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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Drama, #Romántico

El palomo cojo (9 page)

BOOK: El palomo cojo
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Me imaginaba como tía Victoria, haciendo una entrada tan sensacional como la que ella hizo cuando llegó a casa de mis abuelos, que en realidad era también su casa, y me sentía en la gloria. Me sentía como cuando tía Blanca se ajumaba un poquito y se ponía muy contenta y parecía otra, parecía una mujer de mundo, como decía tía Victoria que ella era. El vino a veces tiene eso, decía la Mary, que a la gente un poco cenizo la hace parecer mejor de lo que es. Y eso fue lo que pasó con la llegada de tía Victoria, que fue como una borrachera, en el patio se formó un gentío para recibirla y todo el mundo parecía medio piripi, y el que más José Joaquín García Vela, que ése hasta daba camballadas, él se había inventado una patulea de chilindrinas para quedarse en el escritorio con el abuelo hasta las tantas, y a lo mejor hasta era verdad que se había puesto de grana y oro con la manzanilla, a cuenta de los nervios que se le habían metido en el estómago, y lo de la curda no era una figuración mía, era un amenjesús. Pero los demás también parecían todos con el vinito subido. Reglita Martínez y la tía Emilia y otras tres o cuatro señoras de la tertulia de la abuela, que se habían dado maña para quedarse porque por nada del mundo querían perderse la novedad, charlaban como cotorras en arrebato, que era una cosa que la Mary decía mucho y a mí me hacía la mar de gracia, y se reían una barbaridad, apalancándose las unas en las otras, como si se les hubiera ido la mano con el amontillado, mientras hacían tiempo, y hasta mi abuela parecía en tenguerengue, claro que la pobre a lo mejor lo que tenía era un mareo de concurso, con tanta bulla. Todo el mundo parecía un poco bebido, hasta yo, que aproveché el pandemonium que se había liado para agarrar corriendo el permiso del médico y bajarme también al patio, sin que nadie me dijera ni que sí ni que no. Con el gloriamundi que le había entrado a todo el mundo, nadie tenía ganas de ponerse aguafiestas. Sólo la tata Caridad estaba un poco rara, sentada en una de las mecedoras de rejilla que había en el fondo del patio, nerviosa como una lagartija, como todo el mundo, pero con cara de estar tramando algo. La tata Caridad parecía dispuesta a hacer algo importante. Al resto, lo único que nos importaba era que tía Victoria llegase de una vez. Así que cuando la Mary, que se había quedado de imaginaria en el cierro del gabinete, bajó las escaleras chillando ya están aquí, ya están aquí, todo el mundo corrió a la casapuerta como si fuera domingo de ramos, sólo nos faltó cantar el hosana. Desde luego, tía Victoria se lo hubiera merecido. El Hispano del abuelo, conducido por Manolo el chófer, que siempre parecía un marqués, se detuvo frente a la puerta de la casa y al principio yo pensé que de allí no iba a bajarse nadie, las puertas del coche no se abrían y tampoco era cosa de echarse encima del Hispano como chiquillos callejeros en un bautizo. Sólo al cabo de un buen rato Manolo el chófer se bajó, muy tieso pero con cara de malas pulgas, yo en seguida lo noté, y abrió con mucha ceremonia la puerta de atrás para que saliese tía Victoria como una reina. Tía Blanca llevaba una temporada diciendo que Manolo el chófer era medio comunistón, y que por eso a veces le daba la revolera y no quería hacer ningún favor y ponía cara de querer cortarnos a todos el pescuezo. Y la verdad es que por un momento miró a tía Victoria como si quisiera guillotinarla allí mismo, pero tía Victoria le puso una mano en la mejilla mientras le sonreía como una artista de cine y a Manolo el chófer se le acabó en un momento la mala idea, se le puso cara de tocino de cielo. En realidad, cara de tocino de cielo, o por lo menos de bizcotela, se nos puso a todos cuando tía Victoria apareció parando el