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Authors: John Boyne

Tags: #Drama

El niño con el pijama de rayas (15 page)

BOOK: El niño con el pijama de rayas
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Shmuel asintió con la cabeza, cogió otra servilleta y se puso a limpiar otro vaso; Bruno vio cómo le temblaban los dedos y comprendió que temía romper el vaso. Bruno estaba destrozado, pero aunque quisiera no podía desviar la mirada.

—Vamos, jovencito —dijo Kotler, pasándole su odioso brazo por los hombros—. Ve al salón, ponte a leer y deja que este asqueroso termine su trabajo. —Utilizó la misma palabra que había utilizado con Pavel cuando lo había enviado a buscar un neumático.

Bruno asintió, se dio la vuelta y salió de la cocina sin mirar atrás. Tenía el estómago revuelto y por un momento temió vomitar. Jamás se había sentido tan avergonzado; nunca había imaginado que podría comportarse de un modo tan cruel. Se preguntó cómo podía ser que un niño que se tenía por una buena persona pudiera actuar de forma tan cobarde con un amigo suyo. Se sentó en el salón y estuvo allí varias horas, pero no podía concentrarse en su libro. No se atrevió a volver a la cocina hasta mucho más tarde, por la noche, cuando el teniente ya se había llevado a Shmuel.

Después de aquel día, todas las tardes Bruno volvía al tramo de alambrada donde solían encontrarse, pero Shmuel nunca estaba allí. Pasó casi una semana y Bruno estaba convencido de que su comportamiento había sido tan terrible que Shmuel nunca lo perdonaría, pero el séptimo día se llevó una gran alegría al ver que su amigo lo estaba esperando sentado en el suelo con las piernas cruzadas, como de costumbre, y con la vista clavada en el polvo.

—Shmuel —dijo, corriendo hacia él y sentándose. Casi lloraba de alivio y arrepentimiento—. Lo siento mucho, Shmuel. No sé por qué lo hice. Di que me perdonas.

—No pasa nada —dijo Shmuel, mirándolo. Tenía la cara cubierta de cardenales. Bruno se estremeció y por un momento olvidó sus disculpas.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó, pero no esperó a que Shmuel contestara—. ¿Te has caído de la bicicleta? A mí me pasó una vez en Berlín, hace un par de años. Me caí porque iba demasiado rápido y estuve lleno de cardenales varias semanas. ¿Te duele?

—Ya no lo noto —dijo Shmuel.

—Debe de dolerte.

—Ya no noto nada.

—Oye, siento lo de la semana pasada. Odio al teniente Kotler. Se cree que manda él, pero se equivoca. —Vaciló un momento, porque no quería desviarse del tema. Sentía que debía decirlo una vez más de todo corazón—. Lo siento mucho, Shmuel —repitió con voz clara—. No puedo creer que no le dijera la verdad. Nunca le había vuelto la espalda a un amigo mío. Me avergüenzo de mí mismo, Shmuel.

Shmuel sonrió y asintió con la cabeza. Entonces Bruno supo que lo había perdonado. A continuación, Shmuel hizo algo que nunca había hecho: levantó la base de la alambrada como hacía cuando Bruno le llevaba comida, pero aquella vez metió la mano por el hueco y la dejó allí, esperando a que Bruno hiciera lo mismo, y entonces los dos niños se estrecharon la mano y se sonrieron.

Era la primera vez que se tocaban.

16. El corte de pelo

Hacía casi un año que Bruno había llegado a su casa y encontrado a María recogiendo sus cosas. Sus recuerdos de la vida en Berlín casi se habían esfumado. Cuando hacía memoria, recordaba que Karl y Martin eran dos de sus tres mejores amigos para toda la vida, pero por mucho que se esforzara no lograba recordar cómo se llamaba el otro. Y entonces sucedió algo que hizo que pudiera salir de Auschwitz durante dos días y regresar a su antigua casa: la Abuela había muerto y la familia debía volver a Berlín para el funeral.

