—¿Cómo se llama? —le preguntó al-Qurtubi al holandés.
—Eli Gal. Teniente Gal.
—¿Del Mosad?
—Del Shin Bet —respondió el holandés ladeando la cabeza—. Especialmente encargado de los asuntos del Vaticano.
—¿Tanto les preocupa? —dijo al-Qurtubi enarcando una ceja.
—En Israel hay ochenta mil cristianos, gran porcentaje de ellos católicos. Por otro lado, en los países católicos o en estados con importante población católica, viven muchos judíos. Es una cuestión de Estado. El año pasado hubo en Israel cincuenta y un atentados en iglesias católicas.
—¿Cuántos realizamos nosotros?
—Trece. No hemos de esforzarnos mucho para calentar el ambiente.
Al-Qurtubi se agachó. El israelí le miró sin curiosidad.
—Debe de dolerte mucho —le susurró al-Qurtubi al oído en inglés, midiendo las palabras—, pero seguramente ahora ya piensas que está a punto de acabar, que lo peor ha pasado, que te entregaremos a tu familia o a tus amigos o te mataremos. Les has dicho todo lo que sabías; todo lo que crees que querían oír, pero les dirás más si te lo piden. Te has purificado. Y te dices que, por lo tanto, el dolor deberá cesar pronto. Volverán a meterte en tu perrera o te pegarán un tiro. En ambos casos, será una liberación.
Al-Qurtubi hizo una pausa, tratando de ver qué efecto producían sus palabras. No caían en el vacío. El teniente Gal empezaba a prestarle atención.
—Ah —exclamó al-Qurtubi—, veo que me entiendes. Bien. Así no perderemos el tiempo. Es muy sencillo. Hay algunas cosas que necesito saber; cosas de las que aún no le has hablado a nadie, cosas que has supuesto que nosotros no podíamos siquiera imaginar. Y ahora te dices que ya nada importa, que has traspasado el límite del dolor y de la preocupación —añadió, acercándose un poco más—. Pero te equivocas. Estás muy equivocado.
El español rebuscó desenfadadamente en un bolsillo.
—Quiero que mires esta fotografía —le dijo—. Como ves, se tomó ayer. Una mujer muy bonita, tu esposa. Y unos hijos preciosos. Sería una lástima que les sucediera algo… desagradable.
Eli Gal cerró los ojos. Creía haber traspasado los límites del miedo y del dolor, sí. Pero le devolvían otra vez al terror. Sentía de nuevo circular la sangre por sus arterias. Tenía un insoportable dolor de cabeza. Notaba las heridas y las magulladuras como si se las acabasen de hacer.
—No…, no sé lo que quiere —farfulló ininteligiblemente.
Le habían hecho algo a su boca, a sus clientes. Articular cada sílaba le producía un intenso dolor.
—No tienes por qué preocuparte. Está todo ahí. Sólo tienes que confiar en nosotros y decirnos lo que sabes.
—Por Dios. Les he dicho… todo. Por favor…, no les hagan daño. Ellos… no saben… nada.
—Todo lo que tienes que decirme es qué sucederá el día uno de enero.
—¿Enero? Nada… Yo no…
—Puedo hacer que los traigan aquí —musitó al-Qurtubi—. Podrás verlo todo. Ya sabes de lo que son capaces mis hombres.
—No lo… recuerdo… —dijo Gal, en cuya frente empezaba a brotar el sudor—. Por favor —añadió—, denme algo para el dolor.
—El dolor puede ser aún peor. Piensa. Piénsalo bien. Dinos lo del Papa. Dinos qué se propone hacer exactamente.
La poca sangre que quedaba en las mejillas del israelí desapareció al instante. Movió la cabeza enérgicamente. Al-Qurtubi le cogió la mano izquierda y le partió el índice. Gal gritó.
