El oro de Esparta (31 page)

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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

BOOK: El oro de Esparta
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La sala de control era el doble de grande que el anterior espacio. Detrás de la pared con la mitad de vidrio había una mesa larga con dos torres de ordenador y pantallas de veinticuatro pulgadas.

A una distancia de cinco metros, en la pared opuesta, había otra puerta.

Sam se tocó la oreja, señaló la cámara y luego a sí mismo: «Puede haber micrófonos, lo comprobaré». Remi asintió con la cabeza.

Sam sincronizó sus movimientos con el recorrido de la cámara. Primero se fue agachado hacia la izquierda, luego hacia la derecha, y se puso de puntillas para poder ver bien la cámara.

—No se oye nada —le dijo a Remi—. Comprobaré la puerta. Tú dices cuándo.

Esperaron, mirando la cámara por encima de la cabeza. —Ahora.

Sam se deslizó a la izquierda por la pared, comprobó el pomo, vio que estaba abierto y volvió.

—De momento, la suerte nos acompaña —dijo. —Me pone nerviosa.

La velocidad de la cámara no les daba mucho tiempo para abrir la otra puerta, echar un vistazo y regresar o seguir adelante.

—Tendremos que arriesgarnos —opinó Sam.

—Lo sé.

—¿Preparada?

Remi respiró hondo, soltó el aire y asintió. Vigilaron la cámara, esperaron a que se desviase del todo, luego corrieron, abrieron la puerta y pasaron.

40

Se encontraron con una luz cegadora. Antes de que sus ojos pudiesen adaptarse, una voz con acento escocés preguntó:

—¿Eh, quiénes son ustedes? ¿Qué están...?

Con una mano delante de los ojos, Sam levantó la Glock y apuntó hacia la voz.

—¡Arriba las manos!

—Vale, vale, por amor de Dios, no me dispare.

Cuando ya veían bien, descubrieron que estaban en una sala de laboratorio de paredes blancas con el suelo cubierto con baldosas de goma blanca antimicrobianas y antiestáticas. En el centro había una mesa de trabajo de cuatro metros por dos, rodeada por taburetes con ruedas. En los estantes y las mesas había, calculó Sam, un cuarto de millón de dólares en equipos de restauración, autoclaves, neveras con puertas de cristal, dos microscopios estéreos Zeiss, un microscopio de fluorescencia polarizada y un aparato de rayos X manual. Sobre la mesa había lo que parecían ser piezas de la colección de armas de Bondaruk: un mango de lanza partido, una cabeza de hacha de doble filo, un sable de caballería torcido y oxidado de la guerra de Secesión... Un triángulo de lámparas halógenas alumbraba desde el techo.

El hombre que tenían delante era bajo y calvo, excepto por dos mechones de pelo color naranja sobre las orejas. Vestía una bata de laboratorio blanca. Detrás de los gruesos cristales de las gafas de montura negra, sus ojos se veían muy grandes.

—Vaya, aquello me suena —dijo Remi, y señaló.

En uno de los monitores aparecía la imagen de un trozo de cuero agrietado con un grupo de símbolos.

—Eureka —murmuró Sam. Luego le preguntó al hombre—: ¿Quién es...?

No había acabado la pregunta cuando el otro dio media vuelta y echó a correr hacia la pared más apartada, con la intención, se dio cuenta Sam, de llegar a un botón rojo en forma de seta que ponía en marcha la alarma.

—¡Alto! —gritó Sam, sin ningún efecto—. ¡Maldita sea!

Detrás de él, Remi ya se movía. Dio un salto, recogió el trozo del mango de lanza de la mesa y lo arrojó horizontalmente. El mango voló a través del aire en una trayectoria lineal y golpeó al hombre detrás de las rodillas. Con el brazo ya extendido hacia el botón, soltó un gruñido y cayó hacia delante. Su cabeza golpeó contra la pared con un ruido sordo por debajo del botón. Se deslizó sobre el rostro, inconsciente.