Allí Bruno se dio cuenta de que ya no era tan bajito como cuando se había marchado, porque podía ver por encima de cosas que antes le tapaban la vista, e incluso en su antigua casa comprobó que podía mirar por la ventana de la buhardilla y contemplar todo Berlín sin necesidad de ponerse de puntillas.

El niño no había visto a su abuela desde su partida de Berlín, pero había pensado en ella todos los días. Lo que mejor recordaba eran las obras de teatro que representaban el día de Navidad y en los cumpleaños, y que la Abuela siempre tenía el disfraz perfecto para el papel que a Bruno le correspondía interpretar. Cuando pensó que nunca volverían a hacer aquello, se puso muy triste.

Los dos días que pasaron en Berlín también fueron tristes. Se celebró el funeral, y Bruno, Gretel, Padre, Madre y el Abuelo se sentaron en primera fila; Padre llevaba su uniforme más impresionante, el almidonado y planchado con las condecoraciones. Madre explicó a Bruno que Padre era quien estaba más triste, porque había discutido con la Abuela y no habían hecho las paces antes de que ella muriera.

Se enviaron muchas coronas a la iglesia y Padre estaba orgulloso de que una de ellas la hubiera mandado el Furias. Cuando lo oyó, Madre dijo que la Abuela se revolvería en la tumba si se enterase.

Bruno casi se alegró cuando regresaron a Auschwitz. La casa nueva ya se había convertido en su hogar, el niño había dejado de preocuparse porque sólo tuviera tres plantas y no cinco, y ya no le molestaba tanto que los soldados entraran y salieran como si fuese su casa. Poco a poco fue aceptando que al fin y al cabo no estaba tan mal vivir allí, sobre todo desde que conocía a Shmuel. Sabía que había muchas cosas por las que debería alegrarse, entre ellas el que Padre y Madre parecieran siempre contentos y ella ya no tuviera que echar tantas siestas ni tomar tantos licores medicinales. Y Gretel tenía una mala racha —así lo llamaba Madre— y no se metía mucho con su hermano.

Además, al teniente Kotler lo habían destinado a otro sitio y ya no estaba en Auschwitz para hacer enfadar y fastidiar a Bruno continuamente. (Su marcha había sido muy repentina, y aquel día Padre y Madre habían mantenido una acalorada discusión a altas horas de la noche, pero se había marchado, eso seguro, y no iba a volver; Gretel estaba inconsolable.) Así pues, otra cosa de la que alegrarse: ya nadie lo llamaba «jovencito».

Pero lo mejor era que Bruno tenía un amigo que se llamaba Shmuel.

Le encantaba echar a andar por la alambrada todas las tardes y se alegraba de ver que su amigo parecía mucho más contento últimamente y que ya no tenía los ojos tan hundidos, aunque seguía teniendo el cuerpo extremadamente delgado y la cara de una palidez muy desagradable.

Un día, mientras estaba sentado frente a Shmuel en el sitio de siempre, Bruno observó:

—Esta es la amistad más rara que he tenido jamás.

—¿Por qué? —preguntó Shmuel.

—Porque con todos los otros niños que eran amigos míos podía jugar. Y nosotros nunca jugamos. Lo único que hacemos es sentarnos aquí y hablar.

—A mí me gusta sentarme aquí y hablar —dijo Shmuel.

—Sí, a mí también, claro. Pero es una lástima que no podamos hacer algo más emocionante de vez en cuando. Jugar a los exploradores, por ejemplo. O al fútbol. Ni siquiera nos hemos visto sin esta alambrada de por medio.

Bruno solía hacer comentarios así para aparentar que el incidente ocurrido unos meses atrás, cuando negó su amistad con Shmuel, no había sucedido nunca. Era un asunto que seguía preocupándole y que le hacía sentirse mal, aunque Shmuel, dicho sea en su honor, parecía haberlo olvidado por completo.

—Quizá podamos jugar algún día —dijo Shmuel—. Si nos dejan salir de aquí.

