Read El miedo a la libertad Online
Authors: Erich Fromm
El otro aspecto de la libertad moderna —el aislamiento y el sentimiento de impotencia que ha aportado al individuo— tiene sus raíces en el protestantismo, no menos que el sentimiento de independencia. Como este libro tiene sobre todo por objeto estudiar la libertad como peligro y como carga, el análisis que se expone a continuación es intencionadamente parcial, pues subraya aquel lado de las doctrinas de Calvino y de Lutero que constituye las raíces del aspecto negativo de la libertad: su exaltación de la impotencia y maldad fundamentales del hombre.
Lutero presumía la existencia de una maldad innata en la naturaleza humana, maldad que dirige su voluntad hacia el mal e impide a todos los hombres el poder realizar, fundándose solamente en su naturaleza, cualquier acto bueno. El hombre posee una naturaleza mala y depravada (naturaliter et inevitabiliter mala et vitiata natura). La depravación de la naturaleza del hombre y su absoluta falta de libertad para elegir lo justo constituye uno de los conceptos fundamentales de todo el pensamiento de Lutero. Con este espíritu comienza su comentario a la Epístola a los Romanos, de San Pablo:
La esencia de esta epístola es: destruir, desarraigar y aniquilar toda la sabiduría y justicia de la carne, que puedan aparecer —ante nuestros ojos y ante los de los demás— notables y sinceras... Lo que importa es que nuestra justicia y nuestra sabiduría, que se despliegan ante nuestros ojos, son destruidas y arrancadas de raíz de nuestro corazón y de nuestro yo vano.
Esta convicción acerca de la corrupción del hombre y de su impotencia para realizar lo bueno por sus propios méritos, es una condición esencial de la gracia divina. Solamente si el hombre se humilla a sí mismo y destruye su voluntad y orgullo individuales podrá descender sobre él la gracia de Dios:
Porque Dios quiere salvarnos por medio de una justicia y una sabiduría que nos son extrañas (fremde), y no ya por medio de las nuestras; mediante una justicia que no parte de nosotros, sino que llega a nosotros desde afuera... Esto es, ha de enseñarse aquella justicia que viene exclusivamente desde afuera y es enteramente ajena a nosotros.
Una expresión aún más radical de la impotencia humana la proporcionó Lutero siete años más tarde en su folleto De servo arbitrio, que entrañaba una crítica a la defensa que del libre albedrío formulara Erasmo:
... Por lo tanto, la voluntad humana es, por decirlo asi, una bestia entre dos amos. Si Dios está encima de ella, quiere y va donde Dios manda, como dice el Salmo: «Ante ti yo era una bestia y, sin embargo, estoy continuamente contigo» (Salmos, 22, 23, 73). Si es el Diablo quien está encima de la voluntad, ésta quiere y va como Satán quiere. Ni está en poder de su propia voluntad el elegir para qué jinete correrá ni a quién buscará, sino que los jinetes mismos disputan quién ha de obtenerlo y retenerlo.
Lutero declara que si uno no quiere abandonar del todo este asunto (del libre albedrío) —lo cual sería lo más seguro y también lo más religioso—, podemos, sin embargo, con buena conciencia, aconsejar que sea usado tan sólo en la medida en que permita al hombre una «voluntad libre», no ya con respecto a los que le son superiores, sino tan sólo con aquellos seres que están por debajo de él mismo... Con respecto a Dios el hombre no posee «libre albedrío», sino que es un cautivo, un esclavo y un siervo de la voluntad de Dios o de la voluntad de Satán.
Las doctrinas que hacen del hombre un instrumento pasivo en las manos de Dios, y esencialmente malo, que su única tarea es la de entregarse a la voluntad divina, y que Dios podría salvarlo mediante un incomprensible acto de justicia, no constituían la respuesta definitiva que era capaz de dar un hombre como Lutero, arrastrado de tal modo por la desesperanza, la angustia y la duda, y al mismo tiempo por el deseo ardiente de certidumbre. A su debido tiempo halló la respuesta a sus dudas. En 1518 tuvo una revelación imprevista. El hombre no puede ser salvado por sus virtudes, ni tampoco debe meditar acerca de si sus obras agradarán o no al Señor; pero sí puede obtener la certidumbre de su salvación si tiene fe. La fe es otorgada al hombre por Dios; una vez que el hombre ha tenido la experiencia subjetiva de la fe, también puede estar cierto de su salvación. El individuo, en su relación con Dios, es esencialmente receptivo. Una vez que el hombre ha recibido la gracia de Dios en la experiencia de la fe, su naturaleza cambia, puesto que en ese acto mismo se une a Cristo, y la justicia de Cristo reemplaza la suya propia, que se había perdido por el pecado de Adán. Sin embargo, el hombre no puede llegar jamás a ser enteramente virtuoso en vida, puesto que su maldad natural nunca puede llegar a desaparecer.