Sam la miró con los ojos muy abiertos, aún sosteniendo la pistola en alto. Ella le devolvió la mirada y se encogió de hombros con una sonrisa.

—Era majorette de pequeña.

—Ya se ve. Estoy seguro de que también eras buenísima lanzando herraduras.

—Espero no haberlo matado. Oh, Dios, no lo he matado, ¿verdad?

Sam se acercó, se puso de rodillas y giró al hombre para ponerlo boca arriba. En la frente tenía un chichón del tamaño de un huevo. Le buscó el pulso.

—Solo dormirá una larga siesta y le dolerá la cabeza unos cuantos días, pero nada más.

Remi estaba delante de la pantalla que mostraba el grupo de símbolos.

—¿Crees que es de la botella de Rum Cay? —preguntó.

—Eso espero. Si no es así, significa que Bondaruk tiene más de una botella. Echa una ojeada a ver si está aquí.

Buscaron en los armarios, las neveras y los cajones de la mesa, pero no encontraron ningún rastro de la botella o de la etiqueta.

Lo más probable es que sea una imagen digital —opinó Remi, con la mirada puesta en la pantalla—. ¿Ves el borde, a la izquierda? Parece como si hubiesen realzado el color.

—Aunque me gustaría robarle la botella a Bondaruk, esto podría ser todo lo que necesitamos. A ver si consigues imprimirla... —Sam se interrumpió y ladeó la cabeza—. ¿Lo has oído? Oh, maldita sea. —Señaló.

En una esquina, oculta en parte de la vista por un armario, había una cámara de vídeo. Dejó de moverse, el objetivo los apuntaba.

—Tendremos compañía —avisó Remi.

—Rápido, a ver si puedes imprimir lo que hay en pantalla.

Mientras Remi comenzaba a escribir en el teclado, Sam corrió al rincón, cogió el cable de alimentación de la parte posterior de la cámara y lo arrancó. Luego corrió hacia la puerta, apagó todas las luces y volvió junto a Remi, quien exclamó: «¡Lo tengo!», y apretó una tecla. Se encendieron los pilotos verdes de la impresora láser y se puso en marcha.

Desde la sala de control les llegó el ruido de una puerta, después un portazo y luego un chirrido que indicaba que se abría otra. Las pisadas sonaron en el linóleo, y después se apagaron.

—Abajo —susurró Sam, que se echó al suelo y arrastró a Remi con él—. Quédate aquí y recoge la página impresa. —Se arrastró hasta el lado corto de la mesa y asomó la cabeza.

El pomo de la puerta giraba poco a poco. Apuntó con la Glock.

La impresora láser continuó funcionando.

—Imprimiendo —susurró Remi.

Se abrió la puerta y quedó a la vista una figura recortada por la luz de las pantallas de los ordenadores de la sala de control. Sam disparó una vez. La bala alcanzó al hombre en la pantorrilla justo por debajo de la rodilla. Soltó un alarido y cayó hacia delante. Su arma —una metralleta Heckler Koch MP5— rebotó en el suelo de goma y fue a parar a un par de palmos de Sam. En la sala de control oyó una voz ahogada que decía algo en ruso; una maldición, supuso Sam por el tono. El herido gemía mientras se arrastraba hacia la puerta.

—La tengo —avisó Remi—. El detalle es perfecto. Podemos usarla.

—Ven aquí —susurró Sam, y Remi se arrastró por la esquina y le tocó el tobillo. Sam se volvió para darle la pistola—: Cuando diga ya, dispara tres veces a través de la puerta. Apunta a la pared de vidrio.

—Vale.

Sam se puso de rodillas y respiró hondo.

—Ya.

Remi se levantó y empezó a disparar. Los cristales se hicieron añicos. Sam dio un salto desde detrás de la mesa, giró a la izquierda, recogió la MP5 y volvió a ponerse a cubierto.

—¿A qué están esperando? —preguntó Remi.

—Yo diría que a que lleguen refuerzos o a tener mejores armas. Debemos salir de aquí antes de que lo consigan.

