El miedo a la libertad (21 page)

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Authors: Erich Fromm

BOOK: El miedo a la libertad
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Al referirnos al sadismo pensamos generalmente en la destructividad y hostilidad que tan manifiestamente se relacionan con él. No hay duda que nunca deja de observarse, en grado mayor o menor, una conexión entre la destructividad y las tendencias sádicas. Pero ello puede también afirmarse con respecto al masoquismo. Todo análisis de los rasgos masoquistas puede poner en evidencia tal hostilidad. La diferencia principal parece residir en el hecho de que, en el sadismo, esta hostilidad es generalmente más consciente y se expresa en la acción de una manera más directa, mientras que en el masoquismo la hostilidad es en gran parte inconsciente y busca una expresión indirecta. Trataré de mostrar luego que la destructividad es el resultado del fracaso de la expansión emocional, intelectual y sensitiva del individuo; por lo tanto, los impulsos destructivos son una consecuencia de las mismas condiciones que conducen a la necesidad de simbiosis. Lo que deseo destacar a este respecto es que el sadismo no se identifica con la destructividad, aun cuando se halla muy mezclado con ella. La persona destructiva quiere destruir el objeto, es decir, suprimirlo, librarse de él. El sádico, por el contrario, quiere dominarlo, y, por lo tanto, sufre una pérdida si su objeto desaparece.

El sadismo, en el sentido que le hemos asignado, puede también resultar relativamente exento de carácter destructivo y mezclarse con una actitud amistosa hacia su objeto. Este tipo de sadismo «amistoso» ha hallado una expresión clásica en la obra de Balzac Ilusiones perdidas, donde hallamos una descripción que se refiere a esa peculiar característica que hemos denominado necesidad de simbiosis. En este pasaje, Balzac describe la relación entre el joven Luciano y un galeote que finge ser abad. Poco después de haber conocido al joven, que había intentado suicidarse en ese momento, el abad dice:

... este joven no tiene nada en común con el poeta que acaba de morir. Yo te he salvado, yo te he dado la vida, y tú me perteneces, asi como las criaturas pertenecen al Creador, como en los cuentos orientales el Ifrit pertenece al espíritu, como el cuerpo pertenece al alma. Con manos poderosas te mantendré derecho en el camino que conduce al poder; y te prometo, sin embargo, una vida de placeres, honores y fiestas interminables. Nunca te faltará dinero, serás brillante; mientras que yo, agachado en el sucio trabajo de levantarte, aseguraré el brillante edificio de tu éxito. ¡Amo el poder por el poder mismo! Siempre gozaré de tus placeres, aunque deba renunciar a ellos. Más brevemente: seré una sola y misma persona contigo... Amaré a mi criatura; la moldearé, la formaré para que me sirva, para amarla como un padre quiere a su hijo. Pasearé a tu lado en el tilburi, querido muchacho, me deleitaré de tus éxitos con las mujeres. Podré decir: Yo soy este hermoso joven. Yo he creado a este Marqués de Rubempré y lo he colocado en la aristocracia; su éxito es obra mía. El está silencioso y sólo habla con mi voz; sigue mis consejos en todo.

A menudo, y no sólo en el uso popular, el sadomasoquismo se ve confundido con el amor. Los fenómenos masoquistas, en particular, son considerados como expresiones de amor. Una actitud de completa autonegación en favor de otra persona y la entrega de los propios derechos y pretensiones han sido alabados como ejemplos de «gran amor». Parecería que no existe mejor prueba de «amor» que el sacrificio y la disposición a perderse por el bien de la otra persona. De hecho, en tales casos, el «amor» es esencialmente un anhelo masoquista y se funda en la necesidad de simbiosis de la persona en cuestión. Si entendemos por amor la afirmación apasionada y la conexión activa con la esencia de una determinada persona, la unión basada sobre la independencia y la integridad de los dos amantes, el masoquismo y el amor son dos cosas opuestas. El amor se funda en la igualdad y la libertad. Si se basara en la subordinación y la pérdida de la integridad de una de las partes, no seria más que dependencia masoquista, cualquiera que fuera la forma de racionalización adoptada. También el sadismo aparece con frecuencia bajo la apariencia de amor. Mandar sobre otra persona, cuando se pueda afirmar el derecho de hacerlo por su bien, aparece muchas veces bajo el aspecto de amor, pero el factor esencial es el goce nacido del ejercicio del dominio.

En este punto surgirá, sin duda, una pregunta por parte del lector: ¿No es el sadismo, tal como lo hemos descrito, algo similar al apetito de poder? La contestación es que, aunque las formas más destructivas del sadismo (cuando su fin es el de castigar y torturar a otra persona) no son idénticas a la voluntad de poder, ésta es sin duda la expresión más significativa del sadismo. El problema ha ido ganando cada vez mayor importancia en nuestros días. Desde Hobbes en adelante se ha visto en el poder el motivo básico de la conducta humana; los siglos siguientes, sin embargo, han ido concediendo mayor peso a los factores morales y legales que tienden a contenerlo. Con el surgimiento del fascismo, el apetito de poder y la convicción de que el mismo es fuente del derecho han alcanzado nuevas alturas. Millones de hombres se dejan impresionar por la victoria de un poder superior y lo toman por una señal de fuerza. No hay duda que el poder ejercido sobre los individuos constituye una expresión de fuerza en un sentido puramente material. Si ejerzo el poder de matar a otra persona, yo soy «más fuerte» que ella. Pero en sentido psicológico, el deseo de poder no se arraiga en la fuerza, sino en la debilidad. Es la expresión de la incapacidad del yo individual de mantenerse solo y subsistir. Constituye el intento desesperado de conseguir un sustituto de la fuerza al faltar la fuerza genuina.

