Authors: Katherine Neville
—Si Jock Upham te ha pedido que lo hagas, sus motivos tendrá; estoy seguro.
—Sin duda. Sospecho que tiene motivos por valor de treinta o cuarenta mil dólares —repliqué, y volví a concentrarme en los papeles.
—¿Te das cuenta de que te estás poniendo la soga al cuello? —preguntó—. No se juega con un tipo como Jock Upham. No volverá a su rincón como un buen chico. Tampoco se dará la vuelta y se hará el muerto. Si quieres un consejo, creo que deberías ir a su despacho y pedirle disculpas. Dile que harás todo lo que quiera, hazle la pelota. Estoy convencido de que, si no lo haces, tu carrera se irá a pique.
—No puede despedirme porque me haya negado a hacer algo ilegal —declaré.
—No hará falta que te despida. Está en condiciones de hacerte la vida tan imposible que lamentarás haber pisado esta empresa. Catherine, eres una buena chica y me caes bien. Ya conoces mi opinión. Me voy; te dejo que escribas tu propio epitafio.
Había transcurrido una semana y yo no había pedido disculpas a Jock. Tampoco había comentado a nadie nuestra conversación. Según lo programado, el día de Nochebuena envié mis recomendaciones al cliente. El candidato de Jock no ganó la licitación. Aun así, todo estaba muy tranquilo en la venerable empresa de Fulbright, Cone, Kane & Upham. Mejor dicho, todo estaba muy tranquilo hasta esa mañana.
La compañía había tardado exactamente siete días en decidir qué clase de tortura me aplicarían. Esa mañana, Lisle se presentó en mi despacho con las buenas nuevas.
—No dirás que no te lo advertí —dijo—. Eso es lo malo de las mujeres, que jamás se atienen a razones.
Alguien tiró de la cadena en el «despacho» contiguo y esperé a que cesara el ruido de la cisterna. Fue una premonición.
—¿Sabes cómo se denomina el razonamiento que se hace una vez ocurridos los hechos? —pregunté—. Recibe el nombre de «racionalización».
—Tendrás tiempo de sobra para racionalizar en el sitio que te ha tocado en suerte —repuso—. Los socios se han reunido a primera hora de la mañana y, mientras desayunaban café con buñuelos rellenos de mermelada, han votado tu destino. Ha sido una votación muy reñida entre Calcuta y Argel, y supongo que te alegrará saber que ha ganado Argel. Mi voto ha sido decisivo. Espero que lo tengas en cuenta.
—¿De qué estás hablando? —pregunté. Experimentaba una sensación desagradable en la boca del estómago—. ¿Dónde coño está Argel? ¿Qué tiene que ver conmigo?
—Argel es la capital de Argelia, un país socialista situado en la costa septentrional de África, miembro de pleno derecho del Tercer Mundo. Será mejor que cojas este libro y lo leas. —Dejó un grueso volumen en mi escritorio—. En cuanto te concedan el visado, que tardará unos tres meses, pasarás mucho tiempo en Argel. Es tu nuevo destino.
—¿Se trata de un exilio o me destinan allí para que haga algo?
—Estamos a punto de iniciar un proyecto allí. Lo cierto es que trabajamos en muchos lugares exóticos. Pues bien, en este caso se trata de un contrato de un año con un club social de poca monta, del Tercer Mundo, que se reúne de vez en cuando para hablar del precio de la gasolina. Se llama OTRAM o algo por el estilo. Espera, lo consultaré. —Sacó varios papeles del bolsillo de la chaqueta y los hojeó—. Aquí está; se llama OPEP.
—Jamás he oído hablar de él —reconocí.
En diciembre de 1972 muy pocas personas habían oído hablar de la OPEP, pero muy pronto tendrían que quitarse los tapones de los oídos.
—Yo tampoco —dijo Lisle—. Por eso los socios han pensado que era una tarea ideal para ti. Quieren enterrarte, Velis, ya te lo dije.
Alguien volvió a tirar de la cadena, y mis esperanzas se fueron con el agua por el desagüe.
