Authors: Matthew G. Lewis
Ambrosio es un monje al que todo el mundo en Madrid venera. El se siente muy a gusto con un compañero llamado Rosario, pero éste tiene un secreto que, una vez confiese, hará que la vida de Ambrosio tome un giro de 180º. Y no sin razón, porque a partir de ese momento Ambrosio conocerá aquello que su vida dedicada a la religión no le permitió conocer: el gozo sexual y la brujería. Paralelamente el joven conde Raimundo le cuenta a su amigo Lorenzo de Medina que es el enamorado de su hermana, Inés de Medina, entregada a la religión para convertirse en monja. Al mismo tiempo la joven Antonia, de belleza sin igual, es la mujer que adoran dos hombres, uno que no tiene derecho por el oficio que profesa, y Lorenzo de Medina.
Todas estas historias principales (y otras secundarias pero no menos importantes y alucinantes) confluyen en una en la que los protagonistas se relacionan íntimamente. Vivirán aventuras, sacrificios, tormentos, experiencias paranormales y conocerán la gran mentira de la religión más rígida.
Matthew G. Lewis
El monje
ePUB v1.1
rosmar7106.06.12
Título original:
The monk
Matthew G. Lewis, 1796.
Editor original: rosmar71 (v1.0 y 1.1)
ePub base v2.0
—Lord Angelo is precise;
Stands at a guard with envy;
Scarce confesses That his blood flows, or that his appetite
Is more to bread than stone.
SHAKESPEARE, Medida por medida
Apenas llevaba sonando la campana del convento cinco minutos, y ya se encontraba la iglesia de los capuchinos abarrotada de oyentes. No creáis que la multitud acudía movida por la devoción o el deseo de instruirse. A muy pocos les impulsaban tales motivos; en una ciudad como Madrid, donde reina la superstición con tan despótica pujanza, buscar la devoción sincera habría sido empresa vana. El público congregado en la iglesia capuchina acudía por causas diversas, todas ellas ajenas al motivo ostensible. Las mujeres venían a exhibirse, y los hombres a ver a las mujeres; a algunos les atraía la curiosidad de escuchar a un orador afamado; a otros el no tener otro medio de matar el tiempo hasta que empezase el teatro; a otros, el habérseles asegurado que era imposible encontrar sitio en la iglesia; y la mitad de Madrid acudía allí esperando encontrarse con la otra mitad. Las únicas personas verdaderamente deseosas de oír al predicador eran unas cuantas viejas beatas y media docena de oradores rivales, dispuestos a encontrar defectos y a ridiculizar el discurso. En cuanto al resto del auditorio, de haberse suprimido totalmente el sermón, nadie se habría sentido defraudado, y muy probablemente ni habrían notado la omisión.
Fuera como fuese, lo cierto es que la iglesia capuchina jamás se había visto con una asistencia tan numerosa. Estaban llenos todos los rincones y ocupados todos los asientos. Incluso las imágenes que adornaban las largas naves habían sido utilizadas. Los chicos se habían encaramado en las alas de los querubines; San Francisco y San Marcos cargaban un espectador sobre los hombros; y Santa Águeda se vio en la necesidad de llevar dos. El resultado fue que, a pesar de toda su diligencia y premura, nuestras dos recién llegadas miraron inútilmente, al entrar en la iglesia, buscando algún sitio vacío.
Con todo, la más vieja siguió avanzando. En vano se elevaban de todas partes exclamaciones contra ella; en vano se le decía: «Os aseguro, señora, que aquí no hay sitio». «¡Por favor, señora, no me empujéis de manera tan desconsiderada!»«¡Señora, no podéis pasar por aquí! ¡Válgame Dios! ¡Qué pesada es la gente!»; la vieja, testaruda, seguía adelante. A fuerza de persistencia y de brazos robustos, se abrió paso a través de la multitud y logró hacerse sitio en el mismo centro de la iglesia, a no mucha distancia del púlpito. Su acompañante la había seguido con timidez y en silencio, al amparo de los esfuerzos de su guía.
—¡Virgen Santa! —exclamó la vieja en tono de contrariedad, mientras lanzaba una mirada interrogativa a su alrededor—. ¡Virgen Santa! ¡Qué calor! ¡Qué gentío! Me pregunto a qué se deberá todo esto. Creo que debemos regresar: no hay ni una silla, y no parece que haya ninguna persona amable dispuesta a cedernos la suya.
