El misterio de Wraxford Hall (36 page)

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Authors: John Harwood

Tags: #Intriga

BOOK: El misterio de Wraxford Hall
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—No —dije—. He llegado demasiado lejos como para retirarme ahora.

Insistieron en que esperara abajo, junto a las escaleras, hasta que Edwin examinara los suelos, mientras Raphael y Vine buscaban la carbonera y encendían las chimeneas en la galería, en la biblioteca y en el salón que durante breves horas había pertenecido a la señora Bryant y donde yo iba a dormir, o iba a intentar dormir, aquella noche. Las chimeneas tiraban realmente mal a causa del viento, así que en las salas se mezclaba el áspero olor del humo con los penetrantes hedores del moho, de las humedades y la putrefacción. Tan pronto como se encendieron los hogares, y todas las maletas se subieron arriba, Raphael y Vine se encerraron en la galería para asegurarse de que allí no había pasadizos escondidos u otras trampas: yo les podía oír dando palmadas en las paredes y golpeando con los nudillos al otro lado del muro mientras me acurrucaba junto al fuego en la biblioteca, intentando desprenderme del frío del viaje y respirando aquel hedor ácido y húmedo del papel podrido.

Edwin hizo una ronda por las salas de la planta y confirmó que eran lo suficientemente seguras, siempre que nunca fueran más de dos personas juntas por cualquiera de los pasillos: algunos corros con mal aspecto en los techos y algunos fragmentos de enlucido desprendidos sugerían que el agua había calado en los pisos superiores. En cualquier caso, estaba preocupado por el suelo de la galería que se encontraba justamente debajo de la armadura: dijo que, para su gusto, había demasiada holgura entre las tablas de la tarima. Luego fue al estudio: pude oírle cogiendo libros y abriendo cajones. Con toda aquella actividad a mi alrededor, la casa no parecía especialmente siniestra, y cuando casi había conseguido desprenderme del frío, me escabullí para ver la habitación que había ocupado Nell.

La quebrantada puerta, abierta, colgaba de las bisagras; las sábanas se habían quitado de la cama, pero extrañamente, sobre la mesa que había junto a la ventana, permanecía una pluma con su plumín oxidado y un frasco de tinta completamente seco… ¿Serían suyos? Nubecillas de polvo se levantaban alrededor de mis pies a medida que avanzaba hacia la alcoba en la que Clara había dormido… ¿En la que yo había dormido? Una cuna baja de madera, también magullada y polvorienta, permanecía en mitad de la salita. La habitación era incluso más pequeña y mucho más oscura de lo que había imaginado a partir de la descripción de Nell, y no provocó en mí ni el más mínimo indicio de reconocimiento… apenas una leve sorpresa. Pensé en mí misma cuando era niña: cuando no podía recordar nada de mi infancia anterior a la casa de Holborn. En la habitación había una ventana minúscula, un cuadradito diminuto, en lo alto del muro. La ventana no estaba abierta, y yo no me encontré con fuerzas para abrirla. Con la puerta cerrada, aquella pequeña habitación habría estado prácticamente en completa oscuridad. No pude ver que hubiera ventilación de ningún tipo.

Mientras avanzaba por el pasillo, había curioseado en las otras habitaciones… todas vacías y sin muebles, pero algunas eran considerablemente mayores que esas dos juntas. Nell probablemente solicitó una alcoba unida a su habitación, para Clara, pero ¿por qué no exigió algo mejor para ella y su hija cuando vio la habitación que se le había preparado?

A medida que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, me di cuenta de que en la esquina más alejada de la puerta se había levantado la esquina de la alfombra. Acercándome, vi un hueco en el suelo, de donde se había sacado una pieza del entarimado de poco más de una cuarta de larga; y allí estaba la pieza de madera: debajo de la cuna. Una gruesa capa de polvo lo cubría todo. Me arrodillé y escudriñé el hueco, pero estaba demasiado oscuro como para poder ver nada, y no me atreví a meter la mano en su interior. Ése seguramente era, pensé, el «escondite perfecto» que Nell había descubierto para ocultar su diario.

Yo había llevado el diario conmigo y, en un impulso, volví por el oscuro pasillo para ir a buscarlo, mirando nerviosamente a mi alrededor a cada esquina, hasta que pasé el rellano. Débiles sonidos, como de pequeños golpes, procedían de la galería. Si no hubiera sabido quién los hacía, habría huido aterrorizada. El frío me hacía temblar de nuevo; añadí más carbón a la chimenea de mi habitación y me puse en cuclillas junto al fuego, preguntándome si podría resistir una noche sola en aquel lugar. Nell había resistido varias, me dije, y en unas circunstancias de todo punto mucho más terroríficas… pero ella tenía a Clara, a quien debía proteger a toda costa.