Como si hubiese sido una señal, una mano apareció por el borde del marco y lanzó algo. El objeto rebotó en un costado de la mesa, golpeó el suelo de goma y rodó hasta detenerse.

—¡Abajo, Remi! —gritó Sam.

Llevado por el instinto y la convicción de que había identificado correctamente el objeto, Sam se levantó, dio un paso y devolvió el objeto a través de la puerta de un puntapié. Cuando llegó al umbral, estalló. Una luz cegadora y un estruendo ensordecedor llenaron el laboratorio. Sam se tambaleó y cayó de espalda detrás de la mesa.

—Por Dios, ¿qué ha sido eso? —preguntó Remi, sacudiendo la cabeza para despejarse.

—Una granada de luz y sonido. La utilizan las fuerzas especiales para distraer a los malos. Mucha luz y sonido, pero nada de metralla.

—¿Cómo lo has sabido?

—Por el Discovery Channel. Al menos ahora sabemos una cosa: intentan evitar cualquier tiroteo aquí dentro.

—¿Qué tal una pequeña distracción por nuestra parte? —dijo Remi, y señaló con la Glock.

Sam miró. En la pared opuesta a la del botón de la alarma había una caja de plexiglás que guardaba un botón amarillo con la imagen de una gota de agua.

—Eso nos valdrá.

—Dos disparos, por favor.

—¿Preparado?

—Adelante.

Remi se levantó y abrió fuego. Sam se lanzó hacia la pared, golpeó la caja de plexiglás con la culata de la MP5 y logró arrancarla. Tiró de la palanca hacia abajo. Desde unos altavoces ocultos, una voz de mujer por ordenador hizo un anuncio, primero en ruso y después en inglés: «Aviso. Sistema contra incendios activado. Evacúen la zona de inmediato. Aviso. Sistema contra incendios activado».

Sam corrió a protegerse detrás de la mesa.

—Llega la lluvia, Remi. Protege la hoja.

—Ya está guardada.

—¿En el escote?

—En un lugar más seguro. He encontrado una bolsa impermeable.

Por el rabillo del ojo, Sam detectó a su derecha un movimiento en la puerta. Se giró para disparar una ráfaga de tres proyectiles. Una de las pantallas de la sala de control estalló entre una nube de chispas y después comenzó a humear. Sam volvió a ocultarse detrás de la mesa.

Con un zumbido, unas boquillas niqueladas bajaron del techo. Hubo una demora de un segundo seguida por una pequeña detonación. Las boquillas comenzaron a disparar chorros de agua.

Sam asomó la cabeza por la esquina de la mesa a tiempo para ver una figura que corría a través de la habitación y desaparecía al otro lado de la puerta.

—Vamonos antes de que llegue la caballería —dijo Sam por encima del estrépito del agua.

—Espera, estoy comprobando la munición... Me quedan nueve balas. Lista cuando digas.

—A la voz de ya, dispara tres veces a través del portal y sígueme. No te apartes de mí, ¿entendido?

—Sí.

—Ya.

Sam se levantó y corrió. Cuando llegó al final de la mesa, tendió la mano derecha y cogió uno de los taburetes rodantes. A tres metros de la puerta, lo puso por delante y le dio una patada. En aquel momento una figura apareció en el umbral. El taburete, que ya se estaba cayendo al tiempo que daba vueltas, se estrelló contra las piernas del hombre. Movió los brazos en molinete para recuperar el equilibro, pero acabó cayendo de espaldas sobre la pantalla aún humeante. Sam cruzó la puerta en tres pasos. Giró la metralleta y descargó un culatazo en el centro del rostro del caído. Cuando le destrozó la nariz, se oyó un sonido como el de una calabaza reventada. Inconsciente, el tipo resbaló de la mesa y cayó con las piernas todavía enredadas en el taburete.

Sam recogió la metralleta del hombre caído y se la dio a Remi.

—¿Ahora qué? —preguntó ella, se apartó del rostro el pelo empapado.

