El papiro de Saqqara (64 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El papiro de Saqqara
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«Pero ella lo ha hecho", pensó Sheritra, desesperada, contemplando su rostro mohíno y ceñudo. "Cuando Hori me contó la historia de Ptah-Seankh, le creí sin lugar a dudas. ¡Oh, Harmin!, pido con fervor a los dioses que estés ofendido y enojado porque ignoras la verdadera personalidad de tu madre, no por temor a ser descubierto." De pronto captó las implicaciones de aquel pensamiento y la boca se le secó. "¿Cómo puedo dudar de él?", se preguntó, en un arrebato de ternura. "Es tan víctima de las maquinaciones de Tbubui como papá, pobre Harmin.»

—Mi queridísimo hermano —dijo con suavidad, acercándose más a él y rodeándole el cuello con un brazo—, no te dije nada por no hacerte sufrir. Tanto Hori como yo creemos que tu madre ha mentido a Khaemuast y semejante verdad no es fácil de soportar para un hijo. Por favor, créeme, ¡no quería que sufrieras!

Él guardó silencio durante un rato. No se acercaba a ella, pero tampoco se apartaba. Había vuelto el rostro hacia el otro lado y Sheritra no podía ver su expresión, pero sintió que gradualmente se encerraba en sí mismo, aunque sin hacer movimiento alguno.

—Será mejor que me dejes solo, Alteza —dijo, con voz sorda—. Francamente, no puedo escuchar cruzado de brazos cómo se abusa así de mi madre. Lo siento.

Ella soltó el brazo.

—Harmin… —empezó.

Pero él se volvió y le gritó con ferocidad:

—¡No!

Sheritra estuvo a punto de perder el equilibrio. Se levantó torpemente y se alejó, perdida por su flamante confianza, encorvando los hombros y agarrándose los codos con las manos. Llamó a Bakmut y recorrió de vuelta el camino del embarcadero, casi corriendo. Tenía la esperanza de que él la llamara, pero sólo había silencio. «Se le pasará", se dijo, nerviosa. "Recordará que he hablado de compromiso, que el enojo no le ha permitido escucharme, y entonces correrá a buscarme y todo estará bien. No voy a llorar.»

No obstante, abordó el esquife con la vista empañada. Se sentía como una criatura tonta. En un momento de cegador conocimiento de si misma, comprendió que habría debido encarar la conversación, diciéndole que le amaba pese a su madre, presionándole con respecto al compromiso que proyectaban juntos desde hacia tanto tiempo. Pero él la había dominado desde el principio, tal vez manipulándola incluso, hasta el extremo de que ahora se sentía débil por temor a disgustarle. «¡Tiene que amarme, es preciso!", insistía histéricamente, mientras el esquife se adentraba en la corriente. Sintió que Bakmut la miraba interrogativamente. "¡Sin él me moriré!» Luego, su mente se hundió en un total silencio y empezó a temblar.

La noticia del clandestino viaje de Hori a Coptos se esparció muy pronto por la casa, pero Nubnofret sólo se enteró al mandar a un sirviente a requerir la presencia de su hijo en sus habitaciones. Khaemuast le había explicado que había prohibido al joven participar en las reuniones familiares, debido a una imperdonable grosería hacia Tbubui, y Nubnofret había tenido la prudencia de callar y evitar todo comentario. No correspondía a una esposa entrometerse en las cuestiones de disciplina, sobre todo cuando el asunto involucraba a una segunda esposa, y lo último que Nubnofret deseaba era ver en desorden la casa. Pero estaba preocupada por su hijo. Con un sentimiento de culpabilidad, cayó en la cuenta de que le había olvidado en los últimos días, inmersa en su propia desdicha. Por eso decidió remediar el problema inmediatamente. Y se quedó atónita al saber por el sirviente que Hori había viajado a Coptos. Resistió la tentación de preguntar al criado por qué y salió a buscar a su esposo.

Khaemuast acababa de abandonar la casa de los baños y se dirigía a sus habitaciones. Nubnofret se detuvo frente a él en el pasillo y tuvo tiempo de reparar en las gotas de agua que se adherían al hueco de su cuello y le brillaban en su vientre. Él se paró con una alentadora sonrisa.

