El misterio de Pale Horse (16 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Pale Horse
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Me encogí de hombros antes de decidir quemar mis naves.

—Un bayo.

—¡Ah! Muy bien, excelente. ¡Oh! No tiene por qué ponerse nervioso. No hay motivo para dejarse dominar por los nervios.

—Eso ya lo ha dicho usted antes —declaré con rudeza.

Los modales del señor Bradley se tornaron aún más blandos y calmosos.

—Comprendo sus sentimientos. Pero le puedo asegurar que no tiene por qué preocupase. Soy abogado... Desde luego, excluido del foro —añadió Bradley graciosamente—. De lo contrario no me encontraría aquí. Conozco la ley. Todo es cuestión de una apuesta. Un hombre puede apostar sobre lo que quiera, sobre si lloverá mañana, si los rusos lograrán poner un hombre en la Luna o si su esposa va a tener gemelos. Usted puede apostar lo que quiera a que el señor B. morirá antes de Navidad o a que el señor C. vivirá cien años más. Usted respalda con una decisión como ésa su buen juicio o sus presentimientos, lo que parezca que puede llamársele... El mecanismo, como verá, es bien sencillo.

Experimenté la impresión de hallarme ante un cirujano, tranquilizando a su cliente al tratar de los probables resultados de una operación. En el despacho del señor Bradley se respiraba una atmósfera de consulta médica.

Le respondí hablando lentamente:

—En realidad no comprendo bien todo este asunto de «Pale Horse».

—¿Y eso le preocupa? Sí. Hay mucha gente que reacciona igual. Hay más cosas en el cielo que en la tierra... Horacio, etc. Con franqueza: tampoco yo lo comprendo. Pero da resultados positivos. Funciona de una manera maravillosa.

—Si usted me pudiese ampliar la información que poseo...

Yo estaba encajado en tales momentos en mi papel... Íntimamente me encontraba asustado. El señor Bradley, no obstante, habría tenido que enfrentarse muchas veces con muchísimas personas en una disposición de ánimo similar.

—¿Conoce usted el sitio?

Tomé una rápida determinación. Sería una imprudencia mentir.

—Yo... Bueno... Sí... Estuve allí con varios amigos. Me llevaron...

—Es encantadora la vieja hostería. Repleta de interés histórico. Además, las restauraciones han sido presididas por un inteligente criterio. Así, pues, la conoce... A mi amiga, a la señorita Grey...

—Sí... sí, por supuesto. Es una mujer extraordinaria.

—¿Verdad? ¿Verdad? Ha dado usted en el clavo. Una mujer extraordinaria. Y en posesión de extraordinarios poderes.

—¡Hay que ver las cosas que dice! Seguramente... imposible.

—Exactamente. Eso es. Las cosas que ella dice conocer y las otras de que es capaz, constituyen un imposible. Cualquiera lo afirmaría así. Ante un tribunal, por ejemplo...

Los negros y brillantes ojos de Bradley me miraron escrutadores. Mi interlocutor repetía las palabras con estudiado énfasis.

—Ante un tribunal por ejemplo... todo eso parecería ridículo. Si esa mujer se levantara para confesar un crimen, un crimen a distancia, por «influjo de la voluntad», su declaración no sería válida. Aun cuando ésta fuera cierta (cosa que los hombres sensatos como usted y como yo no creemos ni por un momento), no podría ser admitido ligeramente. El crimen «a control remoto» no es un crimen a los ojos de la Ley, que considera aquél una insensatez. Ahí está lo bonito del asunto... Usted se dará cuenta de ello en cuanto reflexione un momento sobre el citado extremo.

Me di cuenta de que por el momento lo que pretendía era tranquilizarme. Un crimen cometido valiéndose de ocultos poderes no era tal crimen en ningún tribunal de justicia inglés. Si yo contrataba los servicios de un pistolero con objeto de que asesinara a alguien, golpeando a la víctima con una porra o asestándole un navajazo, yo quedaba comprometido, como el autor material del hecho, al que quedaba unido en calidad de cómplice. En efecto, me había puesto de acuerdo con él... Pero si yo utilizaba a Thyrza Grey, esto es, sus mágicas artes, éstas no constituirían nunca una pieza de convicción. Sí, puesto de acuerdo con el señor Bradley tenía que reconocer que allí estaba lo bonito del asunto...

Salió a relucir mi natural escepticismo, para protestar. Mi estallido fue apasionado.

—¡Es demasiado fantástico! —exclamé—. No creo. Es imposible.

—Conforme, conforme. Yo pienso igual. Thyrza Grey es una mujer extraordinaria, en posesión, ciertamente, de excepcionales poderes, pero uno no puede creer todo lo que dice ser capaz de hacer. Como decía usted: es demasiado fantástico. En esta época uno no se resigna a creer que una persona pueda enviar ondas mentales a lo que sea eso por sí misma o a través de un médium, instalada en un lugar de la campiña inglesa, para causar la muerte de otra persona (a base de una enfermedad normal) situada, digamos, en Capri.

—Pero, ¿qué es lo que ella hace, en realidad? ¿No es eso precisamente?

