El mensaje que llegó en una botella (41 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El mensaje que llegó en una botella
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¿Por la tarde? Carl lo había olvidado por completo.

—Pero eso, que no voy a estar cuando vuelvas del trabajo, Carl. Morten va a acompañarme al hospital, así que estoy en buenas manos. Quién sabe, quizá vuelva un día de estos —se animó, tratando de sonreír, mientras jadeaba en busca de aire. Después se sinceró—. Carl, hay algo que me da vueltas en la cabeza.

—Ah, ¿sí? Cuéntame.

—Te acuerdas del caso de Børge Bak en el que encontraron el cadáver de una prostituta bajo el puente Langebro? Parecía que se hubiera ahogado por accidente, tal vez un suicidio sin más, pero no lo era.

Sí, Carl lo recordaba con nitidez. Una mujer de color. Poco más de dieciocho años. Estaba desnuda, a excepción de una anilla de hilo de cobre trenzado en torno a un tobillo. No era algo en lo que uno se fijara de modo especial, muchas mujeres africanas lo llevaban. De modo que se fijaron más en las numerosas marcas de pinchazos que tenía en los brazos. Típico de putas heroinómanas, pero no tan habitual entre las chicas africanas de Vesterbro.

—La había matado su chulo, ¿verdad? —comentó Carl.

—No, la mataron más bien los que la vendieron al chulo.

Sí, ahora lo recordaba.

—Ese caso me recuerda al caso que lleváis ahora, el de los cuerpos carbonizados en incendios.

—Vaya. ¿Te refieres a la anilla de cobre que llevaba la africana en el tobillo?

—Exacto.

Cerró los ojos con fuerza dos veces. Aquello equivalía a una afirmación.

—La chica no quería seguir haciendo la calle. Quería volver a casa, pero no había ganado suficiente dinero, así que no podía ser.

—Y entonces, la mataron.

—Sí. Las chicas africanas creen en el vudú, pero aquella no, y eso ponía en peligro todo el sistema. Tenía que desaparecer.

—Entonces usaron la anilla con ella para recordar a las demás putas que rebelarse contra sus amos o contra el vudú tiene su castigo.

Hardy volvió a cerrar los ojos dos veces.

—Eso es. Alguien trenzó plumas, pelo y todo tipo de chismes en la anilla. El resto de las chicas africanas captó el mensaje.

Carl se secó la boca. No cabía duda de que Hardy había descubierto algo.

Jacobsen estaba de espaldas a Carl, mirando a la calle. Lo hacía a menudo cuando estaba concentrado.

—Dices que Hardy está convencido de que los cadáveres de los incendios eran cobradores. Que su trabajo consistía en administrar y cobrar las cuotas de las tres empresas y que no lo hicieron bien. Que no se cobró lo que se debía y que por eso los mataron.

—Sí. La organización daba un castigo ejemplar para el resto de cobradores. Y las empresas que habían pedido el préstamo satisfacían la deuda con la indemnización del seguro. Dos pájaros de un tiro.

—Si esos serbios se llevaron las indemnizaciones de las aseguradoras, va a haber un par de empresas sin fondos para volver a montarlas —aseveró Jacobsen.

—Sí.

El inspector jefe de Homicidios hizo un gesto afirmativo. Las explicaciones sencillas daban muchas veces soluciones sencillas. Era algo bestial, sin duda, pero las bandas del Este de Europa y las de los Balcanes tampoco se caracterizaban por su sensiblería.

—¿Sabes qué, Carl? Vamos a seguir esa teoría —dijo, moviendo la cabeza arriba y abajo—. Voy a hablar con la Interpol enseguida. Tendrán que ayudarnos a conseguir alguna respuesta de los serbios. Da las gracias a Hardy de mi parte. Por cierto, ¿cómo le va? ¿Se va haciendo a tu casa?

Carl meneó la cabeza de lado a lado. «¿Se va haciendo?» Tampoco era para tanto.