—Lo único que consigues con esa actitud es sufrir más innecesariamente. Puedo garantizar la seguridad de tu esposa y de tus hijos, pero sólo si me cuentas con franqueza todo lo que sabes. Y no olvides que, si descubrimos que es falso, ellos seguirán estando bajo nuestra custodia.
Gal se estremeció.
—El Papa… —dijo entrecortadamente— se propone celebrar misa… en la iglesia del Santo Sepulcro. En la ciudad antigua.
—Lo sabemos. Se propone inaugurar el Año Santo y el tercer milenio al mismo tiempo. ¿Y qué más? ¿Cuándo llega?
El israelí tosió espasmódicamente. Luego alzó la vista para mirar a su torturador. Tenía lágrimas en los ojos.
—Su avión… aterrizará en Tel Aviv el día treinta y uno por la tarde. No sé… cuánto tiempo…
—Dentro de dos días.
—Le conducirán… directamente a Jerusalén… para entrevistarse con el presidente Goldberg. El día uno por la mañana… irá a la iglesia. No habrá… periodistas, ni turistas, ni peregrinos… Sólo el Papa y… un reducido grupo de invitados. Después habrá una conferencia interconfesional con representantes de las principales religiones de la región.
Gal se quedó en silencio. El dolor le empujaba a revelar lo que sabía, pero su entrenamiento y el valor que le quedaba eran como agujas que cosían sus labios.
Cerró los ojos. Vio a Hannah, a Yigael y a Raquel. Vio sangre en sus propios ojos y en los de ellos, sangre impregnando la luna, sangre en los árboles, sangre en las playas, sangre velando el sol en poniente. Y acabó por decirlo todo.
De nuevo en la calle, al-Qurtubi sonrió. Miró al holandés.
—¿Estará todo listo esta noche en El Cairo?
—Por supuesto. Ya tenemos los periódicos preparados para el anuncio de mañana.
—¿Y la prensa extranjera?
—Difundiremos un comunicado esta noche a las nueve.
—Bien. No podemos permitir que el Papa llegue a Jerusalén. Tendremos que desviarle.
—¿Crees que lo conseguiremos?
—Me parece que sí. Él cree en mí. En quién soy y en lo que soy.
—¿En que eres el Anticristo?
—Sí. Sabe quién soy. Y me teme.
Fueron caminando hasta la Puerta del León. Un coche les estaría aguardando en Derej Yeriko para llevarles a Jordania. Al pasar frente a la iglesia de la Flagelación, al-Qurtubi se estremeció. ¿Y si no era una simple coincidencia? ¿Y si, después de todo, él era el manipulado y no el manipulador? La Bestia, pero no su dueño. Al mirar aquellas piedras de color gris acaramelado, el peso de los siglos, unas palabras afloraron a sus labios.
—Fuera de aquí —dijo con la voz quebrada—. Fuera de aquí en seguida. Este lugar está lleno de susurros. Hay demasiados susurros.
Quiere saber cómo va la epidemia en El Cairo
¿verdad
?
Eothen
, Alexander W. Kinglake
L
a lluvia trazaba formas irregulares en el parabrisas al resbalar por el cristal. Había descargado inesperadamente, procedente del desierto y portando granos de fina arena roja que parecían segregados por las gotas. Según cómo daba la luz, semejaban gotas de sangre.
Butrus no accionó el limpiaparabrisas. Llevaba lloviendo desde mediodía y las calles se habían vaciado de viandantes, lo que les dejaba, a él y a Aisha, aún más expuestos y vulnerables. El coche era de un amigo, uno de los pocos amigos de confianza que le quedaban. A través de la ventanilla del lado opuesto al del conductor, Aisha veía la entrada del edificio de piedra gris del otro lado de la placita. Él siempre hacía aquel camino, se dijo, en dirección a Shari Mansurr; desde allí seguía a pie, a paso vivo, hasta la estación de Bab al-Luq, donde cogía el metro de regreso a Helwan.
