Read El misterio de Layton Court Online
Authors: Anthony Berkeley
Le quitó el papel de las manos y se puso a estudiarlo de cerca.
—No se ve a quién va dirigida, ¿verdad? —preguntó emocionado Alec.
—No, también es mala suerte, las primeras dos líneas están borradas. Espera un momento, aquí hay algo. «En los aire...», y las dos últimas letras parecen una e y una ese. Es una palabra larga. ¿Qué puede ser?
Señaló el papel con un dedo tembloroso.
—«Alrededores...» ¿no? —dijo Alec—. Y eso es una erre. ¡Alrededores!
—¡Dios mío, eso es! «En los alrededores.» Y aquí hay algo más. «Esa b-e-s...» «Esa bestia...»
—¡Prince!
—¿Prince?
—La palabra siguiente. ¿No la ves? Se distingue muy bien.
—¡Cierto! Muy bien, Alec. «Esa bestia de Prince.» Dios mío, ¿te das cuenta de lo que significa esto? —La emoción de Roger empezaba a dar indicios de ser incontrolable, le brillaban los ojos y jadeaba como si hubiese corrido los cien metros en once segundos.
—Esto es de la mayor importancia —coincidió radiante Alec—. Quiero decir que demuestra que...
—¡De la mayor importancia! —aulló Roger—. Pero ¿es que no lo comprendes? ¡Significa que conocemos el nombre del asesino!
—¿Qué?
—Nos ha puesto la solución en las manos. A Stanworth lo asesinó alguien llamado Prince, que él sabía que rondaba por los alrededores y..., pero vayamos a un lugar más seguro y estudiemos con calma este documento.
El cobertizo más próximo ofrecía un buen refugio, por lo que se retiraron a él apresuradamente y observaron más de cerca lo que habían descubierto. Tras diez minutos de concentrados esfuerzos, se las arreglaron para descifrar lo siguiente:
«...esa bestia de Prince..., en los alrededores..., grave peligro... susto de muerte esta mañana al encontrármelo..., encerrado...»
—Creo que es lo único descifrable, al menos sin una lupa —dijo por fin Roger, doblando el valioso papel y guardándolo con cuidado en la cartera—. Pero está muy claro, ¿no crees? ¡Sigamos!
Salió del cobertizo y giró en dirección al camino.
—¿Adónde vamos? —preguntó el fiel Alec corriendo tras él.
—A buscar a ese tal Prince —replicó muy serio Roger.
—¡Ah!, ¿crees que sigue por aquí?
—Me parece bastante probable. Al fin y al cabo, esta mañana se ha puesto en contacto con Jefferson, ¿no? En todo caso, pronto lo averiguaremos.
—¿Qué es lo que has deducido exactamente?
—Bueno, no es que haya mucho que deducir, los hechos hablan por sí solos. Stanworth, por alguna razón que todavía desconocemos, tenía motivos para temer a un hombre llamado Prince. Para su sorpresa y terror, se lo encontró por casualidad una mañana hará una semana en los alrededores, y supo en el acto que corría un grave peligro. Vuelve a casa enseguida, escribe un borrador de una carta y luego escribe a alguien contándoselo y, probablemente, pidiéndole ayuda y expresando su convicción de que Prince debería estar encerrado.
—Qué curioso —meditó Alec.
—¿Quieres decir raro? Sí, pero hacía tiempo que teníamos la sospecha de que aquí pasaba algo raro. No sólo en lo relativo al comportamiento de los demás habitantes de la casa, sino posiblemente en lo que respecta al propio Stanworth. Pero creo que esta vez vamos tras la pista correcta.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Alec, en cuanto llegaron al camino.
—Tendremos que hacer unas averiguaciones con mucha discreción. De hecho, haremos más o menos lo que teníamos pensado, salvo que por fortuna nuestro campo de acción se ha visto notablemente reducido. En lugar de perseguir a un misterioso desconocido, ahora tenemos un objetivo claro. Antes nos habíamos hecho una idea aproximada de su aspecto, pero ahora incluso sabemos cómo se llama el malhechor. ¡Oh, esto será pan comido!
