Authors: Katherine Neville
Di mis números de teléfono a la pobre y desconcertada mujer y nos despedimos. Pensé que Nim se lo tendría merecido si el mensaje pasaba por las manos de varios retoños de la Bolsa de Nueva York antes de llegar a las suyas. Me encantaría ver cómo salía de ese aprieto.
Tras lograr cuanto había podido en tan ardua tarea, me puse el traje de pantalón rojo para pasar el día en Con Edison. Revolví en el armario buscando un par de zapatos y solté unos cuantos tacos al ver que Carioca había mordido la mitad y desmadejado el resto. Por fin encontré dos zapatos del mismo par, me puse el abrigo y salí a desayunar. Como a Lily, me costaba afrontar ciertas cosas con el estómago vacío, y una de ellas era Con Edison.
La Galette era el bistrot francés local y estaba a media manzana de mi casa, en Tudor Place. Tenía manteles de cuadros y macetas con geranios. Las ventanas traseras daban al edificio de Naciones Unidas. Pedí zumo de naranja, café solo y pastel de ciruelas pasas.
En cuanto me sirvieron, abrí la cartera y saqué algunas notas que había tomado la noche anterior, antes de acostarme. Creía que era posible sacar algo en claro siguiendo la cronología de los acontecimientos.
Solarin tenía una fórmula secreta y decidieron llevárselo una temporada a Rusia. Hacía quince años que Fiske no participaba en una competición ajedrecística. Solarin me había hecho una advertencia y empleado el mismo lenguaje que la pitonisa a la que yo había consultado tres meses antes. Solarin y Fiske tuvieron un altercado durante la partida y decidieron solicitar una interrupción. Lily sospechaba que Fiske hacía trampa. Este apareció muerto en extrañas circunstancias. Había dos orificios de bala en el coche de Lily; el primer disparo se había efectuado antes de nuestra llegada y el segundo, en nuestra presencia. Por último, tanto Saul como la pitonisa se habían esfumado.
Aunque nada parecía encajar, eran numerosas las pistas que indicaban que todo estaba relacionado. Sabía que la probabilidad aleatoria de tantas coincidencias era nula.
Había terminado la primera taza de café y comido la mitad del pastel de ciruelas pasas cuando lo vi. Estaba contemplando las enormes ventanas de cristal del edificio de Naciones Unidas cuando algo me llamó la atención. Un hombre vestido de blanco de la cabeza a los pies, con un chándal con capucha y una bufanda subida hasta la nariz, pasó por la calle empujando una bicicleta.
Lo observé anonadada, con el vaso de zumo de naranja a mitad de camino hacia mi boca. El hombre descendió por la empinada escalera de caracol, flanqueada por muros de piedra, que conduce a la plaza situada frente a la ONU. Solté el vaso y me levanté de un salto, dejé sobre la mesa el importe de la consumición y guardé las notas en la cartera, cogí el abrigo y salí a toda prisa.
Los escalones de piedra, cubiertos por una capa de hielo y sal común, estaban resbaladizos, y bajé corriendo por ellos mientras me ponía el abrigo e intentaba cerrar la cartera. El hombre de la bicicleta estaba a punto de desaparecer en la esquina. Al meter el brazo en una manga, el alto tacón de mi zapato patinó en el hielo, se partió y yo caí de rodillas dos peldaños más abajo. Sobre mi cabeza, grabada en el muro de piedra, había una cita de Isaías:
Y convertirán sus espadas en rejas de arado y sus lanzas en hoces. No alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra.
Qué mala suerte. Me incorporé y me quité el hielo de las rodillas. A Isaías le quedaban muchas cosas por aprender acerca de los hombres y las naciones. Desde hacía más de cinco milenios en nuestro planeta no pasaba un solo día sin conflictos bélicos. Los manifestantes en contra de la guerra de Vietnam ya se habían congregado en la plaza. Me abrí paso entre ellos mientras agitaban sus carteles con el símbolo de la paz. Me encantaría verles convertir un misil balístico en una reja de arado.
