El nombre del Único (33 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El nombre del Único
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Gerard no tomó parte en la batalla. Fiel a su palabra, Mina lo apostó junto al prisionero, el rey elfo, en lo alto de una cresta desde la que se divisaba la ciudad.

Además del elfo, había otros cuatro caballeros negros con Gerard para proteger la carreta que transportaba el sarcófago de ámbar de Goldmoon. Odila estaba en la carreta. Como Gerard, su mirada permanecía fija en la batalla en la que no podía participar. Frustrado, sin poder hacer nada para ayudar a sus compañeros de caballería, Gerard siguió la batalla desde su detestada posición aventajada. Mina irradiaba una luz pálida y fantasmagórica que la convertía en un punto de concentración en cualquier lugar del campo de batalla.

—¿Qué es esa extraña niebla que inunda el valle? —preguntó Silvanoshei que observaba asombrado, montado en su caballo.

—No es una niebla, majestad. Es un ejército de espíritus de muertos —repuso, sombrío, Gerard.

—Hasta los muertos la adoran —dijo el elfo—. Acuden a luchar por ella.

Gerard echó una ojeada a la carreta que transportaba los cuerpos de los dos magos muertos. Se preguntó si el espíritu de Palin se encontraría en aquel campo de batalla luchando por Mina. Imaginaba cuánto la «adoraba» Palin. Podría haber hecho notar eso al enamoriscado joven, pero guardó silencio. De todos modos no le creería. Gerard siguió montado en el caballo, sumido en un hosco silencio.

El estruendo de la batalla y los gritos de los moribundos se alzaban de la niebla de espíritus que se espesaba a cada instante. De repente, Gerard lo vio todo envuelto en un velo de sangre y decidió cabalgar hacia allí para unirse a la desesperada lucha, aunque sabía desde el principio que no podía conseguir nada y que sólo lograría que lo mataran.

—¡Gerard! —llamó Odila.

—¡No puedes detenerme! —gritó, furioso, y entonces, cuando la niebla rojiza se aclaró un poco, vio que no intentaba detenerlo, sino que intentaba advertirle.

Cuatro de los caballeros de Mina, que se suponía que estaban protegiendo al elfo, espolearon a sus caballos y lo rodearon.

—Sigue, Gerard —dijo uno, un hombre llamado Clorant—. Ésta no es tu lucha. No queremos hacerte daño.

—Es mi lucha, malditos bastardos... —empezó Gerard, que barbotó las palabras desafiantes antes de entender lo que le habían dicho.

Los caballeros no lo miraban a él. Sus ojos, rebosantes de odio, estaban fijos más allá de él, en el elfo. Gerard recordó las chanzas y los insultos que había oído cuando el rey elfo entró en el campamento. Miró por encima del hombro. Silvanoshei no iba armado, se encontraría indefenso contra esos cuatro.

—Lo que le ocurra al orejas puntiagudas no es de tu incumbencia, Gerard —dijo Clorant, cuyo tono era ominoso, y su expresión mortífera—. Cabalga y no mires atrás.

Gerard tuvo que luchar consigo mismo, sofocar su rabia, obligarse a pensar tranquila y racionalmente. Entre tanto, maldijo a Mina por saber leer su corazón.

—Chicos, creo que lo habéis pillado todo al revés —dijo. Procurando que pareciera de manera casual, desvió su caballo de forma que lo situara entre Clorant y el joven elfo, y luego señaló—. La lucha está en esa dirección, a vuestra espalda.

—No tendrás problemas con Mina, Gerard —prometió Clorant—. Ya tenemos pensada una buena historia. Vamos a decirle que nos atacó una patrulla enemiga que merodeaba por las montañas y que conseguimos ahuyentarla, pero que en la confusión el elfo resultó muerto.

—Traeremos un par de cadáveres hasta aquí arriba —añadió otro—. Y nos mancharemos un poco con sangre para darle realidad a la historia.