—¿Qué quieres decir con eso de que nos habíamos hecho una idea aproximada de su aspecto?
—Pues eso mismo. Por lo ocurrido en la biblioteca, sabemos que debe ser un hombre fuerte, recuerda que Stanworth no era ningún alfeñique. El tamaño de sus pisadas indica que es un hombre robusto, probablemente alto. No sabría decirte el color de su pelo, ni si tiene alguna prótesis dental, pero aun así tenemos una idea bastante aproximada de su aspecto.
—Pero ¿qué vamos a hacer si lo encontramos? No puedes abordarle y decirle: «Buenas tardes, señor Prince. Tengo entendido que asesinó usted al señor Stanworth a las dos de esta mañana». No es posible.
—Déjamelo a mí —respondió Roger—. Ya pensaré algo que decirle.
—No me cabe la menor duda —murmuró convencido Alec.
—Entretanto, ahí tenemos la casa de los guardeses. ¿Por qué no entramos a ver si está William? Vive ahí, ¿no? Tal vez esté su señora. Es posible que anoche le abrieran la puerta al tal Prince.
—De acuerdo. Pero sé discreto.
—Desde luego, Alec —respondió muy digno Roger mientras llamaba a la puerta.
La mujer de William era una anciana de cara redonda y mejillas sonrosadas con un par de pestañeantes ojos azules que miraban como si todo lo que veían fuese divertido, cosa que probablemente fuera cierta, teniendo en cuenta que pertenecían a la mujer de William.
—Buenas tardes, caballeros —dijo con una pequeña y anticuada reverencia—. ¿Me buscaban?
—Buenas tardes —respondió Roger con una sonrisa—, nos preguntábamos si William estaría en casa.
—¿Mi marido? Dios mío, no señor; nunca está en casa a estas horas. Tiene que trabajar.
—¡Oh!, entonces supongo que estará haciendo alguna cosa en el jardín.
—Sí, señor. Creo que estaba cortando varillas para los guisantes en el huerto. ¿Se trata de algo importante?
—No, no, nada importante. Pasaré a verle más tarde.
—¡Qué asunto tan terrible lo del señor! —empezó locuaz la mujer de William—. ¡Terrible! Nunca había pasado nada parecido en Layton Court, al menos desde que vivo aquí, y, por lo que sé, tampoco antes. ¿Vio usted el cadáver, señor? Se pegó un tiro en la cabeza, ¿no?
—Sí, terrible —repuso apresuradamente Roger—. ¡Terrible! A propósito, la otra noche estuve esperando hasta tarde a un amigo que tenía que venir a verme, pero no se presentó. ¿No lo verían ustedes por aquí?
—¿A qué hora sería eso, señor?
—¡Oh, en torno a las once, diría yo; o incluso más tarde.
—No, señor, no vi a nadie. William y yo nos acostamos a las diez y nos quedamos dormidos antes de las diez y media.
—Comprendo. Y cierran ustedes las puertas por la noche, ¿verdad?
—Desde luego, señor. A menos que tengamos instrucciones de no hacerlo. Anoche las cerramos poco después de las diez y no las hemos abierto hasta que Albert, el chófer, llegó esta mañana. ¿Sabe si su amigo tenía que venir en coche?
—No lo sé. Dependía. ¿Por qué?
—Porque la puerta pequeña de la izquierda siempre está abierta para los peatones. Todo lo que puedo decirle, señor, es que no vi a nadie, cosa que no habría ocurrido si hubiese pasado por la casa. A menos que se perdiera por el camino, pero no me parece probable.
—No, me temo que no debió de poder venir. En cualquier caso, dice usted que hasta que se acostaron no vieron pasar a ningún desconocido. ¿Absolutamente a nadie?
—No, señor. Nadie que yo sepa.
