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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (77 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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El señor don Melchor Rafael de Macanaz, en su
representación hecha al rey don Felipe V expresando los
notorios males que causan la despoblación… y otros
daños sumamente atendibles y dignos de reparo, con las
advertencias generales para su universal remedio, hablando de los
mendigos dice: «No se permitan pordioseros, porque a veces los que de
día parecen baldados, de noche están aptos para
robar. Además que en ninguna Corte culta se permiten». Poco
antes dice: «Si les va bien pidiendo limosna, no trabajan; se
entregan gustosos al abandono, y… se convierten en
viciosos»
[169]
.

Mas estas advertencias, aunque sean muy juiciosas, no pueden serlo
más que las que tenemos con mucha anticipación en las
sagradas letras. Al primer hombre maldijo Dios diciéndole que
comería con el sudor de su rostro. Después dijo que el
jornalero es digno de su jornal, y en otro parte que al buey que arara
(ésta es la ley que observaban los israelitas), que al buey que
arara o trillara no se le atara la boca, dándonos a entender
que el que trabaja debe comer de su trabajo, así como el que
sirve al altar debe comer del altar.

Por último, el apóstol San Pablo, siendo acreedor a
los caritativos socorros de los fieles, no quiso molestarlos, sino que
trabajaba con sus manos para ganar la
vida
[170]
, y así se lo
escribió a los Tesalonicenses en la Epístola 2, cap. 3:
«Bien sabéis, les dice, que nadie tuvo que mantenerme de
limosna, y que por no seros gravoso trabajaba de día y de
noche… y así el que no quiera trabajar que no
coma»:
quoniam si quis non vult operari nec manducet
.

En vista de esto, amigo, ¿cuál será la justa disculpa
que tendrá ningún flojo ni floja para pretender
mantenerse a costa de la piedad mal entendida de los fieles,
defraudando de paso el socorro a los que legítimamente lo
merecen?

Si usted me dijere que, aunque quieran trabajar, muchos no hallan
en qué, le responderé que pueden darse algunos casos de
éstos por falta de agricultura, comercio, marina, industria,
etc., etc., pero no son tantos como se suponen. Y si no, reparemos en
la multitud de vagos que andan encontrándose en las calles,
tirados en ellas mismas ebrios, arrimados a las esquinas, metidos en
los trucos, pulquerías y tabernas, así hombres
como mujeres; preguntemos y hallaremos que muchos de ellos tienen
oficio, y otros y otras robustez y salud para
servir. Dejémoslos aquí e indaguemos por la ciudad si
hay artesanos que necesiten de oficiales y casas donde falten criados
y criadas, y, hallando que hay muchos de unos y otros menesterosos,
concluiremos que la abundancia de vagos y viciosos (en cuyo
número entran los falsos mendigos) no tanto debe su origen a la
falta de trabajo que ellos suponen, cuanto a la holgazanería
con que están congeniados.

No me fuera difícil señalar los medios para extirpar
la mendicidad, a lo menos en este reino; pero este paso ya lo
darán otros alguna vez
[171]
. A
más de que a mí no me toca dictar proyectos
económicos generales, sino darle a usted buenos consejos
particulares como amigo.

En virtud de esto, si usted se halla en disposición de ser
hombre de bien, de trabajar y separarse de la vil carrera que ha
abrazado, yo estoy con ganas de socorrerlo con alguna friolerilla que
podrá aprovecharle tal vez con la experiencia que tiene
más que los tres mil pesos que se sacó de la
lotería.

Yo, avergonzado y confundido con el puñado de verdades que
aquel buen hombre me acababa de estrellar en los ojos, le dije que
desde luego estaba pronto a todo y se lo aseguraba, pero que no
tenía conocimientos para solicitar destino.

El caballero, que conocía mi regular letra, me
ofreció interesarse con un su amigo que se acababa de despachar
de subdelegado de Tixtla para que me llevase en su
compañía en clase de escribiente. Agradecí su
favor, y él, sacando de un cofre cincuenta pesos, los puso en
mi mano y me dijo: tenga usted veinte y cinco pesos que le doy, y
veinte y cinco que le devuelvo, y son estos mismos que
señalé delante de usted, pues siempre me
persuadí a que sucedería lo que ha pasado, y que al fin
usted propio, mirándose acosado de la pobreza y sin arbitrio,
me pediría un socorro tarde o temprano; pero, pues este lance
lo anticipó la casualidad de haberlo encontrado, tómelos
usted y cuénteme el modo con que se metió a mendigo,
pues me persuado que a usted lo sedujeron.

Yo le conté todo lo que me había pasado al pie de la
letra, sin olvidar el infernal arbitrio que tenía la perversa
Anita de pellizcar a su inocente hijito para hacerlo llorar y conmover
a los incautos, contándoles cómo lloraba de hambre.