—Me encantará mancharos de sangre a cualquiera de vosotros —dijo Gerard—, pero la cosa no va a llegar a eso. Ese elfo no lo merece. No es una amenaza para nadie.

—Lo es para Mina —argüyó Clorant—. Intentó matarla cuando estuvimos en Silvanesti. El Único nos la devolvió, pero la próxima vez ese bastardo podría tener éxito.

—Si es verdad que intentó matarla, dejad que Mina se ocupe de él —replicó Gerard.

—Ella no ve a través de los trucos y engaños del elfo —insistió Clorant—. Hemos de protegerla de sí misma.

«Es un enamorado celoso —comprendió Gerard—. Clorant está enamorado de ella. Todos lo están. Ésa es la verdadera razón de que quieran matar al elfo.»

—Dame una espada. Puedo librar mis propias batallas —declaró Silvanoshei, que había acercado su caballo al de Gerard. El elfo le lanzó una mirada orgullosa y despectiva—. No necesito que las libres por mí.

—Joven necio —gruñó Gerard sin apenas mover los labios—. ¡Cállate y deja que me encargue yo de esto!

»
Mina me ordenó que lo protegiera, y tengo el deber de obedecer —dijo en voz alta—. Juré que obedecería, igual que vosotros. Anda por ahí un concepto llamado honor. Quizá vosotros, chicos, hayáis oído hablar de él.

—¡Honor! —Clorant escupió en el suelo—. Hablas como un maldito solámnico. Tienes dos opciones, Gerard. O puedes cabalgar a la batalla y dejar que nos ocupemos del elfo, en cuyo caso nos encargaremos de que no tengas problemas, o puedes ser uno de los cadáveres que dejaremos en el lugar de la lucha para probar nuestra historia. No te preocupes —se mofó—. Le diremos a Mina que moriste con «honor».

Gerard no esperó a que se le echaran encima. Ni siquiera aguardó a que Clorant acabara de hablar, y espoleó a su caballo contra él. Las espadas entrechocaron al tiempo que sonaba la palabra «honor».

—Yo me encargo de este bastardo —gritó Clorant—. ¡Vosotros, matad al elfo!

Los otros tres dejaron que Clorant se ocupara de Gerard y galoparon hacia Silvanoshei. Gerard oyó a éste gritar algo en elfo, escuchó la maldición de uno de los caballeros, seguida de un golpe sordo y el tintineo de metal. Se arriesgó a echar un vistazo y, para su sorpresa, vio que Silvanoshei, sin más armas que sus propias manos, se había arrojado sobre uno de los caballeros, derribándolo del caballo. Los dos forcejearon en el suelo para coger la espada que el caballero había dejado caer. Los compañeros del caballero se movían alrededor de los combatientes, esperando la oportunidad de asestar un golpe al elfo sin correr el riesgo de herir a su amigo.

Gerard tenía sus propios problemas. Luchar contra un enemigo armado a caballo no era tanto una cuestión de habilidad en el manejo de la espada como un batallar a base de estacazos y golpes secos para desmontar al adversario.

Los caballos relinchaban y levantaban terrones con los cascos. Clorant y Gerard giraban uno en torno al otro, blandiendo salvajemente las espadas, golpeando cualquier parte del cuerpo que tenían al alcance, sin que ninguno de los dos se impusiera claramente al otro. El puño de Gerard se estrelló contra la mandíbula de Clorant y su espada se deslizó a través de la cota de malla de un brazo del hombre. El propio Gerard no se encontraba herido, pero era el que estaba en cierta desventaja. Clorant sólo tenía que defenderse, mantener a Gerard ocupado para que no pudiera salvar al elfo.

El solámnico echó otra ojeada y vio que Silvanoshei había conseguida asir la espada caída del caballero. Tras adoptar una postura defensiva, el joven observó sombríamente a sus enemigos, dos de los cuales seguían montados y estaban armados. El caballero caído empezaba a incorporarse.

