Era martes por la tarde. Aún faltaba una hora para que finalizara la jornada. Mark-Alem alzó la cabeza del legajo y se restregó los ojos. Llevaba una semana trabajando y aún no lograba habituarse a la lectura prolongada. Su vecino de la derecha se revolvió en su asiento, sin interrumpir la lectura. Sobre la larga mesa se oía regularmente el murmullo de las hojas al pasar. Nadie tenía la cabeza levantada.
Transcurría el mes de noviembre. Los expedientes se tornaban cada vez más gruesos. Era el período habitual de incremento en el flujo de sueños. Ésta era una de las principales cosas que había aprendido en el curso de la primera semana de trabajo. Siempre se tenían sueños y los sueños siempre eran enviados y así sería por los siglos de los siglos. Sin embargo había períodos en que aumentaba su número, como también los había en que disminuía. La actual era una fase de afluencia. Llegaban por decenas de miles desde todos los rincones del Imperio. Y así seguirían hasta el fin del año. Los cartapacios se hincharían e hincharían sin cesar a medida que arreciara el frío. Después, pasado el Año Nuevo, se produciría un cierto reflujo hasta la primavera.
Con el rabillo del ojo, Mark-Alem observó una vez más a su vecino de la derecha y después al de la izquierda. ¿Estarían leyendo en realidad o aparentaban hacerlo? Se llevó la mano a la sien y bajó los ojos sobre el papel pero, en lugar de letras no veía más que moscas, moscas perdidas entre la bruma. No, no es posible continuar leyendo, se dijo. Todos los que mantenían las cabezas bajas sobre los cartapacios ya no leían, sin duda alguna sólo lo simulaban. Era verdaderamente un trabajo infernal…
Con la cabeza apoyada en la palma de la mano se puso a recordar cuanto había escuchado aquella semana de labios de los viejos trabajadores de Selección acerca de los flujos y reflujos de los sueños, sobre su incremento y disminución a merced del paso de las estaciones, la intensidad de las precipitaciones, la temperatura, la humedad o la sequedad del aire. Los veteranos de Selección conocían bien el tema. Sabían del influjo de la nieve, los vientos o los rayos en el incremento de los sueños, lo mismo que conocían el de los temblores de tierra, las fases de la luna o la aparición de los cometas. En Interpretación habría sin duda prestigiosos maestros descifrando los sueños, verdaderos sabios que, ante visiones donde el ojo ordinario no percibía más que juegos locos del cerebro, sabían extraer sentidos secretos y sorprendentes. Sin embargo, en ningún otro departamento del Tabir Saray podía encontrarse a viejos zorros como los veteranos de Selección, capaces de prever la abundancia o la escasez de sueños con la misma sencillez con que los ancianos anticipan los cambios de clima a partir de sus dolores reumáticos.
De pronto, Mark-Alem recordó al hombre que había conocido el primer día. ¿Dónde estaría? Durante varios días, en el descanso de la mañana, lo había buscado con la mirada entre la multitud de empleados, sin lograr localizarlo en parte alguna. Quizá esté enfermo, se dijo. O puede que haya marchado de servicio a alguna provincia lejana. Hasta era posible que fuera uno de los inspectores del Tabir, que pasaban la mayor parte del tiempo recorriendo el Imperio de un extremo a otro, quizá fuera un simple correo.
Trató de imaginar los miles de secciones del Tabir Saray, dispersas por la infinita extensión del Estado, cuyas humildes edificaciones, a veces en forma de barracas, albergaban a dos o tres empleados aun más humildes, verdaderos infelices, miserablemente pagados, que se postraban hasta dar con el rostro en tierra en presencia del más insignificante correo del Tabir, cuando éste acudía en busca de los sueños recolectados, y se tornaban serviles y balbucientes ante él por la única razón de que procedía del Centro. En los confines más ignorados, en las mañanas de lluvia y barro, los pobladores de las subprefecturas se encaminaban, en ocasiones antes del alba, hacia aquellas tristes construcciones con el fin de dar cuenta de sus sueños. Sin molestarse siquiera en llamar a la puerta gritaban desde el exterior: «¡Haxhi!, ¿tienes abierto?»
La mayoría no sabía escribir, por eso acudían tan temprano, antes incluso de pasar por la taberna, para que no se les olvidara el sueño. Y lo describían de viva voz mientras el copista, con los ojos soñolientos, maldiciendo aquel sueño y a su autor, transcribía sobre el papel lo que iba escuchando. Ah, ojalá esta vez tengamos suerte, susurraban algunos al final de su relato. Llevaba largos años circulando la leyenda de un hombre miserable, vecino de una sub-prefectura ignorada, que por medio de un sueño había salvado al Estado de una terrible catástrofe y, como recompensa, había sido requerido a la capital por el Soberano, quien permitiéndole entrar en Palacio le había dicho: «Elige entre mis tesoros lo que desees, y a la que prefieras como esposa de entre mis nietas, etc.» Vaya, ojalá que…, susurraba el hombre y se alejaba por el camino lleno de barro, sin duda hacia la taberna, mientras el copista lo seguía con mirada burlona y, antes de que el otro hubiera llegado a la curva del camino, anotaba sobre la hoja:
nulo
.
