—Un liliputiense —dijo—. El pobre diablo parecía un liliputiense. Cuarenta, cuarenta y cinco kilos como mucho, y aquellos ojos hundidos, aquella mirada perdida, los ojos de un loco, estáticos y desesperados al mismo tiempo. Eso fue justo antes de que le encerraran, la última vez que le vi. En New Jersey. Era como ir al fin del mundo. Orange, East Orange, vaya nombrecito. Edison también vivía en uno de esos pueblos. Pero no conocía a Ralph, probablemente nunca oyó hablar de él. Cretino ignorante. Que le den por culo a Edison, a él y a su condenada bombilla. Ralph me dice que se está quedando sin dinero. ¿Qué se puede esperar con ocho críos en casa y teniendo aquella especie de cosa por mujer? Hice lo que pude. Entonces yo era rico, el dinero no era problema. Toma, le digo, echándome mano al bolsillo, a mí no me hace falta. No recuerdo cuánto le di. Cien dólares, doscientos. Ralph estaba tan agradecido que se echó a llorar, así, de pronto, delante de mí, se puso a lloriquear como un bebé. Algo patético. Cuando lo pienso ahora, me dan ganas de vomitar. Uno de los hombres más grandes que ha tenido el país, y allí estaba, destrozado, al borde de perder la cabeza. Solía contarme sus viajes por el Oeste, vagando por las tierras vírgenes durante semanas, sin ver nunca a un alma. Tres años estuvo por allí. Wyoming, Utah, Nevada, California. Eran lugares salvajes en aquellos tiempos. Entonces no había bombillas ni películas, de eso puede estar seguro, ni automóviles de mierda que te atropellaran. Le gustaban los indios, me dijo. Fueron buenos con él y le dejaron quedarse en sus poblados cuando pasaba por allí. Eso fue lo que le ocurrió cuando finalmente enloqueció. Se puso un traje de indio que le había regalado el jefe de una tribu veinte años antes y empezó a pasearse por las calles de la maldita New Jersey así vestido. Plumas en la cabeza, collares de cuentas, fajas, un puñal en la cintura, el pelo largo, el atavío completo. Pobre diablo. Por si eso fuera poco, se le metió en la cabeza fabricar su propio dinero. Billetes de mil dólares pintados a mano con su propia efigie justo en el centro, como si fuera el retrato de algún padre de la patria. Un día entra en el banco, le entrega uno de esos billetes al cajero y le pide que se lo cambie. A nadie le hace gracia el asunto, sobre todo cuando él empieza a armar jaleo. No se pueden gastar bromas con el todopoderoso dólar sin cargar con las consecuencias. Así que lo sacan de allí a rastras, vestido con su grasiento atuendo de indio, pataleando y protestando a voz en grito. No tardaron mucho en decidir que había que encerrarlo para siempre. En algún sitio del estado de Nueva York, creo que fue. Vivió en el manicomio hasta el final, pero siguió pintando, por increíble que parezca, el hijo de puta no paraba. Pintaba en cualquier cosa de la que podía echar mano. Papeles, cartones, cajas de puros, hasta persianas. Y la ironía está en que entonces empezó a venderse su obra anterior. A precios elevados, además, sumas inauditas por cuadros que nadie quería ni mirar unos años antes. Un maldito senador por Montana desembolsó catorce mil dólares por
Luz de luna
, el precio más alto jamás pagado por una obra de un pintor norteamericano vivo. Pero eso no le sirvió de nada ni a Ralph ni a su familia. Su mujer vivía con cincuenta dólares al año en una chabola cerca de Catskill (el mismo territorio que pintaba Thomas Cole) y ni siquiera podía pagarse el billete de autobús para ir a visitar a su marido al manicomio. Era un enano tempestuoso, hay que reconocerlo, siempre poseído por un frenesí, capaz de aporrear el piano mientras pintaba cuadros. Le vi hacer eso una vez, iba y venía del piano al caballete como un loco, nunca lo olvidaré. Dios, cómo me viene todo a la memoria. Pincel, espátula, piedra pómez. Soltaba un pegote de pintura, lo aplastaba, lo frotaba. Una vez y otra. Pegote, aplastar, frotar. Nunca hubo nada igual. Nunca. Nunca, nunca.
Effing hizo una pausa para tomar aliento y luego, como si saliera de un trance, volvió la cabeza hacia mí por primera vez.
—¿Qué opina de eso, muchacho?
—Me ayudaría saber quién era Ralph —dije cortésmente.
—Blakelock —murmuró Effing, como luchando por controlar sus emociones—. Ralph Albert Blakelock.
—Creo que no le conozco.
