Las berenjenas a la parmesana que la asistenta le había dejado en el horno se le antojaron repentinamente sosas, pero no era posible que lo fueran, no lo eran, se trataba de un efecto psicológico del hecho de verse convertido en un idiota en la televisión.
Experimentó el súbito impulso de echarse a llorar, de acostarse en la cama, todo envuelto en una sábana como una momia.
—¿Comisario Montalbano? Soy Luciano Acquesanta, del periódico «Il Mezzogiorno». ¿Tendría la amabilidad de concederme una entrevista?
—No.
—No le haré perder tiempo, se lo juro.
—No.
—¿Es el comisario Montalbano? Soy Spingardi, Attilio Spingardi, de la RAI de Palermo. Estamos preparando una mesa redonda sobre el tema...
—No.
—¡Déjeme terminar!
—No.
—¿Querido? Habla Livia... ¿Qué tal te encuentras?
—Bien. ¿Por qué?
—Acabo de verte en la televisión.
—¡Oh, Dios mío! ¿Me han visto en toda Italia?
—Creo que sí. Pero ha sido una cosa muy corta, ¿sabes?
—¿Se oyó lo que yo decía?
—No, hablaba sólo el presentador. Pero a ti se te veía la cara y es por eso por lo que estoy preocupada. Estabas tan amarillo como un limón.
—¿Se veían también los colores?
—Pues claro.
—Me dolía la cabeza y me molestaban las luces.
—¿Ya se te pasó?
—Sí.
—¿Comisario Montalbano? Soy Stefania Quattrini, de «Essere donna». Quisiéramos hacerle una entrevista telefónica. ¿Puede atendemos?
—No.
—Es cuestión de pocos segundos.
—No.
—¿Tengo el honor de hablar con el famoso comisario Montalbano, el que celebra ruedas de prensa?
—No me vengan a tocar las bolas.
—No, las bolas no te las queremos tocar, no te preocupes. Pero el culo, sí.
—¿Con quién hablo?
—Con tu muerte hablas. ¡Te quiero decir que no te la llevarás de balde, maldito comediante! ¿A quién creías engañar con todo ese teatro que has montado con tu amigo Tano? Eso lo vas a pagar, pagarás caro el haber intentado burlarte de mí.
—Hola... Hola...
La comunicación se había cortado. Montalbano no tuvo tiempo de asimilar las palabras amenazadoras ni de reflexionar acerca de ellas, pues comprendió que el sonido insistente que oía en medio del alboroto de las llamadas era el del timbre de la puerta. Quién sabe por qué razón pensó que se trataba de algún periodista más listo que los demás, que había decidido presentarse directamente. Corrió irritado al vestíbulo y, sin abrir, preguntó:
—¿Quién carajo es?
—Soy el jefe.
Pero ¿qué querría en su casa y a aquella hora sin siquiera haberle avisado de antemano? Dio un manotazo al pestillo y abrió la puerta.
—Buenos días, pase —dijo, y se hizo a un lado.
El jefe no se movió.
—No hay tiempo. Arréglese y reúnase conmigo en el coche.
Dio media vuelta y se alejó. Al pasar por delante del espejo del gran armario, Montalbano comprendió qué le había querido decir el jefe superior con aquel «Arréglese». Estaba totalmente desnudo.
El coche no llevaba ninguna indicación de pertenecer a la policía; parecía ser un automóvil de alquiler, y al volante iba, vestido de paisano, un agente de la Jefatura Superior de Montelusa, que él conocía. En cuanto se sentó, el superior le dijo:
—Perdone que no le haya podido avisar, pero su teléfono estaba siempre ocupado.
—Está bien.
Montalbano hubiera podido interrumpirlo, pero eso no era propio de su estilo de persona amable y discreta. No le explicó a su jefe por qué razón su teléfono no le había dado tregua; no era el momento, su superior estaba más furioso de lo que él jamás hubiera visto y tenía el rostro en tensión y la boca medio torcida en una especie de mueca.
Cuando ya llevaban unos tres cuartos de hora en la carretera que conducía de Montelusa a Palermo y el chofer conducía a gran velocidad, el comisario empezó a contemplar la parte del paisaje de su isla que más le gustaba.
—¿De veras te gusta? —le había preguntado Livia con asombro cuando, años atrás, él la había llevado a aquellos lugares.
Áridas lomas que casi parecían túmulos gigantescos, cubiertas tan sólo por amarillos rastrojos de hierba seca, abandonadas por la mano del hombre como consecuencia de las derrotas causadas por la sequía, el calor o simplemente el cansancio de un combate perdido ya de entrada, interrumpidas de vez en cuando por el color gris de las rocas en forma de pináculo, absurdamente nacidas de la nada o quizá llovidas del cielo, estalactitas o estalagmitas de aquella gruta profunda a cielo abierto que era Sicilia. Las pocas casas que había —todas de planta baja y techumbre abovedada, cubos de piedra en seco— estaban construidas al bies, casi como si hubieran tenido la suerte de resistir un violento corrimiento de la tierra que no quería tenerlas encima. Cierto que había alguna que otra mancha de verde, pero no era de árboles ni de cultivos sino de pitas, de ciruelos silvestres, de sorgo, de espadilla débil y polvorienta, a punto también de rendirse.
