Una idea se fue fraguando en mi mente durante aquellos años, hasta que un día sentí que había llegado el momento de llevarla a cabo. Nunca volví a las tierras de Israel, porque las supe yermas de mi búsqueda, pero sí volví a donde todo se inició. Sabía que no podía morir sin devolver a la tumba del rey lo que un día robé, y de lo que no solo no me he arrepentido jamás, sino que he dado gracias cada amanecer de haberlo hecho. Debía regresar al Monasterio de Santes Creus para devolver los escritos que guardaba en un cofre de madera comprado años atrás a un mercader en la hermosa Venecia. No sabía muy bien cómo lo haría, y me pregunté en muchas ocasiones si debería entregarlos al abad para que este los restaurase al monarca, o intentar hacerlo yo.
Llegué a Santes Creus cuarenta años después de aquella lejana noche, pero mi vista reconoció cada rincón del camino, cada recodo que me hizo volver a una juventud perdida y añorada, en la que una loma solo suponía una carrera que ahora mis viejas piernas eran incapaces de acometer. Paseé por la ciudad de Reus, en donde una lejana madrugada maté hombres como yo, obedeciendo unas órdenes que ya no alcanzaba a comprender. Y dormí en sus calles, como un peregrino al que las gentes del lugar alimentaron sin saber nunca que yo asesiné a sus padres y vecinos. Tuve mucho tiempo para arrepentirme y perdonarme por lo que hice, pero al volver a caminar por aquellas calles, el sentimiento de culpa me atrapó y supe que solo devolviendo los escritos conseguiría acallar los gritos de mi conciencia. Una de las mañanas que visité el monasterio con la intención de hallar el modo de reparar la vieja herida, además de comprobar que la tumba del rey había sido restaurada sin dejar rastro, me encontré con cuatro hombres que llamaron mi atención. Al principio, los saludé como al resto de las personas que se cruzaron esos años en mi camino, pero más tarde los volví a encontrar en Reus y todavía un par de veces más cerca de Santes Creus, hasta que se atrevieron a abordarme con una pregunta que siempre temí.
Eran cuatro, de edades disparejas, pero de mirada hermana. Amenazantes, escrutaron en mi vida más allá de lo que cualquier curiosidad humana se atreve sin un motivo oculto, hasta que uno de ellos, el que me pareció mayor, me preguntó directamente por qué iba al monasterio y qué buscaba allí. Al principio, pensé que pudiesen ser guardianes de su patrimonio, pero después comprendí que no lo eran y les temí. Dejé de acudir a la Abadía de Santes Creus, mas ellos no dejaron de seguirme y, en otra ocasión, frente a la misma Fuente de Neptuno en que dormí aquella noche infame de 1809, me preguntaron si sabía algo de unos escritos a los que ellos les seguían la pista, perdida entonces, hasta la tumba del viejo rey. Intenté con toda mi alma que mi mirada no me delatara, y no sé si lo conseguí, pero a sus preguntas las sentí acompañadas de una amenaza velada y evidente. Nunca supe cómo dieron conmigo, quizás algún monje me reconoció después de tantos años y los puso tras mi pista. Ni tampoco temí por mi vida, ya largamente saciada, sino por el dolor de que los escritos cayeran en sus manos. Esa misma noche, decidí entrar en el monasterio y esconder los textos antiguos, a los que añadí estos con la esperanza de que la misma Providencia que a mí me los entregó tuviese la generosidad de hacerlo con algún otro. En las visitas previas a la iglesia abacial, ya había decidido dónde y cómo lo haría. Ojalá el tiempo sea benévolo y me permita cerrar el círculo.
Debo, antes de finalizar estas líneas, advertir que no he revelado mi nombre para proteger, no mi memoria, sino la de los escritos, indignos de haber caído en mis manos.
Soy todavía desconocedor de cómo podré cerrar la herida, pero sé que debo hacerlo porque mi tiempo se ha acabado.
En Reus, a 28 de febrero del año de 1849".
M
arco Santasusanna recibió la llamada que esperaba. Todavía era muy temprano, apenas el sol comenzaba a despuntar por encima del monte Igueldo cuando sonó su teléfono en el apartamento de Mateo Montalbán. No se habían movido de él desde la lectura descorazonadora del Códice de Vitelio. Juan de la Vega era el único ausente, había salido a correr por la magnífica playa de la Concha, que a esas horas mostraba sus largos kilómetros de arena por donde los donostiarras paseaban, corrían, hacían gimnasia o se recogían de alguna noche de amor húmeda y fría. Montalbán miró a Santasusanna mientras este contestaba la llamada.
—Eran del laboratorio —le aclaró el italiano.
—¿Qué han dicho? —el acerero no podía disimular la ansiedad por las noticias.
—Han encontrado algo más —suspiró Santasusanna—. Una especie de imagen invisible a primera vista. Al parecer, el señor Cayo Plinio la ocultó mediante una tinta visible solo al calor o a los rayos ultravioletas.
—¡Lo sabía! ¡Bravo! —gritó Montalbán y se abrazó a su socio con la sensación de que la carrera, parada hasta entonces, continuaba.