—¿Es que no sabe nada de pintura? Creía que era usted un hombre culto. ¿Qué diablos le enseñaron en esa maravillosa universidad suya, señor Culo Listo?
—No mucho. Desde luego nada acerca de Blakelock.
—Pues esto no puede ser. No puedo seguir hablando con usted si no entiende de nada.
Me pareció inútil tratar de defenderme, así que me callé y esperé. Pasó mucho tiempo, dos o tres minutos, una eternidad cuando se está esperando que alguien hable. Effing dejó caer la cabeza sobre el pecho, como si no pudiera soportarlo más y hubiese decidido dormir un ratito. Cuando volvió a levantarla yo estaba convencido de que iba a echarme. Si no hubiera estado ya encariñado conmigo, estoy seguro de que eso es precisamente lo que habría hecho.
—Vaya a la cocina —me dijo al fin— y pídale a la señora Hume que le dé dinero para el metro. Luego se pone el abrigo y los guantes y sale por la puerta. Baja en el ascensor, sale a la calle y se va a la estación de metro más próxima. Una vez que llegue allí, entre en la estación y compre dos billetes. Métase uno en el bolsillo, el otro lo mete en el torniquete, baja las escaleras y coge el tren número uno que va hacia el sur. Se apea en la calle Setenta y dos, cruza el andén y espera al que va al centro, el dos o el tres, da igual, Cuando se abran las puertas, entra en el vagón y se busca un asiento. La hora punta ya habrá pasado, así que no tendrá ningún problema. Tome asiento y no le diga una palabra a nadie. Eso es muy importante. Desde el momento en que salga de casa hasta que vuelva, no quiero que emita un solo sonido. Ni mu. Finja que es sordomudo si alguien le habla. Cuando compre los billetes, limítese a levantar dos dedos para indicar cuántos quiere. Una vez sentado en el tren que va al centro, quédese allí hasta llegar a Grand Army Plaza, en Brooklyn. El trayecto dura de treinta a cuarenta minutos. Durante ese tiempo, quiero que tenga los ojos cerrados. Piense lo menos que pueda, nada, si es posible, y si eso es demasiado pedir piense en sus ojos y en la extraordinaria capacidad que posee, la de poder ver el mundo. Imagine lo que le sucedería si no pudiera verlo. Imagínese mirando algo a las diferentes luces que nos hacen visibles las cosas: la luz del sol, la luz de la luna, la luz eléctrica, la luz de las velas, la luz de neón. Que sea algo muy sencillo y vulgar. Una piedra, por ejemplo, o un pequeño bloque de madera. Piense cuidadosamente en cómo cambia la apariencia de ese objeto bajo las diferentes luces. No piense en nada más que en eso, suponiendo que tenga que pensar en algo. Cuando el tren llegue a Grand Army Plaza, abra los ojos. Apéese y suba las escaleras. Desde allí quiero que vaya al Museo de Brooklyn. Está en Eastern Parkway, a no más de cinco minutos a pie desde la boca del metro. No pregunte cómo llegar allí. Aunque se pierda, no quiero que hable con nadie. Ya lo encontrará, no es difícil. El museo es un edificio grande, de piedra, diseñado por McKim, Mead y White, los mismos arquitectos que diseñaron los edificios de la universidad en que usted se graduó. El estilo le resultará familiar. Por cierto, Stanford White fue asesinado a tiros por un hombre llamado Henry Thaw en el tejado del Madison Square Garden. Eso fue a principios de siglo y ocurrió porque White le había hecho a la señora de Thaw cosas que no debería haberle hecho. Fue un notición en aquellos tiempos, pero eso no tiene nada que ver con usted. Concéntrese en encontrar el museo. Cuando lo encuentre, suba la escalinata, entre en el vestíbulo, pague la entrada a la persona de uniforme que está detrás del mostrador. No sé cuánto cuesta pero no será más de un dólar o dos. Pídaselos a la señora Hume cuando le dé el dinero para el metro. Acuérdese de no hablar cuando pague al bedel. Todo esto debe suceder en silencio. Encuentre el camino al piso en el que tienen la colección permanente de pintores norteamericanos y entre en la galería. Haga todo lo posible por no mirar nada con mucha atención. En la segunda o tercera sala encontrará el cuadro de Blakelock
Luz de luna
y entonces se detendrá. Mire el cuadro. Mírelo por lo menos durante una hora, haciendo caso omiso de todo lo demás que haya en la sala. Concéntrese. Mírelo desde diferentes distancias, desde tres metros, desde medio metro, desde tres centímetros. Estudie la composición general, estudie los detalles. No tome notas. Intente memorizar todos los elementos del cuadro, aprender la localización precisa de las figuras humanas, los objetos naturales, los colores de cada punto del lienzo. Cierre los ojos y pruebe a recordarlos. Vuelva a abrirlos. Vea si puede empezar a entrar en el paisaje que tiene ante sí. Vea si puede empezar a entrar en la mente del artista que pintó ese paisaje. Imagine que usted es Blakelock pintando el cuadro. Después de una hora, tómese un pequeño descanso. Dé una vuelta por la galería si le apetece y mire otros cuadros. Luego vuelva al Blakelock. Pase otros quince minutos delante de él, entréguese al cuadro como si no hubiera otra cosa en el mundo entero. Luego, váyase. Vuelva sobre sus pasos, salga a la calle y diríjase al metro. Coja el tren y regrese a Manhattan, haga el trasbordo en la calle Setenta y dos y venga aquí. Durante el trayecto haga lo mismo que a la ida: mantenga los ojos cerrados, no hable con nadie. Piense en el cuadro. Trate de verlo en su cabeza. Trate de recordarlo, trate de retenerlo lo más que pueda. ¿Comprendido?