—¿En qué puedo servirte, Nubnofret? —preguntó.

Inexplicablemente, ella sintió un nudo en el estómago. «Puedes cogerme en tus brazos", pensó, febrilmente. "Puedes inclinarme la cabeza hacia atrás, como hacías antes, y besarme, y apretar ese cuerpo fresco y húmedo contra el mío.»

—Quiero hablar seriamente contigo, príncipe —dijo.

—Ven, pues, y hablaremos mientras me dan el mensaje. ¡Kasa!

Ella le siguió a su cuarto. Khaemuast se tendió en el diván y le indicó que se sentara junto a la cabecera, donde él pudiera verla. Kasa vertió aceite sobre su columna y empezó a frotar la carne aún firme. Nubnofret apartó la vista y carraspeó cortésmente.

—Khaemuast, ¿dónde está Hori? —preguntó, sin rodeos.

Él cerró los ojos.

—Hori está en Coptos.

—¿Y qué hace Hori en Coptos?

El príncipe suspiró y se frotó la mejilla con el antebrazo. Mantenía los ojos cerrados.

—Está convencido de que Ptah-Seankh falseó el informe que yo le había encargado sobre el linaje de Tbubui, antes de que el contrato matrimonial cobrara validez, y ha ido a averiguar lo que él considera la verdad.

—¿Partió con tu permiso?

—Ni siquiera partió con mi conocimiento. —Abrió por fin los ojos y observó a Nubnofret con cautela—. Se está comportando de manera insultante, indisciplinada y absolutamente temeraria. Ya en una ocasión tuve que castigarlo por esta obsesión sobre lo que interpreta como engaño de Tbubui. Es obvio que, cuando vuelva, me veré obligado a castigarle otra vez.

Entornó los ojos, pero Nubnofret comprendió que no era por fatiga ni porque prefiriera no mirarla. El masaje le estaba excitando. «¡Cuánto has cambiado, esposo mío!", pensó, llena de un intenso horror. "Te has convertido en un animal extraño e imprevisible, que ninguno de nosotros reconoce. Es como si algún demonio hubiera venido a ti, en medio de la noche, para robarte el ka y sustituirlo por otra cosa. Si ahora me hicieras el amor, me asustaría.»

—Me voy, Khaemuast —dijo, serenamente.

Vio que los músculos de su espalda se tensaban. Levantó la cabeza bruscamente. Sus ojos brillaban otra vez con cautela.

—¿Cómo que te vas?

—Me voy a Pi —Ramsés, y no te estoy pidiendo permiso. He visto destrozada mi familia, alterado mi hogar y lentamente socavada mi autoridad. Este asunto de Hori es la gota que desborda el vaso. Me inquieta que hasta mis sirvientes supieran de su ausencia antes que yo. Hori no es temerario, lo sabes bien. Lo que le haya impulsado a actuar tan desesperadamente merece tu atención, y su estado anímico debería preocuparte. Sin embargo, sólo hablas de castigo. Es tu único varón, tu heredero, y le echas a la calle.

Él sostuvo su mirada sin vacilar. Nubnofret habría podido jurar que advertía animosidad en sus pupilas.

—Te prohíbo que te vayas —dijo—. ¿Qué pensará Menfis? ¿Que no soy capaz de gobernar mi propio hogar? No, Nubnofret. Ni pensarlo.

Ella se levantó.

—Tbubui puede dar las órdenes a los sirvientes, organizar los banquetes y entretener a tus huéspedes. —Hablaba con serenidad, aunque habría querido gritar, pegarle con los puños, escupir a aquella cara que enrojecía—. No volveré hasta que mandes llamarme. Y harías bien en asegurarte de que me necesitas, príncipe, antes de ordenar a un heraldo que me lleve ese mensaje. Mi único ruego es que no permitas a Tbubui ocupar mis habitaciones.

—¡No puedes irte! —gritó él, forcejeando para incorporarse—. ¡Me niego a permitirlo!

