El orígen del mal (46 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

BOOK: El orígen del mal
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—¿Cuál es la dirección de la página?

Dalhambro se la dictó. Kasdan la apuntó en la libreta de Volokine. Tenía la impresión de estar fusionado con la mente del muchacho.

—Gracias.

—¿Dónde está Volokine?

—Herido.

—¿Es grave?

—No. Te llamaremos.

Kasdan volvió al pasillo. Paró a una enfermera que estaba por allí. De un tirón, le soltó todo el rollo habitual: policía, investigación, urgencia.

—¿Qué quiere?

—Tengo que hacer una búsqueda en internet. Necesito un ordenador.

—Aquí no tenemos conexión con el exterior. Sólo una red interna.

—¿No hay ni un solo jodido trasto conectado a la red en este hospital? ¿Me toma por gilipollas?

La enfermera dio un paso atrás, asustada.

—Bueno, tenemos un espacio recreativo. Creo que hay ordenadores y…

—¿Dónde está?

—En el último piso.

—Cerrado, ¿verdad?

—Sí. Se abre a las dos de la tarde.

—La llave. Rápido.

Ella titubeó un breve instante.

—Espéreme aquí —murmuró luego.

Se metió en un despacho acristalado: el cuartel general de las enfermeras. Kasdan la siguió con la mirada, controlando que no llamara a uno de sus superiores o, peor aún, a la policía, la auténtica. Regresó con un llavero en la mano. Sin decir palabra, sacó una llave. Kasdan la cogió y soltó un seco «Gracias». Corrió a los ascensores.

Dos minutos más tarde, recorría el espacio «recreativo», a oscuras. Billares, futbolines, máquinas del millón, pantallas gigantes de televisión… A la derecha vio una sala de música donde brillaban los platillos de una batería.

Luego, a la izquierda, localizó la sala de los ordenadores.

Luz. Conexión. Kasdan tecleó la dirección de Asunción. La página de inicio apareció.

Tuvo que frotarse los ojos para creer lo que estaba viendo.

La presentación general —maqueta, fotos, textos— recordaba a la de una urbanización del Club Méditerranée. Niños riendo felices tumbados en la hierba. Hombres con expresión radiante trabajando en los campos, bajo la luz dorada del sol. Muchachas de rostro angelical atareadas tejiendo en sus telares. La Colonia había sabido adaptarse a Francia y al nuevo milenio. Sus miembros llevaban vestimentas sobrias, negras y blancas. Nada de trajes bávaros. Ni de bandera con águila negra y alargada.

Kasdan pasó a las otras páginas. Se describían las actividades agrícolas de la Colonia. Vastos graneros de madera, flamantes tractores, campos de colores violentos y poderosa fertilidad se desplegaban en cada página. Lo que más sorprendía era la belleza de los edificios del Centro de la Pureza, donde vivían los miembros del grupo religioso propiamente dicho. Hartmann, padre o hijo, había impuesto un estilo arquitectónico contemporáneo. Al lado de los inmuebles destinados a la vivienda, muy sobrios, se elevaban las líneas futuristas de la iglesia y el hospital. El centro hospitalario estaba coronado por un centelleante alero alabeado que parecía el ala desplegada de un pájaro de metal. La iglesia tenía un campanil cuyos cuatro lados se interceptaban en altura hasta abrirse hacia la cima, configurando algo así como la pila de una fuente en estilo cubista.

¿De dónde salía toda esa pasta? Los germano-chilenos no podían haber construido semejante infraestructura cultivando patatas. ¿Dinero procedente del oro de Chile? ¿O fondos provenientes de los nuevos miembros? ¿Acogía Bruno Hartmann a nuevos adeptos sobre suelo francés, preferentemente adinerados, como cualquier otra secta?

En las otras páginas se presentaban los servicios que la Colonia ofrecía al mundo exterior: una parte del territorio estaba abierta al público. Cada domingo los habitantes de la región podían asistir a la misa dominical, seguida de un concierto. Los servicios hospitalarios eran de acceso gratuito. Asimismo, existía un centro educacional que comprendía una guardería, un parvulario, una escuela de primaria, un instituto de secundaria y bachillerato. El texto garantizaba una «enseñanza libre y laica».

Todo era demasiado perfecto. Cuanto más abierta y cálida se mostraba la comunidad, más helado se sentía Kasdan. El grupo había reproducido la fórmula con la que había logrado grandes resultados en Chile. El armenio alucinaba frente al hecho de que semejante delirio, concebible en última instancia en un entorno dictatorial, hubiera encontrado su lugar en Francia. ¿Continuaba también la Colonia con sus actividades de torturadores profesionales, como en Chile?

Prosiguió su visita virtual entrando en «Contactos». A modo de señas, un apartado de correos en Millau. No era posible escribir directamente a la Colonia. Ni siquiera enviar un correo electrónico. Ese sitio funcionaba en un solo sentido.

Kasdan hizo clic en la entrada «Conciertos». Periódicamente, la Colonia daba recitales de música fuera de su territorio: sobre todo obras vocales interpretadas en las iglesias de la región. Consultó la lista de fechas y se dio cuenta de un hecho crucial: Los Pequeños Cantores de Asunción ofrecían un concierto ese mismo día, 25 de diciembre, a las tres de la tarde en el enclave.