La doctrina de Lutero acerca de la fe experimentada como sentimiento subjetivo de la salvación propia superior a cualquier duda, podría parecer a primera vista una grave contradicción con aquel intenso sentimiento de duda que era característico de su personalidad y de sus enseñanzas hasta 1518. Sin embargo, desde el punto de vista psicológico, este cambio desde la duda a la certidumbre, lejos de ser contradictorio, posee una relación causal. Debemos recordar lo que se ha dicho acerca de la naturaleza de esta duda: no se trata de la duda racional, inseparable de la libertad de pensamiento, que se atreve a discutir las opiniones establecidas. Se trata, por el contrario, de una duda irracional que brota del aislamiento e impotencia de un individuo cuya actitud hacia el mundo se caracteriza por el odio y la angustia. Esta duda irracional no puede remediarse por medio de respuestas racionales; tan sólo puede desaparecer si el individuo llega a ser parte integrante de un mundo que posea algún sentido. Si ello no ocurre, como no ocurrió en el caso de Lutero y de la clase media que él representaba, la duda solamente puede ser acallada, enterrada por así decirlo, cosa que es dado hacer mediante alguna fórmula que prometa la certidumbre absoluta. La búsqueda compulsiva de la certidumbre, tal como la hallamos en Lutero, no es la expresión de una fe genuina, sino que tiene su raíz en la necesidad de vencer una duda insoportable. La solución que proporciona Lutero es análoga a la que encontramos hoy en muchos individuos que, por otra parte, no piensan en términos teológicos: a saber, el hallar la certidumbre por la eliminación del yo individual aislado al convertirse en un instrumento en manos de un fuerte poder subyugante, exterior al individuo. Para Lutero este poder era Dios, y en la ilimitada sumisión era donde buscaba la certidumbre. Pero aun cuando lograra así acallar en cierta medida sus dudas, éstas en realidad nunca desaparecieron; hasta en sus últimos días tuvo accesos de duda, que hubo de dominar con renovados esfuerzos hasta llegar a la sumisión. Desde el punto de vista psicológico la fe posee dos significados completamente distintos. Puede representar la expresión de una relación íntima con la humanidad y una afirmación de vida, o bien puede constituir una forma de reacción contra un sentimiento fundamental de duda, arraigado en el aislamiento del individuo y en su actitud negativa hacia la vida. La fe de Lutero poseía este carácter compensatorio.
Es especialmente importante entender el significado de la duda y de los intentos de acallarla, porque no se trata solamente de un problema que concierne a Lutero y —como lo veremos pronto— a la teología de Calvino, sino que sigue siendo uno de los problemas básicos del hombre moderno. La duda es el punto de partida de la filosofía moderna; la necesidad de acallarla constituyó un poderoso estimulo para el desarrollo de la filosofía y de la ciencia modernas. Pero aunque muchas dudas racionales han sido resueltas por medio de respuestas racionales, la duda irracional no ha desaparecido y no puede desaparecer hasta tanto el hombre no progrese desde la libertad negativa a la positiva. Los intentos modernos de acallarla, ya consistan éstos en una tendencia compulsiva hacia el éxito, en la creencia de que un conocimiento ilimitado de los hechos puede resolver la búsqueda de la certidumbre, o bien en la sumisión a un líder que asuma la responsabilidad de la «certidumbre», todas estas soluciones tan sólo pueden eliminar la conciencia de la duda. La duda misma no desaparecerá hasta tanto el hombre no supere su aislamiento y hasta que su lugar en el mundo no haya adquirido un sentido expresado en función de sus humanas necesidades.
¿Cuál es la conexión de las doctrinas de Lutero con la situación psicológica en que se hallaban todos, excepto los ricos y los poderosos, hacia fines de la Edad Media? Como hemos visto ya, el viejo orden se estaba derrumbando. El individuo había perdido la seguridad de la certidumbre y era amenazado por nuevas fuerzas económicas, por capitalistas y monopolios; el principio corporativo estaba siendo reemplazado por el de la competencia; las clases bajas experimentaban el peso de la explotación creciente. El llamamiento del luteranismo a estas últimas era diferente del que se dirigía a la clase media. Los pobres de las ciudades, y aún más los campesinos, se hallaban en una situación desesperada. Eran explotados despiadadamente y privados de sus derechos y privilegios tradicionales. Se hallaban en un estado de ánimo revolucionario, sentimiento que encontró su expresión en las sublevaciones campesinas y en los movimientos revolucionarios de las ciudades. Los Evangelios articulaban sus esperanzas y sus expectativas, tal como lo habían hecho para los esclavos y los trabajadores del cristianismo primitivo, y guiaban al pueblo en su búsqueda de la libertad y de la justicia. En la medida en que Lutero atacaba la autoridad y hacía de la palabra evangélica el centro de sus enseñanzas, se dirigía a estas masas inquietas del mismo modo que lo habían hecho antes que él otros movimientos religiosos de carácter evangélico.
