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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

El misterioso caso de Styles (14 page)

BOOK: El misterioso caso de Styles
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Seguí sus instrucciones, ocupando mi posición junto a la puerta giratoria y preguntándome qué habría detrás de todo aquello. ¿Por qué tenía que hacer guardia precisamente en aquel lugar? Miré a lo largo del corredor, meditando. Una idea me asaltó. Con excepción del cuarto de Cynthia Murdoch, todas las habitaciones estaban en el ala izquierda. ¿Tendría algo que ver eso con mi presencia allí? ¿Tendría que dar cuenta de las entradas y salidas? Seguí en mi puesto fielmente. Pasaron los minutos. Nadie se presentó. No ocurrió nada.

Habrían pasado lo menos veinte minutos antes de que Poirot apareciera.

—¿No se ha movido usted de aquí?

—No, aquí me estuve, firme como una roca. Y nada ha ocurrido.

—¡Ah! —¿estaría satisfecho o desilusionado?—. ¿No ha visto usted nada en absoluto ?

—No.

—Pero sí habrá oído algo, un topetazo ¿no, amigo mío?

—No.

—¿Es posible? Ah, pues estoy muy irritado conmigo mismo. No suelo ser tan torpe. Hice un pequeño movimiento con la mano izquierda —ya conozco los pequeños movimientos de las manos de Poirot— y tiré la mesa que está junto a la cama.

Su irritación era tan pueril y estaba tan alicaído que me apresuré a consolarle.

—No se disguste, hombre. ¿Qué importancia tiene eso? Su triunfo de hace un rato le ha excitado. Se lo aseguro, fue una sorpresa para todos nosotros. En ese enredo de Inglethorp con mistress Raikes debe de haber más de lo que pensábamos para que se negara a hablar con tanta obstinación. ¿Qué va usted a hacer ahora? ¿Dónde están los de Scotland Yard?

—Bajaron a interrogar a los sirvientes. Les he enseñado todas las pruebas que hemos reunido. Estoy desilusionado de Japp. ¡Carece de método!

—¡Vaya! —dije, mirando por la ventana—. Ahí está el doctor Bauerstein. Creo que tiene usted razón respecto a ese hombre, Poirot. No me gusta.

—Es muy inteligente —observó Poirot, pensativo.

—Sí, inteligente como el mismo demonio. La verdad es que disfruté el martes, viéndole en aquella facha. ¡No puede usted imaginarse qué cuadro!

Y le describí la aventura del doctor.

—¡Parecía un espantapájaros! Cubierto de barro de la cabeza a los pies.

—Entonces, ¿usted lo vio?

—Sí. Claro que él no quería pasar; acabábamos de cenar y estábamos en el salón; pero Inglethorp insistió tanto que el doctor entró.

—¿Qué? —Poirot me cogió violentamente por los hombros—. ¿Qué el doctor Bauerstein ha estado aquí el martes por la noche? ¿Aquí? ¿Y usted no me lo ha dicho? ¿Por qué no me lo ha dicho usted? ¿Por qué? ¿Por qué?

Parecía frenético.

—Querido Poirot —rebatí—. No creí que pudiera interesarle. No sabía que tuviera la menor importancia.

—¿Importancia? ¡Es importantísimo! ¡Así que el doctor Bauerstein ha estado aquí el martes por la noche, la noche del asesinato! Hastings, ¿es que usted no lo ve? ¡Esto lo cambia todo, todo!

Nunca le había visto tan trastornado. Me soltó y puso en pie mecánicamente un par de candelabros, murmurando aún para sí mismo:

—Sí, lo cambia todo, todo.

De pronto pareció tomar una decisión.


Allons!
—dijo—. Tenemos que actuar inmediatamente. ¿Dónde está míster Cavendish?

John estaba en el salón de fumar. Poirot fue derecho hacia él.

—Míster Cavendish. Tengo algo importante que hacer en Tadminster. Una nueva pista. ¿Puedo llevarme su coche?

—Desde luego. ¿Lo necesita inmediatamente?