—Nada complicado. Correr para salvar la vida. Cruzaron la primera puerta, entraron en la pequeña habitación siguiente, pasaron la segunda puerta y de nuevo estuvieron en el pasillo, donde el agua ya les llegaba a la altura del tobillo. Se habían apagado las lámparas fluorescentes del techo.

—Tienes un plan, ¿verdad? —preguntó Remi.

—Yo no lo llamaría un plan; mejor, un primer borrador.

—A mí ya me vale.

Sam se volvió hacia ella y le cogió la mano.

—¿Estás preparada? Quizá tengas que hacer algo que no quieres hacer.

Remi sonrió. El agua le chorreaba por las mejillas y los labios.

—¿Te refieres a dispararle a alguien? No te preocupes; empezaron ellos.

—Esta es mi chica. Vale, a la de tres. Mantente agachada y ve a la izquierda para ponerte a salvo. Si algo se mueve, dispara.

—Será un placer. Sam cogió el pomo.

—Uno... dos...

41

—... ¡Tres!

Agachado, Sam abrió la puerta.

Excepto por la luz de la luna que entraba a través del techo, el invernadero estaba a oscuras y, al estar separado del laboratorio, en su interior no llovía. El agua del pasillo comenzó a entrar y a correr por el suelo.

Sam y Remi esperaron, atentos. Silencio. Nada se movía.

—¿Dónde están? —susurró Remi.

Una granada de luz y sonido golpeó contra la pared que había junto a la puerta y aterrizó a sus pies. Sam la lanzó de vuelta de un taconazo y cerró la puerta. Desde el otro lado llegó la detonación, y un destello de luz blanca se filtró por las grietas.

Sam abrió la puerta unos centímetros; esa vez oyó pisadas que corrían y vio las luces de las linternas que buscaban cómo llegar hasta ellos a través del invernadero.

—¿Te importa si te la pido prestada? —preguntó Sam y cogió la metralleta de Remi—. Cuando comience a disparar, ve a la derecha. Salta por una de las ventanas y ve hacia el patio.

—¿Y tú?

—Voy a demoler la casa. ¡Ve!

Sam abrió la puerta, apuntó al techo con las metralletas y abrió fuego. Agachada, Remi corrió hacia el patio, disparando la Glock, que rebotaba en su mano con cada retroceso y de cuyo cañón salían fogonazos de color naranja.

Sam, consciente de que el cristal seguramente era reforzado, apuntó a las juntas de soporte cerca de la cumbrera. Las juntas se rompieron con un largo y reverberante sonido. La primera placa de cristal se desprendió hacia dentro, seguida por otra y otra, que en su caída aplastaban las palmeras y rompían las espalderas. Unas voces comenzaron a gritar en ruso, pero casi de inmediato se convirtieron en alaridos cuando el primer panel se hizo añicos contra el suelo. Los trozos de vidrio volaron por el invernadero como si fuesen metralla, cortando el follaje y atravesando las paredes.

Sam, ya corriendo, vio todo eso por el rabillo del ojo. Los certeros disparos de Remi habían destrozado una de las paredes de vidrio. Estaba agachada en el patio y le hacía gestos para que se apresurase. Sam sintió un tirón en la manga, luego tres aguijonazos en el rostro. Agachó la cabeza y levantó los brazos mientras continuaba corriendo para saltar a través del agujero abierto por Remi.

—Estás sangrando —dijo Remi.

—Quizá acabe con una cicatriz como si me hubiese batido en duelo. ¡Vamos!

Le devolvió la metralleta, dio media vuelta y corrió hacia los setos. Con los brazos extendidos en forma de cuña, se abrió paso como un ariete entre las ramas para llegar al otro lado, y después echó una mano atrás para ayudar a Remi. Desde el otro lado del seto oyeron el estruendo de los cristales que se rompían cada pocos segundos mientras los restos del techo del invernadero continuaban cayendo. Unas voces se llamaban las unas a las otras, algunas en inglés, otras en ruso. De la misma manera, desde la casa principal y desde lo que Sam y Remi supusieron que era el patio donde se celebraba la fiesta, llegaban las voces de los invitados de Bondaruk.

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