Read El otoño del patriarca Online
Authors: Gabriel García Márquez
muertos de la patria se incorporaban en sus tumbas para pedirle cuentas del mar, sentía los arañazos en los muros, sentía las voces insepultas, el horror de las miradas póstumas que acechaban por las cerraduras el rastro de sus grandes patas de saurio moribundo en el pantano humeante de las últimas ciénagas de salvación de la casa en tinieblas, caminaba sin tregua en el crucero de los alisios tardíos y los mistrales falsos de la máquina de vientos que le había regalado el embajador Eberhart para que se notara menos el mal negocio del mar, veía en la cúspide de los arrecifes la lumbre solitaria de la casa de reposo de los dictadores asilados que duermen como bueyes sentados mientras yo padezco, malparidos, se acordaba de los ronquidos de adiós de su madre Bendición Alvarado en la mansión de los suburbios, su buen dormir de pajarera en el cuarto alumbrado por la vigilia del orégano, quién fuera ella, suspiraba, madre feliz dormida que nunca se dejó asustar por la peste, ni se dejó intimidar por el amor ni se dejó acoquinar por la muerte, y en cambio él estaba tan aturdido que hasta las ráfagas del faro sin mar que intermitían en las ventanas le parecieron sucias de los muertos, huyó despavorido de la fantástica luciérnaga sideral que fumigaba en su órbita de pesadilla giratoria los efluvios temibles del polvo luminoso del tuétano de los muertos, que lo apaguen, gritó, lo apagaron, mandó a calafatear la casa por dentro y por fuera para que no pasaran por los resquicios de puertas y ventanas ni escondidos en otras fragancias los hálitos más tenues de la sarna de los aires nocturnos de la muerte, se quedó en las tinieblas, tamaleando, respirando a duras penas en el calor sin aire, sintiéndose pasar por espejos oscuros, caminando de miedo, hasta que oyó un tropel de pezuñas en el cráter del mar y era la luna que se alzaba con sus nieves decrépitas, pavorosa, que la quiten, gritó, que apaguen las estrellas, carajo, orden de Dios, pero nadie acudió a sus gritos, nadie lo oyó, salvo los paralíticos que despertaron asustados en las antiguas oficinas, los ciegos en las escaleras, los leprosos perlados del sereno que se alzaron a su paso en los rastrojos de las primeras rosas para implorar de sus manos la sal de la salud, y entonces fue cuando sucedió, incrédulos del mundo entero, idólatras de mierda, sucedió que él nos tocó la cabeza al pasar, uno por uno, nos tocó a cada uno en el sitio de nuestros defectos con una mano lisa y sabia que era la mano de la verdad, y en el instante en que nos tocaba recuperábamos la salud del cuerpo y el sosiego del alma y recobrábamos la fuerza y la conformidad de vivir, y vimos a los ciegos encandilados por el fulgor de las rosas, vimos a los tullidos dando traspiés en las escaleras y vimos esta mi propia piel de recién nacido que voy mostrando por las ferias del mundo entero para que nadie se quede sin conocer la noticia del prodigio y esta fragancia de lirios prematuros de las cicatrices de mis llagas que voy regando por la faz de la tierra para escarnio de infieles y escarmiento de libertinos, lo gritaban por ciudades y veredas, en fandangos y procesiones, tratando de infundir en las muchedumbres el pavor del milagro, pero nadie pensaba que fuera cierto, pensábamos que era uno más de los tantos áulicos que mandaban a los pueblos con un viejo bando de merolicos para tratar de convencernos de lo último que nos faltaba creer que él había devuelto el cutis a los leprosos, la luz a los ciegos, la habilidad a los paralíticos, pensábamos que era el último recurso del régimen para llamar la atención sobre un presidente improbable cuya guardia personal estaba reducida a una patrulla de reclutas en contra del criterio unánime del consejo de gobierno que había insistido que no mi general, que era indispensable una protección más rígida, por lo menos una unidad de rifleros mi general, pero él se había empecinado en que nadie tiene necesidad ni ganas de matarme, ustedes son los únicos, mis ministros inútiles, mis comandantes ociosos, sólo que no se atreven ni se atreverán a matarme nunca porque saben que después tendrán que matarse los unos a los otros, de