Pero aun cuando Lutero aceptara la adhesión de esas masas y las apoyara, sólo podía persistir en esta actitud hasta cierto punto; debía romper la alianza apenas los campesinos llegaran más allá del ataque a la autoridad de la Iglesia y de la formulación de simples demandas de mejoras. Pero los campesinos avanzaron hasta transformarse en una clase revolucionaria que amenazaba con destruir los fundamentos del orden social, en cuyo mantenimiento la clase media se hallaba vitalmente interesada. Porque, a pesar de todas las dificultades anteriormente descritas, la clase media, hasta su estrato más bajo, poseía privilegios que defender contra las demandas de los pobres, y por lo tanto era intensamente hostil a aquellos movimientos revolucionarios que se dirigían a destruir no solamente los privilegios de la aristocracia, de la Iglesia y de los monopolios, sino también los propios privilegios de la clase media.
La posición en que ésta se hallaba, entre los ricos y los muy pobres, complicaba su forma de reaccionar y en cierto sentido la hacía contradictoria. Deseaba sostener la ley y el orden, y sin embargo ella misma se hallaba virtualmente amenazada por el capitalismo creciente. Tampoco los más afortunados miembros de la clase media eran tan ricos y tan poderosos como el pequeño grupo de los grandes capitalistas. Debían luchar duramente para sobrevivir y tener éxito. El lujo de la clase adinerada aumentaba su sentimiento de pequeñez y los llenaba de envidia e indignación. En conjunto, el colapso del orden feudal y el surgimiento del capitalismo constituían una amenaza más que una ayuda.
La concepción del hombre sustentada por Lutero reflejaba precisamente este dilema. El hombre se halla libre de todos los vínculos que lo ligaban a las autoridades espirituales, pero esta misma libertad lo deja solo y lo llena de angustia, lo domina con el sentimiento de insignificancia e impotencia individuales. Esta experiencia aplasta al individuo libre y aislado. La teología luterana manifiesta tal sentimiento de desamparo y de duda. La imagen del hombre que Lutero expresa en términos religiosos describe la situación del individuo tal como había sido producida por la evolución general, social y económica. El miembro de la clase media se hallaba tan indefenso frente a las nuevas fuerzas económicas como el hombre descrito por Lutero lo estaba en sus relaciones con Dios.
Pero Lutero hizo algo más que poner de manifiesto el sentimiento de insignificancia que prevalecía en las clases sociales que recibían su prédica: también le ofreció una solución. El individuo podía tener la esperanza de ser aceptado por Dios no solamente por el hecho de reconocer su propia insignificancia, sino también humillándose al extremo, abandonando todo vestigio de voluntad personal, renunciando a su fuerza individual y condenándola. La relación de Lutero con Dios era de completa sumisión. Su concepción de la fe, expresada en términos psicológicos, significa: si te sometes completamente, si aceptas tu pequeñez individual, entonces Dios Todopoderoso puede estar dispuesto a quererte y a salvarte. Si te deshaces, por un acto de extrema humildad, de tu personalidad individual con todas sus limitaciones y dudas, te liberarás del sentimiento de tu nulidad y podrás participar de la gloria de Dios. Por lo tanto, Lutero, si bien libertaba al pueblo de la autoridad de la Iglesia, lo obligaba a someterse a una autoridad mucho más tiránica, la de un Dios que exigía como condición esencial de salvación la completa sumisión del hombre y el aniquilamiento de su personalidad individual. La «fe» de Lutero consistía en la convicción de que sólo a condición de someterse uno podía ser amado, solución ésta que tiene mucho de común con el principio de la completa sumisión del individuo al Estado y al «líder».
El reverente temor que Lutero sentía por la autoridad, y su amor hacia ella, también aparecen en sus convicciones políticas. Aunque combatiera contra la autoridad de la Iglesia, aunque se sintiera lleno de indignación contra la nueva clase adinerada, una de cuyas partes estaba constituida por la capa superior de la jerarquía eclesiástica, y aunque apoyara hasta cierto punto las tendencias revolucionarias de los campesinos, postulaba la más absoluta sumisión a las autoridades mundanas y a los príncipes:
Aun cuando aquellos que ejercen la autoridad fueran malos o desprovistos de fe, la autoridad y el poder que ésta posee son buenos y vienen de Dios... Por lo tanto, donde existe el poder y donde éste florece, su existencia y su permanencia se deben a las. órdenes de Dios.
Y también dice:
Dios preferiría la subsistencia del gobierno, no importa cuan malo fuere, antes que permitir los motines de la chusma, no importa cuan justificada pudiera estar en sublevarse... El príncipe debe permanecer príncipe, no importa todo lo tiránico que pueda ser. Tan sólo puede decapitar a unos pocos, pues ha de tener súbditos para ser gobernante.