Esta descarada indirecta atrajo la atención de dos caballeros que ocupaban sendos taburetes a la derecha y apoyaban la espalda contra la séptima columna a partir del púlpito. Los dos eran jóvenes e iban ricamente vestidos. Al oír esta apelación a su cortesía hecha por una voz femenina, interrumpieron su conversación para mirar a la que había hablado. Esta se había apartado el velo para otear mejor en torno suyo. Tenía el pelo rojizo y era bizca. Los caballeros se volvieron otra vez y reanudaron la charla.
—¡Por favor! —exclamó la compañera de la vieja—; ¡por favor, Leonela, regresemos a casa inmediatamente; hace demasiado calor, y me horroriza tanta gente!
Estas palabras fueron pronunciadas en un tono de inmensa dulzura. Los caballeros interrumpieron de nuevo su charla, pero esta vez no se contentaron con mirar: se enderezaron ostensiblemente en sus asientos y se volvieron hacia la que había hablado.
La voz provenía de una dama cuya figura delicada y elegante inspiró a los jóvenes la más viva curiosidad por ver qué rostro tenía. No pudieron satisfacerla. Un tupido velo ocultaba su semblante. Pero la pugna con la muchedumbre se lo había ladeado lo bastante como para dejar al descubierto un cuello que por su simetría y belleza podía rivalizar con el de la Venus de Médicis. Era de la más deslumbrante blancura, realzada por el encanto adicional de las ondas de largo y rubio cabello que descendía sinuoso hasta la cintura. De estatura más bien por debajo de la media, su figura era grácil y etérea como la de una ninfa. Tenía el pecho cuidadosamente velado. Su vestido era blanco, sujeto por un ceñidor azul, y permitía asomar un piececillo de las más delicadas proporciones. Un rosario de gruesas cuentas colgaba de su brazo, y ocultaba su rostro bajo un velo de tupido y negro cendal. Tal era la dama, a quien el más joven de los caballeros ofreció al punto su asiento, mientras el otro creyó necesario brindar la misma atención a la acompañante.
La vieja dama, con grandes muestras de gratitud, pero sin ningún embarazo, aceptó el ofrecimiento y se sentó; la joven siguió su ejemplo, aunque sin otro cumplido que una sencilla y graciosa reverencia. Don Lorenzo (que así se llamaba el caballero cuyo asiento había aceptado ella) se colocó a su lado; pero antes susurró unas palabras a su amigo al oído, quien inmediatamente captó la intención y se dispuso a distraer la atención de la vieja de su hermosa custodia.
—Sin duda hace poco que habéis llegado a Madrid —dijo Lorenzo a su bella vecina—; es imposible que tales prendas hayan pasado inadvertidas tanto tiempo; y de no ser ésta vuestra primera aparición en público, la envidia de las mujeres y la adoración de los hombres os habrían hecho ya suficientemente notable.
Guardó silencio esperando una respuesta. Como sus palabras no la requerían, la dama no despegó los labios. Tras unos momentos, reanudó su discurso:
—¿Me equivoco al suponer que no sois de Madrid?
La dama vaciló; finalmente, en una voz tan queda que apenas era audible, consiguió decir:
—No, señor.
—¿Pensáis quedaros bastante tiempo?
—Sí, señor.
—Me consideraría afortunado si pudiese contribuir a hacer agradable vuestra estancia. Soy muy conocido en Madrid, y mi familia posee cierta influencia en la corte. Si puedo seros de algún servicio, no podríais honrarme ni complacerme más que permitiéndome serviros.
«Sin duda —se dijo para sus adentros—, no podrá ya contestarme con un monosílabo; ahora tendrá que decir algo.»
Lorenzo se equivocó, pues la dama contestó tan sólo con un asentimiento de cabeza.
Hasta ahora, había descubierto que su vecina no era muy comunicativa; pero no sabía si su mutismo se debía a orgullo, discreción, timidez o estupidez.
Tras una pausa de unos minutos, dijo:
—Sin duda se debe a que sois forastera, y no estáis familiarizada con nuestras costumbres, el que sigáis llevando ese velo. Permitidme que os lo retire.
Al mismo tiempo, avanzó la mano hacia el velo: la dama alzó la suya para impedírselo.
—Nunca me quito el velo en público, señor.