Cojeando a causa del tacón roto, doblé en la esquina y caminé a lo largo del costado del Instituto de Investigación de Sistemas IBM. El hombre me llevaba cien metros de ventaja; ahora pedaleaba en la bicicleta. Llegó al paso peatonal de la plaza de la ONU y se detuvo ante el semáforo en rojo.
Eché a correr por la acera, con los ojos llorosos a causa del frío, intentando abrocharme el abrigo y cerrar la cartera mientras el viento glacial me azotaba. A mitad de camino vi que el semáforo pasaba al verde y el hombre cruzaba pedaleando. Aunque aceleré el paso, el semáforo volvió a ponerse en rojo cuando llegué y los coches arrancaron. Aguardé sin apartar la vista de la figura que se alejaba al otro lado de la calle.
El hombre se apeó de la bicicleta y subió con ella a cuestas por los escalones que daban a la plaza. ¡Estaba atrapado! Yo podía recuperar el aliento, porque no había ninguna salida en el jardín de las esculturas. Mientras esperaba a que cambiase el semáforo, de repente me di cuenta de lo que estaba haciendo.
El día anterior, casi había sido testigo de un posible asesinato y una bala había pasado muy cerca de mí en plena calle. Ahora perseguía a un desconocido simplemente porque se parecía al hombre de mi cuadro, bicicleta incluida. ¿Cómo podía parecerse tanto a mi óleo? Por más vueltas que le daba, no hallaba respuesta. En cuanto cambió el semáforo, miré en ambas direcciones, por si las moscas, antes de bajar a la calzada.
Crucé las puertas de hierro forjado de la plaza de la ONU y subí por la escalinata. Al otro lado de la extensión de cemento blanco, una viejecita de negro, sentada en un banco de piedra, alimentaba a las palomas. Con la cabeza cubierta por un pañuelo negro e inclinada hacia el suelo, arrojaba comida a las aves plateadas, que, formando una gran nube, se apiñaban, arrullaban y arremolinaban alrededor de ella. A su lado se encontraba el hombre de la bicicleta.
Al verlos no supe qué hacer. Estaban hablando. La anciana se volvió, miró en mi dirección y le comentó algo. El hombre asintió sin mirar atrás, dio media vuelta con una mano sobre el manillar y bajó rápidamente por la escalera del otro lado, hacia el río. Me armé de valor y corrí tras él. Las palomas alzaron el vuelo y apenas me permitieron ver. Me encaminé hacia la escalera cubriéndome la cabeza con un brazo mientras las aves revoloteaban en torno a mí.
Al pie de las escaleras, de cara al río, se alzaba un imponente campesino de bronce donado por los soviéticos. Martillaba su espada para convertirla en una reja de arado. En la otra orilla del helado East River se veía el gran letrero de Pepsi-Cola de Queens, entre el humo que arrojaban los hornos. A mi izquierda se extendía el jardín, cuyo amplio césped badeado de árboles estaba cubierto de nieve. Ni una sola pisada perturbaba la nívea superficie. Junto al río discurría un sendero de grava, separado del jardín por una hilera de árboles podados y más pequeños. No había nadie a la vista.
¿Dónde se había metido? El jardín no tenía salida. Me di la vuelta y subí de nuevo a la plaza. La anciana también había desaparecido, pero atisbé una figura que entraba por la puerta de los visitantes, junto a la cual estaba su bicicleta. Mientras corría hacia allí, me pregunté cómo se las había ingeniado para pasar a mi lado. Dentro solo había un guardia que charlaba con la joven recepcionista, sentada tras el mostrador ovalado.
—Disculpen, ¿acaba de entrar un hombre con un chándal blanco?
—No me he fijado —respondió el guardia, molesto por la interrupción.
—Si ustedes quisieran ocultarse, ¿dónde se meterían?
