El mensaje que llegó en una botella (3 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El mensaje que llegó en una botella
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Nadie se tomó la molestia de leer el grupo de letras medio borradas del encabezamiento, y por eso nadie se preguntó qué podía significar la palabra «SOCORRO» escrita en danés.

* * *

La botella no volvió a estar en manos de nadie hasta que un cabrito, que creía que habían cometido una injusticia con él a cuenta de una simple multa de aparcamiento, infectó con un diluvio de virus informáticos la intranet de la comisaría de Wick. En una situación así, como es natural, llamaban siempre a la experta en informática Miranda McCulloch. Cuando los pedófilos encriptaban sus guarradas, cuando los
hackers
ocultaban su rastro después de hacer sus transacciones bancarias por internet, cuando los liquidadores de empresas borraban sus discos duros, era a ella a quien había que acudir.

La instalaron en un despacho donde el personal estaba desesperado y la cuidaron como a una reina. Llenaban constantemente el termo con café caliente y tenían las ventanas abiertas de par en par y la radio en el dial de Radio Scotland. Sí, a Miranda McCulloch la apreciaban en todas partes.

Debido a las ventanas abiertas y a las cortinas que tremolaban al viento, se fijó en la botella desde el primer día que llegó.

Qué botellita más cuca, pensó, y se preguntó por la sombra de su interior mientras se abría camino entre columnas de cifras y códigos maliciosos. Cuando al tercer día se levantó satisfecha por haber terminado, tras hacerse una idea de los tipos de virus que podrían esperarse en el futuro, se dirigió a la ventana y cogió la botella. Pesaba bastante más de lo que esperaba. Y estaba caliente.

—¿Qué hay dentro? —preguntó a la oficinista que se sentaba a su lado—. ¿Es un mensaje?

—No lo sé. —Fue la respuesta—. David Bell la dejó ahí hace tiempo. Creo que la puso de adorno.

Miranda la puso al trasluz. ¿Había algo escrito en el papel? Era difícil de ver a causa de la condensación del interior.

La miró desde varios ángulos.

—¿Dónde está ese tal David Bell? ¿Está de guardia?

La secretaria sacudió la cabeza.

—No, por desgracia. David se mató en las afueras de la ciudad hará dos años. Perseguían un coche que se había dado a la fuga tras un atropello, y tuvieron un accidente. Fue una historia fea. David era un tío muy majo.

Miranda hizo un gesto afirmativo. La verdad es que no había escuchado a la secretaria. Estaba convencida de que en el papel ponía algo, pero lo que atrajo su atención no fue eso. Fue lo que había en el fondo de la botella.

Si se miraba con atención al otro lado del cristal esmerilado por la arena, aquella masa coagulada parecía sin duda sangre.

—¿Puedo llevarme la botella? ¿Con quién tengo que hablar?

—Pregúntale a Emerson. Fue compañero de coche patrulla de David un par de años. Seguro que te da permiso.

La secretaria se volvió hacia el pasillo.

—¡Emerson! —gritó; los cristales de las ventanas vibraron—. Entra un momento.

Miranda lo saludó. Era un tipo robusto y apacible de cejas tristes.

—¿Que si te la puedes llevar? Sí, mujer, claro que sí. Desde luego, yo no la quiero para nada.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, seguro que es una tontería. Pero justo antes de morir David, vio la botella y dijo que ya era hora de que la abriera. Se la había dado un grumete de su pueblo. El chaval y su pesquero se fueron a pique con toda la tripulación unos años después, y David creía que le debía al chaval mirar qué había dentro. Pero David murió antes de hacerlo, y eso no es un buen presagio, ¿verdad? —argumentó Emerson, sacudiendo la cabeza—. Llévatela, llévatela, esa botella no trae nada bueno.

Aquella noche Miranda estaba en su chalé adosado de Granton, un suburbio de Edimburgo, observando fijamente la botella. Unos quince centímetros de altura, vidrio azulado, algo aplastada y con un cuello bastante largo. Era demasiado grande para ser un frasco de perfume. Puede que fuera un frasco de colonia, y parecía bastante viejo. Le dio unos golpes con la mano. Desde luego, estaba hecha de un vidrio sólido.

