Authors: Matilde Asensi
—Gracias por venir tan rápido —murmuró mientras, ladeada para no despertar al niño, me daba un beso y sonreía con tristeza. Envuelto en los pliegues de una pequeña manta de color azul, Dani apoyaba la cabeza sobre el hombro de su madre y tenía los ojos cerrados y el chupete en la boca. Su pelo, escandalosamente rubio y muy recortado, nacía tan erizado que, según como le diera la luz, parecía una aura eléctrica relampagueante. En esto, había salido a su padre.
—¿Y mi hermano? —pregunté caminando con ella hacia la escalinata de la entrada.
—Acaban de subirlo a la planta. El neurólogo todavía está con él.
Cruzamos las puertas del inmenso edificio y atravesamos pasillos y más pasillos de paredes desconchadas hasta llegar a los ascensores. El revestimiento de mármol del suelo original ya no era detectable, pues donde las placas no estaban totalmente desgastadas, se veían pegotes de algo parecido a caucho negro que hacían saltar por los aires las ruedas de las camillas que empujaban los celadores. Todas las esquinas exhibían rótulos con indicaciones hacia lugares poco deseables: «Cirugía», «Cobalto», «Rehabilitación», «Diálisis», «Extracciones de sangre», «Quirófanos»... Ni siquiera el chirriante ascensor en el que nos embutimos con otras quince o veinte personas, muy parecido en tamaño y forma a un contenedor portuario, se libraba de ese olor a vaya usted a saber qué, tan característico de los hospitales. Frías luces blancas de neón, laberintos de caminos y escaleras, puertas gigantescas con letreros misteriosos (UCSI, TAC, UMP), gentes con miradas perdidas y muecas de ansiedad, preocupación o dolor paseando de un lado a otro como si el tiempo no existiera... Y, de hecho, el tiempo no existía en el interior de aquel taller de reparación de cuerpos, como si la cercanía de la muerte detuviese los relojes hasta que el médico-mecánico diera el permiso para seguir viviendo.
Ona caminaba a mi lado cargando resueltamente con la bolsa de pertrechos de Dani y los casi diez kilos de su hijo. Mi cuñada era muy joven, apenas tenía veintiún años recién cumplidos. Había conocido a Daniel en el primer curso de carrera, en la clase de Introducción a la Antropología que aquel año impartía mi hermano en la facultad, y se fueron a vivir juntos poco después, en parte por amor y en parte, supongo, porque Mariona era de Montcorbau, un pueblecito del Valle de Aran, y no debían encontrarse muy cómodos compartiendo su intimidad con las otras cuatro estudiantes aranesas que se alojaban en el mismo piso de alquiler que Ona. Hasta entonces, Daniel había vivido conmigo, pero, de repente, un día, apareció en la puerta del salón con el monitor de su ordenador bajo el brazo, una mochila al hombro y una maleta en la mano.
—Me voy a vivir con Ona —anunció con una mirada alegre. Los ojos de mi hermano eran de un color sorprendente, un violeta intenso que no se veía con frecuencia. Por lo visto los había heredado de su abuela paterna, la madre de Clifford, y él estaba tan orgulloso de ellos que se había llevado un buen disgusto cuando los ojos de su hijo Dani, al ir aclarándose, se quedaron simplemente en azules. Para resaltar el diferente combinado genético del que procedíamos, los míos eran de color castaño oscuro, como el café, igual que mi pelo, moreno, aunque ahí terminaban las diferencias físicas.
—Enhorabuena —fue todo lo que le respondí aquel día—. Que os vaya bien.
No es que mi hermano y yo nos llevásemos mal. Todo lo contrario; estábamos tan unidos como podían estarlo dos hermanos que se quieren y que se han criado prácticamente solos. El problema era que, siendo ambos hijos de Eulalia Sané (antes, la mujer más habladora de Cataluña y, desde hacía veinticinco años, la de Inglaterra), teníamos que salir silenciosos a la fuerza. Y, al fin y al cabo, a lo largo de la vida, se aprende, se experimenta y se madura; pero cambiar, lo que se dice cambiar, no se cambia mucho porque uno es, en todo momento, el que siempre ha sido.