La plaza Lazughly está prácticamente a medio camino de los edificios del Parlamento y del Palacio Presidencial. En su lado noroeste se alzan las dependencias del Ministerio de Justicia. Es el emplazamiento idóneo para la Jefatura de la Seguridad Nacional. Pero, desde el golpe de estado, ésta había quedado en un segundo plano a causa del ardor de los jóvenes
muhtasibin
. Por una u otra razón la mayoría de sus antiguos miembros habían abandonado el cuerpo. Sin embargo, como suelen hacer todos los nuevos regímenes, el Consejo Revolucionario de la República Islámica Egipcia reconocía el valor del anterior aparato de seguridad.
La lluvia tintineaba en el techo del pequeño vehículo: la única música permitida en Egipto tras la implantación de anacrónicas leyes contra el canto y la danza. Aisha no podía conducir. A las mujeres les estaba prohibido. Iba recostada en el asiento, con una larga túnica y un negro
hijab
que le cubría casi todo el rostro. Detestaba tener que vestir así, pero se había resignado porque le proporcionaba un medio perfecto para pasar inadvertida.
Hacía tamborilear los dedos nerviosamente en el salpicadero mientras aguardaba, rezando para que su tío apareciese. Le tentaba encender un cigarrillo, pero no se atrevía. Fumar no estaba prohibido, pero era preferible no correr riesgos.
Eran casi las cuatro cuando al fin apareció Ahmad Shukri. Llevaba un paraguas grande de color negro en una mano y un pequeño maletín en la otra. Aisha le reconoció en seguida: alto, desgarbado, encorvado. De pequeña siempre le hacía pensar en una cigüeña y temía que echase a volar en cuanto el cielo se encapotaba.
Le conocía muy bien. Sabía de su soledad; de su vacío interior al morir su esposa a los veinticinco años; del dolor que le producía la falta de hijos, en una sociedad que los valoraba más que cualquier otra cosa. Su trabajo había sido menos notorio que su sufrimiento y, hasta entonces, a ella nunca le interesó. No era más que un funcionario, solía decir él para justificarse; uno más en el ejército de chupatintas de Egipto.
Aisha nunca creyó que su tío fuese un cero a la izquierda en el «aparato», tal como él pretendía. Toda la familia sabía que ocupaba un alto cargo en la Policía Secreta. Era una especie de seguro, un pequeño refugio por si un día venían mal dadas. El tío Ahmad era tan valioso como temible.
Le siguieron lentamente hasta la esquina de Majlis y Mansur, fuera ya del campo de visión de la plaza. Él no volvió la cabeza al notar que el coche iba a su paso. La mayoría de las personas lo hubieran hecho. Aisha se retiró el velo y bajó el cristal de la ventanilla.
—Tío Ahmad, ven, por favor. Tengo que hablar contigo.
Shukri se detuvo en seco y volvió la cabeza.
—¡Aisha! ¡Por el amor de Dios! ¿Qué haces aquí? ¿Es que no sabes…?
—Por favor, sube, tío. No podemos hablar con esta lluvia.
Shukri miró nerviosamente en derredor, como un hombre que, de pronto, se viese despojado de la seguridad de saberse invulnerable. Aisha abrió la portezuela de atrás, mirando implorante a su tío.
—Por favor —le dijo—. Necesito tu ayuda. Y Michael también necesita ayuda.
—¿Michael? —exclamó él como si de verdad no lo entendiese.
—Michael Hunt —dijo Aisha con aplomo.
Shukri pareció sobresaltarse. Miró a su alrededor como asustado y luego a Aisha con fijeza. Entonces se decidió a subir. Cerró el paraguas y lo sacudió antes de entrar en el coche. Butrus no volvió la cabeza.
—¿Adonde vamos? —preguntó, pues no habían decidido nada al respecto.