Pero… ¿por qué había permitido que Clara durmiera en aquella celda oscura y mal ventilada? (Y, de nuevo, me di cuenta de que estaba pensando en Clara y en mí misma como si fueran dos personas distintas… como si fuéramos hermanas, en realidad). ¿Tal vez escogió aquella habitación porque su disposición significaba que habría dos puertas cerradas entre Clara y aquellos que pudieran hacerle daño? La respuesta no me parecía convincente, pero no se me ocurría otra, y, así, volví a la alcoba con el diario de Nell y muy cautelosamente lo introduje en el hueco, poco a poco, hasta que comprobé que cabía perfectamente.

El doctor Rhys dijo en su declaración que, poco después de forzar la puerta, había visto un agujero en el suelo, en una esquina de la alcoba de la niña. Lo cual significaba, en efecto, que Nell debió de dejar el escondite abierto y a la vista cuando cogió a Clara y se la llevó a su cómplice por la mañana temprano. Su diario se había encontrado abierto y sobre el escritorio… Pero si ella hubiera cogido de allí cualquier otra cosa (¿documentos?, ¿dinero?, ¿joyas?), ¿no habría recordado forzosamente que tenía que coger también el diario, que además tenía a la vista?

Mis pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido de unas pisadas que procedían del corredor, y oí cómo la voz de Edwin pronunciaba mi nombre. Volví a guardar el diario debajo de mi chal cuando apareció en la habitación.

—¿Ha encontrado algo? —pregunté.

—No —dijo desanimado—. Raphael me acaba de expulsar de la biblioteca; dice que quiere comprobar el funcionamiento del generador eléctrico. Están actuando con, mucho secretismo, me parece. Me he ofrecido a ayudarlos a buscar el «escondrijo del cura»… porque es seguro que habrá algo de ese tipo, pero han rechazado mi colaboración. Bueno, de todas formas, no importa mucho: nos llevará semanas, e incluso meses, buscar documentos en esta casa; mi idea de encontrar algo que pudiera exonerar a mi padre cada vez me parece más un sueño imposible. Este lugar es sepulcral; nunca había sentido tanto frío…

Con aquel apunte sombrío, nos retiramos y acudimos al salón para dar cuenta del almuerzo que yo había llevado en una cesta. Edwin avivó el fuego convirtiéndolo en una masa abrasadora de carbones, pero aquello no pareció animarlo mucho, ni a mí tampoco. Tal y como había sugerido, en Wraxford Hall había algo más que aquel frío mortal de la casa, y no era una mera ausencia de vida, sino una hostilidad activa. Tras unos breves instantes, Edwin se fue para reanudar su búsqueda. Yo pensé volver a la habitación de Nell, pero no lo hice: bien al contrario, me quedé acurrucada en un viejo sillón polvoriento hasta que caí en un sueño atestado de pesadillas, del cual me desperté para encontrarme con que la habitación se había quedado totalmente a oscuras, y Edwin llamaba a la puerta para advertirme de que el resto de la expedición ya había llegado.

—Damas y caballeros, si tuvieran la amabilidad de ocupar sus asientos, ya estamos casi preparados para empezar…

Las sombras se alargaron sobre los muros cuando Vernon Raphael levantó su farol y nos llevó hasta un grupo de sillas dispuestas como los asientos de un teatro: todas las sillas miraban a la armadura que se encontraba en el extremo opuesto de la sala. Los carbones refulgían en una pequeña chimenea que teníamos al lado. Aunque el fuego llevaba ardiendo varias horas, apenas había podido evitar aquel frío mortal que invadía la galería. La única iluminación procedía de un candelabro que había en lo alto, a la derecha de la armadura. Y por encima de él, sus llamas se reflejaban turbiamente en la negrura de las ventanas.

—Señorita Langton, por favor, le ruego que tome asiento en esta silla, junto al fuego…

Su rostro pálido y la blancura de su camisa se inclinaron hacia delante cuando hizo una leve reverencia, indicándome el lugar con un gesto deliberadamente teatral. Iba vestido con traje de noche, con una larga capa negra que le cubría los hombros. Edwin se acercó a mí y me ofreció el brazo, el cual rechacé indicándole que necesitaba ambas manos para sujetar mi propia capa. El sonido de nuestros pasos reverberaba como si fuéramos veinte personas.

