Authors: Jesús Sánchez Adalid
—Dime la verdad —se decidió a hablar con franqueza Asbag—. ¿Participaréis en ese sacrilegio? ¿No os dais cuenta de que lo que busca Almansur es terminar con la cristiandad? Y luego, ¿qué haréis? ¿Os haréis vosotros musulmanes; abandonaréis a Cristo?
—¡Eso nunca! —respondió Jerónimo, sacándose una cruz que guardaba junto a su pecho, colgada del cuello por un cordón.
—Entonces, ¿qué hacéis aquí?
—Ya te lo dijo Peláez. Nuestros reyes se hicieron vasallos de Almansur. ¿No hemos de seguirlos a ellos? ¿No fue Dios quien los eligió a ellos?
—¿Iréis, pues, contra Santiago? ¿Seréis capaces de hacer un mal tan grande?
El conde estaba tenso, su respiración estaba alterada y sus ojos encendidos de furia.
—¡No, no, no! —respondió—. ¡De ninguna manera!
Dicho esto, miró nervioso hacia la cortina de la puerta. Se acercó hasta ella y la apartó para echar un vistazo a un lado y a otro, por si alguien estaba escuchando. Después, bajando la voz, prosiguió:
—Jamás hemos pensado ir contra Santiago. Nos unimos a Almansur porque no teníamos otro remedio, pero cuando supimos en Córdoba que su objetivo era destruir el templo del apóstol… No, jamás se nos pasó por la cabeza cometer tal abominación. ¿Me creéis?
—Sí. Le dijo Asbag. Te creo de todo corazón.
Entonces el conde se aproximó más a ellos y les dijo:
—Tenemos un plan. Cuando llegasteis esta tarde, estábamos hablando de ello. Ya hemos enviado un mensajero a Portucale y otro a Tuy, diciéndoles que resistan y comunicándoles los puntos flacos del ejército de Almansur. Antes de llegar a Santiago, nos revolveremos contra los moros y les haremos todo el daño que podamos por la retaguardia.
—¡Oh, gracias a Dios! —exclamó Asbag—. Odio la guerra; pero pediré a Dios que os ayude. Hay que evitar a toda costa el desastre.
Portucale, año 997
Cuando llegaron frente a Portucale, se empezaron a preparar los ingenios de asedio: grandes torres revestidas de pieles, hileras de catapultas y arietes. Pero, por muy imponentes que fueran tales máquinas de guerra, daba la impresión de que no podían nada contra la gran fortaleza levantada al otro lado del Duero. Las murallas eran enormes, y la ciudadela se levantaba hacia el oeste por encima de la ciudad. Se trataba de una fortaleza de buen tamaño con un auténtico palacio. Era un fuerte bastión en su conjunto, no construido de barro ni junto al río, sino en piedra y en las laderas de un gran monte.
Asbag y Juan no se alojaban en el campamento guerrero, sino en el de la gran caravana de sirvientes, mujeres, comerciantes y aventureros; pero diariamente acudían a decir la misa al campamento cristiano.
Cuando todavía no se habían terminado de preparar las máquinas de guerra, una mañana, se oyó el brutal alarido de miles de hombres. De los bosques surgió una masa guerrera que se abalanzó hacia el campamento de Almansur. Eran los soldados cristianos de Portucale que se presentaron en un ataque sorpresa, después de haber bordeado el río más arriba, en grandes balsas que habían preparado después de recibir los mensajes de los leoneses. El combate duró un día entero. Los portucalenses atacaban y se retiraban a los bosques, una y otra vez, hasta que su número fue menguando y, finalmente, los pocos que quedaban desaparecieron definitivamente en la espesura.
A la mañana siguiente, al terminar la misa, el conde Jerónimo le pidió a Asbag que le siguiera a su tienda.
—El primer golpe ya se ha dado —le dijo—. Esos pobres portucalenses se han defendido como leones. Ahora faltan Braga y Tuy. Espero que los mensajes hayan llegado también allí.
—¿Qué haréis vosotros ahora? —le preguntó Asbag.
—Los hombres de Almansur destruirán Portucale. Será pronto; tal vez esta misma tarde. Nos mantendremos en la última línea porque todavía no ha llegado nuestro momento. Es mejor librar la batalla final en Tuy, donde ya deben de estar reuniéndose importantes contingentes de cristianos.
En efecto, esa misma tarde las huestes de Almansur cruzaron el Duero en grandes balsas. Al llegar al otro lado, los soldados musulmanes no tuvieron necesidad de asaltar las murallas. Se abrieron las grandes puertas de la fortaleza y los moros irrumpieron en el recinto. Los portucalenses tal vez esperaban clemencia, pero no la tuvieron. Pasó poco tiempo antes de que se alzaran las llamas y se vieran desde lejos las enormes humaredas obscuras elevándose hacia el firmamento.
La cosa duró un día, después del cual Asbag y Juan vieron algo horrible: rebaños de mujeres y niños llorosos conducidos al campamento como si fueran ganado, en calidad de botín de guerra.