Pateaba el caballero de cólera al oír esta
inhumanidad, y no pudo menos que rogarme lo acompañara a
enseñarle la casa, jurándome ocultar no sólo mi
persona sino mi nombre.

No me pude excusar a sus ruegos, pues, por más que me daban
lástima mis compañeros, los cincuenta pesos me
estimulaban imperiosamente a condescender con los ruegos de mi
generoso bienhechor; y así, vistiéndome otros desechos y
capotillo viejo que él me dio, salimos de la casa y fuimos
derechos a la de un alcalde de corte, que, informado de todos los
pormenores del asunto, le facilitó a mi protector un escribano
y doce ministriles, con los que sin perder tiempo nos dirigimos a la
triste choza do los falsos mendigos.

Yo me quedé oculto entre los alguaciles, y éstos
cayeron a toda la cuadrilla con la masa en las manos. Los amarraron y
los llevaron a la cárcel juntamente con los parches, aceites,
muletas y tompiates, pues decía el escribano que todo aquello
se llevara con los reos, pues era el cuerpo del delito.

Quedaron en la cárcel, y yo me volví a casa de mi
patrón, con quien estuve en clase de arrimado mientras el
subdelegado (que luego me admitió entre sus dependientes)
disponía su viaje.

Breve y sumariamente se concluyó la causa de los
mendigos. La Anita fue a acabar de criar a su hijo a San Lucas, y los
demás a ganar el sustento al castillo de San Juan de
Ulúa.

Yo con los cincuenta pesos me surtí de lo que me
hacía más falta, y, habiéndome granjeado la
voluntad del subdelegado desde México, llegó el
día en que partiéramos para Tixtla.

Entonces me despedí de mi bienhechor dándole muy
justos agradecimientos, y salí con mi nuevo amo para mi
destino, donde hice los progresos que leeréis en el
capítulo siguiente.

Capítulo IX

En el que refiere Periquillo cómo le fue
con el subdelegado, el carácter de éste y su mal modo de
proceder, el del cura del partido, la capitulación que
sufrió dicho juez, cómo desempeñó Perico
la tenencia de justicia y finalmente el honrado modo con que lo
sacaron del pueblo

Si como los muchachos de la escuela me
pusieron por mal nombre Periquillo Sarniento, me ponen Perico
Saltador, seguramente digo ahora que habían pronosticado mis
aventuras, porque tan presto saltaba yo de un destino a otro, y de una
suerte adversa a otra favorable.

Vedme pues pasando de sacristán a mendigo, y de mendigo a
escribiente del subdelegado de Tixtla, con quien me fue tan bien desde
los primeros días, que me comenzó a manifestar harto
cariño, y para colmo de mi felicidad a poco tiempo se
descompuso con él su director, y se fue de su casa y de su
pueblo.

Mi amo era uno de los subdelegados tomineros e interesables, y
trataba, según me decía, no sólo de desquitar los
gastos que había erogado para conseguir la vara, sino de sacar
un buen principalillo de la subdelegación en los cinco
años.

Con tan rectas y justificadas intenciones no omitía medio
alguno para engrosar su bolsa, aunque fuera el más inicuo y
prohibido. Él era comerciante y tenía sus
repartimientos; con esto fiaba sus géneros a buen precio a los
labradores, y se hacía pagar en semillas a menos valor
del que tenían al tiempo de la cosecha; cobraba sus deudas
puntual y rigorosamente, y como a él le pagaran se
desentendía de la justicia de los demás acreedores, sin
quedarles a estos pobres otro recurso para cobrar que interesar a mi
amo en alguna parte de la deuda.

A pesar de estar abolida la costumbre de pagar el
marco de
plata
que cobraban los subdelegados, como por vía de
multa, a los que caían por delito de incontinencia, mi amo no
entendía de esto, sino que tenía sus espiones por cuyo
conducto sabía la vida y milagros de todos los vecinos, y no
sólo cobraba el dicho marco a los que se le denunciaban
incontinentes, sino que les arrancaba unas multas exorbitantes a
proporción de sus facultades, y luego que las pagaban los
dejaba ir amonestándoles que cuidado con la reincidencia,
porque la pagarían doble. Apenas salían del juzgado
cuando se iban a su casa otra vez. Los dejaba descansar unos
días, y luego les caía de repente y les arrancaba
más dinero. Pobre labrador hubo de estos que en multas se le
fue la abundante cosecha de un año. Otro se quedó sin su
ranchito por la misma causa. Otro tendero quebró, y los muy
pobres se quedaron sin camisa.

Éstas y otras gracias semejantes tenía mi amo, pero
así como era habilísimo para exprimir a sus
súbditos, así era tonto para dirigir el juzgado, y mucho
más para defenderse de sus enemigos, que no le faltaban, y
muchos, ¡gracias a su buena conducta!

En estos trabajos se halló metido y arrojado luego que se le
fue el director, que era quien lo hacía todo, pues él no
era más que una esponja para chupar al pueblo, y un
firmón para autorizar los procesos y las correspondencias de
oficio.