—Por cierto, información confidencial. —Marcus Jacobsen lo detuvo cuando salía por la puerta—: hoy vais a tener visita de la Inspección de Trabajo.

—Ah, ¿sí? Y tú ¿cómo lo sabes? Creía que sus visitas solían ser por sorpresa.

El inspector jefe de Homicidios sonrió.

—Qué coño, al fin y al cabo somos la Policía, ¿no? Lo sabemos todo.

—Yrsa, hoy tienes que trabajar en el segundo piso, ¿vale?

Ella no pareció oírlo.

—Gracias por la nota que nos dejaste ayer. Es decir, de parte de Rose —dijo.

—Bien. ¿Y qué ha respondido? ¿Va a volver al trabajo pronto?

—La verdad es que no me ha dicho nada sobre eso.

No podía decirse de forma más explícita.

Tendría que arreglárselas con Yrsa.

—¿Dónde está Assad? —preguntó.

—En su despacho, telefoneando a miembros de sectas expulsados. Yo me encargo de los grupos de apoyo.

—¿Hay muchos?

—No. Tendré que hacer como Assad y llamar a exmiembros de la comunidad.

—Buena idea. ¿Dónde los encontráis?

—En viejos recortes de prensa. Hay montones de ellos.

—Cuando subas al segundo piso llévate a Assad. Los de la Inspección de Trabajo están al llegar.

—¿Quiénes?

—Los de la Inspección de Trabajo. Los del amianto.

No pareció registrarlo en su mollera.

—¡Hola! —saludó, chasqueando los dedos—. ¿Estás despierta?

—Hola, tu padre. Voy a decirlo con todas las letras, Carl. No tengo ni idea de qué es lo del amianto. ¿No te estás confundiendo con Rose?

¿Había sido Rose?

Santo cielo, ya no sabía quién era quién ni dónde estaba.

Tryggve Holt telefoneó a Carl mientras este pensaba si poner una silla en medio del suelo para poder rematar a la mosca la próxima vez que se posara en su sitio preferido, en medio del techo.

—¿Les ha gustado el dibujo? —preguntó Tryggve.

—Sí, ¿y a ti?

También a él le había gustado.

—Lo llamo porque hay un policía danés, un tal Pasgård, que no deja de llamarme. Ya le he dicho lo que sé; ¿no podría decirle que es muy irritante y que me deje en paz?

Con gusto, pensó Carl.

—¿Te importa si te hago antes un par de preguntas, Tryggve? —propuso—. Ya me encargaré de que te deje en paz.

El tipo no quedó muy contento, pero tampoco se negó.

—No creemos que sean molinos de viento, Tryggve. ¿No podrías describir mejor el sonido?

—¿Cómo voy a describirlo?

—¿Cómo era de grave?

—La verdad es que no sé. ¿Qué quiere que diga?

Carl emitió un sonido grave.

—¿Era así de grave?

—Sí, algo parecido.

—No ha sido muy grave.

—Pues, entonces, no sería un sonido grave. Aunque yo lo llamaría así.

—¿Sonaba a metálico?

—¿Cómo, metálico?

—Era un sonido suave, ¿o más bien agudo?

—No lo recuerdo. Algo agudo, creo.

—O sea, ¿como una especie de motor?

—Sí, puede. Pero sonó sin parar durante días.

—¿Y no disminuyó con la tormenta?

—Sí, un poco, pero no mucho. Oiga, ya le he contado esto a Pasgård. Bueno, casi todo. ¿No puede hablar con él? No soporto tener que pensar más sobre aquello.

Pues vete a ver a un psicólogo, pensó Carl.

—Te comprendo, Tryggve —fue lo que dijo.

—Llamaba también por otra cosa. Mi padre está hoy en Dinamarca.

—No me digas —se sorprendió Carl, y cogió el bloc—. ¿Dónde?

—Tiene reunión de los Testigos de Jehová en la sede central de Holbæk. Parece que quiere que lo manden a otra parte. Creo que usted le ha metido miedo. No puede aceptar que se hurgue en aquella cuestión.