En el transcurso de la marcha del día siguiente atravesaron la ciudad caída. Apestaba a carne corrompida por el calor, y las casas calcinadas en las que los portucalenses se habían quemado despedían el inconfundible olor de la carne abrasada. En lo hondo de su corazón el mozárabe clamó a Dios por haberle hecho ver aquello.
La escena se repitió una y otra vez en el camino hacia Tuy. El ejército avanzaba delante arrasando y, detrás, basta decir que iban cincuenta mil mulos en la caravana que les seguía. Puede imaginarse una amplia extensión que atestiguaba su paso: tierra pisoteada, polvorienta y sin una brizna de hierba. ¿Dónde puede haber pastos para tal cantidad de bestias? Todo el verde del suelo desaparecía, amén de los árboles talados, los ríos y arroyos enturbiados, las fuentes emponzoñadas, los pozos vacíos… y ese hedor nauseabundo, a cadáveres putrefactos, a heces de hombres y animales, a tierra quemada y a cenizas.
En Braga no hubo asedio ni destrucción. Fue la única ciudad respetada, porque su conde, Menendo González, amigo y aliado de Almansur desde hacía tiempo, salió a recibirle con regalos y lisonjas al camino. Entre los obsequios que le presentó, estaba el que más útil podía resultarle al ministro moro: la cabeza del mensajero que habían enviado por delante los caballeros leoneses y la lista de los nombres de los traidores.
A la mañana siguiente, las cabezas de los cristianos pendían de un entramado de palos en el centro del campamento. Los soldados de Almansur habían irrumpido por sorpresa en las tiendas leonesas y ni siquiera les habían dado tiempo de defenderse.
Reanudada la marcha, el ejército se precipitó como un torrente sobre la llanura. El monasterio de San Cosme y San Damián fue saqueado, y tomada por asalto la fortaleza de San Payo. Como gran número de habitantes del país se había refugiado en la mayor de las dos islas o, más bien, de las dos rocas que hay en la bahía de Vigo, los musulmanes pasaron por un vado que habían descubierto y despojaron a todos de cuanto habían llevado consigo, haciendo otro gran número de cautivos. Cruzaron el Ulla, saquearon y destruyeron Iria, famoso lugar de peregrinaciones como Santiago de Compostela, pues se decía que en aquel lugar había arribado la barca del apóstol.
El gran ejército musulmán se desparramó en incontables hordas guerreras que se distribuyeron por las rías para ir asolando los pueblos en su imparable ascenso hacia Santiago, al tiempo que llegaba también la flota de Alándalus, que se había trasladado desde el puerto atlántico de Qasr Abi Danis con provisiones y bagajes.
Asbag, agotado, enfermo de fiebres y bajo el peso de su edad en un cuerpo fatigado por aquel penoso viaje, se empeñó en tomar la delantera por los montes a las huestes destructoras, albergando aún la esperanza de que Santiago de Compostela fuera capaz de resistir el asedio.
Santiago de Compostela
El 10 de agosto avistaron la ciudad desde lo alto de un monte. Descendieron todo lo aprisa que pudieron, oyendo el tañir de las campanas que llamaban a rebato y viendo a lo lejos una gran hilera de personas que huían hacia el norte con rebaños, carretas y bestias cargadas de bultos.
—¡Dios santo! —exclamó Asbag—. ¡Huyen! ¡No piensan defender el templo!
Las torres de la hermosa basílica asomaban desde el centro de Compostela, circundadas por un luminoso burgo y una muralla redonda, con adarve y torres albarranas. El conjunto, singularmente bello, resaltaba sobre el verdor de los prados y los densos bosques.
Nadie les salió al paso en las puertas, que estaban abiertas de par en par. Por las calles se encontraron con los rezagados y con bandas de aprovechados que entraban y salían en las casas abandonadas para hacerse con lo que podían.
Cuando dejaron de sonar las campanas, un extraño silencio se apoderó de la ciudad. Después sonó el aullido lastimero de algunos perros, abandonados tal vez por sus amos en la huida. El cielo estaba encapotado y triste. De repente empezó a sonar un canto de monjes en algún sitio.
—Es un miserere —dijo Asbag—. ¡Démonos prisa; aún quedan monjes!
Al llegar a la plaza central, frente a la puerta principal de la basílica, una larga fila de monjes salía en ese momento entonando el triste salmo:
Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, salvador mío,
y cantará mi lengua tu justicia.
Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tus alabanzas.
Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú no lo desprecias.
Señor, por tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén:
entonces aceptarás los sacrificios rituales,
ofrendas y holocaustos,
sobre tus altares se inmolarán novillos.
Terminado el miserere, los monjes echaron a correr despavoridos hacia las salidas de la ciudad, en las mulas que tenían esperándoles en la plaza.
Asbag distinguió enseguida al abad y se dirigió hacia él.
—¡Eh, un momento! —le dijo.
—¿Quién eres tú? —le preguntó el monje, poniendo el pie en el estribo para subirse a su mula.
