El misterio de Pale Horse (24 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Pale Horse
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—El Superhombre... —dijo—. Usted me ha anticipado ya una versión moderna de la idea.

—No encierra ninguna novedad, ciertamente. La fórmula del Superhombre viene de muy atrás. Sobre ella se han levantado varios sistemas filosóficos.

—Me consta. Pero a mí me parece que su Superhombre presenta un rasgo distintivo... Se trata de un ser que puede hacer uso del poder sin que nadie lo sepa, de un hombre que sentado en una silla maneja los hilos de sus marionetas.

No aparté los ojos de él un momento al pronunciar las anteriores palabras. Venables sonrió.

—¿Me asigna usted ese papel, Easterbrook? Me gustaría que tal cosa fuese verdad. Uno necesita recibir algo, para compensarme ¡de esto!

Su mano cayó con fuerza sobre la manta que cubría sus piernas. Advertía claramente el dejo de amargura que había en su voz.

—Yo no voy a ofrecerle a usted mi compasión, un sentimiento que significa bien poca cosa para un hombre espléndidamente situado. Pero permítame decirle que de imaginar semejante carácter (un individuo capaz de convertir el desastre en triunfo), usted sería exactamente, en mi opinión, el tipo de hombre requerido.

Venables se echó a reír.

—Me halaga usted.

Vi que, efectivamente, se sentía complacido.

—No se trata de una lisonja. He conocido ya demasiada gente en mi vida para no descubrir el hombre que se aparta de lo vulgar, al hombre en posesión de extraordinarias dotes.

Temía haber ido demasiado lejos. ¿Y cómo podía ocurrirme esto moviéndome sobre el terreno de la adulación? ¡Un pensamiento deprimente! Pensaba que era preciso mostrarse valiente y al mismo tiempo evitar la trampa.

—¿Por qué me dice usted esto? —inquirió mi interlocutor pensativamente—. ¿Por qué todo eso?

En un vago ademán señalé la habitación en que nos encontrábamos.

—«Esto» constituye una prueba de que es usted un hombre rico, que sabe comprar y tiene gusto. Pero me parece notar que existe algo más que el simple placer de la posesión... Ha adquirido cosas bellas e interesantes, cierto, sugiriendo prácticamente que no fueron conseguidas por medio de una asidua dedicación al trabajo.

—Tiene usted razón, Easterbrook, toda la razón. Como ya dije antes, sólo el necio trabaja. No tiene que pensar, planear su campaña personal con todo detalle. El secreto del éxito es siempre muy simple. ¡Pero hay que pensar en él! Se medita, se pone todo en marcha, ¡y ahí tiene usted el resultado!

Le miré fijamente. Algo simple... ¿Simple como la eliminación de determinadas personas? Llenaba una necesidad. Era una acción planeada por el señor Venables, sentado en su silla de ruedas, con su ganchuda nariz, semejante al pico de un ave de presa, con su prominente nuez, que subía y bajaba continuamente... Ejecutada por... ¿Por quién? ¿Por Thyrza Grey?

—Esta charla nuestra acerca del control remoto me recuerda algo que oí decir a la señora Grey, esa extraña mujer.

—¡Ah! ¡Nuestra querida Thyrza! —Venables había adoptado un tono indulgente. (¿No acababa de notar un leve parpadeo también?)—. ¡Cuántas tonterías dicen esas dos mujeres! Y se las creen. ¿Ha presenciado ya (estoy seguro de que insistirán para que las visite con ese fin), una de sus ridículas séances?

Vacilé unos instantes ante de decidir rápidamente cuál debía ser mi actitud aquí.

—Sí —respondí—. Estuve en su casa con tal fin.

—¿Y no le pareció todo un solemne disparate? ¿O se dejó impresionar?

Evité su mirada, disimulando cuanto pude mi confusión.