Bruno empezó a pensar más y más en los dos lados de la alambrada y en su razón de ser. Se planteó hablar con Padre o Madre acerca de ello, pero sospechaba que o bien se enfadarían o bien le dirían algo desagradable acerca de Shmuel y su familia, así que hizo algo muy inusual: decidió hablar con la tonta de remate.

La habitación de Gretel había cambiado bastante desde la última vez que Bruno había estado en ella. Para empezar, no había ni una sola muñeca a la vista. Una tarde, cerca de un mes atrás, por el tiempo en que el teniente Kotler se marchó de Auschwitz, Gretel había decidido que ya no le gustaban las muñecas y las había tirado. En su lugar había colgado unos mapas de Europa que Padre le había regalado, y todos los días clavaba alfileres en ellos y desplazaba los alfileres constantemente tras consultar el periódico. Bruno pensaba que debía de estar volviéndose loca. Sin embargo, no se burlaba de él ni lo intimidaba tanto como antes, de modo que Bruno creyó que no sería peligroso hablar con ella.

—Hola —dijo llamando con educación a la puerta; sabía lo furiosa que se ponía si entraba sin llamar.

—¿Qué quieres? —le preguntó Gretel, que estaba sentada ante el tocador haciendo experimentos con su pelo.

—Nada.

—Pues vete.

Bruno asintió con la cabeza, aunque entró en la habitación y se sentó en el borde de la cama. Ella lo miró de reojo, pero no dijo nada.

—Gretel —se decidió el niño al cabo de un rato—, ¿puedo preguntarte una cosa?

—Si te das prisa, sí —contestó ella.

—Aquí en Auschwitz todo es… —empezó, pero su hermana lo interrumpió de inmediato.

—No se llama Auschwitz, Bruno —dijo con enojo, como si aquél fuera el peor error cometido en la historia mundial—. ¿Por qué no lo pronuncias bien?

—Se llama Auschwitz— protestó él.

—No, no se llama así —insistió ella, pronunciando correctamente el nombre del campo. Bruno frunció el entrecejo y se encogió de hombros.

—Pero si eso es lo que he dicho —dijo.

—No, no has dicho eso. Pero da igual, no voy a discutir contigo —repuso Gretel, que ya estaba perdiendo la paciencia (porque tenía muy poca)—. Bueno, ¿qué pasa? ¿Qué quieres saber?

—Quiero saber qué es esa alambrada —dijo Bruno con firmeza, decidiendo que aquello era lo más importante, al menos para empezar—. Quiero saber por qué está ahí.

Gretel se dio la vuelta en la silla y miró a su hermano con curiosidad.

—Pero ¿cómo? ¿No lo sabes?

—No. No entiendo por qué no nos dejan ir al otro lado. ¿Qué nos pasa para que no podamos ir allí a jugar?

Su hermana lo miró fijamente y de pronto se echó a reír, y no paró hasta que vio que Bruno seguía con expresión muy seria.

—Bruno —dijo entonces con infinita paciencia, como si no hubiera en el mundo nada más evidente que aquello—, la alambrada no está ahí para impedir que nosotros vayamos al otro lado. Está para impedir que ellos vengan aquí.

El niño reflexionó sobre aquello, pero no sacó nada en claro.

—Pero ¿por qué? —preguntó.

—Porque hay que mantenerlos juntos —explicó Gretel.

—¿Con sus familias, quieres decir?

—Bueno, sí, con sus familias. Pero también con los de su clase.

—¿Qué quieres decir?

Gretel suspiró y sacudió la cabeza.

—Con los otros judíos, Bruno. ¿No lo sabías? Por eso hay que mantenerlos juntos. No pueden mezclarse con nosotros.

—Judíos —repitió Bruno, experimentando con la palabra. Le gustaba cómo sonaba—. Judíos —repitió—. Toda la gente que hay al otro lado de la alambrada es judía.

—Exacto —confirmó Gretel.