—Sí, claro. Desde luego, posee poderes... Thyrza Grey es escocesa. Una peculiaridad de esta raza es la «doble visión». A lo que yo doy un crédito absoluto es a esto —Bradley se inclinó hacia delante, levantando el dedo índice de su mano derecha en un gesto impresionante—: Thyrza Grey sabe... con anticipación... cuándo va a morir alguien. Es un don. Y ella lo posee.

Recostose en su asiento, estudiándome sin pestañear. Y esperó.

—Supongamos un caso. A cierta persona, a usted o a cualquier otra, le agradaría muchísimo saber cuándo va a morir tía Eliza, por ejemplo. Convendrá conmigo en que es casi siempre singularmente útil conocer tal dato. No hay nada de perverso en ello, nada de carácter malvado... Pura conveniencia, de tipo comercial. ¿Qué planes forjaremos? ¿Vamos a recibir el próximo mes de noviembre una buena suma de dinero? De saber esto, quizá dependa una importante decisión. La muerte es una cosa muy azarosa. Usted, por supuesto, adora a la anciana, pero... ¡cuán útil le sería averiguar aquello!

Bradley hizo una pausa.

—Aquí es donde entro yo. Yo soy un hombre aficionado a las apuestas. Me da lo mismo que la apuesta sea sobre esto que sobre aquello. Usted recurre a mí. Naturalmente, usted no va a apostar sobre el fallecimiento de la anciana. Esto repugnaría a sus buenos sentimientos. El trato queda planteado en los siguientes términos entonces: usted expone cierta suma de dinero, sosteniendo que tía Eliza seguirá llena de vigor y de salud a la llegada de las próximas Navidades. Yo le digo que no...

Mientras hablaba, Bradley me observaba con gran atención.

—¿Hay algún reparo en ello? Nada. Todo es muy sencillo. Nosotros hemos discutido este asunto. Yo sostengo que tía Eliza se encamina hacia su fin. Usted mantiene lo contrario. Después extendemos un contrato y lo firmamos. Yo le doy una fecha. Le digo que transcurridos quince días de la misma tendrán lugar los funerales de tía Eliza. Usted dice que no. Si gana usted... yo pago. De no ser así... ¡será usted quien tenga que hacerlo!

Clavé la vista en el rostro de mi interlocutor. Intenté imaginarme las emociones de un hombre que desea quitar de en medio a una rica parienta. Pensé luego en un chantajista... Esto era ya más fácil de fingir. Un hombre había estado sacándome dinero por espacio de años enteros. Ya no podía soportar por más tiempo sus exigencias. Deseaba su muerte. Carecía de valor para matarlo, pero estaba dispuesto a dar lo que fuera, cualquier cosa con tal de que...

Hablé largo rato... Tenía la voz ronca. Representaba aquel papel con bastante aplomo.

—¿Cuáles son sus condiciones?

Los modales del señor Bradley experimentaron un rápido cambio. Le veía ahora francamente alegre, festivo incluso en su manera de entonar las palabras.

—Por aquí fue por donde empezamos, ¿no? Mejor dicho, por donde comenzó usted a su llegada. «¿Cuánto?», me preguntó. Llegó a producirme un sobresalto. Nunca vi a nadie ir tan directamente al grano.

—¿Cuáles son sus condiciones?

—Depende... Depende de varios factores. Generalmente se basa en la cifra que anda en juego. En algunos casos de los fondos de que dispone el cliente. Un esposo molesto, un chantajista o algo de ese tipo dependerá de lo que pueda aquél. Yo..., permítame que me exprese claramente, no apuesto con gente carente de recursos económicos, excepto cuando se presenta una oportunidad como la del ejemplo que he utilizado. Ahí mis honorarios dependerían de la fortuna que poseyera tía Eliza. Las condiciones se fijan de mutuo acuerdo. Los dos pretendemos obtener un provecho con nuestro convenio, ¿no? En términos generales puede señalarse que las apuestas son del orden de quinientos a uno...

—¿Quinientos a uno? Eso sale muy caro.

—Yo me arriesgo mucho al apostar. De no tener duda sobre la muerte de tía Eliza usted lo sabría y no recurriría a mis servicios. Profetizar la muerte de una persona en un plazo de dos semanas no me negará que tiene sus riesgos. Cinco mil libras contra cien no supone nada exagerado.

—Imaginemos que pierde usted.

—Mala suerte. En ese caso pagaría.

—Y yo pago si soy el que pierdo. Supongamos que me niego.

El señor Bradley se recostó en su sillón, entornando un poco los ojos.

—No le aconsejaría que hiciese eso. No, no se lo aconsejaría —repuso espaciando las palabras.

A pesar del blando tono que imprimió a éstas sentí un escalofrío. No había formulado ninguna amenaza directa. Pero la misma se percibía de un modo latente en sus frases.

Me puse en pie, diciendo:

—Tengo... tengo que pensar en todo esto.

Bradley se mostró tan agradable y cortés como al principio.