—¡Yo...! ¡Oh, bien...! Desde luego, no creo en nada de eso. Parece sincera pero... —consulté mi reloj—. Ignoraba que fuera tan tarde. Debo regresar en seguida a casa. Mi prima se preguntará qué ando haciendo por ahí.

—Dígale que se ha dedicado a distraer a un inválido, en el transcurso de una tarde que se presentaba aburrida para él. Recuerdos para Rhoda. Hemos de ponernos de acuerdo para comer juntos otra vez. Mañana me voy a Londres. En Southeby hay una interesante subasta. Marfiles del medioevo francés. ¡Son exquisitos! Disfrutará usted viéndolos si logro hacerme con ellos.

Tras una amistosa indicación nos separamos. Sus ojos, ¿no habían parpadeado divertida, maliciosamente al oír mis torpes manifestaciones en relación con la séance? Yo estaba seguro de que sí, pero... Me di cuenta entonces de que, decididamente, por unos momentos, había estado imaginando cosas fantásticas.

Capítulo XIX

Relato de Mark Easterbrook

Salí a última hora de la tarde. Habíase hecho ya la oscuridad, y esto, añadido a que el cielo aparecía nublado, hacía que me moviera con bastante incertidumbre por el serpenteante camino. Miré a mis espaldas, a las iluminadas ventanas de la casa y, de pronto, tropecé con otra persona que avanzaba en dirección contraria.

Era un hombre menudo, aunque fornido. Intercambiamos unas palabras de excusa. El desconocido tenía una voz profunda, de bajo, e imprimía a sus palabras un leve tono pedantesco.

—Crea que lo siento...

—No tiene importancia. Fue culpa mía, de veras...

—Nunca había estado por aquí —le expliqué—. Por eso no sé a ciencia cierta por donde camino. Debiera haberme traído una linterna.

—Permítame.

Mi interlocutor se sacó del bolsillo una linterna, que en seguida me entregó, una vez estuvo encendida. A la luz de ésta vi que se trataba de un hombre de mediana edad, de faz redonda e ingenua, en la que campeaba un negro bigote y unos lentes. Se cubría con un impermeable oscuro de buena calidad. Su aspecto era extremadamente digno y respetable. Me pregunté por qué no habría hecho uso de su linterna puesto que la llevaba encima.

—¡Ah! —exclamé—. Ya veo lo que me ha ocurrido... Me salí del camino.

En cuanto me situé en el sendero, alargué la mano tendiéndole su linterna.

—Ahora ya puedo moverme con alguna seguridad.

—No, no... Ya me la devolverá cuando lleguemos a la entrada.

—Pero... ¿no se dirigía usted hacia la casa?

—No, no. Voy en su misma dirección. Ejem... Luego me encaminaré a la parada del autobús, el que me ha de llevar a Bournemouth.

Echamos a andar uno al lado del otro. Mi acompañante parecía un poco confuso. Me preguntó si yo también iba a la parada del autobús. Contesté que me hallaba hospedado en una de las casas de la población.

Se produjo otra pausa. Noté que el desconcierto de mi acompañante crecía por momentos. Pertenecía sin duda a este tipo de hombres que no toleran el verse sorprendidos en una falsa posición.

—¿Ha estado usted visitando al señor Venables? —inquirió aclarándose la garganta.

Le respondí que sí, añadiendo:

—Me pareció que usted iba hacia su casa.

—No. No... En realidad... —hizo una pausa—. Vivo en Bournemouth... Bueno. En sus inmediaciones. Tengo una casita allí, a la que me he trasladado hace muy poco tiempo.

Quise recordar algo... ¿Qué era lo que había oído decir recientemente sobre una casita de Bournemouth? Mientras intentaba acordarme de aquello advertí que mi acompañante se sentía más embarazado que nunca, lo cual le impulsó a explicarse con toda amplitud.