Mi padre murió en 1972, cuando yo tenía cinco años, después de permanecer en cama durante mucho tiempo. Apenas conservo en la memoria una imagen suya sentado en un sillón, llamándome con la mano, pero no estoy seguro de que sea real. Al poco, mi madre se casó con Clifford Cornwall y Daniel nació dos años después, cuando yo acababa de cumplir siete. Le pusieron ese nombre porque era idéntico en ambos idiomas, aunque nosotros siempre lo pronunciábamos a la inglesa, poniendo el acento en la «a». El trabajo de Clifford en el Foreign Office le obligaba a viajar incesantemente entre Londres y Barcelona, donde estaba el Consulado General, de modo que continuamos residiendo en la casa de siempre mientras él iba y venía. Mi madre, por su parte, se ocupaba de las amistades, la vida social y de seguir siendo —o considerándose— la musa espiritual del amplio grupo de viejos compañeros de mi padre de la universidad, en la que había sido catedrático de Metafísica durante veintitantos años (era mucho mayor que mi madre cuando se casaron, en Mallorca, de donde era originario), así que Daniel y yo tuvimos una infancia bastante solitaria. De vez en cuando nos mandaban unos meses a Vic, con la abuela, hasta que se dieron cuenta de que mis notas escolares empezaban a ser espantosas a fuerza de tanto faltar a clase. Entonces me matricularon como interno en el colegio La Salle y mi madre, Clifford y Daniel se fueron a vivir a Inglaterra. En un primer momento pensé que me llevarían con ellos, o sea, que nos iríamos todos, pero cuando me di cuenta de que no iba a ser así, asimilé sin problemas que tendría que aprender a sobrevivir solo y que no podía confiar en nadie más que en mi abuela, quien todos los viernes por la tarde me esperaba como un poste a la salida del colegio. Cuando monté mi primera empresa, Inter-Ker, en 1994, mi hermano, desesperado por alejarse de las faldas de nuestra madre, regresó a Barcelona para estudiar Filología Hispánica y, después, el segundo ciclo de Antropología en la Universidad Autónoma. Desde entonces, y hasta que se marchó diciendo «Me voy a vivir con Ona», habíamos compartido casa.
A pesar de ser tan introvertido como yo, la gente, en general, apreciaba mucho más a Daniel por su afabilidad y dulzura. Hablaba poco pero, cuando hablaba, todo el mundo prestaba atención y todos pensaban que nunca habían oído algo tan oportuno e interesante. Como su hijo, casi siempre mantenía una sonrisa en los labios, mientras que yo era hosco y taciturno, incapaz de sostener una conversación normal con alguien en quien no hubiera depositado desde muchos años atrás toda mi confianza. Es verdad que tenía amigos (aunque más que amigos eran, en realidad, conocidos cercanos) y que, por negocios, conservaba buenas relaciones con gentes de todo el mundo, pero eran tan raros como yo, poco dispuestos a comunicarse o a hacerlo sólo a través de un teclado, con vidas que transcurrían casi siempre bajo luz artificial y que, cuando no estaban frente a un ordenador, se dedicaban a aficiones tan pintorescas como la espeleología urbana o los juegos de rol, a coleccionar animales salvajes o a estudiar funciones fractales
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, mucho más importantes, naturalmente, que cualquier persona viva que tuvieran cerca.
—...y repetía que estaba muerto y que quería que le enterrara —la garganta de Ona dejó escapar un pequeño sollozo.
Volví de golpe a la realidad, cegándome con las luces de neón como si hubiera estado caminando con los ojos cerrados. No me había enterado de nada de lo que me había estado contando mi cuñada. Los ojos azules de mi sobrino me miraban ahora atentamente desde el hombro de su madre y por el borde del chupete se deslizaba un ligero reguero de baba que manaba de una somnolienta sonrisa. En realidad, más que mirarme a mí, lo que mi sobrino contemplaba era el diminuto pendiente que brillaba en el lóbulo de mi oreja. Como su padre llevaba uno igual, para el niño representaba un elemento familiar que nos identificaba.