Un golpe de suerte inesperado.

La oportunidad soñada de penetrar en el recinto prohibido.

Kasdan miró su reloj. Todavía no eran las ocho de la mañana. Entró en la web de Mappy e hizo una búsqueda rápida. Arro se encontraba a unas decenas de kilómetros de Florae, una ciudad más importante, en el departamento de Lozère. Mappy preveía seis horas y media de viaje. Podía hacerlo en cinco, si no respetaba los límites de velocidad. Encendió la impresora e imprimió el itinerario detallado.

Al coger la hoja, pensó en Volokine. Con anestesia general, el chaval iba a pasarse allí todo el día. Se despertaría al final de la tarde. Kasdan lo llamaría entonces… y se reuniría con él por la noche para hacerle un informe completo.

Kasdan tomó el ascensor, se detuvo en la planta baja y echó una última ojeada al quirófano. Volo aún no había salido. Le escribió rápidamente un mensaje. Con un poco de suerte, estaría de regreso antes de que el muchacho volviera a estar en forma.

Lleno de energía, enfiló el pasillo. No sentía miedo ni fatiga. Solo una especie de estela de heroísmo a su alrededor. Había conocido todo tipo de crímenes. Casos en los que el culpable había actuado solo. A veces, los asesinos eran dos. Otras, una banda de maleantes.

Pero ese sospechoso tenía una dimensión realmente más vasta.

No era un hombre, ni un dúo, ni un grupo.

El sospechoso era un país.

Una zona virgen en el mapa de Francia.

El imperio del miedo.

III
LA COLONIA
59

Kasdan condujo cuatro horas seguidas, a un promedio de 180 kilómetros por hora. En cada radar, aceleraba todavía un poco más y sentía una secreta satisfacción. Iba a tal velocidad que no pensaba en la investigación. Ni en la secta. El menor descuido con el volante podía ser fatal; su atención estaba totalmente centrada en la cinta de asfalto que corría, corría, corría…

Había bajado en línea recta hacia el sur, en dirección a Clermont-Ferrand, y luego había continuado por la A75 hacia Puy y Aurillac. Cien kilómetros más tarde, después del puente sobre el río Truyère, se detuvo en una gasolinera para llenar el depósito. En el aparcamiento de la cafetería decidió llamar a la comisaría principal de Gennevilliers. Sin dar su nombre, les avisó de que en el taller de Régis Mazoyer, al pie del barrio Calder, les esperaba un hallazgo siniestro. Colgó antes de que hicieran cualquier pregunta.

Sabía lo que hacía. Mediodía. Un grupo de la seguridad ciudadana iría a verificar. Contactarían con el sustituto de guardia. El caso pasaría al servicio departamental de la policía judicial de Hauts-de-Seine. Todo eso un 25 de diciembre. Antes del 26 no empezaría ninguna investigación seria. Entonces saldría el télex al Estado Mayor. Se establecería un vínculo con los otros asesinatos. Pero ya sería 27 de diciembre. Los resultados de la autopsia y los exámenes de la escena del crimen no estarían disponibles hasta más tarde. Tiempo de ventaja para su propia investigación.

Kasdan entró en la cafetería. Ni un alma. Todos estaban en familia, saboreando la comida de Navidad.

Pidió un café y volvió a abrir el móvil. Quería comprobar otra cosa. Marcó el número de un amigo, miembro de una de las asociaciones de la rue Goujon. Un armenio de los de antaño, cuyos días transcurrían jugando al tavlí y recordando a su país. El hombre había pasado una parte de su vida en Múnich.

—¿Kegham? Soy Duduk.

—¿Me llamas por la Navidad de los
odars
?

—No. Tengo que pedirte una información.

—Ya decía yo…

—Necesito la traducción de una palabra en alemán.
Gefangen
o
gefenden.

—¿En qué contexto?

El cuchillo hundiéndose en la pierna de Volokine.

—Lo dijo un niño —resumió Kasdan.

—¿En un juego?

—Un juego. Eso es.

—Entonces, es el equivalente del juego del gato y el ratón. En Alemania, los chavales lo llaman
Fangen
, que significa «cazar». Uno de los chicos persigue a los otros. Cuando toca a uno de sus compañeros, dice
Gefangen
, «cazado», y este último pasa a ser el
Fanger
, «el cazador».

Kasdan volvió a ver las máscaras de plata cincelada.

Niños-monstruos que jugaban con la sangre y el sufrimiento.

—Gracias, amigo —concluyó—. Nos vemos en la misa de Navidad en Saint-Jean-Baptiste.

—Será un placer.

Los armenios festejan la Navidad en el momento de la Epifanía. Una manera más de resaltar sus particularidades. Las fronteras de su estricto mundo. Pero en ese instante todo aquello le parecía a años luz. Pidió otro café. Acto seguido, se tragó de un golpe un Depakote y un Seroplex. El café no sabía a nada, pero lo importante ya estaba hecho. El equilibrio del día. La tranquilidad de haber asimilado su dosis.

