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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro se cambia de casa (4 page)

BOOK: El pequeño vampiro se cambia de casa
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—¡Incluso panecillos! —el padre cogió uno y le dio un mordisco—. ¡Ya no conozco a mi hijo! ¿Y todo esto por qué? —preguntó después de un rato mirándolo examinante—. ¿Has hecho alguna travesura?

—¿Yo? —exclamó Anton desarmado—. No.

—¿Has escrito malos ejercicios?

—No.

Mientras untaba con mantequilla el panecillo, el padre no dejó de mirar a Anton a los ojos.

—Algo, no obstante, tiene que haber —dijo.

Anton titubeó.

—Yo..., he perdido la llave del sótano —dijo entonces.

—¿Qué has hecho...? —exclamó el padre—. ¿Has perdido la llave del sótano? ¿Y cómo voy a coger ahora los listones y las herramientas?

—No..., no lo sé —susurró Anton intentando parecer lo más afligido posible.

—¿Y cómo la has perdido?

—Montando en bicicleta.

—¿Y cuándo?

—Ayer.

—¿La has buscado al menos?

—No —dijo Anton—, ya había oscurecido.

—¡Entonces ponte a buscarla ahora mismo! —exclamó indignado el padre—. ¿Cómo se puede ser tan vago?

—Ya estoy en camino —respondió Anton.

—Déjale, al menos, desayunar tranquilo —dijo la madre—; ¡tampoco es tan importante la llave del sótano!

—De todas formas, ya no tengo hambre —susurró Anton.

Se quedó parado en la puerta.

—¿Va..., vas a empezar de todos modos? —preguntó con precaución.

—¿Y cómo, sin herramientas? —refunfuñó el padre—. ¡No, te espero!

En el ascensor, Anton se puso a cantar tan fuerte como podía. Una sensación de triunfo lo llenaba: ¡su plan había tenido éxito!

¡Nadie había descubierto que la llave del sótano estaba guardada en el bolsillo de su pantalón! Y si volvía por la tarde con la llave ya no le merecería la pena a su padre ir al sótano. Además, sus padres querían ir esta noche al cine. Y mañana, domingo, venían sus abuelos de visita; ¡y entonces tampoco podía su padre ir al sótano!

Mientras seguía cantando, Anton emprendió el camino hacia la casa de su amigo Ole, donde jugaría al
monopoly
hasta el mediodía... ¡naturalmente con el juego de Ole!

Visita tardía

Eran las ocho y media. Anton estaba en su cama escuchando música. Poco antes se habían marchado sus padres, como siempre con prisa. A la habitual pregunta de Anton «¿Cuándo vais a volver?» había respondido el padre:

—Alrededor de medianoche.

¡A Anton le venía muy bien! Probablemente, sus padres pensaban que no se quedaba solo a gusto...; lo cual, generalmente, era cierto, aunque, naturalmente, no lo era cuando ponían una buena película en la televisión. Por ejemplo, una policíaca tan buena como la de esta noche; se volvió hacia un lado y cogió el periódico con la programación, que estaba delante de su cama; ¡y además, con sus actores favoritos!

Dieron golpes en la ventana. Sorprendido, Anton levantó la cabeza. Las cortinas aún no estaban echadas y pudo distinguir una figura que estaba ante los cristales. ¿Sería Rüdiger? ¿O su hermana pequeña, Anna? Notó cómo su corazón latía más deprisa.

Llamaron de nuevo y entonces oyó la voz de Rüdiger:

—¡Date prisa!

Corrió hacia la ventana y la abrió.

De un salto, el pequeño vampiro entró en la habitación.

—¡Buff! —jadeó—. ¡Casi me pesca!

—¿Quién? —preguntó Anton.

—Tía Dorothee. Espía por todas partes.

—¿Qué...? —gritó Anton—. ¿Tía Dorothee? ¿Sabe ella acaso que yo vivo aquí?

—Claro —dijo el vampiro, y reprimiendo la risa añadió—: ¡Pero de que yo vivo aquí no tiene la menor idea!

Anton se había puesto blanco como la leche.

—¿Cómo sabe dónde vivo?

—¿Cómo? —dijo el vampiro riéndose—. Es que siempre me seguía volando antes de la prohibición de cripta.

Asustado, Anton lo miró fijamente. ¿No había dicho el pequeño vampiro una vez que Tía Dorothee era la peor de todos...? Si viniera de noche a su ventana y llamara, y si él, entonces, abriera sin tener idea...

—¿Y qué... qué quiere ella? —tartamudeó.

—¡Sin duda alguna, saber dónde está mi ataúd!

El vampiro acechaba hacia fuera en la oscuridad; se frotó sus dedos huesudos riéndose.

—¡Esta vez yo soy más listo que ella!

—Y... ¿va a volver? —preguntó con miedo.

—Hoy seguro que no —dijo el vampiro.

—¿Y ma... mañana?

El vampiro se encogió de hombros.

—Lo principal es que no encuentre mi ataúd.

Indignado, Anton se mordió los labios.