—Hace algunas semanas —prosiguió Lisle— la sucursal de París nos envió un telegrama para preguntar si contábamos con expertos informáticos especializados en petróleo, gas natural y centrales eléctricas. Estaban dispuestos a aceptar a cualquiera y ofrecían una jugosa comisión. Ningún miembro del equipo asesor quería ir. Lisa y llanamente, la energía no es una industria de crecimiento rápido. Es un sector sin porvenir. Estábamos a punto de responder que no teníamos a nadie cuando surgió tu nombre.
No podían obligarme a aceptar ese trabajo. La esclavitud acabó con la guerra de Secesión. Querían forzarme a presentar la dimisión, pero estaba decidida a no ponerles las cosas fáciles.
—¿Qué tendré que hacer para los chicos del Tercer Mundo? —pregunté dulcemente—. No sé nada de petróleo. En lo que se refiere al gas natural, solo he oído lo que me llega del despacho contiguo. —Señalé el lavabo.
—Me alegro de que lo preguntes —dijo Lisle mientras se dirigía hacia la puerta—. Estarás en contacto con Con Edison hasta que salgas del país. En su central eléctrica queman todo lo que flota en el East River. En pocos meses te convertirás en una especialista en aprovechamiento energético. —Lisle rió y se despidió con la mano antes de salir—. Alégrate, Velis, podría haberte tocado Calcuta.
De modo que ahí estaba, sentada en plena noche en el centro de datos de Pan Am, empollando sobre un país del que jamás había oído hablar, sobre un continente del que nada sabía, para convertirme en especialista en un tema que no me interesaba e irme a vivir con personas que no hablaban mi idioma y que probablemente pensaban que las mujeres debían estar en los harenes. Pensé que esas gentes tenían mucho en común con los socios de Fulbright, Cone, Kane & Upham.
No me dejé dominar por el desaliento. Solo había tardado tres años en aprender todo lo que podía saberse sobre el área de transportes. El aprendizaje sobre la energía parecía más sencillo. Se hace un agujero en el suelo y sale petróleo. Era pan comido. Sin embargo, la experiencia prometía ser dolorosa si todos los libros que leía eran tan interesantes como el que tenía delante:
En 1950 el crudo ligero árabe se vendía a dos dólares el barril. En 1972 sigue vendiéndose a dos dólares el barril. Por consiguiente, es una de las pocas materias primas del mundo que no han experimentado un incremento inflacionista en un período de tiempo semejante. El fenómeno se explica por el riguroso control que los gobiernos del mundo han ejercido sobre este producto natural fundamental.
Fascinante. Sin embargo, lo que me resultó realmente fascinante fue lo que no explicaban ese libro ni ninguno de los textos que leí aquella noche.
Al parecer el crudo ligero árabe es un tipo de petróleo. De hecho, el más cotizado y buscado del mundo. El precio se había mantenido estable durante más de veinte años porque no estaba controlado por los compradores ni por los dueños de las tierras de las que se extraía. Lo controlaban los distribuidores, los infames intermediarios. Siempre había sido así.
En el mundo había ocho grandes empresas petroleras. Cinco eran norteamericanas, y las tres restantes, británica, holandesa y francesa. Durante una cacería de urogallos en Escocia, cincuenta años atrás, algunos de esos petroleros decidieron repartirse la distribución mundial de petróleo y dejar de pisarse el terreno. Pocos meses después se reunieron en Ostende con Calouste Gulbenkian, que se presentó con un lápiz rojo en el bolsillo. Gulbenkian dibujó lo que más tarde se conocería como «la delgada línea roja» alrededor de una porción del mundo que abarcaba el antiguo Imperio otomano, sin Irak ni Turquía, y una buena parte del golfo Pérsico. Los caballeros se repartieron dicho territorio y perforaron. El petróleo manó a borbotones en Bahrain y comenzó la carrera.
La ley de la oferta y la demanda es discutible cuando el principal consumidor mundial de un producto controla además la oferta. Según los gráficos que vi, hacía mucho tiempo que Estados Unidos era el mayor consumidor de petróleo. Y las empresas petroleras, en su mayoría norteamericanas, controlaban la oferta. Lo hacían de una forma sencillísima: firmaban contratos para explotar (o buscar) el petróleo a cambio de llevarse un considerable porcentaje, y entonces lo transportaban y distribuían, por lo que recibían un margen adicional de beneficios.