Sonrió.

—¿Qué secreto escondes, tesoro mío? —preguntó. Después tomó un sorbo de vino tinto y se puso a retirar con ayuda del sacacorchos lo que taponaba el cuello del frasco. El tapón estaba hecho de algo que olía a brea, pero el tiempo pasado en el agua hacía que su origen pareciera incierto.

Trató de sacar el papel del interior, pero estaba húmedo y reblandecido. Puso la botella boca abajo y golpeó el culo varias veces, pero el papel no se movió un milímetro. Entonces la llevó a la cocina y le dio un par de golpes con el mazo para la carne.

Aquello funcionó, y la botella se hizo trizas; los cristales azules se desperdigaron por la mesa de la cocina como hielo picado.

Observó con atención el papel que quedó en la tabla de cortar. Se dio cuenta de que sus cejas se arqueaban. Su mirada se deslizó por los cascos de vidrio y respiró hondo.

Quizá no fuera muy inteligente por su parte hacer lo que había hecho.

—Sí —le confirmó su compañero Douglas, de la Policía Científica—. Es sangre. No cabe la menor duda. Tenías razón. Esa manera de absorber el papel la sangre y el agua condensada es clásica. Sobre todo aquí, donde la firma está borrada por completo. Sí, el color y la absorción son bastante típicos.

Desdobló con cuidado el papel usando sus pinzas y volvió a iluminarlo con luz azul. Había rastros de sangre por todo el papel. Cada letra emitía una luz difusa.

—¿Está escrito con sangre?

—Con toda seguridad.

—Y crees igual que yo que el encabezamiento es una llamada de socorro. Al menos es lo que parece.

—Es lo que creo —respondió Douglas—. Pero dudo que podamos salvar otra cosa que el encabezamiento, el mensaje está bastante deteriorado. Además, puede que esté escrito hace muchos años. Ahora hay que acondicionarlo y conservarlo, y después tal vez podamos hacer una datación. Y también se lo enseñaremos a un experto en lenguas. Esperemos que pueda decirnos en qué idioma está escrito.

Miranda asintió con la cabeza. Ella, desde luego, tenía una propuesta.

Islandés.

4

—Han venido de la Inspección de Trabajo, Carl.

Rose estaba plantada en la puerta y no hizo ademán de moverse. Quizá esperaba a que las partes se tirasen de los pelos.

Apareció un hombrecillo vestido con un traje bien planchado, y se presentó como John Studsgaard. Pequeño y decidido. Aparte de la carpeta de cuero marrón que llevaba bajo el brazo, parecía bastante inofensivo. La mirada amable y la mano tendida. Impresión que se evaporó en cuanto abrió la boca.

—En la última inspección se ha detectado polvo de amianto en el pasillo y en los corredores auxiliares. De modo que hay que proceder a revisar el aislamiento de la tubería, para que estos locales cumplan las condiciones de habitabilidad.

Carl miró al techo. Vaya movida por una puñetera tubería, la única de todo el sótano.

—Veo que han instalado despachos aquí —continuó el hombre del maletín—. Eso ¿está de conformidad con los permisos de apertura y la normativa en materia de incendios?

Iba a abrir la cremallera de la carpeta, así que tendría un montón de papeles que respondieran la pregunta.

—¿Qué despachos? —preguntó Carl—. ¿Se refiere a la sala de consulta de archivos?

—¿Sala de consulta de archivos?

Por un instante el hombre se quedó como perdido, pero el burócrata que llevaba dentro enseguida asumió el control.

—No conozco el término, pero es evidente que aquí transcurre gran parte de la jornada laboral, en quehaceres que diría que están tradicionalmente relacionados con el trabajo.

—¿Se refiere a la máquina de café? Ya la quitaremos.

—En absoluto. Me refiero a todo. Escritorios, tablones de anuncios, estanterías, colgadores, cajones con papel, artículos de oficina, fotocopiadoras.

—Ya. ¿Sabe cuántas escaleras hay hasta el segundo piso?