modo que sólo quedó la guardia de reclutas para una casa extinguida donde las vacas andaban sin ley desde el primer vestíbulo hasta la sala de audiencias, se habían comido las praderas de flores de los gobelinos mi general, se habían comido los archivos, pero él no oía, había visto subir la primera vaca una tarde de octubre en que era imposible permanecer a la intemperie por las furias del aguacero, había tratado de espantarla con las manos, vaca, vaca, recordando de pronto que vaca se escribe con ve de vaca, la había visto otra vez comiéndose las pantallas de las lámparas en un época de la vida en que empezaba a comprender que no valía la pena moverse hasta las escaleras para espantar una vaca, había encontrado dos en la sala de fiestas exasperadas por las gallinas que se subían a picotearles las garrapatas del lomo, así que en las noches recientes en que veíamos luces que parecían de navegación y oíamos desastres de pezuñas de animal grande detrás de las paredes fortificadas era porque él andaba con el candil de mar disputándose con las vacas un sitio donde dormir mientras afuera continuaba su vida pública sin él, veíamos a diario en los periódicos del régimen las fotografías de ficción de las audiencias civiles y militares en que nos lo mostraban con un uniforme distinto según el carácter de cada ocasión, oíamos por la radio las arengas repetidas todos los años desde hacía tantos años en las fechas mayores de las efemérides de la patria, estaba presente en nuestras vidas al salir de la casa, al entrar en la iglesia, al comer y al dormir, cuando era de dominio público que apenas si podía con sus rústicas botas de caminante irredento en la casa decrépita cuyo servicio se había reducido entonces a tres o cuatro ordenanzas que le daban de comer y mantenían bien provistos los escondites de la miel de abejas y espantaron las vacas que habían hecho estragos en el estado mayor de mariscales de porcelana de la oficina prohibida donde él había de morir según algún pronóstico de pitonisas que él mismo había olvidado, permanecían pendientes de sus órdenes casuales hasta que colgaba la lámpara en el dintel y oían el estrépito de los tres cerrojos, los tres pestillos, las tres aldabas del dormitorio enrarecido por la falta del mar, y entonces se retiraban a sus cuartos de la planta baja convencidos de que él estaba a merced de sus sueños de ahogado solitario hasta el amanecer, pero se despertaba a saltos imprevistos, pastoreaba el insomnio, arrastraba sus grandes patas de aparecido por la inmensa casa en tinieblas apenas perturbada por la parsimoniosa digestión de las vacas y la respiración obtusa de las gallinas dormidas en las perchas de los virreyes, oía vientos de lunas en la oscuridad, sentía los pasos del tiempo en la oscuridad, veía a su madre Bendición Alvarado barriendo en la oscuridad con la escoba de ramas verdes con que había barrido la hojarasca de ilustres varones chamuscados de Cornelio Nepote en el texto original, la retórica inmemorial de Livio Andrónico y Cecilio Estato que estaban reducidos a basura de oficinas la noche de sangre en que él entró por primera vez en la casa mostrenca del poder mientras afuera resistían las últimas barricadas suicidas del insigne latinista el general Lautaro Muñoz a quien Dios tenga en su santo reino, habían atravesado el patio bajo el resplandor de la ciudad en llamas saltando por encima de los bultos muertos de la guardia personal del presidente ilustrado, él tiritando por la calentura de las tercianas y su madre Bendición Alvarado sin más armas que la escoba de ramas verdes, subieron las escaleras tropezando en la oscuridad con los cadáveres de los caballos de la espléndida escudería presidencial que todavía se desangraban desde el primer vestíbulo hasta la sala de audiencias, era difícil respirar dentro de la casa cerrada por el olor de pólvora agria de la sangre de los caballos, vimos huellas descalzas de pies ensangrentados con sangre de caballos en los corredores, vimos palmas de manos estampadas con sangre de caballos en las paredes, y vimos en el lago de sangre de la sala de audiencias el cuerpo desangrado de una hermosa florentina en traje de noche con un sable de guerra clavado en