—¡Tú eres la persona más egoísta que me he encontrado nunca! —exclamó entonces.

—¿Has dicho persona? —repuso el vampiro de forma irónica.

—¡Pues entonces, el vampiro! —exclamó Anton—. ¡En cualquier caso, no tienes corazón y la amistad no cuenta para ti!

Pero en lugar de sentirse ofendido, el vampiro parecía extraordinariamente halagado.

—¡ Ah..., eso tenían que haberlo oído los demás vampiros! —suspiró—. ¡Ellos afirman siempre que yo soy demasiado bueno!

Irritado, Anton se dio la vuelta. A excepción de sus propios problemas, no parecía interesarle nada al vampiro, ¡e incluso la posibilidad de que su sanguinaria tía pudiera caer sobre él le traía sin cuidado!

—¡De cualquier modo... no eres un verdadero amigo! —dijo.

—¿No? —exclamó el vampiro—. ¿Hubiera venido entonces a recogerte para la reunión de los vampiros?

—¿Para... qué? —preguntó Anton.

—Para la reunión de los vampiros —dijo el vampiro quitándose la capa. Debajo llevaba otra más gastada.

—¿O acaso están tus padres en casa?

—No —dijo Anton—. Pero, ¿qué es una reunión de vampiros?

—Ah —dijo el vampiro haciendo un amplio movimiento—, eso tienes que vivirlo tú mismo —y añadió diligente—: ¡Ven, ahora te vamos a convertir en vampiro!

Anton estuvo a punto de gritar. ¿Es que no sabía por sus libros de qué manera se convertían los seres humanos en vampiros? Instintivamente se protegió el cuello con las manos.

Pero el vampiro sólo se rió.

—¡Pero no así como tú piensas! ¡Lo que tienes que hacer es pintarte!

—¿Pintarme? —preguntó Anton sin comprender.

—¡Claro que sí! ¿Tenéis crema para niños? ¿Un lápiz de labios?

—Sss... sí —dijo Anton—, en el baño...

—¡Entonces, vamos!

El segundo rostro de Anton

En el cuarto de baño, el pequeño vampiro arremangó a Anton la capa. Después dio un par de pasos atrás y lo observó examinante.

—Venga..., a ver tus pantalones vaqueros —declaró haciendo un gesto de crítica—, ¡ningún vampiro lleva pantalones vaqueros!

—¿Entonces, qué? —preguntó Anton.

El vampiro se levantó la capa de modo que Anton pudiera ver sus leotardos de lana negros.

—Algo así —dijo—, hecho a mano.

—Pero yo no tengo leotardos —murmuró Anton.

—¿No? —dijo el vampiro—. ¿Y qué llevas en invierno?

—Calzoncillos largos —dijo Anton— blancos.

—¡Iíííh! —chilló el vampiro—. ¿Sabes una cosa? ¡Yo te doy los míos!

—¿Los tuyos? —dijo Anton espantado. ¡Tener que llevar leotardos de vampiro;

eso era ya lo último! Pero el vampiro empezaba ya a quitárselos.

—Así y todo, tengo otros dos debajo—dijo.

—¿Qué...? —exclamó Anton incrédulo—. ¿Otros dos?

—Pues sí —dijo el vampiro entregándole los leotardos—; es por los agujeros...

Anton se quitó los pantalones vaqueros y los colocó encima del taburete.

—Espe... espero que me estén bien —susurró mientras metía los pies en los leotardos.

—Seguro —dijo el vampiro—; son de Lumpi.

¡Además eso! ¡Ya no sólo es que tuviera que ponerse esa horrible cosa, sino que ahora tenía que contar con el enfado de Lumpi! Aparte de eso, la lana arañaba deplorablemente.

—Qui... quizá debería quedarme mejor en casa —propuso temeroso; pero el vampiro no quería saber nada de eso.

—¿Quieres dejar pasar esta oportunidad única? —exclamó.

—Nnnn... no —dijo Anton—; sólo que..., ¿van muchos vampiros?

—¡Todos! ¡Por eso te tenemos también que vestir mortalmente bien!

—¿Mo... mortalmente? —tartamudeó Anton—. ¿Qué... qué quieres decir con eso?

—¡De tal forma que nadie te reconozca, ni tenga sospechas! ¡Vamos a empezar por el pelo! —tomó el cepillo y lo pasó tan salvajemente por la cabeza de Anton que éste pegó un grito.

—¡Ay! ¡Además, estás ensuciando toda la capa!

—¿Cómo es eso? —dijo el vampiro—. ¿Tienes piojos? ¡Bien, es estupendo; entonces la capa parecerá muy usada!... ¡Así; y ahora la cara! ¿Dónde está la crema para niños?

—En el armario —respondió Anton llevando la mano a sus cabellos que le salían de la cabeza como si fueran un plumero.

El vampiro había encontrado, entretanto, la crema para niños y le puso a Anton en la cara una espesa capa.

—¡Y ahora, a frotar!

—¡Primero hay que saber! —refunfuñó Anton esforzándose en repartir por igual la firme y blanca pasta.