—Creo que sí —dije—. ¿Algo más?
—Nada más. Pero recuerde: si no hace exactamente lo que le he dicho, no volveré a hablarle nunca.
Mantuve los ojos cerrados en el metro, pero era difícil no pensar en nada. Intenté concentrar mi mente en una piedrecita, pero hasta eso era más difícil de lo que parecía. Había demasiado ruido a mi alrededor, demasiada gente que hablaba y me empujaba. En aquellos tiempos no había altavoces en los vagones para anunciar las paradas y yo tenía que llevar la cuenta en la cabeza, usando los dedos para descontar las paradas que habíamos hecho: una, faltan diecisiete; dos, faltan dieciséis. Inevitablemente, acabé escuchando las conversaciones de los pasajeros sentados cerca de mí. Sus voces se me imponían y no podía hacer nada por evitarlo. Cada vez que oía una voz nueva, deseaba abrir los ojos para ver a la persona a la que pertenecía. Esta tentación era casi irresistible. Tan pronto oyes hablar a alguien, te formas una imagen mental del hablante. En cuestión de segundos has absorbido toda clase de información: sexo, edad aproximada, clase social, lugar de nacimiento, incluso el color de la piel de la persona. Si puedes ver, tu impulso natural es el de mirarla para comprobar hasta qué punto esta imagen mental concuerda con la real. Con frecuencia, las concordancias son muchas, pero también hay veces en que uno comete errores asombrosos: profesores de universidad que hablan como camioneros, niñas que resultan ser ancianas, negros que son blancos. No pude remediar el pensar en todas esas cosas mientras el tren viajaba en la oscuridad. Al obligarme a mantener los ojos cerrados, empecé a sentir el ansia de echar una mirada al mundo, y en esa ansia comprendí que estaba pensando en lo que significaba ser ciego, que era exactamente lo que Effing quería que hiciese. Reflexioné sobre esto varios minutos. Luego, con repentino pánico, me percaté de que había perdido la cuenta de cuántas paradas llevábamos. Si no hubiera oído a una mujer preguntarle a alguien si la próxima era Grand Army Plaza, habría ido hasta el final de Brooklyn.
Era una mañana invernal de día laborable y el museo estaba casi desierto. Después de pagar mi entrada en el mostrador de la puerta, le enseñé cinco dedos al ascensorista y subimos en silencio. La pintura norteamericana estaba en el quinto piso y, exceptuando a un bedel adormilado en la primera sala, yo era la única persona en toda esa ala. Esto me complació, como si de alguna manera realzara la solemnidad de la ocasión. Crucé varias salas vacías antes de encontrar el Blakelock, procurando seguir las instrucciones de Effing y no prestar atención a los demás cuadros. Vi unas cuantas manchas de color, me fijé en algunos nombres —Church, Bierstadt, Ryder—, pero vencí la tentación de mirarlos de verdad. Luego llegué a
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, el objetivo de mi extraño y complicado viaje, y en ese primer momento no pude evitar sentirme decepcionado. No sabia qué era lo que esperaba —algo grandioso, quizá, una chillona exhibición de superficial brillantez— pero ciertamente no el sombrío cuadrito que tenía ante mí. Medía sólo sesenta y siete por ochenta centímetros y a primera vista parecía casi carente de color: marrón oscuro, verde oscuro, un mínimo toque de rojo en una esquina. No había duda de que estaba bien ejecutado, pero no contenía nada de la intensa espectacularidad que yo había supuesto atraería a Effing. Tal vez mi decepción no era tanto debida al cuadro como a mí mismo por haber interpretado mal a Effing. Se trataba de una obra profundamente contemplativa, un paisaje de introspección y calma, y me sentía confuso al pensar que aquel cuadro hubiera podido decirle algo al loco de mi jefe.