el corazón, y era la esposa del presidente, y vimos a su lado el cadáver de una niña que parecía una bailarina de juguete de cuerda con un tiro de pistola en la frente, y era su hija de nueve años, y vieron el cadáver de cesar garibaldino del presidente Lautaro Muñoz, el más diestro y capaz de los catorce generales federalistas que se habían sucedido en el poder por atentados sucesivos durante once años de rivalidades sangrientas pero también el único que se atrevió a decirle que no en su propia lengua al cónsul de los ingleses, y ahí estaba tirado como un lebranche, descalzo, padeciendo el castigo de su temeridad con el cráneo astillado por un tiro de pistola que se disparó en el paladar después de matar a su mujer y a su hija y a sus cuarenta y dos caballos andaluces para que no cayeran en poder de la expedición punitiva de la escuadra británica, y entonces fue cuando el comandante Kitchener me dijo señalando el cadáver que ya lo ves, general, así es cómo terminan los que levantan la mano contra su padre, no se te olvide cuando estés en tu reino, le dijo, aunque ya estaba, al cabo de tantas noches de insomnios de espera, tantas rabias aplazadas, tantas humillaciones digeridas, ahí estaba, madre, proclamado comandante supremo de las tres armas y presidente de la república por tanto tiempo cuanto fuera necesario para el restablecimiento del orden y el equilibrio económico de la nación, lo habían resuelto por unanimidad los últimos caudillos de la federación con el acuerdo del senado y la cámara de diputados en pleno y el respaldo de la escuadra británica por mis tantas y tan difíciles noches de dominó con el cónsul Macdonall, sólo que ni yo ni nadie lo creyó al principio, por supuesto, quién lo iba a creer en el tumulto de aquella noche de espanto si la propia Bendición Alvarado no acababa todavía de creerlo en su lecho de podredumbre cuando evocaba el recuerdo del hijo que no encontraba por dónde empezar a gobernar en aquel desorden, no hallaban ni una hierba de cocimiento para la calentura en aquella casa inmensa y sin muebles en la cual no quedaba nada de valor sino los óleos apolillados de los virreyes y los arzobispos de la grandeza muerta de España, todo lo demás se lo habían ido llevando poco a poco los presidentes anteriores para sus dominios privados, no dejaron ni rastro del papel de colgaduras de episodios heroicos en las paredes, los dormitorios estaban llenos de desperdicios de cuartel, había por todas partes vestigios olvidados de masacres históricas y consignas escritas con un dedo de sangre por presidentes ilusorios de una sola noche, pero no había siquiera un petate donde acostarse a sudar una calentura, de modo que su madre Bendición Alvarado arrancó una cortina para envolverme y lo dejó acostado en un rincón de la escalera principal mientras ella barrió con la escoba de ramas verdes los aposentos presidenciales que estaban acabando de saquear los ingleses, barrió el piso completo defendiéndose a escobazos de esta pandilla de filibusteros que trataban de violarla detrás de las puertas, y un poco antes del alba se sentó a descansar junto al hijo aniquilado por los escalofríos, envuelto en la cortina de peluche, sudando a chorros en el último peldaño de la escalera principal de la casa devastada mientas ella trataba de bajarle la calentura con sus cálculos fáciles de que no te dejes acoquinar por este desorden, hijo, es cuestión de comprar unos taburetes de cuero de los más baratos y se les pintan flores y animales de colores, yo misma los pinto, decía, es cuestión de comprar unas hamacas para cuando haya visitas, sobre todo eso, hamacas, porque en una casa como ésta deben llegar muchas visitas a cualquier hora sin avisar, decía, se compra una mesa de iglesia para comer, se compran cubiertos de hierro y platos de peltre para que aguanten la mala vida de la tropa, se compra un tinajero decente para el agua de beber y un anafe de carbón y ya está, al fin y al cabo es plata del gobierno, decía para consolarlo, pero él no la escuchaba, abatido por las primeras malvas del amanecer que iluminaban en carne viva el lado oculto de la verdad, consciente de no ser nada más que un anciano de lástima que temblaba de fiebre sentado