—Muy bien, asunto resuelto. A propósito, ayer por la tarde el bueno del señor Stanworth me pidió que le hiciese un favor la siguiente ocasión que saliera a dar un paseo. Me dijo que fuese a ver a un tal Prince de su parte y...
—¿Prince? —le interrumpió la señora con inesperada energía—. Aléjese de él, señor.
—¿Por qué? —preguntó entusiasmado Roger echándole a Alec una mirada triunfal.
La mujer de William dudó.
—¿Se refiere usted a Prince, señor? ¿John?
—Sí, John, eso es. ¿Por qué dice usted que me aleje de él?
—Porque es peligroso, señor —respondió con vehemencia la señora—. ¡Muy peligroso! De hecho —bajó la voz de forma muy elocuente—, en mi opinión está un poco mal de la cabeza.
—¿Mal de la cabeza? —repitió sorprendido Roger—. ¡Oh, vamos! No será para tanto, ¿no?
—Bueno, ya ve usted lo que le sucedió aquella vez al señor Stanworth. Lo sabe, ¿no?
Roger contuvo un silbido.
—Algo he oído —dijo en tono chismoso—. Le... atacó, ¿no?
—Eso hizo, señor. Y sin tener el menor motivo. De hecho, si uno de los peones del señor Wetherby no hubiese estado por allí, podría haberle hecho mucho daño al señor Stanworth. Por supuesto, hicieron todo lo posible por silenciar el asunto; daría mala reputación a la casa que estas cosas llegaran a saberse. Pero yo me enteré de todo.
—¿Ah, sí? No tenía ni idea de que hubiese sido tan grave. Entonces, ¿cómo lo diría? ¿Puede decirse que había mala sangre entre ellos?
—Bueno, podría decirse así, señor. Fue como si le cogiera ojeriza al señor Stanworth desde el primer momento en que lo vio.
—Es una forma muy drástica de demostrarlo —se rió Roger—. Tal vez le falte un tornillo, como dice usted. De modo que hace poco que está por aquí.
—Oh, sí, señor. No más de tres o cuatro semanas.
—Bueno, creo que correré el riesgo. Quería preguntarle el modo más rápido de llegar allí.
—¿A casa del señor Wetherby? Bueno, lo más rápido es tomar el camino que pasa por el pueblo, señor, así irá usted directo. Desde aquí son unos dos kilómetros, tal vez un poco más.
—A casa del señor Wetherby, sí. Déjeme ver, eso está en...
—En Hillcrest Farm, señor. Es un caballero muy amable. Él y el señor Stanworth eran muy amigos antes..., antes...
—Sí —respondió Roger a toda prisa—. Bueno, muchas gracias. Siento haberla entretenido.
—Nada de eso, señor —repuso la mujer de William con una sonrisa—. Buenas tardes, señor.
—Buenas tardes.
La buena señora volvió a meterse en la casa y los otros dos se dirigieron hacia la carretera.
Las emociones reprimidas de Roger estallaron en cuanto llegaron a donde no podían oírles.
—¿Lo ves? —exclamó—. ¿Qué te parece? ¿eh?
—¡Es extraordinario! —respondió Alec casi igual de excitado.
—Menuda suerte ir a dar probablemente con la única persona que habría estado dispuesta a darnos toda esa información. ¿Suerte? Es casi milagroso. Bueno, nunca pensé que hacer de detective fuese tan fácil.
—Entonces, ¿vamos a ir a ver a ese tal Prince?
—Puedes estar seguro. Hay que atrapar a ese pájaro antes de que levante el vuelo.
—¿Crees que pretende escapar?
—Es más que probable, diría yo —replicó Roger dando grandes zancadas a toda prisa por el camino polvoriento—. Sólo lleva aquí tres semanas, así que es evidente que vino con la intención de hacer lo que ha hecho; ahora el trabajo está terminado y no tiene necesidad de quedarse más tiempo. ¡Oh, el tal Prince es un tipo listo! Pero no lo suficiente.
—Al parecer atacó a Stanworth en una ocasión y a pleno día.