—¿Nosotros somos judíos?

Gretel abrió la boca como si le hubieran dado una bofetada.

—No, Bruno —exclamó quedamente—. No, claro que no. Y eso no deberías ni insinuarlo.

—¿Por qué? Entonces ¿qué somos nosotros?

—Nosotros somos… —empezó Gretel, pero tuvo que pararse a pensar—. Nosotros somos… —repitió, pues no estaba muy segura de la respuesta—. Mira, nosotros no somos judíos —dijo al final.

—Eso ya lo sé —replicó Bruno con frustración—. Lo que te pregunto es qué somos, si no somos judíos.

—Somos lo contrario —dijo Gretel rápidamente, y se quedó muy satisfecha con su respuesta—. Sí, eso es. Nosotros somos lo contrario.

—Ah, vale. —Bruno se alegró de entenderlo por fin—. Y los contrarios vivimos en este lado de la alambrada y los judíos viven en el otro.

—Exacto, Bruno.

—¿Es que a los judíos no les gustan los contrarios?

—No; es a nosotros a quienes no nos gustan ellos, estúpido.

Bruno frunció el entrecejo. A Gretel le habían dicho infinidad de veces que no debía llamar estúpido a su hermano, pero aun así ella seguía haciéndolo.

—Ah. ¿Y por qué no nos gustan? —preguntó.

—Porque son judíos.

—Ya entiendo. Los contrarios y los judíos no se llevan bien.

—Exacto —dijo Gretel, que había descubierto algo raro en su pelo y estaba examinándolo minuciosamente.

—Entonces ¿por qué no va alguien a hablar con ellos y…?

Bruno no pudo terminar la frase porque Gretel soltó un grito desgarrador, un grito que despertó a Madre de su siesta y la hizo irrumpir en la habitación para averiguar cuál de sus dos hijos había matado al otro.

Mientras hacía experimentos con su pelo, Gretel había encontrado un huevo diminuto, no más grande que la cabeza de un alfiler. Se lo enseñó a Madre, que le examinó el cabello separando rápidamente finos mechones; luego hizo lo mismo con Bruno.

—No puedo creerlo —dijo Madre, enfadada—. Ya sabía yo que pasaría algo así en un sitio como éste.

Resultó que tanto Gretel como Bruno tenían piojos. A Gretel tuvieron que lavarle el pelo con un champú especial que olía muy mal y después la niña se pasó varias horas seguidas en su habitación, llorando a lágrima viva.

A Bruno también le pusieron aquel champú, pero luego Padre decidió que lo mejor era empezar desde cero, así que buscó una navaja de afeitar y le rasuró la cabeza; Bruno no pudo contener las lágrimas.

Fue todo muy rápido; le horrorizaba ver cómo todo su pelo caía flotando de su cabeza y aterrizaba en el suelo, junto a sus pies, pero Padre dijo que había que hacerlo.

Después Bruno se miró en el espejo del cuarto de baño y sintió ganas de vomitar. Ahora que estaba calvo, su cabeza tenía un aire deforme y sus ojos parecían demasiado grandes para su cara. Casi le daba miedo su reflejo.

—No te preocupes —lo tranquilizó Padre—. Ya volverá a crecer. Sólo tardará unas semanas.

—Esto ha pasado por culpa de toda la porquería que hay aquí —se quejó Madre—. No entiendo cómo ciertas personas no se dan cuenta del efecto que este lugar está teniendo sobre nosotros.

Cuando se vio en el espejo, Bruno no pudo evitar pensar cuánto se parecía a Shmuel, y se preguntó si todos los del otro lado de la alambrada tendrían también piojos y por eso los habían rapado.

Al día siguiente, cuando vio a su amigo, Shmuel se echó a reír de su aspecto, lo cual no ayudó a que Bruno recuperara su mermada autoestima.

—Me parezco a ti —dijo Bruno con tristeza, como si aquello fuera algo terrible de admitir.

—Sí, aunque más gordo —reconoció Shmuel.

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