Como si hubiera esperado a encontrarse en la escenografía más idónea, el jefe decidió hablar, pero el comisario comprendió que no se estaba dirigiendo a él sino a sí mismo, en una especie de monólogo doloroso y enfurecido.
—¿Por qué lo han hecho? ¿Quién ha decidido tomar una decisión? Si se llevara a cabo una encuesta, hipótesis imposible, resultaría «o» que nadie tomó la iniciativa o que tuvieron que actuar obedeciendo órdenes superiores. Veamos entonces quiénes son estos superiores que dieron la orden. El jefe de la Unidad Antimafia lo negaría, al igual que el ministro del Interior, el Presidente del gobierno, el jefe del Estado. Quedan en este orden: el Papa, Jesús, la Virgen, Dios Padre... Pondrían el grito en el cielo: ¿cómo se puede pensar que han sido ellos los que dieron la orden? Sólo queda el Maligno, el que se ha ganado la fama de ser el origen de todos los males. He aquí al culpable: ¡el demonio! En resumen y en pocas palabras, han decidido trasladarlo a otra cárcel.
—¿A Tano? —se atrevió a preguntar Montalbano. El jefe ni siquiera le contestó.
—¿Por qué? Eso jamás lo sabremos, está clarísimo. Y mientras nosotros estábamos allí, ofreciendo la rueda de prensa, ellos lo introducían en un vehículo cualquiera escoltado por dos agentes de paisano para no llamar la atención, naturalmente, ¡Dios mío, pero qué astutos son!, y de esta manera, cuando por la zona de Trabia salió de un sendero la clásica y potente moto con dos individuos absolutamente anónimos debido al casco que llevaban... muertos los dos agentes y él agonizando en el hospital. Eso es lo que ha ocurrido.
Montalbano soportó los golpes, pensando con cinismo que, si lo hubieran matado unas cuantas horas antes, él se hubiera ahorrado la tortura de la rueda de prensa. Empezó a hacer preguntas tan sólo cuando intuyó que el desahogo había calmado un poco al jefe.
—Pero ¿cómo han podido saber que...?
El jefe golpeó con fuerza el respaldo del asiento delantero, el chofer pegó un brinco y el vehículo derrapó ligeramente.
—Pero ¿qué preguntas me hace, Montalbano? Un infiltrado, ¿no? Eso es lo que más me enfurece.
El comisario dejó pasar unos minutos antes de preguntar:
—Pero ¿qué tenemos que ver nosotros con eso?
—Quiere hablar con usted. Ha comprendido que se está muriendo «y» quiere decirle una cosa.
—Ah... ¿Y usted por qué se ha molestado? Podía ir yo solo.
—Lo acompaño para evitar retrasos y contratiempos. Esos tipos de allí, en su inteligencia sublime, hasta son capaces de impedirle la entrevista.
Delante de la verja del hospital vieron estacionado un vehículo blindado mientras unos diez agentes repartidos por el jardincito del otro lado paseaban con las ametralladoras listas.
—Carajo —dijo el jefe.
Superaron con creciente nerviosismo por lo menos cinco controles y llegaron por fin al pasillo al que daba la habitación de Tano. Todos los pacientes habían sido obligados a trasladarse a otro sitio, entre maldiciones y palabrotas. A ambos extremos del pasillo montaban guardia cuatro agentes armados y otros dos lo hacían delante de la puerta de la habitación en la que evidentemente se encontraba Tano. El jefe les mostró el pase.
—Lo felicito —le dijo al oficial.
—¿Por qué, señor jefe?
—Por el dispositivo de vigilancia.
—Gracias —dijo el oficial, con el rostro iluminado por una sonrisa.
No había entendido una mierda de la ironía del superior.
—Entre usted solo, yo lo espero afuera.
Sólo entonces se dio cuenta de que Montalbano tenía el rostro morado y la frente bañada de sudor.
—Por Dios, Montalbano, ¿qué le pasa? ¿Se siente mal?
—Me siento perfectamente —contestó el comisario entre dientes.
Pero le estaba mintiendo, se sentía muy mal. Los muertos le importaban un pito, hubiera podido dormir a su lado, simular partir el pan con ellos o jugar al tresillo o a la brisca; no le causaban la menor impresión. En cambio, los moribundos le provocaban sudores fríos y le hacían temblar las manos mientras la sangre se le helaba en las venas y él sentía que se le abría un agujero en el estómago.
Bajo la sábana que lo cubría, el cuerpo de Tano le pareció encogido y más pequeño de lo que él recordaba. Los brazos estaban estirados a lo largo de los costados, y el derecho estaba envuelto en vendas gruesas. De su nariz, ahora casi transparente, salían los tubitos del oxígeno y su rostro parecía artificial, como el de un muñeco de cera. Dominando su impulso de escapar de allí, el comisario tomó una silla de metal y se sentó al lado del moribundo, cuyos ojos estaban cerrados como si estuviera durmiendo.