—Sí, ¿no te pareció maravilloso cuando nos lo contó? Estuve a punto de gritar de emoción. Todo encaja a la perfección. «Fue como si le cogiera ojeriza al señor Stanworth desde el primer momento.» ¡Ah, señora, no fue tan repentino! Supongo que debió de ocurrir después de que Stanworth escribiera su carta. De lo contrario lo habría dicho.
—Tal vez estuviese en una de las partes que se borraron.
—Cierto, faltaban muchos fragmentos. Mira, te diré qué es lo mejor que podemos hacer..., pasarnos por el pub del pueblo y ver si podemos sacarle más información al encargado. Seguro que está al tanto de todo lo que pasa por aquí.
—Parece un buen plan —asintió enseguida Alec.
—Entretanto, repasemos los hechos..., se dice así, ¿no? Ese tal Prince se las ha arreglado para conseguir empleo en la granja del señor Wetherby, que parece ser un caballero dedicado a la agricultura. Y, a propósito, fue una jugada muy astuta, pues justifica su presencia en los alrededores. Vino aquí por algún motivo relacionado con Stanworth; no me refiero necesariamente a asesinarlo, tal vez no lo pretendiera al principio. En cuanto vio a Stanworth sus sentimientos se soliviantaron tanto que lo atacó sin más consideración. Es evidente que echaron tierra al asunto, pero aun así debieron de circular chismorreos.
—Fue una estupidez por su parte —comentó Alec.
—Sí, desde luego; mostró sus cartas demasiado pronto. Aun así, el caso es que lo hizo. Y, ahora, concentremos nuestras energías en llegar a ese pueblo abrasado por el sol. El tiempo apremia, y quiero tener tiempo de meditar un poco.
Anduvieron deprisa por el sinuoso camino blanco hasta el pueblo y fueron directos al pub. El tiempo apremiaba tanto que no podían permitir que ninguna consideración acerca del calor que hacía interfiriese con el modo en que iban a gastarlo.
Después del sol abrasador y del polvo, el fresco bar de la anticuada taberna del pueblo, con el suelo cubierto de serrín y los adornos de latón brillando a la suave luz del crepúsculo, resultaba de lo más acogedor.
Roger enterró la nariz agradecido en su vaso de cerveza antes de volver a lo que les ocupaba.
—¡Qué buena está! —le dijo con sinceridad al tabernero mientras dejaba el vaso casi vacío sobre el mostrador—. No hay nada como la cerveza para la sed, ¿no le parece?
—Cierto, señor —replicó el dueño con cordialidad, tanto porque era bueno para el negocio como porque lo creía sinceramente—. Y, con el día que hace, no se cansa uno de beber —añadió pensando en la primera consideración.
Roger miró a su alrededor con aire apreciativo.
—Un sitio muy agradable.
—No está mal, señor. No lo hay mejor en quince kilómetros a la redonda, aunque esté mal que yo lo diga. ¿Vienen ustedes de muy lejos?
—De Elchester —respondió brevemente Roger. No quería revelar que se alojaba en Layton Court, pues no tenía tiempo de responder la catarata de preguntas que resultaría inevitablemente de revelar aquella información.
—Entonces estarán ustedes muertos de sed —observó con aprobación el dueño.
—Desde luego —admitió Roger apurando el contenido de su vaso—, tanto que puede usted volver a llenarnos los vasos.
El tabernero volvió a llenar los vasos y se inclinó sobre el mostrador con aire confidencial.
—¿Se han enterado de la noticia? Esta mañana por aquí no se habla de otra cosa. En Layton Court. Lo han dejado ustedes a la izquierda al venir de Elchester, a un par de kilómetros de aquí. Dicen que un caballero se ha suicidado. A mí me lo contó el chófer. Vino a tomar un vaso de cerveza, igual que ustedes, y me lo contó todo. Estaba muy enfadado. Mañana quería pedir el día libre y ahora tendrá que llevar a todo el mundo de aquí para allá y no podrá tenerlo.