A pesar de la consigna terminante de no dejarse guiar por los prejuicios o las consideraciones personales en la evaluación de los sueños, precisamente con esos criterios los funcionarios de los pequeños centros llevaban a cabo la primera purga del material. Conocían bien a los habitantes de su subprefectura y, sin que hubiera acabado de trasponer el umbral, sabían si la persona en cuestión era glotona, borrachina o mentirosa; o si la atormentaba una úlcera. Esto había dado lugar a frecuentes problemas, hasta el extremo de que pocos años atrás se había llegado a adoptar la decisión de quitar a las secciones la atribución de realizar esta primera purga. No obstante, la cantidad de sueños que llegaban directamente a Selección se incrementó de forma tan monstruosa que la disposición fue derogada y, a pesar de los inconvenientes a que podía dar lugar la expurgación por las secciones, ésta fue adoptada como la única solución al problema.
Mas los autores de los sueños no sabían nada de esto. Acudían una y otra vez a preguntar desde la puerta: «Eh, Haxhi, ¿hay alguna respuesta sobre ese sueño mío?». «No, aún no hay ninguna respuesta», respondía Haxhi. «Pero qué impaciente eres. Abdyl Kadir. El Imperio es grande y la administración central, aunque trabaja día y noche, no puede examinar con tanta rapidez la multitud de sueños que se le envían.» «Vaya, tienes razón», respondía el interesado, dirigiendo su mirada al horizonte, allá donde, a su juicio, debía encontrarse el Centro. «Qué vamos a saber nosotros de los asuntos del Estado.» Y se alejaba sorteando los tocones del camino que conducía a la taberna.
Todo esto se lo había contado a Mark-Alem un inspector del Tabir con quien había coincidido el día anterior tomando café. El inspector acababa de regresar de una de las provincias asiáticas más apartadas y se disponía a partir de nuevo aunque en esta ocasión hacia la zona europea del Estado. A Mark-Alem le fascinó su relato. ¿Sería posible que aquello tuviera un comienzo tan insignificante? Pero el inspector, como si hubiera adivinado su decepción, se apresuró a aclararle que no era en todas partes así, que a veces las secciones del Tabir Saray resultaban ser edificaciones imponentes, en ciudades formidables de Asia y de Europa, y quienes acudían a entregar allí sus sueños no eran infelices ignorantes de provincias sino personas encumbradas y cultas, provistas de grados, títulos y diplomas académicos, de ideas penetrantes y grandes ambiciones. El inspector se extendió un buen rato sobre el tema, en tanto que Mark-Alem sentía cómo el Tabir Saray se restablecía en su conciencia en toda su grandeza. El inspector se dispuso entonces a referirle más pormenores de sus viajes, pero la campanilla interrumpió su relato y Mark-Alem intentaba ahora completarlo en su imaginación. Pensaba en los pueblos que habitaban la parte oriental del Estado y en los que ocupaban la occidental, los pueblos que tenían muchos sueños y los que tenían pocos, los pueblos que los contaban de buen grado y los que lo hacían sólo por la fuerza, como era el caso de los albaneses (a causa de su origen albanés, Mark-Alem registraba involuntariamente cuanto se decía sobre aquel país). Divagaba acerca de los sueños de los pueblos rebelados, de los que acababan de ser víctimas de grandes matanzas, de los que atravesaban períodos de insomnio. Estos últimos en particular constituían la fuente de serias inquietudes para el Estado, pues tras la vigilia prolongada siempre era de esperar alguna reacción brusca. De ese modo, cuando el Tabir Saray detectaba los primeros signos de insomnio, el Estado adoptaba medidas urgentes para anticiparse al mal. Mark-Alem observó lleno de asombro a su contertulio cuando éste le mencionó el insomnio de los pueblos. «Ya sé que te sonará sorprendente», le había dicho, «pero debes concebirlo dentro de la lógica de lo relativo. Se considera que un pueblo se halla en estado de insomnio cuando su cantidad global de sueño ha disminuido de manera considerable, en proporción a la normal. ¿Y quién mejor que el Tabir Saray puede establecer esa proporción?» «Tienes razón», le contestó Mark-Alem, «así es en efecto». Recordó sus noches en vela durante el último período, pero pronto pensó que el insomnio de un individuo debía de ser radicalmente distinto del insomnio de todo un pueblo.
De nuevo se puso a mirar de reojo a derecha e izquierda. Sus compañeros parecían enfrascados sin excepción en sus cartapacios, hechizados por ellos, como si más que papeles escritos fueran braseros donde ardiera un carbón cuyo efluvio intoxicara. Quizá también yo iré cayendo poco a poco prisionero de ese hechizo, pensó con pesadumbre, y terminaré por olvidarme del mundo y de todo.
Aquella semana, tal como le había indicado su jefe, había pasado media jornada en cada una de las salas de Selección en compañía de un viejo funcionario, a fin de familiarizarse con el método de trabajo y adquirir alguna experiencia, y después de haber recorrido por fin el ciclo completo de operaciones, hacía ya dos días que estaba de regreso en su mesa, aquélla a la que lo condujeran el día mismo de su ingreso.
