El oro de Esparta (2 page)

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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

BOOK: El oro de Esparta
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—¿Qué busca? —preguntó Napoleón.

—El alba es uno de los momentos en que puede haber más avalanchas —contestó Laurent—. Durante la noche, el viento endurece la capa superficial de la nieve, mientras que debajo permanece en polvo, blanda. Cuando el sol golpea la superficie, comienza a derretirse. A menudo el único aviso que tenemos es el sonido, como si el propio Dios bramase desde las alturas.

Al cabo de unos pocos minutos, el jinete reapareció en el sendero. Le hizo a Laurent la señal de todo despejado, montó en su caballo y reanudó la marcha. Cabalgaron durante otras dos horas por el sinuoso curso del valle en su descenso hacia las estribaciones. Muy pronto entraron en un angosto cañón de granito gris salpicado de hielo. El soldado en cabeza señaló otra parada y desmontó. Laurent hizo lo mismo, seguido por Napoleón.

El emperador miró en derredor.

—¿Aquí?

El general de división sonrió con picardía. —Aquí, general. —Laurent desenganchó dos lámparas de aceite de la montura—. Si me sigue...

Comenzaron a bajar por el sendero, dejaron atrás a los seis caballos que los precedían; los jinetes estaban en posición de firme, en saludo a su general. Napoleón dirigió un gesto solemne a cada soldado hasta que llegó a la cabeza de la columna, donde él y Laurent se detuvieron. Pasaron unos minutos y, entonces, un soldado —el jinete que abría la marcha— apareció por detrás de un saliente de roca a su izquierda y se abrió paso por la nieve hacia ellos.

—General, quizá recuerde al sargento Pelletier —dijo Laurent.

—Por supuesto —respondió Napoleón—. Estoy a su disposición, Pelletier. Guíenos.

Pelletier saludó, cogió un rollo de cuerda de la montura, y luego se apartó del sendero para seguir a pie por un paso que acababa de abrir entre los ventisqueros y que le llegaban a la altura del pecho. Los guió ladera arriba hasta la base de una pared de granito, desde donde caminó paralelo a la piedra otros cuarenta metros hasta detenerse en un nicho en la roca que formaba un ángulo recto.

—Un lugar muy bonito, Laurent. ¿Qué estoy mirando? —preguntó Napoleón.

Laurent le hizo un gesto a Pelletier, que levantó su mosquete por encima de la cabeza y descargó un culatazo en la roca. En lugar de oír cómo se partía la madera en la piedra, Napoleón oyó cómo se rompía el hielo. El sargento golpeó cuatro veces más hasta que apareció una grieta vertical. Tenía unos sesenta centímetros de ancho y casi dos metros de altura.

Napoleón se asomó al interior, pero no vio más que oscuridad.

—Hasta donde podemos deducir —explicó Laurent—, en verano la entrada está tapada por los arbustos y la hiedra; en invierno, la oculta la nieve. Sospecho que hay alguna fuente de humedad en el interior, y eso explica la fina película de hielo. Es probable que se forme todas las noches.

—Interesante. ¿Quién la descubrió?

—Yo, general —respondió Pelletier—. Nos detuvimos para que descansaran los caballos, y yo necesitaba..., bueno, tuve la urgencia de...

—Lo comprendo, sargento. Por favor, continúe.

—Supongo que me adentré demasiado, general. Cuando acabé, me apoyé en la roca para ajustarme el cinturón y el hielo cedió detrás de mí. Me hundí un poco, y no le di mayor importancia hasta que vi... Creo que será mejor que lo vea usted mismo, general.

Napoleón se volvió hacia Laurent.

—¿Ha entrado?

—Sí, general. El sargento Pelletier y yo. Nadie más.

—Muy bien, Laurent, lo seguiré.

La entrada de la cueva se prolongaba otros seis metros, cada vez más estrecha a medida que avanzaban, hasta que tuvieron que caminar encorvados. De pronto, el túnel se abrió y Napoleón se encontró en una caverna. Laurent y Pelletier se apartaron para permitirle el paso, y luego alzaron las lámparas para alumbrar las paredes con la oscilante luz amarilla.

La caverna, de unos quince por veinte metros, con el suelo y las paredes blancas, era un palacio de hielo, que en algunos lugares tenía un grosor de un metro y en otros era tan delgado que Napoleón entreveía la débil sombra de la piedra gris. Las resplandecientes estalactitas llegaban muy abajo, hasta casi fundirse con las estalagmitas y formar unas esculturas en forma de reloj de arena. A diferencia de las paredes y el suelo, el hielo del techo era más burdo y reflejaba la luz de las lámparas como un cielo tachonado de estrellas. De algún lugar de las profundidades de la caverna llegaba el sonido del agua que goteaba; y de aún más lejos, el débil rugido del viento.

—Magnífico —murmuró Napoleón.

—Aquí está lo que Pelletier encontró apenas hubo pasado la entrada —dijo Laurent, y caminó hacia una de las paredes.

Napoleón se acercó donde Laurent iluminaba con la lámpara y vio un objeto en el suelo. Se trataba de un escudo.