—¿Qué mal hay en ello, dime? —terció su acompañante con cierta aspereza—; ¿no ves que las otras damas se han quitado todas el velo, sin duda para honrar el santo lugar en el que estamos? ¡Yo me he quitado ya el mío; y si expongo mi rostro a la observación general, no tienes motivo tú para sentirte tan prodigiosamente alarmada! ¡Virgen María! ¡Cuánto embarazo y tribulación por una carita! ¡Vamos, vamos, criatura! Descúbrela; te aseguro que nadie te la robará.
—Querida tía, ésa no es la costumbre en Murcia.
—¡En Murcia, no! ¡Santa Bárbara bendita! ¿Pero eso qué significa? No haces más que recordarme esa detestable provincia. Lo único que nos importa es si es costumbre en Madrid, así que es mi deseo que te quites el velo inmediatamente. Obedéceme al punto, Antonia, pues sabes que no soporto que me contradigan.
La sobrina se quedó callada, pero no opuso resistencia a los esfuerzos de don Lorenzo, quien alentado por la sanción de la tía se apresuró a retirarle el velo. ¡Qué cabeza de serafín se ofreció a su admiración! Más que hermosa era arrobadora; su encanto residía no tanto en la perfección de sus rasgos como en la dulzura y sensibilidad de su gesto. Consideradas las diversas facciones por separado, distaban mucho de ser hermosas; pero contempladas en su conjunto, eran adorables. Su piel, aunque blanca, no estaba enteramente limpia de pecas, sus ojos no eran muy grandes, ni sus pestañas especialmente largas. Pero sus labios eran de la más sonrosada frescura, su cabello rubio y ondulante, sujeto con una simple cinta, descendía hasta más abajo de su talle con gran profusión de rizos; su cuello era lleno y hermoso en extremo; sus manos y brazos estaban formados con la más perfecta simetría; sus tiernos ojos tenían la dulzura de los cielos, y el cristal con que se movían centelleaba con todo el esplendor de los diamantes. Parecía tener escasamente quince años; una sonrisa traviesa, jugando en su boca, delataba una vivacidad que el exceso de timidez reprimía de momento. Miró a su alrededor con ojos vergonzosos, y al encontrarse accidentalmente con los de Lorenzo, los bajó en seguida ruborizada y empezó a desgranar sus cuentas, si bien su actitud mostraba evidentemente que no sabía lo que se hacía.
Lorenzo la contempló con una mezcla de sorpresa y admiración; pero la tía consideró oportuno excusar la
mauvaise honte
de Antonia.
—Es una niña —dijo— que ignora totalmente el mundo. Se ha criado en un viejo castillo de Murcia, sin otra compañía que la de su madre, la cual, ¡Dios la perdone!, no tiene otro juicio que el necesario para llevarse la sopa a la boca. Sin embargo, es mi propia hermana, de padre y madre.
—¿Tan poco juicio tiene? —dijo don Cristóbal con fingido asombro—; ¡qué extraordinario!
—Muy cierto, señor, ¿verdad que es extraño? Sin embargo, así es; ¡y mirad la suerte de algunas personas! A un joven noble, de condición muy principal, se le antojó que Elvira no carecía de cierta belleza: bueno,
pretensiones,
ha tenido bastantes; ¡pero belleza...! ¡Ojalá me hubiese tomado yo la mitad de sus trabajos en acicalarme...! Pero esto no tiene nada que ver. Como iba diciendo, señor, un joven noble se prendó y se casó con ella sin que lo supiese su padre. Mantuvieron su unión en secreto casi tres años, hasta que llegó a oídos del marqués, a quien, como ya podéis suponer, no agradó mucho la noticia. Partió a toda prisa para Córdoba, decidido a coger a Elvira y mandarla a algún lejano lugar, de forma que no se supiese de ella nunca más. ¡San Pablo bendito! ¡Cómo se enfureció al encontrarse con que había escapado con su esposo, y que habían embarcado los dos para las Indias! Nos maldijo a todos como si estuviera poseído por el demonio; arrojó a mi padre, el zapatero más honrado y trabajador de toda Córdoba, al calabozo; y al marcharse, tuvo la crueldad de quitarnos el niño de mi hermana, de apenas dos años entonces, al que se había visto ella obligada a dejar con la precipitación de la huida. La desventurada criaturita debió de recibir de él un trato despiadado, pues unos meses después recibimos la noticia de su muerte.