—Tiene que parecerle muy extraño... Admito que, en efecto, lo es... Es difícil justificar la presencia de una persona en los alrededores de una casa, a esta hora, cuyo dueño de aquélla no conoce. Mis razones no son fáciles de exponer, pero le aseguro que las tengo. Puedo decirle que aunque vivo en Bournemouth desde hace poco tiempo, soy bien conocido y allí no me costaría mucho trabajo presentarle unos cuantos residentes de la localidad, todos ellos de prestigio, dispuestos a responder por mí. Soy farmacéutico de profesión. No hace mucho vendí el negocio que poseía en Londres, retirándome de la vida activa para refugiarme en esta parte del país, que siempre me ha agradado muchísimo.

De pronto se hizo la luz en mi cerebro. Pensé que ya sabía quién era aquel hombre.

—Me llamo Osborne, Zachariah Osborne. Como ya le he dicho, tengo... tenía un establecimiento muy acreditado en Londres... en la calle Barton, de Paddington Green. El vecindario era excelente en la época de mi padre... Luego, desgraciadamente, cambió. Sí, cambió muchísimo, tornándose menos selecto.

Osborne suspiró, moviendo con un gesto pesaroso la cabeza.

—Ésa es la casa del señor Venables, ¿verdad? Supongo... ejem... supongo que es amigo suyo...

Respondí deliberadamente:

—Tanto como eso... Ésta es la segunda vez que le visito. En la otra ocasión anterior comí con él, acompañado de unos amigos comunes.

—Sí, sí... Me hago cargo...

Habíamos llegado a la entrada. Salimos al otro lado de la cerca. El señor Osborne se detuvo indeciso. Le devolví su linterna.

—Gracias —dije.

—De nada. Yo... —hizo una nueva pausa, tras la cual comenzó a hablar rápidamente. No me agradaría que pensara... Desde luego, yo he entrado ahí subrepticiamente. Pero le aseguro que no he procedido así a impulsos de la curiosidad, una curiosidad irrazonada. Este encuentro conmigo tiene, por fuerza, que haberle sorprendido. La cosa se presta a malas interpretaciones. Me gustaría explicarle... ejem... aclarar mi posición.

Esperé. Esto era lo que me figuraba más indicado. Deseaba satisfacer mi curiosidad.

El señor Osborne guardó silencio unos segundos. Después, resueltamente, continuó hablando:

—Sí. Me gustaría mucho explicárselo todo a usted, señor...

—Easterbrook. Mark Easterbrook.

—Bien. Señor Easterbrook... Le agradecería que me proporcionara una oportunidad para justificar mi comportamiento, que, lógicamente, tiene que haberle parecido un tanto raro. ¿Dispone usted de tiempo...? De aquí a la carretera principal no hay más de cinco minutos andando. En la estación de servicio que se encuentra en las proximidades de la parada del autobús existe un pequeño bar. Todavía faltan veinte minutos para que llegue el coche que he de coger. ¿Me permite que le invite a tomar una taza de café?

Acepté. Durante nuestro paseo, el señor Osborne, más tranquilizado, charló animadamente acerca de las buenas cosas que ofrecía Bournemouth: su excelente clima, sus conciertos, sus habitantes, personas agradables en su mayoría...

Llegamos a la carretera principal. La estación de servicio se encontraba en un recodo y la parada del autobús a espaldas de aquélla. Vi, efectivamente, un reducido bar, reluciente de limpio. En su interior no había más que dos personas: una pareja de novios, que ocupaban uno de los rincones. Una vez dentro, el señor Osborne pidió café y galletas para mí y para él.

Luego, inclinándose hacia mí desde el lado opuesto de la mesa, pausadamente comenzó a librarse de su pesada carga.