—A mi casa —indicó Shukri—. Tengo un nuevo apartamento —añadió, dirigiéndose a Aisha—. Supongo que habrás tratado de encontrarme en el antiguo.
Ella asintió.
—Me pareció más conveniente vivir fuera de la ciudad —explicó su tío—. Ya os iré indicando. Si vais a secuestrarme, por lo menos que sea en un lugar confortable —añadió, volviéndose para mirar por la ventanilla trasera—. Ve por la Comiche. Así te será más fácil ver si nos siguen. Y conecta el limpiaparabrisas, que nos vamos a matar.
Butrus soltó el embrague y enfiló hacia el río.
En un portal de la calle que acababan de dejar, un hombre vestido con una larga
galabiyya
negra comunicó rápidamente algo a través de su pequeña radio portátil.
El río centelleaba por efecto de la lluvia. A su derecha, el extremo de la isla de Jazira se agitaba, rebosante de verdor. A lo largo de la orilla, entre los puentes Tahrir y Fontana, se había congregado gran número de personas. Hombres y mujeres en abigarrados grupos, niños que lloraban o corrían a sus anchas. Los farolillos que pendían de los postes proyectaban una luz blanca que hacía resplandecer los rostros.
Aisha bajó el cristal de la ventanilla tratando de ver a través de la cortina de agua. Oía lamentos que llegaban desde todas direcciones.
—¿Qué hacen?
—Mira —repuso Butrus—. Mira hacia el río.
Cabeceando, mecida por la corriente, una flota de lo que parecían pequeñas embarcaciones iba río abajo, entre Jazira y la orilla oriental.
—¿Qué es eso? —preguntó Aisha—. No pueden ser barcas.
—Son féretros —contestó su tío con voz tensa—. Desde hace algún tiempo, la gente viene aquí todos los días para deshacerse de los muertos. No se atreven a enterrarlos por temor al contagio. Y ni las autoridades ni los
shayjs
de la Universidad de al-Azhar les permitirían incinerarlos por escrúpulos religiosos. De manera que arrojan los ataúdes al Nilo. Creen que el río los llevará al mar.
—¿Y no llegan? —preguntó Aisha mientras Butrus aceleraba, alejándose de la multitud.
—Por supuesto que no. La mayoría se hunden antes de llegar a la isla de Warraq. Los demás encallan o quedan varados en la orilla. Los pescadores encuentran muchos cuerpos atrapados en las redes, descarnados por los cocodrilos. Conforme se extiende la epidemia, cada vez son más los cuerpos que llegan del sur. ¿Qué podemos hacer? ¿Qué podría hacer nadie? Dicen que, sólo en El Cairo, mueren diez mil personas cada día.
El coche fue dejando el río atrás. El cielo se encapotaba. Una curva y pálida pincelada de luna asomaba tras densas capas de agua y arena.
Al llegar a Helwan llovía menos. Shukri no había abierto la boca desde que dejaron la orilla del río. Permanecía recostado en el asiento de atrás, mirando a través de las ventanillas cómo se condensaba la noche.
El nuevo apartamento de Shukri estaba en un bloque construido por el
muhafaza
de El Cairo a principios de los sesenta, durante el régimen de Nasser. Era un edificio con centenares de viviendas de renta limitada construidas para los obreros de las fábricas del polígono. Desde entonces, el barrio respiraba una gris humareda procedente de dichas fábricas, sin más concesión a la belleza o al arte que un enorme mural pintado en una de las paredes del bloque por un peregrino al regresar de La Meca.
Cada día, al volver a casa, Shukri veía la barca burdamente pintada, el velado cubo de la Kaaba, las figuras de Abraham o Ismael bajo las alas desplegadas de Gabriel, y sentía un intenso dolor. Recordaba que, mucho tiempo atrás, también él se embarcó en una peregrinación. Pero, aunque no era capaz de precisar cómo, ni dónde, ni en qué momento de su vida, tropezó y se desencaminó.