Ahora eran todo oídos. Ambos me observaron como si fuera una terrorista. Me apresuré a añadir:
—Me refiero a si quisieran estar a solas y disfrutar de un poco de intimidad.
—Los delegados van a la sala de meditación —respondió el guardia—. Es un sitio muy tranquilo. Está allí.
Señaló una puerta situada al otro lado del amplio suelo de mármol, de cuadros rosa y gris, como las casillas del ajedrez. Junto a la puerta había una vidriera verde azulada de Chagall. Les di las gracias y eché a andar. Cuando entré en la sala de meditación, la puerta se cerró a mis espaldas sin el menor ruido.
Era una estancia larga y oscura, que semejaba una cripta. Junto a la puerta había varias hileras de bancos pequeños, con los que estuve a punto de tropezar en la penumbra. En el centro se alzaba una losa en forma de féretro, sobre la que caía un fino haz de luz que atravesaba toda su superficie. Reinaba un silencio absoluto. Noté que se me dilataban las pupilas para adaptarse a la penumbra.
Me senté en un banco, cuya madera crujió, dejé la cartera en el suelo y contemplé la losa. Suspendida en el aire como un monolito que flotara en el espacio sideral, daba la impresión de que temblaba misteriosamente. El efecto que producía era tranquilizador, casi hipnótico.
La puerta se abrió a mis espaldas sin hacer ruido y dejó pasar un torrente de luz antes de cerrarse. Me volví muy lentamente, como en cámara lenta.
—No grites —susurró una voz detrás de mí—. No te haré daño. Te ruego que guardes silencio.
El corazón se me aceleró cuando reconocí la voz. Me levanté de un salto y di media vuelta, poniéndome de espaldas a la losa.
A la tenue luz de la estancia vi a Solarin, en cuyos ojos verdes se reflejaba la losa. Me había levantado tan bruscamente que me mareé, de modo que me apoyé contra la losa. Solarin me miraba impertérrito. Llevaba el mismo pantalón gris que el día anterior y una chaqueta oscura de piel que lo hacía parecer aún más pálido de lo que yo recordaba.
—Siéntate —murmuró—. Aquí, a mi lado. Solo dispongo de unos minutos.
Las piernas me flaqueaban. Tomé asiento sin abrir la boca.
—Ayer intenté avisarte, pero no me hiciste caso. Ahora sabes que te dije la verdad. Si no queréis acabar como Fiske, será mejor que Lily Rad y tú os mantengáis apartadas de este torneo.
—Entonces no crees que se haya suicidado —susurré.
—No digas tonterías. Le partió el cuello un especialista. Yo fui la última persona que lo vio con vida. Dos minutos después estaba muerto, y habían desaparecido varios objetos…
—Tal vez lo mataste tú —lo interrumpí.
Solarin sonrió. Su sonrisa era tan deslumbradora que transformó por completo sus facciones. Se inclinó hacia mí y me puso las manos sobre los hombros. Noté que sus dedos transmitían una gran calidez.
—Te ruego que me escuches con atención, pues corro un gran peligro al arriesgarme a que nos vean juntos. Yo no disparé al coche de tu amiga, pero la desaparición del chófer no es una mera casualidad.
Me quedé estupefacta. Lily y yo habíamos acordado que no se lo contaríamos a nadie. ¿Cómo se había enterado Solarin, si no tenía nada que ver?
—¿Sabes qué le ha pasado a Saul? ¿Sabes quién disparó?
En lugar de responder, me miró de hito en hito. Aún tenía las manos sobre mis hombros. Me los apretó mientras volvía a dedicarme su cálida y maravillosa sonrisa. Cuando sonreía, parecía un niño.
—No se equivocaban con respecto a ti —comentó con voz queda—. Eres la persona.
—¿Quiénes? Sabes cosas que no me dices —repliqué irritada—. Me haces una advertencia, pero no me dices de qué debo protegerme. ¿Conoces a la pitonisa?