en las escaleras pensando sin amor madre mía Bendición Alvarado de modo que ésta era toda la vaina, carajo, de modo que el poder era aquella casa de náufragos, aquel olor humano de caballo quemado, aquella aurora desolada de otro doce de agosto igual a todos era la fecha del poder, madre, en qué vaina nos hemos metido, padeciendo la desazón original, el miedo atávico del nuevo siglo de tinieblas que se alzaba en el mundo sin su permiso, cantaban los gallos en el mar, cantaban los ingleses en inglés recogiendo los muertos del patio cuando su madre Bendición Alvarado terminó las cuentas alegres con el saldo de alivio de que no me asustan las cosas de comprar y los oficios por hacer, nada de eso, hijo, lo que me asusta es la cantidad de sábanas que habrá que lavar en esta casa, y entonces fue él quien se apoyó en la fuerza de su desilusión para tratar de consolarla con que duerma tranquila, madre, en este país no hay presidente que dure, le dijo, ya verá como me tumban antes de quince días, le dijo, y no sólo lo creyó entonces sino que lo siguió creyendo en cada instante de todas las horas de su larguísima vida de déspota sedentario, tanto más cuanto más lo convencía la vida de que los largos años del poder no traen dos días iguales, que habría siempre una intención oculta en los propósitos de un primer ministro cuando éste soltaba la deflagración deslumbrante de la verdad en el informe de rutina del miércoles, y él apenas sonreía, no me diga la verdad, licenciado, que corre el riesgo de que se la crea, desbaratando con aquella sola frase toda una laboriosa estrategia del consejo de gobierno para tratar de que firmara sin preguntar, pues nunca me pareció más lúcido que cuando más convincentes se hacían los rumores de que él se orinaba en los pantalones sin darse cuenta durante las visitas oficiales, me parecía más severo a medida que se hundía en el remanso de la decrepitud con unas pantuflas de desahuciado y los espejuelos de una sola pata amarrada con hilo de coser y su índole se había vuelto más intensa y su instinto más certero para apartar lo que era inoportuno y firmar lo que convenía sin leerlo, qué
carajo, si al fin y al cabo nadie me hace caso, sonreía, fíjese que había ordenado que pusieran una tranca en el vestíbulo para que las vacas no se treparan por las escaleras, y ahí estaba otra vez, vaca, vaca, había metido la cabeza por la ventana de la oficina y se estaba comiendo las flores de papel del altar de la patria, pero él se limitaba a sonreír que ya ve lo que le digo, licenciado, lo que tiene jodido a este país es que nadie me ha hecho caso nunca, decía, y lo decía con una claridad de juicio que no parecía posible a su edad, aunque el embajador Kippling contaba en sus memorias prohibidas que por esa época lo había encontrado en un penoso estado de inconsciencia senil que ni siquiera le permitía valerse de sí mismo para los actos más pueriles, contaba que lo encontró ensopado de una materia incesante y salobre que le manaba de la piel, que había adquirido un tamaño descomunal de ahogado y una placidez lenta de ahogado a la deriva y se había abierto la camisa para mostrarme el cuerpo tenso y lúcido de ahogado de tierra firme en cuyos resquicios estaban proliferando parásitos de escollos de fondo de mar, tenia rémora de barco en la espalda, tenía pólipos y crustáceos microscópicos en las axilas, pero estaba convencido de que aquellos retoños de acantilados eran apenas los primeros síntomas del regreso espontáneo del mar que ustedes se llevaron, mi querido Johnson, porque los mares son como los gatos, dijo, vuelven siempre, convencido de que los bancos de percebes de sus ingles eran el anuncio secreto de un amanecer feliz en que iba a abrir la ventana de su dormitorio y había de ver de nuevo las tres carabelas del almirante de la mar océana que se había cansado de buscar por el mundo entero para ver si era cierto lo que le habían dicho que tenía las manos lisas como él y como tantos otros grandes de la historia, había ordenado traerlo, incluso por la fuerza, cuando otros navegantes le contaron que lo habían visto cartografiando las ínsulas innumerables de los mares vecinos, cambiando por nombres de reyes y de santos sus