Mediante el recorrido de sala en sala, Mark-Alem tomó contacto con el funcionamiento general de Selección. Superado su examen en la Sala de las Lentejas, el cúmulo de sueños sin valor empaquetado en grandes fardos se entregaba al Archivo, mientras los restantes eran clasificados por grupos según la naturaleza de los asuntos con los que guardaban relación: la seguridad del Imperio y del Soberano (complots, traiciones, rebeliones); política interior (esencialmente la integridad del Imperio); política exterior (alianzas, guerras); vida civil (grandes robos, abusos, corrupción); indicios de posible Sueño Maestro; diversos.
La agrupación de los sueños en divisiones y subdivisiones no era cosa fácil. Incluso se había discutido durante largo tiempo si esta actividad debía ser encomendada a Selección o si correspondía esencialmente a Interpretación. En realidad se habría dejado en manos de esta última si no hubiera estado ya tan sobrecargada. Por fin se llegó a una solución de compromiso: verdad es que la clasificación de los sueños se le adjudicaba a Selección, mas su dictamen no sería considerado sino preliminar y con mero valor indicativo. De ese modo, en la cabecera de cada legajo conteniendo el material entregado no se escribía «Sueños relativos a X cuestión» sino «Sueños que pueden ser relativos a X cuestión». Además, aunque Selección mantenía plena responsabilidad para segregar los sueños válidos de los inútiles, en lo que atañe a su clasificación no tenía más que responsabilidad moral. De manera que, en realidad, el cometido esencial de Selección era la criba, la purga. Ésta era su base fundamental, de igual modo que Interpretación era la base del Tabir Saray entero. «¿Comprendes ahora que nosotros controlamos desde aquí las vías de acceso por donde penetra todo el material?», le dijo el jefe de su departamento el día en que regresó al puesto de trabajo inicial. «Probablemente tú pensarías al principio que, dado que en el proceso de purga se inicia el trabajo de Selección y ya que te habíamos adscrito a él, éste debía ser por lógica el más irrelevante. Espero que ahora hayas entendido que éste es el fundamento mismo de toda la actividad y nunca destinamos a él a los principiantes. Si hicimos contigo una excepción es porque tú eres uno de nuestros escogidos.»
Tú eres uno de nuestros escogidos. Mark-Alem se había repetido decenas de veces aquella frase, como si a fuerza de repetirla pudiera alcanzar a penetrar su contenido. Pero era de una condición tal, hermética por todos sus flancos, enigmática, pulida como un muro en el que no se encuentra punto alguno al que aferrarse para intentar saltarlo…
Volvió a restregarse los ojos. Quería reemprender la lectura, pero se sentía incapaz. Las letras le parecían rojizas, como un reflejo de fuego o de sangre.
Había apartado unos cuarenta sueños que consideraba sin valor. La mayoría le parecieron inspirados en las preocupaciones cotidianas, mientras una parte eran, a su juicio, inventados aunque no estaba bien seguro. ¿Debía volver a leerlos? En realidad los había repasado dos o tres veces uno por uno, a pesar de lo cual no alcanzaba a convencerse plenamente. El jefe le había indicado que, cuantas veces albergara alguna duda, debía dejar el sueño para el siguiente expurgador, marcándolo con un signo de interrogación, pero ya había hecho esa maniobra con gran número de ellos. A decir verdad había desestimado muy pocos sueños como inservibles y, si no era capaz de decidirse siquiera en relación con aquellos cuarenta, el jefe tendría derecho a pensar que, con tal de no arriesgarse, les pasaba todos los sueños a los demás. Ahora bien, él desempeñaba asimismo esa función y, por tanto, su tarea fundamental consistía en seleccionar los sueños y no en dejarlos para que otros decidieran. En efecto, ¿qué ocurriría si todos los expurgadores, haciendo dejación de sus responsabilidades, dejaran pasar la mayor parte de los sueños a Interpretación? Ésta acabaría por bloquear la admisión o se quejaría a la Dirección. Y la Dirección investigaría las causas. Ah, qué dilema, suspiró para sí. Bueno, a fin de cuentas, que ocurra lo que tenga que ocurrir, pensó, y con cierta irritación, apresuradamente, como si temiera arrepentirse, escribió en la cabecera de cuatro o cinco hojas la anotación: «sin valor» y bajo ella su rúbrica. Mientras escribía sobre las hojas siguientes la misma calificación sentía un gozo vengativo pensando en aquellos lerdos desconocidos que, enfermos del vientre o de almorranas, lo habían torturado esos dos días con sus sueños descabellados, los cuales, quizás, ni siquiera eran productos de sus propias mentes sino que se los habían escuchado a otros. Idiotas, asnos, embusteros, los insultaba para sus adentros, mientras escribía la fórmula condenatoria sobre las hojas correspondientes. No obstante, su mano se fue tornando progresivamente más lenta hasta quedar por fin inmóvil sobre el papel. Espera un momento, se dijo ¿es que te has vuelto loco? No precisó más de un minuto para que su excitación volviera a ceder su lugar a las dudas.