—Ya es suficiente —declaró el vampiro—; ¡y ahora a empolvarse! —al decir esto, levantó la polvera y embadurnó con fuerza la cara de Anton. Mientras Anton jadeaba, él se frotaba las manos gritando entusiasmado—: ¡Extraordinariamente chic, Anton! ¡...Y ahora, los labios! ¿Dónde está el lápiz de labios?

—En el cajón de abajo —gimió Anton con voz ahogada.

El vampiro sacó el lápiz de labios de la funda y lo observó con rostro arrobado.

—Hummm —dijo—; ¡rojo sangre! —lo sostuvo bajo la nariz y lo olisqueó. Pero enseguida su rostro adoptó una expresión de rechazo y, lleno de desdén, exclamó—: ¡Bah! ¡Dulce como un caramelo!... Bueno —dijo después—, es que tampoco es para comer.

Con rápidos trazos, empezó a pintar los labios de Anton.

—¿Con gotas de sangre o sin ellas? —preguntó.

—Tú, ¿qué me recomiendas?

—Con ellas —respondió el vampiro, y dio un par de toques a la comisura de los labios de Anton—; así parece más auténtico. Por lo menos, para niños vampiros. ¿O acaso crees que nuestros padres van volando detrás de nosotros para limpiarnos la boca? —se rió para sus adentros—. Ahora sólo faltan las ojeras—afirmó.

—¿Ojeras también? —exclamó Anton. ¡Ya tenía suficiente calor debajo de la crema!

—Claro —dijo el vampiro—; para que parezcas realmente muerto. Pero..., ¿con qué podemos hacerlas?

—Con el lápiz de ojos —repuso Anton—. ¡Allí, en el segundo estante!

El vampiro sacó el lápiz y cercó los ojos de Anton con trazos negros.

—¡Irreconocible! —exclamó.

—¿Y..., si se cae? —preguntó Anton.

—¡Qué va! —dijo el vampiro—, ¡mientras no te acerques a nadie...!

—E... eso seguro que no —dijo Anton, que no había podido evitar pensar en Tía Dorothee y todos los demás horribles parientes del pequeño vampiro.

—¡Está bien! —satisfecho, el vampiro se apartó de él, dando un paso atrás—. ¡Puedes mirarte!

Con las rodillas flojas, Anton se levantó del borde de la bañera en donde había estado sentado todo el tiempo y se miró al espejo. La imagen que ofrecía superaba incluso sus peores previsiones: una horrible careta blanca como la cal lo miraba fijamente frente a él; la boca, roja de sangre, se había convertido en una mueca diabólica y dos ojos que salían de oscuras cavernas lo miraban acechantes.

—¿Eso..., eso soy yo? —tartamudeó.

—¿Contento? —se rió sarcásticamente el vampiro—. ¡Así nadie te reconocerá! ¡Ni siquiera Anna! —añadió reprimiendo la risa.

—¿Anna también estará? —exclamó Anton.

—¡Claro! ¡Ya te está esperando!

Anton tosió sonrojado.

—Yo..., por lo demás, he tenido enormes dificultades —dijo rápidamente para distraer la atención del vampiro—; ¡mi padre quería por todos los medios ir al sótano!

—¡Ah!, ¿sí? —dijo el vampiro con bastante indiferencia.

—¡El sábado que viene seguro que no voy a poder impedírselo! ¿No podrías para entonces volver a la cripta... ?

—Ya veremos —dijo el vampiro—; quizá haya novedades.

—Ojalá —gimió Anton.

—¡Y ahora vamos a volar! —declaró el vampiro yendo hacia la ventana.

—No me atrevo —dijo Anton.

—¿No? —se rió el vampiro dándole un codazo amistoso en el costado—. Entonces te pasa lo que a mí. ¿Sabes cómo lo supero? ¡Cierro los ojos y echo a volar!

—¿Tú también tienes miedo? —exclamó Anton sorprendido.

—Ahora ya no —respondió el vampiro elevándose desde el alféizar en la noche.

—Yo..., yo tampoco —dijo Anton; cerró los ojos y... voló.

Vuelo en el Valle de la Amargura

Un suave viento infló la capa de Anton y surcó sus salvajemente repeinados cabellos. Extendió sus brazos y... flotó en el aire.

—¡Ven! —siseó Rüdiger tirándole de la capa—. La fiesta ha empezado hace mucho tiempo.

Ascendió con poderosos movimientos y Anton tenía dificultades para seguirlo.

—¡Espera! —exclamó—. No puedo ir tan de prisa.

Echó una miedosa mirada abajo: las casas parecían de juguete y su propia habitación, en la que había dejado encendida la lámpara del escritorio, no era más que un diminuto cuadrado claro.

El vampiro aminoró la velocidad de su vuelo.

—¿No te marearás...? —dijo riéndose irónicamente.

—No —susurró Anton rápidamente al ver a la luz de la luna la expresión de burla.

Rüdiger puso un gesto de satisfacción.

—¡Además, hubiera sido malo —opinó—, porque aún tenemos que volar cincuenta kilómetros!

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