—El peligro todavía no es inminente —dijo Asbag—. Los moros están a una jornada de aquí.
—¿Cómo sabes tú eso?
—Hemos venido siguiendo al ejército. Somos dos obispos mozárabes de Alándalus.
—¿Qué queréis aquí, en un momento como éste? —preguntó sorprendido el abad.
—Venerar el sepulcro. Sólo eso —respondió Asbag.
El abad descendió de la mula y se acercó a él extrayendo una gran llave de entre sus ropas.
—¡Vamos, rápido! —dijo—. Ésta es la llave de la puerta. Venerad al apóstol y huyamos cuanto antes.
La cerradura crujió cuando el abad dio con dificultad una vuelta a la llave con las dos manos. Empujó la enorme puerta de la basílica y apareció el fresco y obscuro templo: una nave amplia con columnas de piedra que la separaban de dos naves laterales.
Asbag y Juan avanzaron por el centro, llenos de emoción, hacia el altar mayor. Cientos de velas y lamparillas de aceite iluminaban la entrada a una cripta, cuya escalera descendía delante del altar de piedra, frente al ábside principal. Se postraron ante el sepulcro de mármol blanco. Reinaba un misterioso ambiente sacro. Asbag inició el credo:
Credo in unum Deum. Patrem omnipotentem
factorem coeli et terrae,
visibilium omniunt et invisibilium…
—¡Vamos! ¡Vamos, señores! —les apremió el abad—. ¡Deprisa, que peligran nuestras vidas!
Asbag se derrumbó entonces, en un llanto convulsivo e incontrolable, y cayó de bruces sobre la fría piedra del sepulcro. Todo era absurdo y cruel. Había aguardado durante treinta años aquel momento y ahora ni siquiera podía completar el credo. Deseó descansar, que su vida terminara allí mismo, y caer en el silencio para que cesara de una vez su penoso camino sembrado de guijarros.
Entre Juan y el abad le sacaron de allí. Iba como ausente, transido, con la mirada perdida. En este estado le subieron a su mula y pusieron rumbo hacia las puertas de la ciudad, para escapar a las abruptas laderas que se extendían hacia el oeste, en la dirección del mar.
No se habían alejado media legua cuando escucharon el griterío y el retumbo de miles de caballos de los moros que descendían desde el otro lado, por la falda de los montes del sur hacia Compostela. Se detuvieron para verlos llegar desde la distancia, puesto que no había cuidado, ya que les llevaría tiempo arrasar la ciudad.
El fragor de la destrucción era como un tronar continuo y lejano. Aunque era ya casi de noche, se hizo una gran claridad debido a los incendios que empezaron pronto a devorar las casas saqueadas. Además de estos fuegos, se veían grandes hachones ardiendo por todas partes, fuera de los muros. Y riadas de hombres cantaban, gritaban y rugían, armando alboroto, danzando en círculo.
—Bien —dijo el abad de Compostela—, aquí ya no hay nada más que ver. Prosigamos nuestro camino.
Los monjes, impávidos, con el rostro iluminado por los resplandores de los fuegos a pesar de la gran distancia, volvieron a subir sobre sus mulas y, sin decir palabra, retornaron el sendero que se perdía por los montes. Asbag, sentado en el suelo, con su capa sobre los hombros, contemplaba aquel infierno pavoroso.
—Vamos, Asbag —le dijo Juan—; aquí no hacemos ya nada. Sigamos a los monjes hacia Finisterre.
Asbag negó moviendo la cabeza a uno y otro lado. Dijo:
—No. No me moveré de aquí. Mañana llegará Almansur para ser testigo de la destrucción del sepulcro. Nadie se atreverá a tocarlo hasta que él llegue. He de ir allí y tratar una vez más de disuadirle.
—¿Estás loco? —replicó Juan—. ¡Eso es absurdo!
—No, no lo es. Si he llegado hasta aquí, sé que es por algo. Esto es como una visión; como el signo de algo…
—¿Eh? ¿Pero no ves a esa gente? Está enloquecida, borracha de sangre y fuego. No respetarán nada ni a nadie.
Asbag dirigió a Juan una mirada que lo expresaba todo.
—Puedes marcharte si quieres. Yo no me moveré de aquí —dijo—, hasta que amanezca, para regresar allí…
Dicho esto, se acercó hasta un recóndito lugar entre las peñas y extendió la capa para echarse a descansar.
Cuando amaneció llovía sobre Compostela, con una lluvia fina, pero densa como neblina, que apagaba los últimos rescoldos de los incendios que devoraron la basílica y la ciudad durante toda la noche. Cuando Juan se despertó, sobresaltado, vio a Asbag subido en la mula, empapado, sucio, pálido y con azuladas ojeras que delataban su lamentable estado.
—¿Vas a ir? —le preguntó—. ¿Vas a bajar ahí? ¡Por favor, sé razonable! Estás enfermo y cansado.
—Iré yo solo —contestó Asbag con energía—. Jamás se les ocurrirá hacer daño a un pobre viejo. Además, estarán dormidos, agotados por lo de anoche.