—Tano... Tano... Soy el comisario Montalbano.
La reacción de Tano fue inmediata; puso los ojos en blanco e hizo ademán de incorporarse en la cama en un salto violento dictado sin duda por el instinto, como un animal largo tiempo perseguido. Después sus ojos enfocaron al comisario y la tensión de su cuerpo se relajó visiblemente.
—¿Quería hablar conmigo?
Tano dijo que sí con la cabeza y esbozó una sonrisa leve.
Habló muy despacio y con gran esfuerzo.
—Me han quitado de en medio, de todos modos.
Se refería a la conversación que ambos habían mantenido en la cabaña, y Montalbano no supo qué contestarle.
—Acérquese.
Montalbano se levantó de la silla y se inclinó hacia él.
—Un poco más.
El comisario se inclinó hasta casi rozar con el oído la boca de Tano, cuyo ardiente aliento le provocó una sensación de repugnancia. Entonces Tano le dijo lo que tenía que decirle, con lucidez y exactitud. Pero el hecho de hablar lo había agotado, por lo que volvió a cerrar los ojos y Montalbano no supo si retirarse o quedarse un poco más. Decidió volver a sentarse y entonces Tano añadió algo con voz pastosa. El comisario se levantó una vez más y se inclinó sobre el moribundo.
—¿Qué me dijo?
—Tengo miedo.
Estaba asustado y, en la situación en que se encontraba, no tenía el menor reparo en confesarlo. ¿Era eso la compasión, esta oleada repentina de calor, este impulso del corazón, este sentimiento atormentador? Montalbano apoyó una mano en la frente de Tano y esta vez le salió espontáneamente tutearlo.
—No te avergüences de decirlo. Puede que por eso seas un hombre. Todos tendremos miedo cuando llegue el momento. Adiós, Tano.
Salió de prisa, cerró la puerta a sus espaldas. Ahora en el pasillo, además del jefe y los agentes, estaban también De Dominicis y Sciacchitano. Corrieron a su encuentro.
—¿Qué ha dicho? —preguntó ansiosamente De Dominicis.
—Nada, no ha conseguido decirme nada. Quería decir algo, eso es evidente, pero no ha podido. Se está muriendo.
—¡En fin! —dijo en tono dubitativo Sciacchitano.
Con mucha calma, Montalbano apoyó la mano abierta sobre su pecho y le propinó un violento empujón. El otro retrocedió tres pasos, estupefacto.
—Quédate aquí y no te acerques —dijo entre dientes el comisario.
—Ya basta, Montalbano —intervino el jefe.
De Dominicis no pareció atribuir demasiada importancia a la pendencia entre ambos.
—Quién sabe lo que quería decirle... —insistió, mirándolo con expresión inquisitiva, como queriendo decir: «Tú no me dices la verdad».
—Si quiere, trataré de adivinarlo —replicó Montalbano con tono grosero.
Antes de abandonar el hospital, tomó un J&B doble solo. Emprendieron el camino de regreso a Montelusa y el comisario calculó que a las siete y media de la tarde ya estaría nuevamente en Vigàta y podría acudir a su cita con Ingrid.
—Habló, ¿verdad? —preguntó en un susurro el superior.
—Sí.
—¿Algo importante?
—En mi opinión, sí.
—¿Y por qué lo eligió precisamente a usted?
—Prometió hacerme un regalo personal por la lealtad que le he demostrado en todo este asunto.
—Lo escucho.
Montalbano se lo contó todo y, al final, el jefe se quedó pensativo. Después lanzó un suspiro.
—Decídalo todo usted con sus hombres. Es mejor que nadie sepa nada. No tienen que saberlo ni siquiera en la Jefatura Superior. Ya lo ha visto usted, puede haber infiltrados en cualquier sitio.
El jefe volvió a hundirse en el mal humor que se había apoderado de él durante el viaje de ida.
—¡En eso nos hemos convertido! —dijo con mal contenida rabia.
A medio camino, sonó el teléfono celular.
—¿Sí? —contestó.
Desde el otro extremo le hablaron brevemente.
—Gracias —dijo. Después se dirigió al comisario: —Era De Dominicis... Me comunicó con tono amable que Tano ha muerto casi en el momento en que nosotros abandonábamos el hospital.
—Convendrá que tengan cuidado —dijo Montalbano.
—¿Porqué?
—Para que no les roben el cadáver —contestó con marcada ironía el comisario.
Quedaron un buen rato en silencio.
—¿Por qué razón De Dominicis se ha apresurado a comunicarle la muerte de Tano?
—Mi querido amigo, la llamada estaba dirigida prácticamente a usted. Está claro que De Dominicis, que no tiene un pelo de tonto, cree, y no se equivoca, que Tano ha conseguido decirle algo. Y quisiera o bien repartirse el pastel con usted o bien birlárselo todo entero.
En el despacho encontró a Catarella y a Fazio. Mejor así, prefería hablar con Fazio sin que hubiera gente a su alrededor.