—¿Qué coño hacéis? —preguntó Joswiack desde el umbral de la sala. Su cuerpo, cubierto apenas por una toalla atada a la cintura, todavía exhalaba el vapor de una ducha regeneradora.
—El laboratorio ha encontrado un nuevo mensaje —aclaró Mateo Montalbán.
—¿Hago traer a la mujer? —preguntó de nuevo Lucas Joswiack con una sonrisa que dejó al descubierto sus afilados dientes.
—No todavía. Esperaremos a De la Vega y leeremos juntos el mensaje. Mejor vístete.
Al cabo de unos minutos, entró el californiano empapado en sudor. Le hicieron partícipe de la noticia y corrió a ducharse. Cuando apareció con un suéter deportivo y unos pantalones de algodón, todavía con el cabello húmedo, Marco Santasusanna abrió el correo e imprimió lo que los laboratorios de Lunna Co. habían descubierto. El correo adjuntaba tres pesadas imágenes con trazados escritos con tinta invisible y que el rastreo del lector ultravioleta había dejado a la vista. Las imágenes estaban cortadas y en negativo, como trozos del carrete de una vieja cámara.
Marco Santasusanna miraba la pantalla mientras sus socios se agolpaban tras él. Junto a las imágenes había un texto explicativo de cómo hacerlas encajar para que formaran entre las tres una copia fidedigna del documento escaneado. Con la ayuda de un programa de edición de imágenes, las fue girando hasta colocarlas en el orden correcto según las indicaciones que los técnicos de Lunna Co. le habían facilitado.
Cuando lo creyó listo, volteó la imagen de forma horizontal, como si hubiese colocado un espejo virtual frente a ella, y en la pantalla del ordenador apareció un texto difuso, borroso, mezclado con la textura del pergamino, pero casi entendible para sus conocimientos de latín, mejores por su procedencia que los de sus socios.
Lo imprimió y comenzó a leerlo despacio. Primero solo para él, con la intención de realizar una transcripción comprensible, y después en voz alta para que sus compañeros participasen de las deducciones que había extraído. Cuando por fin convinieron en que el resultado que tenían, ahora en un documento de texto con letra Arial, era el definitivo, imprimió cuatro copias.
Habían necesitado todo un día para descifrar el secreto del códice, una nimiedad comparada con los setecientos años que llevaban tras él.
Fue de nuevo Mateo Montalbán el encargado de leer el documento, aunque esta vez decidieron por unanimidad dejar el protocolo para cuando tuvieran la seguridad de estar sobre la pista correcta, y definitiva. Leyó en voz alta para todos mientras traducía directamente del latín:
Un ser de luz blanca y sabiduría propia del más avezado filósofo, aunque vistiera ropas de esclava, había sido rescatado de la ciudad de Secacah por el veterano Vitelio. Una mujer sabia, instruida en los conocimientos de los sabios, entre ellos Homero, el maestro Zenón de Elea, y de una ley que parecía cumplir como si la vida le fuera en ello. Con ella compartí varias de mis tardes en Pompeya. En la trastienda del comercio de ánforas me explicó de su vida en el desierto con los esenios, y cómo se había marchado tras la revelación de un profeta que aventuraba el fin inminente y un castigo perpetuo para todo aquel que no hubiese aceptado la Ley y hecho acto sincero de arrepentimiento. Me explicó también que un nuevo maestro, el mayor que conociese en vida, revelaba una idea diferente de esperanza y bienaventuranza, en la que no era importante el estudio de la Ley, sino el seguimiento de sus enseñanzas. Me participó que este había vencido la esclavitud de la materia y otros prodigios que jamás creí. Aun sin ser ella ni sus palabras poseedoras de la estupidez con que otros profetizan historias semejantes por las calles de Roma, la creí víctima de la ignorancia y la superstición histórica judía. Ni siquiera su corta edad permitía la certeza de tales afirmaciones. A cambio, le mostré mis investigaciones en zoología y botánica, y juntos las transmitimos a sus dos alumnas. Mariam era la tutora de las dos hijas del comerciante de ánforas y las educaba con extrema pulcritud. Seguía los escritos de los sabios de la modernidad, entre los que tuve el privilegio de ser incluido. Pasaron varias jornadas de conocimiento y acercamiento mutuos que me hicieron conocer a la judía y apreciar su sabiduría, aunque jamás llegué a compartir sus historias fantásticas sobre sus profetas.