—Sí, por favor.

John hizo sonar la campanilla y mandó sacar el coche. Diez minutos más tarde atravesábamos a toda velocidad el parque y tomábamos la carretera de Tadminster.

—Bien, Poirot —observé con aire resignado—, ¿no quiere usted decirme a qué viene todo esto?

—Amigo mío, una gran parte puede usted adivinarla. Naturalmente, usted comprenderá que, ahora que Inglethorp está fuera del asunto, toda la situación ha cambiado enteramente. Tenemos que enfrentarnos con un problema enteramente distinto. Sabemos que hay una persona que no compró el veneno. Hemos rechazado las pistas falsas. En cuanto a las verdaderas, he descubierto que todos en la casa, con excepción de mistress Cavendish, que jugaba con usted al tenis, pudo haberse hecho pasar por Inglethorp el lunes por la tarde. Igualmente, tenemos la declaración de Inglethorp de que dejó el café en el vestíbulo. Nadie se fijó mucho en esto en la pesquisa, pero ahora adquiere un significado totalmente distinto. Tenemos que averiguar quién llevó por fin el café a mistress Inglethorp y quién pasó por el vestíbulo mientras la taza estaba allí. Según su relato, sólo hay dos personas de las que podamos decir con toda seguridad que no se acercaron al café: mistress Cavendish y miss Cynthia. ¿No es eso?

—Sí, eso es.

Sentí que se me quitaba un peso del corazón. Mary Cavendish estaba completamente fuera de sospecha.

—Liberando a Alfred Inglethorp —continuó Poirot—, he tenido que mostrar mi juego antes de lo que pensaba. Mientras parecía que yo le perseguía el criminal se sentía a salvo. Ahora tendrá mucho más cuidado. Sí, mucho más cuidado.

Se volvió bruscamente hacia mí.

—Dígame, Hastings, ¿no sospecha usted de nadie?

Titubee. A decir verdad, una idea descabellada me había pasado una o dos veces por la imaginación aquella mañana. Había querido rechazarla por absurda, sin conseguirlo del todo.

—No puede llamarse sospecha —murmuré—. En realidad es una teoría.

—Vamos —me apremió Poirot, animándome—. No tenga miedo. Hable claramente. Hay que tener en cuenta nuestros instintos.

—Bien —dije bruscamente—, es absurdo, pero… ¡sospecho que miss Howard no dijo todo lo que sabe!

—¿Miss Howard?

—Sí, ríase todo lo que quiera.

—De ningún modo. ¿Por qué había de reírme?

—No puedo menos de pensar —continué disparatando— que la hemos considerado completamente libre de sospechas, por el simple hecho de haber estado fuera del lugar del crimen. Pero después de todo, sólo estaba a quince millas de aquí. Un coche puede hacer ese recorrido en media hora. ¿Podemos asegurar que no estaba en Styles la noche del crimen?

—Sí, amigo mío —dijo Poirot inesperadamente—. Podemos. Una de las primeras cosas que hice fue telefonear al hospital donde trabaja.

—¿Y qué?

—Me han dicho que miss Howard estuvo de guardia la tarde del martes y que, habiendo llegado inesperadamente un convoy de heridos, se ofreció amablemente a quedarse por la noche, oferta que fue aceptada con prontitud. Asunto liquidado.

—¡Oh! —dije perplejo. Y continué—. Realmente, lo que me hizo sospechar fue su extraordinaria animosidad contra Inglethorp. No puedo menos de pensar que sería capaz de hacer cualquier cosa por perjudicarle. Y se me ocurrió que quizá sepa algo de la destrucción del testamento. Puede ser que haya destruido el nuevo, confundiéndolo con el anterior, a favor de Inglethorp. ¡Se ensaña tanto con él!

—¿Considera usted antinatural su animosidad?

—Sí. ¡Es tan violenta! Hasta me pregunto si estará en su sano juicio a ese respecto.

Poirot movió la cabeza con energía.