Uno de los caballeros enarboló la espada y lanzó a galope su montura contra Silvanoshei con la intención de descabezarlo con un golpe de arriba abajo. Desesperado, Gerard dio la espalda a Clorant, dejando baja la guardia, pero no tenía más remedio si quería salvar la vida al elfo. Espoleó a su caballo, de modo que el animal, sobresaltado, dio un salto hacia adelante; el propósito de Gerard era galopar entre los dos combatientes para ponerse entre el elfo y su atacante.

Clorant golpeó a Gerard desde atrás. La espada se descargó contra el yelmo del solámnico, que sintió que los oídos le zumbaban y como si se le hubieran desparramado los sesos. Entonces Clorant se situó a su lado; una espada relumbró a la luz del sol.

—¡Basta ya! —gritó una mujer, la voz temblándose de rabia—. ¡En nombre del Único, acabad con esta locura!

El caballero que galopaba hacia el elfo tiró de las riendas tan fuerte que el caballo se encabritó y a poco dio con los huesos de ambos en el suelo. Gerard tuvo que frenar a su montura rápidamente para no chocar contra el tambaleante animal. Oyó a Clorant soltar un respingo mientras intentaba controlar a su caballo. Comprendió, por la mirada aterrada y su expresión culpable, que Clorant creía que era la voz de Mina. Gerard sabía que no. Reconocía la voz. Su esperanza era que Odila tuviera el coraje necesario para poner fin a la contienda.

Con el semblante lívido, los vuelos de la túnica sacudiéndose violentamente contra los tobillos, Odila se adelantó hasta el centro de la sudorosa, sangrante y letal refriega. Apartó una espada con la mano desnuda. Dirigió una mirada fulminante a los hombres, echando chispas por los ojos, y después sus ojos se detuvieron en Clorant.

—¿Qué significa esto? ¿No oíste la orden de Mina de que a este elfo había que tratarlo con el mismo respeto que a ella? —Odila lanzó una rápida mirada a cada uno de ellos, sin excluir a Gerard—. ¡Enfundad las armas! ¡Todos vosotros!

Estaba corriendo un gran riesgo. No sabía si esos hombres la veían como una verdadera sacerdotisa, una representante del Único, alguien tan sagrado como la propia Mina, o si sólo la consideraban una seguidora, en nada diferente a ellos.

Los hombres vacilaron e intercambiaron miradas indecisas. Gerard guardó silencio e intentó mostrarse tan culpable y consternado como los otros. Echó una fugaz ojeada al elfo, pero Silvanoshei tuvo el sentido común de mantener cerrada la boca. Jadeaba, falto de resuello, y observaba con recelo a sus enemigos. La mirada de Odila se endureció y la mujer estrechó los ojos.

—En nombre del dios Único, bajad las armas —volvió a ordenar, y esta vez señaló a Clorant—. ¡A no ser que queráis que la mano con la que la empuñáis se seque y se os desprenda del brazo por contrariarme!

—¿Le contarás a Mina lo que ha pasado? —inquirió Clorant con resentimiento.

—Sé que lo hicisteis por un equivocado deseo de cuidar de Mina —manifestó Odila, que suavizó el tono—. No tenéis que protegerla. El Único la guarda en la palma de su mano. El Único sabe lo que es mejor para ella y para todos nosotros. Este elfo vive sólo porque es voluntad del Único. —Odila señaló hacia Sanction—. Regresad a la batalla. Vuestro verdadero enemigo se encuentra allí abajo.

—¿Se lo contarás a Mina? —insistió Clorant, y en su voz había un timbre de miedo.

—No —contestó Odila—, lo haréis vosotros. Le confesaréis lo que habéis hecho y pediréis su perdón.

Clorant bajó la espada y, tras un instante de vacilación, la enfundó en la vaina. Hizo un gesto a sus compañeros para que las guardaran también. Después, tras lanzar una mirada de odio al elfo, hizo girar a su caballo y galopó colina abajo, dirigiéndose a Sanction. Sus amigos cabalgaron en pos de él.