Traté de apartar a Effing de mi mente, luego retrocedí como medio metro y empecé a mirar el cuadro con mis propios ojos. Una luna llena perfectamente redonda ocupaba el centro del lienzo —el centro matemático exacto, me pareció— y este pálido disco blanco iluminaba todo lo que había por encima y por debajo de él: el cielo, un lago, un árbol grande con ramas como arañas y las montañas bajas del horizonte. En primer término habla dos pequeñas zonas de tierra, separadas por un riachuelo que corría entre las dos. En la margen izquierda se veía una tienda india y una hoguera; parecía haber varias figuras sentadas alrededor del fuego, pero era difícil distinguirlas, eran sólo mínimas sugerencias de formas humanas, unas cinco o seis, enrojecidas por el reflejo de las ascuas de la hoguera; a la derecha del árbol grande, separada de las otras, se veía una solitaria figura a caballo que miraba por encima de la corriente, completamente inmóvil, como perdida en sus pensamientos. El árbol que tenía detrás era unas quince o veinte veces más alto que él y el contraste le hacia parecer enano, insignificante. Él y su caballo no eran más que siluetas, perfiles negros sin profundidad ni individualidad. En la otra margen las cosas eran aún más tenebrosas, casi totalmente sumidas en las sombras. Había unos cuantos árboles pequeños con las mismas ramas como arañas del árbol grande y luego, en la parte inferior, una diminuta mancha de claridad que me pareció podría ser otra figura (tumbada de espaldas, tal vez dormida, tal vez muerta, tal vez contemplando la noche) o tal vez los restos de otra hoguera, no pude llegar a una conclusión. Me entregué de tal modo al estudio de estos oscuros detalles de la parte inferior del cuadro que cuando finalmente levanté la vista para examinar otra vez el cielo, me sorprendió ver lo luminoso que era todo en la mitad superior. Incluso teniendo en cuenta la luna llena, el cielo parecía demasiado visible. La pintura brillaba a través de las agrietadas capas de barniz que cubrían la superficie con una intensidad antinatural, y cuanto más me adentraba hacia el horizonte, más luminoso se volvía ese resplandor, como si allí fuera de día y las montañas estuvieran iluminadas por el sol. Una vez que noté esto, empecé a ver otras cosas raras en el cuadro. El cielo, por ejemplo, tenía una tonalidad fundamentalmente verdosa. Salpicado por los bordes amarillos de las nubes, se arremolinaba en torno al árbol grande en un denso torbellino de pinceladas, adquiriendo forma de espiral, un vórtice de materia celestial, en el espacio profundo. ¿Cómo podía ser verde el cielo?, me pregunté. Era del mismo color del lago, y eso no era posible. Excepto en la negrura de la más negra de las noches, el cielo y la tierra son siempre diferentes. Blakelock era claramente un pintor demasiado diestro para no saber eso. Pero si no había intentado representar un paisaje real, ¿qué era lo que se había propuesto? Hice todo lo que pude por imaginármelo, pero el verde del cielo me lo impedía. Un cielo del mismo color que la tierra, una noche que parecía el día y todas las formas humanas empequeñecidas por la grandeza del paisaje, sombras ilegibles, simples ideogramas de vida. No quería hacer juicios simbólicos atrevidos, pero, basándome en la evidencia del cuadro, no parecía tener alternativa. A pesar de su pequeñez en relación con el entorno, los indios no revelaban ningún temor ni ansiedad. Estaban cómodamente sentados, en paz consigo mismos y con el mundo, y cuanto más pensaba en ello, más me parecía que esa serenidad dominaba el cuadro. Me pregunté si Blakelock no habría pintado el cielo verde para poner de relieve esa armonía, para mostrar la conexión entre el cielo y la tierra. Si los hombres pueden vivir cómodamente en su entorno, parecía decir, si pueden aprender a sentirse parte de las cosas que les rodean, entonces quizá la vida en la tierra estará imbuida de un sentimiento de santidad. Naturalmente, era sólo una suposición, pero se me ocurrió que Blakelock habla pintado un idilio norteamericano, el mundo que los indios habían habitado hasta que apareció el hombre blanco para destruirlo. La placa que había en la pared decía que el cuadro había sido pintado en 1885. Si la memoria no me fallaba, eso era justo a la mitad del periodo entre el Último Baluarte de Custer y la masacre de Wounded Knee; en otras palabras, al final, cuando ya era demasiado tarde para conservar la esperanza de que ninguna de estas cosas sobrevivieran. Tal vez, pensé, este cuadro quería representar todo lo que habíamos perdido. No era un paisaje, era un monumento, una canción fúnebre para un mundo desaparecido.