Me senté donde me pedían, con Edwin a mi lado. A su izquierda estaba el profesor Charnell, un hombrecillo mustio de barba blanca, nervioso como un mono, y después estaba el profesor Fortesque, un caballero porcino y lustroso de gestos seguros y ojillos brillantes. El último en llegar fue el doctor James Davenant, que permaneció de pie durante un largo rato, observando la galería. Era el más alto de todos, muy delgado y envarado. Llevaba el cabello gris acerado peinado hacia atrás desde la frente, pero la parte inferior de su rostro quedaba oscurecida por una espesa barba, con profusas patillas y un poblado bigote. Durante el día llevaba lentes ahumadas; según Edwin, había resultado herido en un incendio cuando viajaba por Bohemia, en su juventud, y aquello le había debilitado la vista para siempre. Su voz tenía una ligera ronquera, como si se estuviera recuperando de un resfriado. Parecía satisfecho con dedicarse a ver y observar, pero yo noté que el resto de los caballeros se adherían constantemente a sus gestos y opiniones. Según Edwin, era el único miembro de la Sociedad a quien Vernon Raphael admiraba verdaderamente. Era también un distinguido estudioso del mundo criminal, y había sido consultado por Scotland Yard en varios casos espectaculares, y muy recientemente a propósito de los espantosos crímenes de Whitechapel
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Vernon Raphael se alejó de nosotros hasta que estuvo junto a la armadura, donde dejó el farol, cerró la portezuela del mismo, y se volvió hacia el auditorio. Con la temblorosa luz de las velas, la armadura parecía balancearse hacia delante y hacia atrás; los reflejos ascendían y descendían por el filo de la espada. Pude ver entonces los cables serpenteando desde la peana, junto a los pies de Vernon Raphael, y deslizándose bajo la puerta adyacente, hacia el generador eléctrico que había en la biblioteca. A petición suya, habíamos examinado el generador; dijo que, a pesar de los veinte años transcurridos, aún estaba en perfecto estado y que podía funcionar. Recordaba una gran rueca de hilandera, hecha de latón y madera pulida, pero en vez de tener una única rueda, tenía media docena de gigantescos discos de vidrio, uno al lado de otro. St John Vine —un joven oscuro, taciturno y saturnino a quien apenas había visto a lo largo del día— había girado la manilla, lentamente al principio, y después más y más rápido hasta que los discos se convirtieron en difusas ruecas de luz, mientras Vernon Raphael cogía dos cables con dos tenazas de madera y los acercaba gradualmente hasta que un violento rayo azul parpadeó entre ambos extremos, con un zumbido sordo y olor a quemado.

—Damas y caballeros —repitió, como si estuviera ante una audiencia de cincuenta personas—, están ustedes a punto de presenciar una sesión de espiritismo… o un experimento físico, si lo prefieren. Esto fue lo que Magnus Wraxford pretendía llevar a cabo la noche del sábado, el día 30 de septiembre de 1868. No se precisan aquí hipótesis ni conjeturas, porque, tal y como sabemos por la declaración de Godwin Rhys —e hizo una leve reverencia dirigida a Edwin—, el propio señor Wraxford describió con toda precisión lo que pretendía hacer. Desde luego, ustedes se preguntarán cuál es el objeto de reproducir un acontecimiento que nunca tuvo lugar, pero por el momento sólo puedo pedirles que confíen en nosotros.

»Si la señora Bryant no hubiera muerto la noche del día 29 (volveremos a ello un poco más tarde), habría habido cinco personas presentes en la sesión: Magnus y Eleanor Wraxford, la señora Bryant, Godwin Rhys y el difunto señor Montague. Sin duda, Magnus Wraxford les habría pedido a los otros cuatro que formaran un círculo y unieran sus manos, tal y como se hace habitualmente; Eleanor Wraxford, por lo que sabemos, desempeñaría el papel de médium, aunque no por gusto, desde luego. El doctor Magnus Wraxford también dijo que si no se materializaba ningún espíritu por medio de la invocación, ordenaría a su criado Bolton que accionara el generador eléctrico a toda potencia y que él mismo se metería en la armadura… tal y como yo voy a hacer.

»Les pedimos que observen en silencio y sin consultar unos con otros: así no se verán influenciados por las percepciones de otros testigos. En breves minutos estará completamente cargado el generador; confío en que su paciencia será recompensada.

»Y una última cosa: la demostración tiene su riesgo. No importa lo que ocurra, ustedes no deben abandonar sus asientos hasta que no les indiquemos que pueden hacerlo con total seguridad. De otro modo, podrían resultar heridos…

Nos hizo una nueva reverencia, se giró con un revuelo de su capa y accionó la empuñadura de la espada. Aunque todos habían examinado la armadura a la luz del día (yo no reuní el suficiente valor como para acercarme allí), hubo un movimiento de terror colectivo cuando aquella monstruosa figura pareció abalanzarse sobre Vernon Raphael, abriendo sus ennegrecidas planchas pectorales como mandíbulas deseosas de devorarlo. Se introdujo en el interior y la oscuridad se cerró tras él.

Intenté mantener los ojos clavados en la armadura, pero el movimiento de las llamas de las velas me distrajo. No fui consciente de que hubiera ninguna corriente de aire y, sin embargo, casi todas las llamas oscilaron al unísono, como si alguien hubiera pasado por la galería. El calor de la chimenea disminuyó perceptiblemente. Cada sonido, el crujido de una silla, el crepitar de los carbones, el ocasional susurro de los trajes, parecía una intrusión en la mortal quietud de la galería. El filo centelleante de la espada (que Raphael y Vine evidentemente habían abrillantado durante el día) fue otra distracción más que me apartó de la oscura monstruosidad de la armadura, que parecía absorber toda la luz que caía sobre ella…

O casi toda, porque había un débil reflejo amarillo… no, dos débiles reflejos de luz, uno al lado del otro, en el frontal del yelmo. No parecían realmente reflejos, porque no oscilaban cuando las velas tremolaban, y cuanto más los miraba, más brillantes me parecían.

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