En el cristal de la sala, observó su silueta. Había pasado por su casa. Duchado, afeitado, abrigo negro de pura lana, traje oscuro de buena calidad —el que había comprado para el entierro de Nariné—, pantalón de raya y bajos con vuelta, camisa blanca, corbata de seda muaré y zapatos J. M. Weston lustrosos. Listo para la gran misa cantada de la Colonia.

Cogió la llave de contacto y salió al viento helado.

Tras unos cuantos kilómetros de autopista, tomó la N88 y descubrió unas llanuras teñidas de escarcha. Abetos blancos. Hierbas bajas. Hasta perderse en el horizonte. Según su plano, estaba en el valle del Lozère. Era un invierno sin nieve, y esa región no era una excepción a la regla. Un cielo gris se extendía por encima de las superficies yermas. Nada se movía en aquel desierto, excepto el fuerte viento, que no encontraba obstáculos. El Volvo se sacudía como una barca en medio de la tempestad.

Aminoró la velocidad. Dejó que sus ideas se aclararan. En ese momento estaba preparado para enfrentarse a un elemento tan inesperado que lo había apartado, hasta entonces, a un rincón de su mente. Esa investigación había sacado a la luz un fragmento de su propia existencia. Un fragmento escondido. Enterrado. Supuestamente olvidado. No le había dicho nada a Volokine. Ni siquiera se lo había confesado a sí mismo. Pero el hecho estaba ahí. Al buscar a los tres torturadores franceses que habían servido en Chile, había encontrado el rastro del coronel Jean-Claude Forgeras, convertido en el general Py.

Cuarenta años después ese hijo de puta volvía a cruzarse en su camino.

Ese azar fortuito confirmaba su convicción secreta. Una convicción que no había cesado de fortalecerse desde que descubrió el cadáver de Goetz en la catedral de Saint-Jean-Baptiste. Esa investigación era algo más que su último caso. Era una conclusión. Una redención. La oportunidad de arreglar cuentas definitivamente.

En las cercanías de Balsièges, entró en la N106 y descubrió un paisaje semimontañoso en el que los abetos y las praderas parecían más agrestes. No vio acantilados ni despeñaderos. Solo depresiones largas y limpias azotadas por brutales ráfagas de viento. Ni un hombre. Ni siquiera una oveja. En invierno, el ganado permanecía en los apriscos. Siguió subiendo. Cruzó el puerto de Montmirat. La desolación era total.

Florac a la vista. Una verdadera ciudad, de tamaño medio, que había conservado su patrimonio medieval, atravesada por un río que corría como si se acercara a una catarata. Kasdan se preguntó si sus habitantes asistirían al concierto de la Colonia.

Vio a un puñado de jóvenes que charlaban alrededor de un banco, apoyados en sus bicicletas y ciclomotores. Preguntó por el camino. La primera respuesta de los chavales fue un silbido que significaba: «Todavía le queda un rato». Luego siguieron los detalles. Para llegar a Arro, había que continuar hacia el sur por la D907 y, diez kilómetros después, girar a la derecha.

—Supongo que habrá un letrero.

—No, señor, no hay. Ni siquiera es una carretera. Es un sendero que atraviesa el Causse en diagonal. ¡Pssssssss! —El chico, junto con el silbido, hizo ademán de cortar el aire con la mano—. Fíjese en los kilómetros para girar en el sitio correcto.

—Y desde ahí, ¿Arro está lejos?

—Unos quince kilómetros.

—¿Es un pueblo grande?

Los chavales soltaron una carcajada.

—Diez casuchas, como mucho. Solo viven unos cuantos abueletes hippies. Tienen cabras y fabrican queso. Pero vaya con cuidado, no son acogedores.

—¡Lo recibirán a tiros! —añadió uno de los adolescentes, recostado contra el manillar.

Kasdan dio las gracias al comité. Puso la primera y se dijo que el tiempo empezaba a ser muy justo. Dos de la tarde. Le quedaba una hora para encontrar no solo Arro sino también la Colonia.

Siguió camino y se cruzó con un cartel que advertía sobre la ausencia de gasolineras en más de cien kilómetros. Nunca había visto nada igual. Echó un vistazo al indicador de nivel. Suficiente combustible para ir y volver, siempre y cuando no se perdiera…

Unos kilómetros más adelante, el armenio descubrió el paisaje que esperaba ver desde que abandonó la autopista. Una meseta calcárea inmensa, a mil metros de altura, rodeada por montañas bajas que dibujaban largas curvas en el horizonte. El Causse Méjean. Seguía sin haber nieve, pero la atmósfera era precisa, puntillista, como pulverizada por el frío. A veces, la llanura ondeaba por el viento, pradera de hierbas secas y amarillas; otras, le hacía frente con un pasto compacto tan tupido como el césped de un campo de golf. Las dimensiones del panorama podrían asustar. Pero ocurría lo contrario. Las líneas regulares, las suaves curvas del horizonte, ofrecían equilibrio y plenitud a la mirada. Uno se sentía bien en ese mar amarillo y verde, avanzando a voluntad de la cinta de asfalto.

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