Entonces estáis de acuerdo, amigo mío, pensó.

—Ya. ¿Y qué pueden hacer los Testigos de Jehová de Dinamarca? —preguntó.

—¿Que qué pueden hacer? Pues, por ejemplo, podrían mandarlo a Groenlandia o a las islas Faroe.

Carl arrugó el entrecejo.

—¿Cómo lo sabes, Tryggve? ¿Vuelves a hablar con tu padre?

—No. Lo sé por mi hermano pequeño, Henrik. Y no se lo diga a nadie, porque si no las va a pasar canutas.

Después Carl miró la hora. Dentro de una hora y veinte minutos iba a llegar Mona con su meticuloso superpsicólogo. Pero ¿por qué quería hacerle pasar ese trago? ¿Creía que de repente iba a echar a saltar como una liebre de primavera diciendo «aleluya, ya no me entran sofocos por que mataran a mi compañero delante de mis ojos sin que yo hiciera nada»?

Sacudió la cabeza. Si no fuera por Mona, ya se encargaría él de neutralizarle las ganas de preguntar a aquel aprendiz de psiquiatra.

Llamaron suavemente a la puerta. Era Laursen, con una bolsita de plástico en la mano.

—Cedro —se limitó a decir, depositando ante él la astilla encontrada en la botella del mensaje—. Tienes que buscar una caseta de botes hecha de cedro. ¿Cuántas crees que habrán levantado en el norte de Selandia antes del secuestro? No muchas, te lo digo yo, porque en aquella época todos usaban madera tratada. Fue antes de que Silvan y el resto de hipermercados de material de construcción dijeran al señor y a la señora Dinamarca que aquello ya no era lo bastante fino.

Carl miró el pedazo de madera. ¡¿Cedro?!

—¿Quién dice que la caseta está hecha del mismo material que el pedazo que encontró Poul Holt para escribir? —preguntó.

—Nadie. Pero existe la posibilidad. Creo que vas a tener que hablar con los carpinteros de la zona.

—Muy buen trabajo, Tomas, pero la caseta puede que sea del año de la polca. Casi seguro que incluso de antes. En Dinamarca debemos guardar la contabilidad de los últimos cinco años. Ningún hipermercado ni tienda de materiales de construcción sabe quién compró madera de cedro en cantidad considerable hace diez años, y todavía menos hace veinte. Eso solo funciona en las películas. En la vida real nunca ocurre.

—Pues podía haberme ahorrado el trabajo —sonrió Laursen. Como si el zorro de él no supiera la pregunta que daba vueltas y más vueltas en el coco de su antiguo compañero. ¿Cómo emplear aquella información? ¿Cómo?

—Oye, por cierto, en el Departamento A están eufóricos —continuó.

—¿Y eso…?

—Han conseguido que el dueño de una de las empresas que han sufrido incendios últimamente se desmoronase. Está en una de las salas de interrogatorio, cagado de miedo. Teme que los que le prestaron el dinero vayan a matarlo.

Carl procesó la información.

—Yo también creo que no le faltan razones para temerlo.

—Bueno, Carl, vas a estar unos días sin noticias mías. Tengo un cursillo.

—Ajá. ¿Qué, tienes que aprender a cocinar para instituciones?

Puede que riera demasiado alto.

—Pues sí. ¿Cómo lo has adivinado?

Carl vio la mirada de Laursen, una mirada que había visto antes. En las escenas del crimen, donde encontraban al muerto y casi todos iban vestidos con monos blancos.

La mirada triste que Laursen debía haber dejado atrás seguía presente.

—¿Qué ocurre, Tomas? ¿Te han despedido?

Laursen asintió en silencio, breve.

—No es lo que piensas. Es que la cantina no da para pagar gastos. Aquí trabajan ochocientas personas, y pasan de comer en la cantina. Así que van a cerrarla.