aire, maqueadísima, pero sin ninguna exageración, con un traje de chaqueta de color vainilla y que daba la impresión de ser muy fresquito, un conjunto que no tenía nada, que hasta podía parecer corriente si no fuera porque bastaba con fijarse un poco para ver que el corte era estupendo y, la tela, una divinidad, seguro que costaba una fortuna. Cuando, al día siguiente, le pregunté a la Mary si se había dado cuenta de eso me contestó que ella sí, pero que los hombres no se fijan en esas cosas. La verdad es que yo me había fijado porque se lo escuché decir a una de las señoras de la tertulia de la abuela, que también estaba admiradísima del peinado de tía Victoria, una permanente flojita en la que se notaba la mano de un artista, y con un tinte tan maravilloso que nadie diría que era tinte, si no fuera porque, a su edad, era imposible que tía Victoria tuviera ese color de pelo. La Mary me dijo que los hombres no ponen la oreja cuando las señoras hablan de sus intimidades. De todas maneras, aquello fue todo lo que escuché, porque en seguida se armó un guirigay rociero, todas las señoras querían saludar a la vez a tía Victoria y le decían piropos de carrerilla, parecía que los habían estado ensayando el día entero. Que qué guapísima estaba, que tan elegante como siempre, y qué sencilla al mismo tiempo, sólo una vuelta de perlas al cuello y otras dos perlas pequeñas pero finísimas en las orejas, y un maquillaje alegre pero sin estridencias, que lo de estridencias lo dijo Reglita Martínez y yo creo que era la primera vez que lo decía en toda su vida, a mí me parece que hasta se le subió el pavo, y tía Victoria eso era lo que tenía, que llegaba y todo el mundo perdía un poco los estribos. Hasta tía Blanca, a pesar de lo volada que se ponía por lo locatis que era tía Victoria, le hizo un randevú que ni los de la tía Emilia a la infanta doña Beatriz, le dio la bienvenida con mucho zalamelé y, además, fue la primera en darse cuenta de que tía Victoria traía en brazos un perrillo de una cuarta de grande, como mucho, de color canela y de pelo corto y reluciente. Uy, qué bicho tan mono, dijo tía Blanca, siguiendo con sus garatusas, pero el perro puso cara de pensar quién será esta mamona que me llama bicho. Tía Victoria dejó de dar besos a tutiplén y levantó el perro para que todos lo viéramos, este es Garibaldi, anunció, Gari para los íntimos, antes se llamaba Degol, pero hoy en día lo que está de moda es lo italiano, así que se llama Garibaldi. Todas las señoras se dedicaron a decir qué gracioso, es una preciosidad, pero Garibaldi empezó a ponerse histérico y tía Victoria volvió a apoyárselo en la pechera, para que se tranquilizara. Anda, cariño, no seas tonto, estamos en casa, le dijo tía Victoria a Garibaldi, pero Garibaldi tenía pinta de ser un perro muy pejiguera. Tía Victoria, sin dejar de acariciar la cabeza del perro con aquellas manos tan bonitas y delicadas que ella tenía, dio un pequeño sorbete de nariz, se quedó por un instante como traspuesta y dijo: «Huele, Garibaldi, huele». Luego, aspiró hondo y añadió: «Es el olor de los míos». Claro que, en todo aquel barullo, las únicas personas verdaderamente suyas éramos la tía Blanca y yo, porque la abuela había preferido meterse en el escritorio, donde también estaban el abuelo y tío Antonio esperando a que tía Victoria entrara a saludarles, el abuelo seguramente de muy mal humor por aquella verbena que se había organizado en el patio, y donde tía Victoria tendría que confesar toda la verdad de aquel viaje tan repentino y misterioso. Tía Victoria, por supuesto, sabía que aquello era lo que le esperaba, sin que pudiera dejarlo para el día siguiente, ya se había encargado de comunicárselo tía Blanca por encargo de la abuela y entre cucamona y cucamona, ya sabes cómo es papá, quiere poner las cosas claras en seguida, y había que tener en cuenta que era tardísimo. Pero tía Victoria no tenía ninguna prisa. Cuando tía Blanca le presentó a su marido recién pescado, Paco