—Todo esto arranca de un caso cuya reseña debe haber leído usted en la Prensa hace algún tiempo. No fue un caso sensacional, por lo que no llegó a las primeras páginas de los periódicos. Estaba relacionado con el párroco católico del distrito de Londres en que tengo... en que tenía mi farmacia. Este hombre fue asesinado. Una pena... Tales sucesos son demasiado frecuentes en nuestros días. Creo que era una excelente persona... Ahora he de decirle en qué me afectó a mí aquel hecho. La policía anunció que deseaba entrar en contacto con quienes hubieran visto al padre Gorman la noche de su muerte. Casualmente yo me encontraba a la puerta de mi establecimiento a las ocho y vi pasar por delante de éste al padre Gorman. Le seguía a corta distancia un hombre de aspecto poco común, que por tal motivo atrajo mi atención. En aquel momento, desde luego, mi interés fue puramente accidental y pasajero. Ahora bien, señor Easterbrook, yo soy muy observador y poseo el hábito de registrar minuciosamente en la memoria los rostros de las personas que veo. Esto constituye un pasatiempo para mí. Algunos de mis clientes no han dejado de exteriorizar su sorpresa cuando, por ejemplo, les he dicho: «¡Ah, sí! Me parece que usted vino en marzo último para que le preparáramos la misma receta». A la gente le agrada que se la recuerde. En el negocio esto me ha sido muy útil. Bueno... Di a conocer a la policía los rasgos del hombre que yo viera. Me dieron las gracias y en eso quedó la cosa.

»Me acerco a la parte más sorprendente de la historia. Hace diez días, aproximadamente. asistí a la fiesta parroquial que tuvo lugar en el pequeño poblado que se encuentra al otro lado de la carretera que hemos seguido... ¡Cuál no sería mi asombro al descubrir allí al hombre que yo viera avanzar tras el sacerdote asesinado! Debía haber sufrido, eso pensé, un accidente, porque ocupaba una silla de ruedas que él mismo manejaba para trasladarse de un lado a otro. Pregunté por aquel hombre a varias personas, enterándome así de que se llamaba Venables y de que se halla en posesión de una gran fortuna. Después de un día o dos de continuas vacilaciones, escribí al agente de policía que me había tomado declaración con motivo de nuestro primer contacto. Vino a Bournemouth... El inspector Lejeune... Si, ése es su nombre. Se mostró escéptico en cuanto a mi identificación. No creía que aquél pudiera ser el individuo que buscaban. Me comunicó que el señor Venables estaba impedido desde hacía varios años, a consecuencia de un ataque de polio. El policía afirmó que debía haber sufrido una confusión, originada, seguramente, por cierto parecido.

El señor Osborne se detuvo bruscamente. Agité un poco el brebaje que tenía delante de mí, bebiendo un sorbo cautelosamente. El señor Osborne añadió tres terrones de azúcar a su taza.

—Y con eso, quizá, se cerró el incidente —apunté.

—Sí, sí...

Por el tono de su voz, advertíase su insatisfacción. Inclinose de nuevo hacia mí. Su redonda calva brillaba bajo la luz de la lámpara. Sus ojos, detrás de los lentes, se me antojaron los de un fanático.

—He de explicarle algo más. Siendo yo un chiquillo, señor Easterbrook, un amigo de mi padre, otro farmacéutico, fue llamado a declarar para el caso de Jean Paul Marigot. Lo recordará... Envenenó a su mujer con una dosis de arsénico. El amigo de mi padre lo identificó con el nombre que se había inscrito en su libro de registro de drogas tóxicas con nombre y apellidos falsos. Marigot fue declarado culpable, siendo ahorcado. Esto me causó una gran impresión... Contaba yo entonces nueve años... Una edad muy crítica. Desde aquel día concebí la ilusión de figurar en una cause celèbre y de convertirme en el instrumento de la justicia, el único, el decisivo, el que había de demostrar la culpabilidad del criminal. Tal vez fue por aquellas fechas cuando empecé a aplicarme al estudio de la fisonomía humana, intentando retener en la memoria cuantos rostros veía. He de confesarle, señor Easterbrook, aun cuando esto pueda parecerle ridículo, que durante muchos años he vivido pendiente de una posibilidad: la de que entrara en mi farmacia un hombre decidido a matar a su esposa, con la idea de adquirir el preparado necesario para sus fines.

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