Una tarde, mientras conversaba con Mariam, la ciudad de Pompeya se abrió. La tierra se agitó, las casas se desplomaron y el Vesubio se incendió como una tea empapada en aceite. El terror empujó a los ciudadanos a la calle, asustados; también yo, que caí al suelo y me golpeé en la cabeza, salí para ver cuál era la causa del suceso. La ira de la tierra había hecho caer en pedazos varias casas, entre ellas el interior de la casa de ánforas, destrozando sus hermosas paredes y aplastando con una de ellas a las dos niñas que instruía Mariam. Su dueño, Vitelio el veterano, lloró la muerte de sus hijas. Mi escolta esperaba una orden para devolverme a mi morada de Misenum donde me aguardaban mi familia y mi sobrino recién llegado de Roma, pero preferí quedarme para compartir la tristeza de aquellas gentes y ofrecer mi inútil ayuda. Cuando los restos de la casa fueron limpiados y los cuerpos de las niñas rescatados de los escombros, ocurrió algo tan increíble para un científico como yo, que me ha obligado a esconder este relato incluso de mis propios pensamientos, y anotarlo para que la memoria racional no borre lo que mis ojos vieron. La judía pidió que la dejasen con las dos pequeñas, y entonces desenredó algo en sus manos y devolvió la vida a los cuerpos inertes de sus alumnas, ante el alborozo y el miedo de sus padres, que presenciaron absortos la escena. Ninguno de nosotros llegó a ver qué desenredó, pero en ese momento creí todas las historias de ese a quien llamaba Yeixú y que de alguna forma la había hecho heredera de su magia. La noche se abatió sobre la ciudad, y mi escolta marchó a Misenum con la familia del comerciante de ánforas, mientras yo busqué a Mariam hasta que entró la madrugada. Es ahora, mientras escribo en los primeros albores del día, que me alegro de haberlo hecho, porque ya la mente empieza a cuestionar lo que vi.
Mateo Montalbán concluyó el relato.
—Esta es la prueba que estábamos buscando —intervino Juan de la Vega, que fue el primero en romper el silencio de la sala.
—Las revelaciones del papa Urbano II son ciertas —murmuró Montalbán, que todavía no daba crédito a lo que él mismo acababa de traducir—. Esto lo cambia todo, los Evangelios, la historia que se transmitió, todo…
—¿Es que alguna vez lo habías puesto en duda? —lo increpó De la Vega.
—No, es solo que esto se escribió hace dos mil años y, como el mismo romano dice, no me hago a la idea de que pudiese ser real.
—Pues lo es, joder, ya lo has visto, aunque no dice ni una palabra de dónde está ni qué se hizo con la tal Mariam —intervino Lucas Joswiack.
—Lucas tiene razón —contestó Montalbán—, estamos tan perdidos como al principio.
—Señores, calma. Tenemos la prueba, la gran prueba que hemos buscado durante todo este tiempo, la constatación de que la resurrección de la carne es posible. Si la esenia estaba viva el 24 de agosto del año 79 y había conocido al Bautista, e incluso a Jesús, debería tener por lo menos cien años, y como bien dice, la esclava no era entonces una anciana, «
ni siquiera su corta edad permitía la certeza de tales afirmaciones
» —releyó Marco Santasusanna—. También conocemos por los descubrimientos de los rollos Q del Mar Muerto que los romanos arrasaron la ciudad y no dejaron supervivientes, por lo que podemos tener la constancia de que Mariam sobrevivió a ese ataque. Asimismo, que resucitó a dos cuerpos, sin duda por el regalo que Jesús le hizo y que debemos encontrar —las voces de los otros tres hombres hicieron coro para constatar el razonamiento del italiano, que continuó—. Sabemos además que alguien ha protegido el emplazamiento de ese regalo hasta nuestros días y que lo ha mantenido en secreto, y esa persona solo puede ser una.
—¡La condesa! —gritó Montalbán.
—Así lo creo yo, y también creo que ha llegado el momento de que tengamos una charla amistosa con ella.
—Voy a llamar al Negro ahora mismo. Por fin alguien me hace caso —se alegró Lucas Joswiack.
Marco Santasusanna se preguntó hasta qué punto tendría conocimiento aquella mujer de lo que acababan de descubrir, pero algo en su interior le decía que el camino pasaba por ella. Y si ellos, los últimos cuatro
designati
, eran capaces de llegar hasta la esenia, obtendrían algo tan valioso que les hacía temblar solo al pensar en ello. La inmortalidad. El sueño de cualquier hombre desde el principio de los tiempos. Cuatro hombres elegidos entre todos los habitantes de la historia para ser inmortales. Ya no sería necesario el reclutamiento de nuevos sucesores para mantener esa élite de la que él formaba parte, ahora había llegado el momento de que la cadena se mantuviese intacta, de que ellos, los cuatro privilegiados, gobernaran por encima del peor enemigo del hombre, el tiempo.
Llamó al maestro y le hizo partícipe del descubrimiento. Le explicó el secreto oculto del códice y motivo de su fracaso en la ceremonia. Pudo sentir en los silencios de aquel hombre la emoción que lo sobrecogía, y, para su sorpresa, les anunció que por fin el momento había llegado y que él mismo vendría a San Sebastián para interrogar a la mujer. Les advirtió que la quería encontrar viva y colgó. El silencio al otro lado del teléfono erizó todos los vellos de su cuerpo, ¡estaban a punto de conseguirlo! Miró de soslayo a sus compañeros y los tres estaban tan absortos en sus pensamientos como él mismo. Solo los ojos de Lucas Joswiack brillaban con la fuerza encendida del fuego, la mirada de un toro que lo hizo estremecer.