viejos nombres de militares mientras buscaba en la ciencia nativa lo único que le interesaba de veras que era descubrir algún tricófero magistral para su calvicie incipiente, habíamos perdido la esperanza de encontrarlo de nuevo cuando él lo reconoció desde la limusina presidencial disimulado dentro de un hábito pardo con el cordón de San Francisco en la cintura haciendo sonar una matraca de penitente entre las muchedumbres dominicales del mercado público y sumido en tal estado de penuria moral que no podía creerse que fuera el mismo que habíamos visto entrar en la sala de audiencias con el uniforme carmesí y las espuelas de oro y la andadura solemne de bogavante en tierra firme, pero cuando trataron de subirlo en la limusina por orden suya no encontramos ni rastros mi general, se lo tragó la tierra, decían que se había vuelto musulmán, que había muerto de pelagra en el Senegal y había sido enterrado en tres tumbas distintas de tres ciudades diferentes del mundo aunque en realidad no estaba en ninguna, condenado a vagar de sepulcro en sepulcro hasta la consumación de los siglos por la suerte torcida de sus empresas, porque ese hombre tenía la pava, mi general, era más cenizo que el oro, pero él no lo creyó nunca, seguía esperando que volviera en los extremos últimos de su vejez cuando el ministro de la salud le arrancaba con unas pinzas las garrapatas de buey que le encontraba en el cuerpo y él insistía en que no eran garrapatas, doctor, es el mar que vuelve, decía, tan seguro de su criterio que el ministro de la salud había pensado muchas veces que él no era tan sordo como hacía creer en público ni tan despalomado como aparentaba en las audiencias incómodas, aunque un examen de fondo había revelado que tenía las arterias de vidrio, tenía sedimentos de arena de playa en los riñones y el corazón agrietado por falta de amor, así que el viejo médico se escudó en una antigua confianza de compadre para decirle que ya es hora de que entregue los trastos mi general, resuelva por lo menos en qué manos nos va a dejar, le dijo, sálvenos del desmadre, pero él le preguntó asombrado que quién le ha dicho que yo me pienso morir, mi querido doctor, que se mueran otros, qué carajo, y terminó con ánimo de burla que hace dos noches me vi yo mismo en la televisión y me encontré mejor que nunca, como un toro de lidia, dijo, muerto de risa, pues se había visto entre brumas, cabeceando de sueño y con la cabeza envuelta en una toalla mojada frente a la pantalla sin sonido de acuerdo con los hábitos de sus últimas veladas de soledad, estaba de veras más resuelto que un toro de lidia ante el hechizo de la embajadora de Francia, o tal vez era de Turquía, o de Suecia, qué carajo, eran tantas iguales que no las distinguía y había pasado tanto tiempo que no se recordaba a sí mismo entre ellas con el uniforme de noche y una copa de champaña intacta en la mano durante la fiesta de aniversario del 12 de agosto, o en la conmemoración de la victoria del 14 de enero, o del renacimiento del 13 de marzo, qué sé yo, si en el galimatías de fechas históricas del régimen había terminado por no saber cuándo era cuál ni cuál correspondía a qué ni le servían de nada los papelitos enrollados que con tan buen espíritu y tanto esmero había escondido en los resquicios de las paredes porque había terminado por olvidar qué era lo que debía recordar, los encontraba por casualidad en los escondites de la miel de abeja y había leído alguna vez que el 7 de abril cumple años el doctor Marcos de León, hay que mandarle un tigre de regalo, había leído, escrito de su puño y letra, sin la menor idea de quién era, sintiendo que no había un castigo más humillante ni menos merecido para un hombre que la traición de su propio cuerpo, había empezado a vislumbrarlo desde mucho antes de los tiempos inmemoriales de José Ignacio Sáenz de la Barra cuando tuvo conciencia de que apenas sabía quién era quién en las audiencias de grupo, un hombre como yo que era capaz de llamar por su nombre y su apellido a toda una población de las más remotas de su desmesurado reino de pesadumbre, y sin embargo había llegado al extremo contrario, había visto desde la carroza a un muchacho conocido entre la muchedumbre y