La palabra poder tiene un doble sentido. El primero de ellos se refiere a la posesión del poder sobre alguien, a la capacidad de dominarlo; el otro significado se refiere al poder de hacer algo, de ser potente. Este último sentido no tiene nada que ver con el hecho de la dominación; expresa dominio en el sentido de capacidad. Cuando hablamos de impotencia nos referimos a este significado; no queremos indicar al que no puede dominar a los demás, sino a la persona que es impotente para hacer lo que quiere. Así, el término poder puede significar una de estas dos cosas: dominación o potencia. Lejos de ser idénticas, las dos cualidades son mutuamente exclusivas. La impotencia, usando el término no tan sólo con respecto a la esfera sexual, sino también a todos los sectores de las facultades humanas, tiene como consecuencia el impulso sádico hacia la dominación; en la medida en que un individuo es potente, es decir, capaz de actualizar sus potencialidades sobre la base de la libertad y la integridad del yo, no necesita dominar y se halla exento del apetito de poder. El poder, en el sentido de dominación, es la perversión de la potencia, del mismo modo que el sadismo sexual es la perversión del amor sexual.

Es probable que rasgos sádicos y masoquistas puedan hallarse en todas las personas. En un extremo se sitúan los individuos cuya personalidad se halla dominada por tales rasgos, y en el otro aquellos para los cuales el sadomasoquismo no constituye una característica especial. Cuando hablamos del carácter sadomasoquista, nos referimos solamente a los primeros. Usamos el término carácter en el sentido dinámico fijado por Freud. En tal sentido se refiere no a la suma total de las formas de conducta características de una determinada persona, sino a los impulsos dominantes que motivan su obrar. Dada la premisa formulada por Freud acerca del carácter sexual de las fuerzas motivadoras básicas, este autor llegó a las nociones de carácter anal, oral o genital. Quien no comparta tal premisa, se verá forzado a formular distintos tipos de carácter. Pero el concepto dinámico permanece el mismo. No es necesario que las fuerzas motrices sean conocidas como tales por la persona cuyo carácter se encuentra dominado por ellas. Un individuo puede estar completamente dominado por impulsos sádicos y sin embargo creer conscientemente que el motivo de su conducta es tan sólo el sentido del deber. Hasta puede no cometer ningún acto sádico manifiesto, reprimiendo sus impulsos lo suficiente como para aparecer normal en la superficie. Sin embargo, todo análisis atento de su conducta, fantasías, sueños y gestos mostrarán que los impulsos sádicos actúan en las capas más profundas de su personalidad.

Aunque pueda denominarse sadomasoquista el carácter de los individuos dominados por esos impulsos, tales personas no son necesariamente neuróticas. El que un determinado tipo de carácter sea neurótico o normal depende en gran parte de las tareas peculiares que los individuos deben desempeñar en su respectiva situación social, y de cuáles pautas de conducta y de actitudes existen en su cultura. Puede decirse que para grandes estratos de la baja clase media, en Alemania y otros países europeos, el carácter sadomasoquista es típico, y, cono se demostrará luego, fue sobre este tipo de carácter donde incidió con más fuerza la ideología nazi. Dado que el término «sadomasoquista» se halla asociado con la noción de perversión y de neurosis, emplearé la expresión carácter autoritario para referirme al tipo de carácter de que se está hablando, y ello de especial manera cuando se trate de individuos normales. Esta terminología se justifica por cuanto la persona sadomasoquista se caracteriza siempre por su peculiar actitud hacia la autoridad. La admira y tiende a someterse a ella, pero al mismo tiempo desea ser ella misma una autoridad y poder someter a los demás. Hay otra razón más para elegir este término. El sistema fascista se llamó a sí mismo autoritario a causa de la función dominante de la autoridad en su estructura política y social. De este modo, con la expresión carácter autoritario destacamos que nos estamos refiriendo a la estructura de la personalidad que constituyó la base humana del fascismo.

Antes de proseguir la discusión sobre el carácter autoritario, es menester aclarar algo el término autoridad. Esta no es una cualidad «poseída» por una persona, en el mismo sentido que la propiedad de bienes o de dotes físicas. La autoridad se refiere a una relación interpersonal en la que una persona se considera superior a otra. Pero existe una diferencia fundamental entre el tipo de relación de superioridad-inferioridad, que puede denominarse autoridad racional, y la que puede describirse como autoridad inhibitoria.