Solarin apartó las manos de mis hombros y volvió a ponerse la máscara. Me di cuenta de que yo estaba tentando a la suerte, pero ahora no podía detenerme.
—Sí, la conoces —proseguí—. ¿Y quién es el hombre de la bicicleta? ¡Has tenido que verlo si me has seguido! ¿Por qué me haces advertencias y al mismo tiempo me ocultas información? ¿Qué quieres? ¿Qué tiene que ver todo esto conmigo? —Me interrumpí para recobrar el aliento y miré a Solarin, que me observaba atentamente.
—No sé qué decirte —repuso en voz baja, y por primera vez percibí indicios de acento eslavo en su manera formal y entrecortada de pronunciar el inglés—. Si te dijera algo, tu situación sería aún más comprometida. Solo te pido que me creas, porque he arriesgado mucho para hablar contigo. —Con gran sorpresa por mi parte, me acarició el pelo como si yo fuera una cría—. Mantente al margen del torneo de ajedrez. No confíes en nadie. Aunque tienes amigos influyentes de tu lado, no sabes a qué estás jugando…
—¿De qué lado? —pregunté—. Yo no juego a nada.
—Claro que sí —dijo él, y me miró con infinita ternura, como si deseara abrazarme—. Estás jugando una partida de ajedrez, pero no te preocupes, porque yo soy maestro de este juego y estoy de tu lado.
Se puso en pie y yo lo seguí aturdida hasta la puerta. Entonces se pegó a la pared y aguzó el oído, como si esperara que alguien fuera a entrar violentamente. Luego se volvió hacia mí. Yo estaba perpleja.
Se llevó una mano al interior de la chaqueta y con un movimiento de la cabeza me indicó que saliera. Entreví el arma que empuñaba. Tragué saliva y franqueé velozmente la puerta, sin mirar atrás.
El vestíbulo estaba inundado por la cegadora luz invernal que entraba por las paredes de cristal. Me dirigí deprisa a la salida. Arrebujada en el abrigo, crucé la plaza ancha y helada y bajé corriendo por las escaleras hacia East River Drive.
Descendía por la calle, protegiéndome del viento glacial, cuando me detuve en seco ante las puertas de la entrada de delegados. Me había olvidado la cartera en la sala de meditación. No solo guardaba en ella los libros de la biblioteca, sino también las notas sobre los acontecimientos del día anterior.
¡Fantástico! Solo me faltaba que Solarin encontrara esos papeles y creyera que estaba investigando su pasado mucho más a fondo de lo que suponía. Y eso era, desde luego, lo que me proponía. Me tildé de idiota y girando sobre el tacón roto emprendí el regreso a la plaza de la ONU.
Entré en el vestíbulo. La recepcionista estaba atendiendo a un visitante. No vi al guardia. Me convencí de que el miedo a regresar sola a la sala de meditación era absurdo. Mi vista abarcaba hasta la escalera de caracol y era evidente que no había nadie.
Crucé con paso decidido el vestíbulo y miré por encima del hombro al llegar a la vidriera de Chagall. Abrí la puerta de la sala de meditación y eché un vistazo.
Mis ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la penumbra. Entonces vi que las cosas no estaban como las había dejado. Solarin había desaparecido, al igual que mi cartera, y en la losa, boca arriba, descansaba un cadáver. Me quedé junto a la puerta, muerta de miedo. El largo cuerpo que yacía sobre la losa vestía uniforme de chófer. Se me heló la sangre y me zumbaron los oídos. Respiré hondo. Entré y dejé que la puerta se cerrara.
Me acerqué a la losa y miré la cara blanca que brillaba bajo el haz de luz. Era Saul. Y, en efecto, estaba muerto. Se me revolvió el estómago y sentí un miedo atroz. Jamás había visto un cadáver, ni siquiera en los funerales. Noté que iba a romper a llorar.