Tenía la forma de un ocho de un metro cincuenta de alto y sesenta centímetros de ancho. Estaba hecho de mimbre y cubierto de cuero pintado con cuadros negros y rojos.

—Es antiguo —comentó Napoleón.

—Por lo menos tiene dos mil años de antigüedad —afirmó Laurent—. No recuerdo muy bien mis clases de historia, pero creo que se llama gerron. Lo utilizaba la infantería ligera persa.

—Cielo santo...

—Aún hay más, general. Por aquí.

Laurent lo condujo a través del bosque de estalactitas hasta el final de la caverna y a la entrada de otro túnel ovalado de un metro veinte de altura. Detrás de ellos, Pelletier se ocupaba de atar un extremo de la cuerda alrededor de la base de una columna, alumbrado por el resplandor de la lámpara.

—¿Vamos a bajar? —preguntó Napoleón—. ¿A las profundidades del infierno?

—Hoy no, general —respondió Laurent—. Lo atravesaremos.

Laurent acercó la lámpara a la boca del túnel. Un par de metros más allá había un puente de hielo, de unos sesenta centímetros de ancho, que cruzaba una grieta antes de desaparecer en otro túnel.

—¿Lo ha atravesado? —preguntó Napoleón.

—Es muy sólido. Hay roca debajo del hielo. De todos modos, siempre es preferible tomar precauciones.

Ató la cuerda primero alrededor de la cintura de Napoleón y luego en la suya. Pelletier le dio un último tirón al extremo anudado y le hizo una señal a Laurent.

—Cuidado por donde pisa, general —le advirtió Laurent, y entró en el túnel.

Napoleón esperó unos momentos y lo siguió.

Comenzaron a cruzar la grieta. A medio camino, Bonaparte miró por encima del borde. No vio nada más que oscuridad, y las paredes de hielo translúcido que se perdían en el abismo.

Por fin alcanzaron el lado opuesto. Caminaron por el siguiente túnel, que zigzagueaba a lo largo de seis metros, y llegaron a otra caverna de hielo, más pequeña que la primera pero con un techo abovedado y más alto. Con la lámpara levantada, Laurent fue hasta el centro de la caverna y se detuvo junto a lo que parecían dos estalagmitas. Cada una medía cuatro metros de altura, y estaban truncadas en la parte superior.

Napoleón se acercó a una. Sin embargo, antes de llegar se detuvo. Entrecerró los ojos. Comprendió que no era una estalagmita, sino una columna de hielo sólido. Apoyó la palma en ella y acercó la cara. Desde dentro, parecía mirarlo fijamente una mujer de rostro dorado.

1

Pantano de Great Pocomoke, Maryland, hoy en día

Sam Fargo se levantó para mirar a su esposa, que estaba metida hasta la cintura en el líquido fango negro. Su peto de pescador amarillo reluciente resaltaba el brillo de su pelo cobrizo. Ella intuyó la mirada, se volvió hacia su marido, frunció los labios y apartó de un soplido un mechón de cabello que le caía sobre la mejilla.

—¿Se puede saber a quién le sonríes, Fargo? —preguntó.

Cuando se había puesto el peto, Sam había cometido el error de comentar que se parecía al Capitán Pescanova; en respuesta, ella lo fulminó con la mirada. Él se había apresurado a añadir «sexy» a la descripción, pero sin ningún resultado.

—A ti —respondió—. Estás preciosa, Longstreet. —Cuando Remi se enfadaba con él lo llamaba por su apellido. En esos casos, Sam siempre respondía utilizando su apellido de soltera.

Remi levantó los brazos, bañados en barro hasta los codos, y le dedicó una sonrisa mal disimulada.

—Estás loco —dijo—. Tengo la cara acribillada de picaduras de los mosquitos, y el pelo hecho un asco. —Se rascó la barbilla y le quedó un pegote de barro.

—Solo aumenta tu encanto.

—Mentiroso.

A pesar de la expresión de desagrado en su rostro, Sam sabía que Remi era una trabajadora sin par. Una vez que elegía una meta, no había nada que pudiese desviarla de ella.

—Bien —añadió—, debo admitir que tú también tienes muy buen aspecto.

Sam se tocó el ala del viejo sombrero panamá, y luego volvió a su trabajo: desenterrar del barro un trozo de madera sumergida que, confiaba, fuese parte de un cofre.

Durante los últimos tres días habían estado chapoteando por el pantano en busca de un indicio que les demostrase que no estaban empeñados en una quimera. A ninguno de los dos les importaba si una buena búsqueda acababa siendo un fracaso —en el caso de descubrir tesoros era algo lógico—, pero siempre era mejor encontrar un botín al final.

En esa ocasión la búsqueda se fundamentaba en una oscura leyenda. Si bien se decía que en las bahías de Chesapeake y Delaware había unos cuatro mil pecios, el premio que buscaban Sam y Remi estaba en tierra. Un mes antes, Ted Frobisher, otro buscador de tesoros que se había retirado no hacía mucho para dedicarse a su tienda de antigüedades en Princess Anne, les había enviado un broche que tenía un origen misterioso.