Mostraré con un ejemplo lo que quiero decir. La relación entre maestro y discípulo y la que existe entre amo y esclavo se fundan ambas en la superioridad del uno sobre el otro. Los intereses del maestro y los del discípulo se hallan orientados en la misma dirección. El maestro se siente satisfecho si logra hacer adelantar a su discípulo; y, si no lo consigue, el fracaso será imputable a ambos. El amo de esclavos, por el contrario, explota a éstos lo más posible, y cuanto más logra sacarles, tanto más se siente satisfecho. Al misino tiempo el esclavo trata de defender lo mejor que puede su derecho a un mínimum de felicidad. Sus intereses son así decididamente antagónicos, puesto que lo que es ventajoso para uno constituye un daño para el otro. En ambos casos la superioridad tiene una función distinta: en el primero representa la condición necesaria para ayudar a la persona sometida a la autoridad; en el segundo no es más que la condición de su explotación.

También la dinámica de la autoridad, en estos dos tipos, es diferente: cuanto más logra aprender el estudiante, tanto menor será la distancia entre él y su maestro. El primero se va pareciendo cada vez más al segundo. En otras palabras, la relación de autoridad tiende a disolverse. Pero cuando la superioridad tiene por función ser base de la explotación, la distancia entre las dos personas se hace con el tiempo cada vez mayor.

La situación psicológica es distinta en cada una de estas relaciones de autoridad. En la primera prevalecen elementos de amor, admiración o gratitud. La autoridad representa a la vez un ejemplo con el que desea uno identificarse parcial o totalmente. En la segunda se originarán sentimientos de hostilidad y resentimiento en contra del explotador, al cual uno se siente subordinado en perjuicio de los propios intereses. Pero a menudo, como en el caso del esclavo, el odio de éste sólo podrá conducirlo a conflictos que le producirán cada vez mayores sufrimientos, sin perspectiva alguna de salir vencedor. Por eso, en general, existe la tendencia a reprimir el sentimiento de odio y a veces hasta a reemplazarlo por el de ciega admiración. Este hecho tiene dos funciones: 1) eliminar el sentimiento de odio, doloroso y lleno de peligros; 2) aliviar la humillación. Si la persona que manda es maravillosa y perfecta, entonces no tengo por qué avergonzarme de obedecerla. No puedo ser su igual porque ella es mucho más fuerte, más sabia y mejor que yo. La consecuencia de la autoridad de tipo inhibitorio está en que el sentimiento de odio o el de sobreestimación tenderán a aumentar. En el tipo racional de autoridad, en cambio, tenderán a disminuir en la medida en que la persona sujeta se haga más fuerte y, por lo tanto, se asemeje más al que ejerza la autoridad. La diferencia entre la autoridad racional y la inhibitoria es tan sólo de carácter relativo. Hasta en la relación entre esclavo y amo existen elementos ventajosos para el esclavo. Este obtiene el mínimo de alimentos y de protección que, por lo menos, lo capacita para trabajar en beneficio del amo. Por otra parte, la ausencia completa de antagonismo entre discípulo y maestro sólo puede hallarse en una relación ideal. Hay muchas gradaciones entre estos dos casos extremos, tal como ocurre, por ejemplo, en la relación entre el obrero industrial y el capataz, o el hijo del campesino y su padre, o el ama de casa y su marido. Sin embargo, aun cuando de hecho los dos tipos de autoridad se hallen mezclados, siempre subsiste una diferencia esencial entre ellos, y el análisis de una concreta relación de autoridad debería revelar en todos los casos la importancia respectiva que le corresponde a cada uno de los dos.

La autoridad no es necesariamente una persona o una institución que ordena esto o permite aquello; además de este tipo de autoridad, que podríamos llamar exterior, puede aparecer otra de carácter interno, bajo el nombre de deber, conciencia o superyó. En realidad, el desarrollo del pensamiento moderno desde el protestantismo hasta la filosofía kantiana, puede caracterizarse por la sustitución de autoridades que se han incorporado al yo en lugar de las exteriores. Con las victorias políticas de la clase media en ascenso, la autoridad exterior perdió su prestigio y la conciencia del hombre ocupó el lugar que aquélla había tenido antes. Este cambio pareció a muchos una victoria de la libertad. Someterse a órdenes nacidas de un poder exterior (por lo menos en las cuestiones espirituales) pareció ser algo indigno de un hombre libre; pero la sumisión de sus inclinaciones naturales y el establecimiento del dominio sobre una parte del individuo —su naturaleza— por obra de la otra parte —su razón, voluntad o conciencia— pareció constituir la esencia misma de la libertad. El análisis muestra, empero, que la conciencia manda con un rigor comparable al de las autoridades externas, y que, además, muchas veces el contenido de sus órdenes no responde en definitiva a las demandas del yo individual, sino que está integrado por demandas de carácter social que han asumido la dignidad de normas éticas. El gobierno de la conciencia puede llegar a ser aún más duro que el de las autoridades exteriores, dado que el individuo siente que las órdenes de la conciencia son las suyas propias, y así ¿cómo podría rebelarse contra si mismo?

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