—¡Hola, Dani! —murmuré, pasándole un dedo por la mejilla. Mi sobrino sonrió más ampliamente y la baba fluyó con libertad hasta el jersey de Ona.
—¡Se ha despertado! —exclamó su madre con pesar, deteniéndose en mitad del pasillo.
—Marc y Lola se han ofrecido a quedarse con él esta noche —le dije—. ¿Te parece bien?
Los ojos de mi cuñada se ensancharon, mostrando un agradecimiento infinito. Ona tenía el pelo castaño claro y lo llevaba muy corto, arreglado de tal manera que siempre parecía cómicamente despeinada. Una apreciable mecha teñida de color naranja le perfilaba la patilla derecha, resaltando sus pecas y el blanco intenso de la piel de su rostro. Aquella noche, sin embargo, más que una joven de aspecto fresco y llamativo, parecía una niña temerosa necesitada de su madre.
—¡Oh, sí! ¡Claro que me parece bien! —con un movimiento enérgico incorporó a Dani y se lo puso cara a cara—. ¿Te vas a casa de Marc y Lola, cariño, sí...? —le preguntó demostrando una inmensa alegría y el bebé, sin saber que estaba siendo manipulado, sonrió encantado.
A pesar de que el hospital estaba lleno de carteles prohibiendo utilizar los teléfonos móviles, allí nadie parecía saber leer y menos que nadie el propio personal sanitario, de modo que, sin preocuparme demasiado, saqué el mío y llamé directamente al «100».
Jabba
y
Proxi
se encontraban en esos momentos a punto de salir. Mi sobrino, que sentía una especial predilección por esos pequeños artefactos que la gente se pegaba a la cara antes de empezar a hablar, alargó fulminantemente la mano intentando arrebatármelo pero, como yo fui más rápido y no pudo, se enfadó y soltó un sonoro gruñido de protesta. Recuerdo que en ese momento pensé que un hospital no era el lugar ideal para que estuviera un niño: primero, porque con sus gritos podía molestar a los enfermos y, segundo, porque el aire de esos centros estaba cargado de extrañas enfermedades; o eso me parecía.
Para quitar mi móvil de la vista de Dani mientras yo hablaba con
Jabba
y
Proxi
, Mariona se había sentado en una silla de plástico verde al lado de una máquina expendedora de botellas de agua, y jugaba con el pequeño ofreciéndole un paquete de pañuelos de papel que, por fortuna, pareció seducirle bastante. Las otras sillas que formaban la hilera de asientos estaban rotas o manchadas, ofreciendo un aspecto lamentable de ruina. Se decía por ahí que no había medicina mejor ni mejores médicos que los de la sanidad pública y, seguramente, sería cierto, pero en cuanto a instalaciones y hostelería, la privada le daba cuarenta vueltas.
—Llegarán en seguida —dije, sentándome a su lado y entregándole a mi sobrino el diminuto móvil con el teclado bloqueado. Ona, que había visto el teléfono de mi hermano volando por los aires y chocando estrepitosamente contra el suelo en varias ocasiones, intentó impedirlo, pero yo insistí; de manera radical, Dani dejó de existir a todos los efectos, entretenido con el preciado juguete.
—Si Lola y Marc van a venir a llevárselo —me explicó mi cuñada señalando al niño con un gesto de la barbilla—, podemos esperarlos aquí, por si sale el médico y quiere hablar con nosotros.
—¿Daniel está en esa planta? —me sorprendí, y giré la cabeza hacia un largo pasillo que se abría a nuestra izquierda y sobre cuyo vano de entrada podía leerse «Neurología».
Ona asintió.
—Ya te lo he dicho antes, Arnau.