—Naturalmente. No obre nunca con precipitación. Si se decide vuelva a visitarme y nos ocuparemos del asunto detenidamente. Tómese el tiempo que necesite. Las prisas no conducen jamás a nada. Tómese todo el tiempo que quiera.

Al salir resonaban todavía aquellas palabras en mis oídos.

«Tómese todo el tiempo...»

Capítulo XIII

Relato de Mark Easterbrook

Me decidí a entrevistarme con la señora Tuckerton de muy mala gana. Fui incitado a dar aquel paso por Ginger. En este aspecto no me hallaba convencido, en absoluto, de su prudencia. En primer lugar: no me consideraba con facultades para realizar la tarea que mi amiga me había sugerido. Y ponía en duda mi habilidad para producir la necesaria reacción. Era posible que la mujer se diese cuenta de que fingía.

Ginger, desplegando su terrible eficiencia, me dio instrucciones por teléfono.

—Será muy fácil. La casa fue construida por Nash. Pero no es del estilo que todo experto asocia con aquél. Posee detalles próximos al gótico con algunos vuelos de la fantasía.

—¿Y cuál será el móvil de mi visita?

—Tú estás escribiendo en la actualidad un artículo o un libro sobre las influencias derivadas de la fluctuación en el estilo de un arquitecto. Ésa u otra cosa parecida habrá de servirte de pretexto.

—Se me antoja una excusa de poca consistencia.

—¡Bah! —replicó Ginger muy segura de sí misma—. Cuando tocas los temas artísticos te encuentras con las teorías más disparatadas, formuladas por gentes de toda condición. Podría citarte capítulos enteros repletos de peregrinos conceptos.

—Por ésa y otras razones estimo que tú eres la persona indicada para hacer tal gestión y no yo...

—Ahí es donde te equivocas. La señora Tuckerton puede consultar el «¿Quién es quién?», en cuyas páginas hallará datos sobre ti. Mi nombre es el que no encontraría allí.

Ni aun entonces me sentía convencido, derrotado temporalmente, si acaso.

Al regreso de mi increíble visita al señor Bradley, Ginger y yo habíamos cambiado impresiones. Ella no se vio obligada a hacer los esfuerzos que yo, para comprender la situación. Evidentemente, le proporcioné una gran satisfacción.

—Esto lo revela bastante. Nos dice, por ejemplo, que no se trata de hechos imaginarios —señaló la chica—. Ya sabemos que existe una organización constituida para eliminar a ciertas personas.

—¡Valiéndose de medios sobrenaturales!

—Te aferras demasiado a tus ideas. Eso se debe a las insinuaciones inadvertidas y a los escarabajos sagrados con que se adorna Sybil. Seguirías en tus trece si el señor Bradley se hubiese presentado a ti como un curandero o un astrólogo. Pero como él resulta ser, sencillamente, un granuja desagradable, de muchas leyes... Al menos ésa es la impresión que tengo deducida de tus palabras.

—Sí, en efecto, estoy de acuerdo de que es muy aproximada a la realidad.

—Todo va encajando perfectamente. No obstante, por absurdo que parezca, hay que pensar en que las tres habitantes de «Pale Horse» se han hecho de algo de naturaleza desconocida y positivos efectos.

—Si estás convencida de ello, ¿por qué ver a la señora Tuckerton?

—Otra comprobación que no está de más. Sabemos que Thyrza Grey puede hacerlo... Eso afirma ella. Sabemos cómo funciona la organización en su aspecto económico. Obran en nuestro poder datos relativos a tres de las víctimas. Ahora pretendemos ampliar nuestra información desde el lado del cliente.

—Supongamos que la señora Tuckerton no dé muestras de haber figurado entre los favorecedores de esa singular empresa...

—Entonces tendremos que orientar nuestras investigaciones en otra dirección.

—Por supuesto, desconfío de que logremos algo provechoso.

Ginger respondió que era preciso que mejorara la opinión que de mí mismo tenía.

Todo eso fue lo que ocurrió horas antes de mi llegada a la puerta principal de la vivienda de la señora Tuckerton, en el Parque Carraway. El edificio no se acomodaba verdaderamente a las características del estilo de Nash. En muchos aspectos parecía un castillo de modestas proporciones. Ginger me había prometido dejarme un libro recientemente publicado, sobre el citado arquitecto y sus obras, pero aquél no había llegado a tiempo, por lo cual me encontraba escasamente documentado.

Oprimí el botón del timbre y poco después la puerta se abría para mostrarme un hombre en apariencia más bien desconocida, el cual vestía una chaqueta de alpaca.

—¿Es usted el señor Easterbrook? —me preguntó—. La señora Tuckerton le está esperando.

Me hizo pasar a un salón repleto de muebles. Este cuarto me produjo una desagradable impresión. Todo lo que contenía era de valor, pero elegido con un gusto pésimo. Sin tantos detalles recargados aquélla hubiera podido ser una habitación de gratas proporciones. Había uno o dos cuadros buenos y un sinfín de malos. Mucho brocado amarillo también. Mis meditaciones fueron interrumpidas por la llegada de la dueña de la casa. Me levanté con dificultad, abandonando las profundidades del sofá en que me había sentado.

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