Galván, que no había podido resistir la tentación de añadirse al jubileo, tía Victoria puso cara de muchísima felicidad, se le echó encima a tío Paco de un modo la mar de insinuante, le dijo qué alegría me llevé cuando me enteré de la boda, ahora que ya eres de la familia tendremos tiempo para conocernos mejor, si Blanca nos deja, claro. Todo el mundo se rió, incluso tía Blanca, aunque se veía que le costaba trabajo, pero la risa de tía Victoria era la más atrevida de todas, el resto de las señoras empezó a decir por Dios, Victoria, cómo eres, no cambiarás nunca, y se veía que tía Victoria estaba encantada de haber armado tan pronto un poquito de escándalo. Por cierto, qué horror, dijo de repente, como si con la bulla se le hubiera ido el santo al cielo, yo también tengo que presentaros a alguien. Y entonces fue cuando todos nos enteramos de que tía Victoria no había llegado sólo con su equipaje —siete maletas que Manolo el chófer había ido poniendo al pie de la escalera— y con su perro. En realidad, era extrañísimo que nadie se hubiera fijado hasta entonces en aquel muchacho, porque la verdad es que era un rato grande y llamativo. Y joven. Por lo menos cuarenta años más joven que tía Victoria, según los cálculos de la Mary. Tía Victoria nos engatusó a todos con una sonrisa deslumbrante y dijo: «Este es mi secretario. Se llama Luiyi». Al día siguiente, la Mary y yo discutimos un montón sobre cómo se escribiría el nombre de aquel chico, un nombre que sólo había que oírlo para saber que era también italiano, aunque la Mary decía que ella estaba dispuesta a jugarse el pirindolo de la pascua florida a que el tal Luiyi ni era italiano ni nada, hablando tenía todo el acento de la gente de Badajoz. Seguramente tía Victoria le había cambiado el nombre, por aquello de la moda, y a lo mejor al pobre muchacho le pasaba como al perro, que todavía no estaba acostumbrado a que le llamaran Garibaldi y tenía un lío de personalidad, y quizás por eso a Luiyi se le ponía a veces aquella cara bobalicona de no saber por dónde se andaba. Eso sí, fueraparte la cara de pazguato que se le quedaba de vez en cuando, y que le venía de pronto y sin mayor motivo, Luiyi era un pedazo de tío que a más de una y de dos, y a más de cien, le entrarían tiritonas sólo de mirarlo, como decía la Mary, porque hasta la Mary tenía que reconocerlo. Era alto, rubio pero tirando una pizquita de nada al azafrán, con unas manos como serones y cualquiera podía pensar que estaba gordo si no fuera porque bastaba con que moviera la cabeza, o un brazo, o diera un paso para comprender que era puro músculo. Las señoras de la tertulia de la abuela estaban embobadas mirándolo de punta a punta, y tía Victoria, empavonada como una faraona, pero con mucha clase, se lo fue presentando a todo el mundo, y para todo el mundo sin distinción tenía ella una frase cariñosa, hasta para José Joaquín García Vela, que hasta aquel momento había estado calladito y nervioso como un gorrión. Tía Victoria le dijo a José Joaquín que estaba guapísimo y que iba muy elegante, que por él no pasaba el tiempo, que seguía exactamente igual, tan apocadito como siempre. José Joaquín ni siquiera fue capaz de echarle un piropo a tía Victoria. Yo pensé que estaba a punto de echarse a llorar y me acordé de lo contento que estaba por la mañana, cuando me dijo machote, esto va mucho mejor, te sentará bien levantarte un poquito todos los días, y es que se había puesto como unas castañuelas al saber que llegaba tía Victoria, pero cuando la tenía delante se le caía el alma a los pies y no le salía ni una palabra. Cuando, a los pocos días, después de ver cómo trataba tía Victoria a José Joaquín, lo hablé con la Mary, ella me explicó que en este mundo hay gente a quien le toca esa desgracia y que le pusiera velas a todos los santos para no ser yo uno de ellos. Ni la Mary ni yo nos figurábamos entonces lo que iba a pasar. Después de todo, cuando uno tiene diez años, se asusta si se imagina