Me había pillado in fraganti y no era cuestión de disimular. Sin embargo, no pude evitar el gesto automático de atusarme la perilla y, al hacerlo, noté que tenía el pelo áspero y grumoso por la humedad de las alcantarillas.
—Discúlpame, Ona. Estoy... desconcertado por todo esto. —Con la mirada abarqué el espacio—. Ya sé que pensarás que estoy loco, pero... ¿podrías volver a contármelo todo, por favor?
—¿Otra vez...? —se sorprendió—. Ya me parecía que no estabas escuchándome. Pues... A ver. Daniel vino de la universidad cerca de las tres y media. El niño se acababa de dormir. Estuvimos hablando un rato después de comer sobre... Bueno, no andamos muy bien de dinero y, ya sabes, yo quiero volver a estudiar, así que... En fin, Daniel se metió en su despacho como todos los días y yo me quedé leyendo en el salón. No sé cuánto tiempo pasó. Este pelmazo... —dijo refiriéndose a Dani, que estaba a punto de lanzar mi móvil contra la pared para comprobar cómo sonaba—. ¡Eh! ¡No, no, no! ¡Dame eso! ¡Devuélveselo a Arnau!
Mi sobrino, obediente, alargó la mano para entregármelo pero, en el último momento, se arrepintió, ignorando con elegancia las tonterías que le pedía su madre.
—Bueno... El caso es que me quedé dormida en el sofá —Ona titubeaba, intentando recomponer en su mente la cronología de los acontecimientos—, y sólo recuerdo que me desperté porque notaba que alguien me estaba respirando en la cara. Cuando abrí los ojos me llevé un susto de muerte: tenía a Daniel frente a mí, mirándome inexpresivo, como en una película de terror. Estaba de rodillas, a menos de un palmo de distancia. No solté un grito de milagro. Le pedí que dejara de hacer el idiota porque la broma no tenía gracia, y, como si no me hubiera escuchado, va y me dice que acaba de morirse y que quiere que le entierre. —Debajo de los ojos de Ona habían aparecido unos cercos oscuros y abultados—. Le di un empujón para ponerme de pie y salté del sofá. ¡Estaba muy asustada, Arnau! Tu hermano no se movía, no hablaba, tenía la mirada vacía como si de verdad estuviera muerto.
—¿Y qué hiciste? —me costaba mucho imaginar a mi hermano en una situación semejante. Daniel era el tipo más normal del mundo.
—Cuando vi que no era una broma de mal gusto y que no reaccionaba de verdad, intenté localizarte pero no pude. Él se había sentado en el sofá, con los ojos cerrados. Ya no volvió a moverse. Llamé a urgencias y... Entonces, me dijeron que lo trajera aquí, a La Custodia. Les expliqué que no podría levantarlo, que pesaba treinta kilos más que yo y que se estaba dejando caer hacia adelante como si fuera un muñeco de trapo, que si no venían a ayudarme terminaría en el suelo con la cabeza abierta... —Los ojos de Ona se llenaron de lágrimas—. Mientras tanto, Dani se había despertado y lloraba en la cuna... ¡Dios mío, Arnau, qué pesadilla!
Mi hermano y yo medíamos lo mismo, casi un metro noventa, pero él pesaba sus buenos cien kilos por culpa de la vida sedentaria. Difícilmente hubiera podido mi cuñada levantarle del sofá y trasladarle a cualquier parte; ya había hecho bastante con mantenerle erguido.
—El médico tardó media hora en llegar —siguió relatándome, llorosa—. Durante todo ese tiempo, Daniel sólo abrió los ojos un par de veces y fue para repetir que estaba muerto y que quería que le amortajara y le enterrara. Como una tonta, mientras le empujaba contra el sofá para que no se derrumbara, intenté razonar con él explicándole que su corazón seguía latiendo, que su cuerpo estaba caliente y que estaba respirando con total normalidad, y él me contestó que nada de todo eso quería decir que estuviera vivo porque era indiscutible que estaba muerto.