Nubnofret se inclinó rígidamente.

—Tienes soldados, Khaemuast —dijo—. Ordénales detenerme, si te atreves. No me quedaré bajo ninguna otra circunstancia.

Él apretó los puños, pero no dijo nada. Su esposa giró sobre sus talones y cruzó la puerta sin mirar atrás.

Khaemuast se levantó del diván, indeciso. Su primer impulso fue llamar a Amek y ordenar la detención de Nubnofret, pero pensó que sería difícil anular una orden tan radical, una vez dada.

—¡Vísteme! —ladró a Kasa, que se apresuró a obedecerle, con unos dedos extrañamente torpes.

Khaemuast soportó sin quejas aquella atención tan poco hábil y, cuando estuvo vestido, salió inmediatamente de la habitación.

Tbubui estaba en su cuarto, dictando una carta. Uno de los escribas jóvenes de la casa hacía rechinar abnegadamente el estilo a sus pies. Se volvió hacia su esposo con una amplia sonrisa, que él no le devolvió.

—¡Vete! —espetó en cambio bruscamente al escriba.

El joven recogió sus instrumentos y, tras esbozar una reverencia, se retiró. Khaemuast dio un portazo tras él y se apoyó contra la puerta, respirando agitadamente. Tbubui se acercó apresuradamente.

—¿Qué ocurre, Khaemuast? —preguntó.

Como de costumbre, el contacto de su mano y el sonido de su voz aflojaron la tensión del cuerpo del príncipe.

—Es Nubnofret —confesó—. Me abandona y se va a Pi-Ramsés. Los sirvientes ya están empaquetando sus pertenencias. La vida en esta casa se le ha vuelto insoportable, al parecer. —Revolvió el pelo de su mujer distraídamente—. Seré el hazmerreír de todo Egipto, Tbubui.

—No, queridísimo —objetó ella—. Tu reputación es demasiado firme. La gente dirá que te he embrujado, haciendo que Nubnofret se alejara de ti. Me culparán a mi. Y no me importa. Tal vez sea cierto. Tal vez no he sido tan amable con debiera con Nubnofret.

—Hoy no quiero que me demuestres tu tacto, Tbubui —exclamó él, ásperamente—. No quiero que seas amable. Culpa a Nubnofret, que se ha mostrado fría, distante y poco cordial contigo. Culpa a Hori, que ha huido a Coptos para destruirte. ¿Por qué eres siempre tan dolorosamente buena?

—¿Que él trata de destruirme? —repitió ella, volviéndole la espalda. Luego clavó en Khaemuast una mirada de sospecha—. Sabia de ese viaje, por haber oído algún chisme de los sirvientes, pero ¿con propósitos malignos?

Khaemuast se apartó de la puerta para avanzar, casi tambaleándose, hasta el tocador y dejarse caer sobre la banqueta.

—A Coptos —repitió, con voz sorda—. Tiene la loca idea de que allí está la verdad sobre ti y piensa descubrirla.

Ella guardó silencio y largo rato y el príncipe creyó que no le había oído.

—¿Tbubui? —exclamó.

La mujer se volvió lentamente, como si tuviera miedo de algo que podía estar tras ella. Había palidecido intensamente y se retorcía los dedos sin parar mientes en los anillos, que se le clavaban en la carne.

—Traerá informaciones falsas —dijo, inexpresivamente—. Está decidido a deshonrarme.

—Ya no los entiendo —admitió Khaemuast, con enojo—. Nubnofret conoce muy bien sus deberes, pero me abandona sin ningún reparo. Hori se ha convertido en un desconocido demente e incluso Sheritra me aborda con una terquedad arrogante que me irrita. ¡Los dioses me castigan sin que sepa por qué!

Una extraña sonrisa cruzó el rostro de Tbubui.

—Siempre has sido demasiado indulgente con ellos, Khaemuast. Los convertiste en el centro mimado de tu vida. Mientras que otros hombres anteponen su obligación para con Egipto a la familia, tú te deleitabas satisfaciendo primero sus deseos. Y así se han vuelto indóciles. Verdaderamente, Hori ha…

Se le cortó la voz y en sus ojos apareció una expresión de angustia.