Gerard soltó un inmenso suspiro de alivio y desmontó.

—¿Os encontráis bien? —preguntó a Silvanoshei mientras lo examinaba con la mirada. Vio unas cuantas manchas de sangre en sus ropas, pero nada serio.

Silvanoshei se apartó y lo miró con desconfianza.

—Tú, un caballero negro, arriesgaste la vida para salvar la mía. Te enfrentaste a tus compañeros. ¿Por qué?

—No lo hice por vos —repuso en tono gruñón Gerard, que no podía decirle la verdad—. Lo hice por Mina. Me ordenó que os protegiera, ¿recordáis?

—Eso tiene sentido. —El gesto del elfo se suavizó—. Gracias.

—Dadle las gracias a ella —rezongó Gerard en actitud descortés.

Con movimientos agarrotados y doloridos, cojeó hacia donde se encontraba Odila.

—Bien hecho. Fue una excelente actuación —la felicitó en voz baja—. Aunque siento curiosidad por saber qué habría ocurrido si Clorant no se hubiera tragado tu farol. Por un instante creí que era lo que iba a pasar. ¿Qué habrías hecho entonces?

—Es extraño. —La mirada de Odila era ausente y su voz sonaba queda y pensativa—. En el momento que hice la amenaza, supe que tenía el poder de cumplirla. Habría podido secarle la mano. Lo habría hecho.

—Odila... —empezó a discutir con ella.

—Da igual si me crees o no —le interrumpió bruscamente ella—. Nada puede oponerse al Único.

Asió el medallón que llevaba al cuello y regresó a la carreta.

—Nada puede pararle —dijo—. Nada.

26

Ciudad de fantasmas

Cabalgando en la vanguardia del triunfal ejército que entró, sin oposición, por la Puerta Oeste de Sanction y marchó victorioso a lo largo de la famosa calle del Armador, Gerard contempló la ciudad y sólo vio fantasmas: del pasado, del presente, de la prosperidad, de la guerra.

Recordó lo que había oído sobre Sanction, recordó —como si le hubiera ocurrido a otra persona y no a él— su conversación con Caramon Majere en la que expresó su esperanza de que lo mandaran a Sanction. «Algún sitio donde haya una verdadera batalla», había dicho o, si no lo había dicho, lo había pensado. Miró aquel fantasma de sí mismo y vio a un joven inexperto que no tenía bastante sentido común para saber cuan afortunado era.

«¿Qué pensaría Caramon de mí?» Gerard se puso colorado al recordar algunas de sus necias bravuconadas. Caramon Majere había librado muchas batallas. Sabía lo que era realmente la gloria, que no era más que una vieja espada oxidada y manchada de sangre seca colgada en la pared del recuerdo de un viejo. Al pasar ante los cadáveres de aquellos que habían defendido Sanction, Gerard vio la verdadera gloria de la guerra: las aves carroñeras aleteando mientras arrancaban ojos, moscas que llenaban el aire con su espantoso zumbido, los equipos de enterramiento riendo y bromeando mientras amontonaban cuerpos en carretones y los tiraban en las fosas comunes.

La guerra era una ladrona que osaba importunar a la muerte, robándole la noble majestuosidad de su dignidad, dejándola desnuda, arrojándola a una fosa y cubriéndola con cal para frenar el hedor.

Gerard dio las gracias por algo: se dejó descansar a los muertos.

Al final de la batalla, Mina —con la armadura cubierta de sangre, bien que ella ilesa— se había arrodillado junto a la primera de las zanjas cavadas precipitadamente para recibir a los muertos y rezó por ellos. Gerard la había observado con el estómago hecho un nudo por el horror, esperando que los cadáveres ensangrentados se levantaran, cogieran sus armas y formaran filas a una orden de Mina.

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