se había asustado tanto de no recordar dónde lo había visto antes que lo hice arrestar por la escolta mientras me acordaba, un pobre hombre de monte que estuvo 22 años en un calabozo repitiendo la verdad establecida desde el primer día en el expediente judicial, que se llamaba Braulio Linares Moscote, que era hijo natural pero reconocido de Marcos Linares, marinero de agua dulce, y de Delfina Moscote, criadora de perros tigreros, ambos con domicilio conocido en el Rosal del Virrey, que estaba por primera vez en la ciudad capital de este reino porque su madre lo había mandado a vender dos cachorros en los juegos florales de marzo, que había llegado en un burro de alquiler sin más ropas que las que llevaba puestas al amanecer del mismo jueves en que lo arrestaron, que estaba en un tenderete del mercado público tomándose un pocillo de café cerrero mientras les preguntaba a las fritangueras si no sabían de alguien que quisiera comprar dos cachorros cruzados para cazar tigres, que ellas le habían contestado que no cuando empezó el tropel de los redoblantes, las cornetas, los cohetes, la gente que gritaba que ya viene el hombre, ahí viene, que preguntó quién era el hombre y le habían contestado que quién iba a ser, el que manda, que metió los cachorros en un cajón para que las fritangueras le hicieran el favor de cuidármelos mientras vuelvo, que se trepó en el travesaño de una ventana para mirar por encima del gentío y vio la escolta de caballos con gualdrapas de oro y morriones de plumas, vio la carroza con el dragón de la patria, el saludo de una mano con un guante de trapo, el semblante lívido, los labios taciturnos sin sonrisa del hombre que mandaba, los ojos tristes que lo encontraron de pronto como a una aguja en un monte de agujas, el dedo que lo señaló, ése, el que está trepado en la ventana, que lo arresten mientras me acuerdo dónde lo he visto, ordenó, así que me agarraron a golpes, me desollaron a planazos de sable, me asaron en una parrilla para que confesara dónde me había visto antes el hombre que mandaba, pero no habían conseguido arrancarle otra verdad que la única en el calabozo de horror de la fortaleza del puerto y la repitió con tanta convicción y tanto valor personal que él terminó por admitir que se había equivocado, pero ahora no hay remedio, dijo, porque lo habían tratado tan mal que si no era un enemigo ya lo es, pobre hombre, de modo que se pudrió vivo en el calabozo mientras yo deambulaba por esta casa de sombras pensando madre mía Bendición Alvarado de mis buenos tiempos, asísteme, mírame cómo estoy sin el amparo de tu manto, clamando a solas que no valía la pena haber vivido tantos fastos de gloria si no podía evocarlos para solazarse con ellos y alimentarse de ellos y seguir sobreviviendo por ellos en los pantanos de la vejez porque hasta los dolores más intensos y los instantes más felices de sus tiempos grandes se le habían escurrido sin remedio por las troneras de la memoria a pesar de sus tentativas cándidas de impedirlo con tapones de papelitos enrollados, estaba castigado a no saber jamás quién era esta Francisca Linero de 96 años que había ordenado enterrar con honores de reina de acuerdo con otra nota escrita de su propia mano, condenado a gobernar a ciegas con once pares de gafas inútiles escondidos en la gaveta del escritorio para disimular que en realidad conversaba con espectros cuyas voces no alcanzaba apenas a descifrar, cuya identidad adivinaba por señales de instinto, sumergido en un estado de desamparo cuyo riesgo mayor se le había hecho evidente en una audiencia con su ministro de guerra en que tuvo la mala suerte de estornudar una vez y el ministro de guerra le dijo salud mi general, y había estornudado otra vez y el ministro de guerra volvió a decir salud mi general, y otra vez, salud mi general, pero después de nueve estornudos consecutivos no le volví a decir salud mi general sino que me sentí aterrado por la amenaza de aquella cara descompuesta de estupor, vi los ojos ahogados de lágrimas que me escupieron sin piedad desde el tremedal de la agonía, vi la lengua de ahorcado de la bestia decrépita que se me estaba muriendo en los brazos sin un testigo de mi inocencia, sin nadie, y entonces