes, una semana...

Obi-Wan interrumpió delicadamente aquella especie de ensoñación.

—Deseamos comprar una nave —dijo—. Tenemos el dinero, y estamos dispuestos a pasar por las pruebas y el adiestramiento.

Gann enarcó melodramáticamente sus delgadas cejas negras.

—Primero el ritual. Las respuestas y las pruebas mucho más tarde.

El ferroano se volvió ante algún capricho del viento, un fugaz sonido sibilante que resonó entre los doseles de las alturas.

—La vista desde aquí no es de las mejores —dijo—. Venid conmigo. Debéis ser presentados a Sekot.

Anakin y Obi-Wan siguieron a Gann hasta un hueco entre dos de los enormes troncos que rodeaban a la plataforma y la sostenían. El ferroano abrió una puertecita tejida con unos tallos parecidos a juncos y los invitó a pasar con un gesto de la mano. Andando entre los troncos, maestro y aprendiz salieron a una plataforma exterior bañada por el sol desde la que se divisaba un panorama mucho más espectacular que el que Charza Kwinn les había mostrado a bordo del
Flor del Mar Estelar.

Gann cruzó los brazos y sonrió orgullosamente. Las neblinas matinales se elevaban de un serpenteante valle fluvial, con sus profundidades todavía perdidas entre las sombras a sus buenos dos kilómetros por debajo de la plataforma. A lo largo de los muros inferiores del valle, un nivel tras otro de moradas y plataformas cubría las desnudas paredes rocosas, sostenidas en su sitio por gruesas lianas verdes y marrones. Las lianas colgaban de boras de grandes raíces que abarcaban riscos cortados a cuchillo, coronados por más doseles de vivos tonos verdes y púrpuras. Varias aeronaves surcaban las tranquilas corrientes matinales por entre los riscos. Consistían en grupos de globos rígidos en forma de tubo y de color blanco hueso dispuestos los unos junto a los otros y estabilizados mediante más globos de guía. Las aeronaves seguían largos tendidos de cable suspendidos a través del valle, sostenidos a intervalos de cien metros por troncos que sobresalían de los acantilados. En aquel mismo instante, una aeronave atravesaba lentamente la corona circular de follaje en lo alto de un soporte.

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