Carl arrugó el entrecejo. No pertenecía a la élite que, tras largo tiempo de lealtad, eran premiados con una rodaja más de limón sobre el filete de pescado empanado, pero bueno. Si cerraban el refectorio, la fonda, la central de papeo, el restaurante del personal, la cantina o como diablos quisieran llamar al montón de mesas cojas y techo abuhardillado con el que te dabas un coscorrón a las primeras de cambio, entonces las cosas iban mal de verdad.

—¿Van a cerrarla? —preguntó.

—Sí. Pero la directora de la Policía exige que haya una cantina, así que van a subcontratar el negocio. Lone y todos los demás, entre ellos yo, tendremos que preparar bocadillos hasta que algún tipo, en nombre del liberalismo, nos mande al desempleo o nos ponga a picar cebolla sin descanso.

—Entonces, ¿te largas ya?

Una sonrisa arrugada asomó a su rostro curtido.

—¿Largarme? Ni por el forro. No, me han dado permiso para participar en un cursillo y cualificarme para poder presentar el pliego de condiciones para llevar la cantina. Qué cojones.

Acompañó un rato a Laursen escaleras arriba y encontró a Yrsa en el segundo piso, en acalorada discusión con Lis sobre quién estaba más bueno, George Clooney o Johnny Depp. Quienesquiera que fuesen.

—Hay que ver cómo se trabaja aquí —comentó agrio, y pilló a Pasgård en plena carrera de la máquina de café a su despacho.

—Gracias por la ayuda, Pasgård —dijo, entrando al despacho—. Quedas liberado del caso.

El tipo lo miró incrédulo. Siempre imaginaba que los demás estaban tan llenos de jueguecitos como él.

—Una última misión, Pasgård, y después tú y Jørgen podéis seguir con el afinado de timbres en Sundby. Hazme el favor de ocuparte de que lleven al padre de Poul Holt a Jefatura para interrogarlo. Martin Holt debería estar en este momento en la sede central de Holbæk de los Testigos de Jehová. En Stenhusvej 28, por si no lo sabías.

Miró el reloj.

—Me vendría bien interrogarlo dentro de dos horas justas. Seguro que protesta, pero al fin y al cabo es testigo clave de un caso de asesinato.

Giró sobre los talones. Estaba oyendo ya las protestas de la Policía de Holbæk. ¡Irrumpir en el momento más sagrado de los Testigos de Jehová! ¡Santo cielo! Pero Martin Holt los acompañaría sin problemas. Al fin y al cabo, de dos males el peor era deber reconocer sus mentiras sobre la expulsión de su hijo a sus almas gemelas de los Testigos de Jehová.

Una cosa era haber mentido a los que estaban fuera de la secta, otra hacerlo a los iniciados.

Encontró a Assad en el escritorio del pasillo frente al despacho de Jacobsen. Un triste ordenador de los que habían retirado cinco años antes ronroneaba sobre la mesa. Eso sí, le habían dado un teléfono móvil relativamente nuevo para que se pudiera comunicar con el exterior. Desde luego, unas condiciones fantásticas.

—¿Cae algo, Assad?

Este levantó la mano en el aire. Por lo visto, tenía que terminar de escribir algo. Poner en orden las ideas antes de que se esfumaran. Carl conocía bien el problema por experiencia propia.

—Es extraño, Carl. Cuando hablo con gente que ha abandonado una secta, todos creen que quiero engancharlos a otra. ¿Crees que será por el acento?

—¿Tienes acento? No me había dado cuenta.

Assad alzó la vista con un guiño.

—Ah, me tomas, o sea, el pelo. Ya me he dado cuenta —advirtió, levantando un dedo en señal admonitoria—. A mí no me toman el vacile tan fácil.

—O sea, que no hay nada que nos haga avanzar —convino Carl asintiendo con la cabeza. Desde luego, no era culpa de Assad—. Pero, a lo mejor, es porque no hay gran cosa que buscar. Tampoco podemos estar seguros de que el secuestrador haya cometido el crimen más que esta vez, ¿no?

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