no se me ocurrió nada más que escapar de la oficina antes de que fuera demasiado tarde, pero él me lo impidió con una ráfaga de autoridad gritándome entre dos estornudos que no fuera cobarde brigadier Rosendo Sacristán, quédese quieto, carajo, que no soy tan pendejo para morirme delante de usted, gritó, y así fue, porque siguió estornudando hasta el borde de la muerte, flotando en un espacio de inconsciencia poblado de luciérnagas de mediodía pero aferrado a la certeza de que su madre Bendición Alvarado no había de depararle la vergüenza de morir de un acceso de estornudos en presencia de un inferior, ni de vainas, primero muerto que humillado, mejor vivir con vacas que con hombres capaces de dejarlo morir a uno sin honor, qué carajo, si no había vuelto a discutir sobre Dios con el nuncio apostólico para que no se diera cuenta de que él tomaba el chocolate con cuchara, ni había vuelto a jugar dominó por temor de que alguien se atreviera a perder por lástima, no quería ver a nadie, madre, para que nadie descubriera que a pesar de la vigilancia minuciosa de su propia conducta, a pesar de sus ínfulas de no arrastrar los pies planos que al fin y al cabo había arrastrado desde siempre, a pesar del pudor de sus años se sentía al borde del abismo de pena de los últimos dictadores en desgracia que él mantenía más presos que protegidos en la casa de los acantilados para que no contaminaran al mundo con la peste de su indignidad, lo había padecido a solas la mala mañana en que se quedó dormido dentro del estanque del patio privado cuando tomaba el baño de aguas medicinales, soñaba contigo, madre, soñaba que eras tú quien hacía las chicharras que se reventaban de tanto pitar sobre mi cabeza entre las ramas florecidas del almendro de la vida real, soñaba que eras tú quien pintaba con tus pinceles las voces de colores de las oropéndolas cuando se despertó sobresaltado por el eructo imprevisto de sus tripas en el fondo del agua, madre, despertó congestionado de rabia en el estanque pervertido de mi vergüenza donde flotaban los lotos aromáticos del orégano y la malva, flotaban los azahares nuevos desprendidos del naranjo, flotaban las hicoteas alborozadas con la novedad del reguero de cagarrutas doradas y tiernas de mi general en las aguas fragantes, qué vaina, pero él había sobrevivido a esa y a tantas otras infamias de la edad y había reducido al mínimo el personal de servicio para afrontarlas sin testigos, nadie lo había de ver vagando sin rumbo por la casa de nadie durante días enteros y noches completas con la cabeza envuelta en trapos ensopados de bairún, gimiendo de desesperación contra las paredes, empalagado de tabonucos, enloquecido por el dolor de cabeza insoportable del que nunca le habló ni a su médico personal porque sabía que no era más que uno más de los tantos dolores inútiles de la decrepitud, lo sentía llegar como un trueno de piedras desde mucho antes de que aparecieron en el cielo los nubarrones de la borrasca y ordenaba que nadie me moleste cuando apenas había empezado a girar el torniquete en las sienes, que nadie entre en esta casa pase lo que pase, ordenaba, cuando sentía crujir los huesos del cráneo con la segunda vuelta del torniquete, ni Dios si viene, ordenaba, ni si me muero yo, carajo, ciego de aquel dolor desalmado que no le concedía ni un instante de tregua para pensar hasta el fin de los siglos de desesperación en que se desplomaba la bendición de la lluvia, y entonces nos llamaba, lo encontrábamos recién nacido con la mesita lista para la cena frente a la pantalla muda de la televisión, le servíamos carne guisada, frijoles con tocino, arroz de coco, tajadas de plátano frito, una cena inconcebible a su edad que él dejaba enfriar sin probarla siquiera mientras veía la misma película de emergencia en la televisión, consciente de que algo quería ocultarle el gobierno si habían vuelto a pasar el mismo programa de circuito cerrado sin advertir siquiera que los rollos de la película estaban invertidos, qué carajo, decía, tratando de olvidar lo que quisieron ocultarle, si fuera algo peor ya se supiera, decía, roncando frente a la cena servida, hasta que daban las ocho en la catedral y se levantaba con el plato intacto y