Estaba a solas con la impresionante pila de libros que había retirado de la biblioteca técnica y comercial de Pan Am, la única biblioteca de Nueva York que permanecía abierta en Nochevieja. Veía caer la nieve a la luz amarilla de las farolas situadas a lo largo de Park Avenue. Y me dediqué a pensar.
El pensamiento que asaltaba una y otra vez mi mente era el mismo que en el futuro inmediato perturbaría inteligencias más sutiles que la mía. Era un pensamiento que quitaría el sueño a varios jefes de Estado y enriquecería a los presidentes de las empresas petroleras; un pensamiento que desencadenaría guerras, matanzas y crisis económicas, y que pondría a las grandes potencias al borde de la tercera guerra mundial. En aquel momento no me pareció una idea tan revolucionaria.
Lisa y llanamente, el pensamiento era este: ¿qué ocurriría si Estados Unidos dejaba de controlar la oferta mundial de petróleo? La respuesta a la pregunta, elocuente en su simplicidad, aparecería doce meses después ante el resto del mundo.
Era nuestra cita en Samarra.
Sonaba un teléfono. Levanté la cabeza y miré alrededor. Tardé unos segundos en darme cuenta de que aún estaba en el centro de datos de Pan Am. Todavía era Nochevieja: el reloj de pared que había en el otro extremo de la sala marcaba las once y cuarto. Seguía nevando. Había dormido durante más de una hora. Me sorprendió que nadie respondiera al teléfono.
Eché un vistazo al centro de datos, al falso suelo de baldosas blancas que ocultaba kilómetros de cable coaxial amontonado como lombrices en las entrañas del edificio. No había un alma: la sala parecía un depósito de cadáveres.
Entonces recordé que había dicho a los encargados de las máquinas que podían descansar un rato, que yo vigilaría los aparatos, pero ya habían pasado varias horas. Cuando me levanté de mala gana para dirigirme al puesto de control, recordé que las palabras de los encargados me habían llamado la atención. Habían preguntado: «¿Le molesta que vayamos a la cámara de las cintas para esmaltar la cocina?». ¿Qué cocina?
Llegué al puesto de control, donde estaban los tableros de mandos y las consolas de las máquinas de esa planta, y conecté con las puertas de seguridad y las trampas de todo el edificio. Apreté el botón de la línea telefónica que parpadeaba. También vi una luz roja en la máquina 63, que indicaba que era necesario montar la cinta. Llamé a la cámara de las cintas para solicitar la presencia de un encargado, contesté al teléfono y me froté los ojos, soñolienta.
—Turno nocturno de Pan Am —dije.
—¿Te das cuenta? —preguntó una voz melosa con un inconfundible acento británico de clase alta—. ¡Te dije que estaba trabajando! Siempre está trabajando. —Se dirigía a alguien que estaba a su lado. Luego agregó—: ¡Querida Cat, llegarás tarde! Te estamos esperando. Son más de las once. ¿No sabes qué se celebra esta noche?
—Llewellyn, no puedo ir, tengo que trabajar —dije estirando los brazos y las piernas para desperezarme—. Ya sé que lo prometí, pero…
—Querida, nada de peros. En Nochevieja todos debemos averiguar qué nos depara el destino. A todos nos han adivinado el futuro, y ha sido muy, muy divertido. Ahora te toca a ti. Harry no deja de incordiarme, quiere hablar contigo.
Solté un bufido y volví a llamar al encargado. ¿Dónde se habían metido los malditos encargados? ¿Por qué diablos tres hombres hechos y derechos querían pasar la Nochevieja en una fría y oscura cámara de cintas, esmaltando una cocina?
—Querida —chilló Harry con su voz de barítono, que siempre me obligaba a alejar el auricular.
Harry había sido cliente mío cuando yo trabajaba para Triple-M y desde entonces manteníamos una buena amistad. Me había adoptado y aprovechaba la menor ocasión para invitarme a toda clase de reuniones, en las que yo debía soportar a su esposa Blanche y a su hermano Llewellyn. Sin embargo, lo que Harry deseaba de verdad era que me hiciera amiga de Lily, su desagradable hija, que tenía más o menos mi edad. Ya podía despedirse de semejante ilusión.