—No, no; va usted por mal camino. No hay en miss Howard nada de degeneración o debilidad mental. Es el resultado de la mezcla bien equilibrada de músculo y
beef
inglés. Es la cordura personificada.

—Sin embargo, su odio hacia Inglethorp casi parece una manía. Mi idea, desde luego una idea ridícula, era que había intentado envenenarle a él y que por alguna razón mistress Inglethorp tomó el veneno equivocadamente. Pero no me explico cómo pudo hacerlo. Todo esto es absurdo y ridículo hasta la exageración.

—Sin embargo, tiene usted razón en una cosa: debemos sospechar de todo el mundo hasta poder probar lógicamente y a entera satisfacción que son inocentes. Ahora bien, ¿qué razones hay para que miss Howard haya envenenado deliberadamente a mistress Inglethorp?

—¡Pero si le tenía gran afecto!

—¡Tá, tá! —exclamó Poirot con irritación—. Razona usted como un chiquillo. Si miss Howard fuera capaz de envenenar a la anciana, sería igualmente capaz de simular afecto. No, tenemos que seguir pensando. Tiene usted razón al suponer que su animosidad contra Alfred Inglethorp es demasiado violenta para ser natural, pero la consecuencia que saca usted de ello es completamente errónea. Yo he sacado las mías y creo no equivocarme; pero no quiero hablar de ello por ahora —se detuvo de momento y luego prosiguió—. Ahora bien, según mi modo de pensar, hay una objeción que hacer a la idea de que miss Howard sea la asesina.

—¿Cuál?

—Que la muerte de mistress Inglethorp no la beneficia en lo más mínimo. Y no hay asesinato sin motivo.

Reflexioné.

—¿No podía haber hecho mistress Inglethorp un testamento a su favor?

Poirot negó con la cabeza.

—Pues usted mismo sugirió la posibilidad a Wells.

Poirot sonrió.

—Lo hice por una razón. No quise mencionar el nombre de la persona que tenía realmente en la cabeza. Mistress Howard ocupa una posición parecida a la de dicha persona. Por eso utilicé su nombre.

—Con todo creo que mistress Inglethorp puede haber hecho eso. Aquel testamento de la tarde de su muerte puede…

Poirot negó con la cabeza tan enérgicamente que me detuve.

—No, amigo mío. Tengo ciertas pequeñas ideas propias acerca de ese testamento. Pero sólo puedo decirle esto: no era en favor de miss Howard.

Acepté su afirmación, aunque realmente no comprendí cómo podía estar tan seguro de ello.

—Bueno —dije con un suspiro—, absolveremos a miss Howard. En parte es culpa suya el que yo haya llegado a sospechar de ella. Lo que usted dijo acerca de su declaración en la pesquisa puso en marcha mi imaginación.

Poirot pareció desconcertado.

—¿Qué es lo que yo dije de su declaración en la indagatoria?

—¿No lo recuerda? Fue cuando yo hice notar que ella y John Cavendish estaban por encima de toda sospecha.

—¡Ah, sí! —parecía un poco confuso, pero se recobró pronto—. Por cierto, Hastings, me gustaría que me hiciera usted un favor.

—Desde luego, ¿qué es?

—La próxima vez que se encuentre usted a solas con Lawrence Cavendish, quiero que le diga esto: «Tengo un mensaje de Poirot para ti». Dice: «Encuentre la taza de café perdida y podrá dormir en paz». Nada más y nada menos.

—«Encuentre la taza de café perdida y podrá dormir en paz». ¿Es así? —pregunté, desconcertado.

—Excelente.

—Pero, qué quiere decir?

—¡Ah! Eso le dejaré a usted que lo descubra sólo. Usted conoce los hechos. Dígale eso a Lawrence y vea lo que dice.

—Muy bien, pero esto es muy misterioso.

Entrábamos en el pueblo y Poirot condujo el coche al laboratorio.

Poirot saltó a tierra con viveza y entró en el edificio. Minutos más tarde estaba de vuelta.

—Bueno —dijo—. Eso es todo.