No hallaba qué hacerse el pobre, ni sabía cómo
instruir una sumaria, formalizar un testamento, ni responder una
carta.

Yo, viendo que ni atrás ni adelante daba puntada en la
materia, me comedí una vez a formar un proceso y a contestar
un oficio, y le gustó tanto mi estilo y habilidad que
desde aquel día me acomodó de su director, y me hizo
dueño de todas sus confianzas, de manera que no había
trácala ni enredo suyo que yo no supiera bien a fondo, y del
que no le ayudara a salir con mis marañas perniciosas.

Fácilmente nos llevamos con la mayor familiaridad, y, como
ya le sabía sus podridas, él tenía que disimular
las mías, con lo que si él sólo era un diablo,
él y yo éramos dos diablos con quienes no se
podía averiguar el triste pueblo; porque él hacía
sus diabluras por su lado, y yo por el mío hacía las que
podía.

Con tan buen par de pillos, revestidos el uno de la autoridad
ordinaria y el otro del disimulo más procaz, rabiaban los
infelices indios, gemían las castas, se quejaban los blancos,
se desesperaban los pobres, se daban al diablo los riquillos, y todo
el pueblo nos toleraba por la fuerza en lo público, y nos
llenaba de maldiciones en secreto.

Sería menester cerrar los ojos y taparse los oídos si
estampara yo en este lugar las atrocidades que cometimos entre los dos
en menos de un año, según fueron de terribles y
escandalosas; sin embargo, diré las menos, y las
referiré de paso, así para que los lectores no se queden
enteramente con la duda, como para que gradúen por los menos
malos cuáles serían los crímenes más
atroces que cometimos.

Siempre en los pueblos hay algunos pobretones que hacen la barba a
los subdelegados con todas sus fuerzas, y procuran ganarse su voluntad
prostituyéndose a las mayores vilezas.

A uno de éstos le daba dinero el subdelegado por mi mano
para que fuera a poner montes de albures, avisándonos en
qué parte. Este tuno cogía el dinero, seducía a
cuantos podía, y nos enviaba a avisar en dónde
estaba. Con su aviso formábamos la ronda, les caíamos,
los encerrábamos en la cárcel y les robábamos
cuanto podíamos, repitiendo estos indignos arbitrios y el pillo
sus viles intrigas cuantas veces queríamos.

Contraviniendo a todas las reales órdenes que favorecen a
los indios, nos servíamos de estos infelices a nuestro
antojo, haciéndolos trabajar en cuanto queríamos y
aprovechándonos de su trabajo.

Por cualquier pretexto publicábamos bandos, cuyas penas
pecuniarias impuestas en ellos exigíamos sin piedad a los
infractores. Pero ¡qué bandos y para qué cosas tan
extrañas! Supongamos: para que no anduviesen burros, puercos
ni gallinas fuera de los corrales; otros para que tuviesen gatos los
tenderos; otros para que nadie fuera a misa descalzo, y todos a este
modo.

He dicho que publicábamos y hacíamos en común
estas fechorías porque así era en realidad; los dos
hacíamos cuanto queríamos ayudándonos
mutuamente. Yo aconsejaba mis diabluras y el subdelegado las
autorizaba, con cuyo método padecían bastante los
vecinos, menos tres o cuatro que eran los más pudientes del
lugar.

Éstos nos pechaban grandemente, y el subdelegado les
sufría cuanto querían. Ellos eran usureros,
monopolistas, ladrones y consumidores de la sustancia de los pobres
del pueblo; unos comerciantes y otros labradores ricos. A más
de esto eran soberbísimos. A cualquier pobre indio, o porque
les cobraba sus jornales, o porque les regateaba, o porque
quería trabajar con otros amos menos crueles, lo maltrataban y
golpeaban con más libertad que si fuera su esclavo.

Mandaban estos régulos, tolerados por el juez, en su
director, en el juzgado y en la cárcel; y así
ponían en ella a quien querían por quítame
allá esas pajas.

No por ser tan avarientos ni por verse malquistos del pueblo
dejaban de ser escandalosos. Dos de ellos tenían en sus casas a
sus amigas con tanto descaro que las llevaban a visita a la del
señor juez, teniendo éste a mucho honor estos ratos, y
convidándose para bautizar al hijo de una de ellas que estaba
para ver la luz del mundo, como sucedió en efecto.

Sólo a estos cuatro pícaros respetábamos, pero
a los demás los exprimíamos y
mortificábamos siempre que podíamos. Eso sí, el
delincuente que tenía dinero, hermana, hija o mujer bonita,
bien podía estar seguro de quedar impune, fuera cual fuera el
delito cometido; porque, como yo era el secretario, el escribano, el
escribiente, el director y el alcahuete del subdelegado, hacía
las causas según quería, y los reos corrían la
suerte que les destinaba.

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