—Me ocultas algo —acusó Khaemuast—. Nunca he oído una palabra de crítica hacia mi familia de esos sensuales labios tuyos, Tbubui, salvo cuando te la he arrancado prácticamente a la fuerza. ¿Qué sabes de Hori?

Ella se acercó lentamente a él, moviendo las caderas en una involuntaria invitación, y se detuvo casi a su alcance.

—Lo cierto es que arrastro algo terrible en relación a tu hijo —murmuró—. Voy a decírtelo, pero sólo porque vivo en un creciente miedo por mi seguridad y por la vida del hijo que va a nacer. ¡Oh, querido hermano, prométeme que no me culparás por esto!

—Tbubui —dijo él, exasperado—, no amo a nadie excepto a ti. Hasta tus pequeños defectos me son preciosos. Anda, dime. ¿Qué te aflige?

—No creerás en nada de lo que él traiga de Coptos, ¿verdad?

—No —le aseguró Khaemuast—. No lo creeré.

—Su odio es tan implacable… —La voz de Tbubui era tan baja que él estiró el cuello para oírla—. Si pudiera, me mataría. —Levantó la vista y clavó sus ojos, llenos de desesperación en él. Le temblaba la boca—. El me violó, Khaemuast. Hori me violó al enterarse de que iba a casarme contigo. Vino a mi casa para hablar conmigo, según dijo, pero empezó a hacerme insinuaciones. Como yo le rechacé, diciéndole que estaba enamorada de ti y que íbamos a casarnos, se irritó mucho. «¿No prefieres la carne tierna, Tbubui, a un viejo que lucha contra las limitaciones del tiempo?", insistió. Y entonces… entonces… —Se cubrió la cara con las manos—. ¡Qué vergüenza! —Y estalló en sollozos—. ¡No pude hacer nada, Khaemuast, créeme! Traté de llamar a mis criados, pero él me tapó la boca con una mano. "¡Si gritas, te mataré!», me amenazó. Y tuve que obedecerle. Estaba demente, loco. Hasta creo que…

—¿Qué? —graznó Khaemuast.

Miraba a su alrededor, desesperado; sus ojos se posaban en un objeto y en otro, pero no podía escapar a la sensación cada vez mayor de traición e ira. Tbubui se tiró al suelo y se cubrió la cara con el cabello. Recogió con las manos imaginarios puñados de tierra y se los tiró sobre la cabeza, en el tradicional gesto de luto.

—¡Ni siquiera sé si mi bebé es tuyo o de él! —barbotó—. ¡Rezo porque sea tuyo, Khaemuast! ¡Rezo y rezo!

Khaemuast se levantó lentamente.

—No has de temer nada, Tbubui —dijo, con voz pastosa—. Dormid en paz, tú y nuestro hijo. Hori ha traicionado toda la decencia, cualquier derecho que pudiera tener sobre mi afecto o mi obligación de padre y será castigado.

Ella alzó el rostro desfigurado y húmedo de lágrimas.

—Debes matarlo, Khaemuast —balbuceó—. No descansará hasta tomar en milo que cree una justa venganza. ¡Y tengo mucho miedo! ¡Mátalo!

Alguna parte de Khaemuast, un diminuto centro de cordura, comenzó a gritar: «¡No, no! ¡Esto es una ilusión! ¡Recuerda su sentido del humor, su sonrisa, su disposición a colaborar contigo! El trabajo que habéis hecho juntos, las discusiones, las noches de intimidad y de bebida, el amor y el orgullo que veías en sus ojos… » Pero la parte abrumadora que era Tbubui se abatió sobre él.

Se arrodilló junto a ella y estrechó contra su pecho su cabeza caliente y mojada.

—Siento que hayas sufrido tanto por mi familia —dijo apretando la boca contra su pelo y cerrando los ojos—. Hori no merece vivir. Yo me encargaré de eso.

—Lo siento muchísimo, Khaemuast —dijo Tbubui, con la voz apagada contra su piel. Y él sintió que una mano se le insinuaba entre los muslos.

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