—¿Qué fue usted a hacer ahí dentro? —pregunté con viva curiosidad.

—He dejado algo para que lo analicen.

—Sí, ¿pero qué?

—Una muestra del chocolate que cogí del cazo que estaba en la habitación.

—¡Pero si ya ha sido analizado! —exclamé, estupefacto—. El doctor Bauerstein lo hizo analizar y usted mismo se rió ante la posibilidad de que hubiera estricnina en él.

—Ya sé que el doctor Bauerstein lo mandó analizar —replicó Poirot tranquilamente.

—¿Y entonces?

—Nada, que se me ha ocurrido que lo analicen de nuevo.

Y ya no pude sacar de él otra palabra sobre el asunto.

El proceder de Poirot respecto al chocolate me dejó perplejo. Todo aquello me parecía sin pies ni cabeza. Sin embargo, mi confianza en él, que parecía haber disminuido en los últimos tiempos, se había acrecentado ante su reciente triunfo, cuando demostró la inocencia de Alfred Inglethorp.

El funeral de mistress Inglethorp se celebró el día siguiente. El lunes bajé tarde a desayunar y John me llevó aparte para informarme de que míster Inglethorp se marchaba aquella mañana, estableciéndose en el hotel del pueblo mientras trazaba sus planes para el futuro.

—Y realmente, Hastings, es un alivio pensar que se marcha —continuó mi amigo—. La situación no era agradable cuando todos pensábamos que lo había cometido él, pero que me emplumen si no es mucho peor ahora, después de haberle tratado tan duramente. Porque la verdad es que lo hemos tratado de un modo abominable. Claro que todo estaba contra él. No creo que nadie pueda censurarnos por pensar lo que hemos pensado. Sin embargo, no hay que darle vueltas, estábamos equivocados. Y la idea de darle satisfacciones a un individuo que sigue disgustándonos profundamente no tiene nada de agradable. ¡Es una situación horrible! Le agradezco que haya tenido la delicadeza de quitarse de en medio. Afortunadamente, Styles no era de mi madre. No podría soportar la idea de que ese tipo fuera el amo de todo esto. Él se quedará con el dinero.

—¿Podrás sostener bien la casa?

—¡Ah, sí! Hay que pagar los derechos reales, como es natural, pero la mitad del dinero de mi padre está vinculado a la casa y Lawrence seguirá con nosotros por el momento, de modo que también está su parte. Pasaremos algunos apuros al principio. Ya te he dicho que yo mismo estoy en un atolladero. Pero los acreedores esperarán ahora sin apresurarme.

Satisfechos ante la próxima marcha de Inglethorp, nuestro desayuno fue el más animado desde la tragedia. Cynthia volvía a ser la muchacha encantadora de siempre, animada y vivaz, y todos, con excepción de Lawrence, que continuaba sombrío y nervioso, estábamos plácidamente alegres ante la visión de un futuro nuevo y risueño.

Los periódicos, naturalmente, traían amplia información de la tragedia. Deslumbrantes titulares, biografías intercaladas de cada miembro de la familia, insinuaciones sutiles y el conocido estribillo «la Policía tiene una pista». No se nos escatimó nada. Era un período de tranquilidad. La guerra estaba momentáneamente en un punto muerto y los periódicos se agarraban con avidez a este crimen del gran mundo. El «Misterioso caso de Styles» era el tópico del día.

Naturalmente, esto resultaba irritante para los Cavendish. Los periodistas asediaban constantemente la casa y, aunque se les negó terminantemente la entrada, continuaban paseándose por el pueblo y los campos próximos a Styles con la máquina fotográfica preparada para coger desprevenido a algún miembro de la familia. Vivíamos en un torbellino de publicidad. Los hombres de Scotland Yard iban y venían, examinándolo todo, haciendo preguntas con ojos de lince, pero refrenando la lengua. No sabíamos qué fin perseguían. ¿Tenían alguna pista o quedaría todo como un crimen más sin aclarar?

BOOK: El misterioso caso de Styles
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