Al parecer, ese broche —de oro y jade, en forma de pera— había pertenecido a una mujer del lugar llamada Henrietta Bronson, una de las primeras víctimas de la famosa forajida Martha Cannon, apodada Patty, también conocida como Lucrecia.

Según la leyenda, Martha Cannon era una mujer despiadada que en la década de 1820 no solo recorría los bosques de la frontera entre Delaware y Maryland con su banda para robar y asesinar a ricos y pobres, sino que también tenía una posada en lo que entonces era Johnson's Corners, Reliance en la actualidad.

Patty atraía a los clientes a su establecimiento, donde les daba de comer y los alojaba antes de asesinarlos en mitad de la noche. Arrastraba los cadáveres al sótano, les quitaba cualquier cosa de valor y los apilaba en un rincón como si fuesen leña, hasta tener suficientes para llenar una carreta. Después los llevaba a un bosque cercano y los enterraba en una fosa común. Por horroroso que pareciese, Cannon aún cometería, más tarde, lo que sería tildado como el más siniestro de sus crímenes.

Cannon había montado lo que muchos historiadores locales habían denominado un underground train o ferrocarril subterráneo, como el del siglo XIX, porque secuestraba a los esclavos del Sur que habían obtenido la libertad y los retenía, amordazados y maniatados, en una de las muchas habitaciones secretas de la posada, convertida en una improvisada mazmorra, antes de llevárselos, en la oscuridad de la noche, a Cannon's Ferry, donde eran vendidos y cargados en barcos que bajaban por el río Nanticoke con destino a los mercados de esclavos de Georgia.

En 1829, un labrador que araba un campo en una de las granjas de Cannon había descubierto restos humanos. Cannon fue de inmediato acusada de cuatro cargos de asesinato, declarada culpable y condenada a prisión. Cuatro años más tarde murió en su celda a consecuencia de lo que muchos dijeron que fue un suicidio con arsénico.

En los años siguientes, los crímenes de Cannon y su muerte se convirtieron en un mito: unos afirmaban que Patty había escapado de la cárcel y había continuado con los asesinatos y los robos hasta que cumplió los noventa años; otros, en cambio, aseguraban que su fantasma recorría la península de Delmarva para aterrorizar a los inocentes viajeros. Lo que poca gente ponía en duda era que el botín de Cannon —del que, al parecer, solo había gastado una pequeña parte— nunca había sido recuperado. Las estimaciones del valor actual del botín rondaban entre los 100.000 y 400.000 dólares.

Sam y Remi conocían, por supuesto, la leyenda del tesoro de Patty Cannon, pero a falta de pruebas sólidas, la habían registrado en el archivo de «algún día». Con la aparición del broche de Henrietta Bronson y una fecha exacta con la que comenzar la búsqueda, decidieron desentrañar el misterio.

Después de un detallado estudio de la topografía histórica de Pocomoke y de hacer un mapa con los presuntos escondites de Cannon, comparándolo con el lugar donde habían encontrado el broche, habían reducido la cuadrícula de búsqueda a una zona de cuatro kilómetros cuadrados, la mayor parte de la cual estaba dentro del pantano, un laberinto de cipreses cubiertos de musgo y ciénagas llenas de matorrales. Según sus investigaciones, en esa zona, que en la década de 1820 había sido terreno seco, había estado uno de los escondites de Patty: una choza en ruinas.

Su interés en el botín no tenía nada que ver con el dinero; al menos no para su propio beneficio. Al oír por primera vez la historia, Sam y Remi habían acordado que si tenían la suerte de encontrar el tesoro, la mayor parte del mismo iría al National Underground Railroad Freedom Center en Cincinnati, Ohio, una ironía que estaban seguros enfurecería a Cannon de haber estado viva. O, si tenían suerte, enfurecería a su fantasma.

—¿Remi, cómo era aquel poema... aquel que hablaba de Cannon? —preguntó Sam. Remi tenía una memoria casi fotográfica para los detalles, tanto ocultos como evidentes.

Ella pensó un momento, y después recitó:

Cierra la boca,

duérmete ya.

La vieja Patty Ridenour te llevará muy lejos.

Tiene una banda de siete

que se lleva a esclavos y libres

cabalgando día y noche

en su caballo negro azabache.

—Ese es —dijo Sam.

A su alrededor, las raíces de los cipreses asomaban del agua como las garras incorpóreas de algún gigantesco dinosaurio alado. La semana anterior, una tormenta había atravesado la península y dejado atrás montañas de ramas como diques de castores construidos a toda prisa. En lo alto se oía una sinfonía de graznidos y alas que batían. De vez en cuando, Sam, un observador de pájaros aficionado, distinguía un canto en particular y le decía el nombre del ave a Remi, quien respondía con una sonrisa y añadía: «Es muy bonito».

Sam consideraba que lo ayudaba a distinguirlos el saber tocar el piano de oído, un don que había heredado de su madre. Por su parte, Remi tocaba el violín bastante bien, y le servía durante sus frecuentes duetos improvisados.

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