cosas, así que mejor ni pensarlas, claro que uno ve cosas que le hacen pensar, aunque la Mary decía que eso era por fijarme en lo que no debía o por estar donde no deben estar los niños. Pero yo no tenía la culpa de eso. Yo no tenía la culpa de haberme puesto malo y de que mi madre, para quitarse un engorro de encima, me llevara a casa de mis abuelos, donde pasaban todas aquellas curiosidades. Tía Victoria, desde luego, se extrañó mucho de verme allí, entre las personas mayores, a aquellas horas, y me dijo ¿tú quién eres?, y yo le dije quién era y entonces ella me preguntó por mamá, qué barbaridad, no sabía que Mercedes tuviera un niño tan alto y tan guapo, ¿y dónde está tu madre? Yo le dije que estaría en casa de las Caballero, jugando a la canasta. Tía Victoria se echó a reír, pero de pronto se le paró la risa y abrió mucho los ojos, dijo pero tata Caridad, por Dios, qué te ha pasado, y es que la tata Caridad por fin había decidido entrar en acción, hacer que tía Victoria se fijase en ella, que ya eran ganas de estropearme el encuentro con tía Victoria, se había levantado de la mecedora de rejilla y había echado a andar hacia donde estábamos todos, pero a la pata coja, una cosa rarísima. Tía Victoria corrió a ayudarla y la tata Caridad empezó en seguida a contarle sus achaques: que si primero había perdido el perfil, que se fijara bien —y volvía la cabeza mirando de reojo para no perderse la reacción de tía Victoria—, que si no era una desgracia grandísima, y luego se le habían descolgado los bajos, que ya podía figurarse tía Victoria el trastorno que eso era para una mujer, y ahora, lo último, era que le desaparecía de vez en cuando una pierna, le iba y le venía, a veces tenía las dos y podía andar como todo el mundo, pero otras veces perdía una y tenía que andar así, en pedicoj, a sus años y con lo gruesa que estaba, un martirio, señorita Victoria. La tata Caridad se puso a llorar como una niña y tía Victoria estaba horrorizada, hasta que la Mary se llevó a la tata Caridad a su habitación —aunque al día siguiente me dijo que a esa mujer adonde había que llevarla era al manicomio—, y tía Blanca le dijo a tía Victoria que en el escritorio la estaban esperando el abuelo y la abuela y tío Antonio y que ya era hora de que todo el mundo se tranquilizara un poco. La verdad, dijo tía Victoria, tragando saliva y tratando de hacer de tripas corazón, es que esta es una casa fantástica; por cierto, Blanquita, y hablando de rarezas, ¿cómo está mi hermano Ricardo? Tía Blanca le dijo que bien, como siempre, con sus manías, y tía Victoria levantó la vista hacia los ventanales de la galería, porque estaba segura de que tío Ricardo había estado espiándolo todo desde allí. Luego, tía Victoria se despidió de todo el mundo con besitos al aire y se fue del bracete de tía Blanca hacia el escritorio. A su secretario le dijo espérame aquí, y le dejó a Garibaldi para que se entretuviera. Pero antes de entrar en el escritorio, antes de cerrar la puerta, tía Victoria se detuvo un instante, cerró los ojos, aspiró hondo y dijo: «Huele, Victoria, huele. Este es el olor de los tuyos».

Ya he dicho que, gracias a la historia de san Francisco de Borja que nos había contado el hermano Gerardo, yo había descubierto que las personas mayores huelen, poco a poco, como la comida cuando se estropea, que durante algún tiempo a lo mejor no se nota, pero llega el día en que te da el tufillo y mejor que lo tires. Claro, a la gente no se la puede tirar a la basura, pero oler, huele una barbaridad. Lo que no sabía, hasta que no se lo escuché decir por dos veces a tía Victoria la noche de su llegada, era que cada familia tiene su propio olor; bueno, me entró la duda de si a las familias pobres también les pasa, pero a las familias bien como la nuestra, seguro. Y en el cuarto de tía Victoria, el olor de nuestra familia —un olor muy limpio y de gran solera, como decía tía Blanca— se notaba muchísimo.

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