—No.

—Claro. Entonces tampoco sabe que andamos cortos de personal y que pasaríamos medio día corriendo hasta el segundo piso cada vez que hubiera que hacer una fotocopia para los archivos. ¿Acaso prefiere que un montón de asesinos anden sueltos a que hagamos nuestro trabajo?

Studsgaard iba a protestar, pero Carl lo rechazó alzando la mano.

—¿Dónde está ese amianto del que habla?

El hombre frunció las cejas.

—Esto no es una discusión acerca del dónde y el cómo. Hemos observado contaminación por amianto, y el amianto produce cáncer. Eso no se limpia con una fregona.

—¿Estabas presente cuando hicieron la inspección, Rose? —preguntó Carl.

Rose señaló al pasillo.

—Encontraron algo de polvo ahí.

—¡ASSAD! —gritó Carl con tal fuerza que el hombre dio un paso atrás.

—A ver, Rose, enséñamelo —la apremió mientras Assad asomaba la cabeza—. Ven tú también, Assad. Lleva el cubo de agua, la fregona y tus magníficos guantes de goma verdes. Tenemos un trabajo que hacer.

Avanzaron quince pasos por el pasillo y Rose señaló un polvo blanquecino entre sus botas negras.

—Aquí —concretó.

El hombre de la Inspección de Trabajo protestó y trató de explicarles que lo que iban a hacer no valía para nada. Que así no se erradicaría el mal, y que el sentido común y la normativa decían que había que retirar las cosas de manera reglamentaria.

Carl hizo como si nada.

—Cuando hayas limpiado bien, llama a un carpintero, Assad. Vamos a construir un tabique de separación entre la zona contaminada según la Inspección de Trabajo y nuestra sala de consulta de archivos. No queremos esa porquería cerca de nosotros, ¿verdad?

Assad sacudió la cabeza lentamente.

—¿A qué sala te refieres, o sea? ¿De consulta…?

—Tú limpia, Assad. Este señor tiene mucho que hacer.

El funcionario dirigió a Carl una mirada hostil.

—Tendrán noticias nuestras. —Fue lo último que dijo, mientras se alejaba a paso vivo por el pasillo con la carpeta pegada al cuerpo.

¡Noticias nuestras! Sí, hombre, lo que tú digas.

—Ahora explícame qué significa que mis expedientes estén en la pared, Assad —exigió Carl—. Espero por tu bien que sean copias.

—¿Copias? Si quieres tener copias ya las bajaré. Tendrás todas las copias que quieras, claro que sí.

Carl tragó saliva.

—¿Me estás diciendo a la cara que son los expedientes originales los que están puestos a secar?

—Pero mira mi sistema, Carl. Tú dime si no te parece de lo más fantástico. Tranquilo, o sea, no voy a enfadarme.

Carl echó la cabeza atrás. Que no iba a enfadarse, decía. O sea, que había pasado dos semanas fuera, y entretanto sus colaboradores se habían vuelto locos por haber inhalado amianto.

—Mira, Carl.

Assad, radiante de felicidad, le enseñó dos rollos de cordel.

—Vaya, vaya. Así que has arramblado con un rollo de cordel azul y un rollo de cordel rojo con rayas blancas. Con eso vas a poder atar muchos paquetes de regalo cuando llegue la Navidad. Dentro de nueve meses.

Assad le dio una palmada en el hombro.

—Ja, ja, Carl. Muy bueno. Vuelves a ser el mismo de siempre.

Carl sacudió la cabeza. No era divertido pensar que todavía le faltaban un montón de años para jubilarse.

—Mira esto.

Assad desenrolló el cordel azul. Cortó un pedazo de cinta adhesiva, unió uno de los extremos del cordel con un expediente de los años sesenta, después pasó con el rollo junto a varios casos, cortó el cordel y pegó el extremo a un caso de los años ochenta.

—¿Verdad que está bien?

Carl se llevó las manos tras la nuca, como para sujetar la cabeza.

—Una fantástica obra de arte, Assad. Andy Warhol no ha vivido en vano.

—Andy ¿quién?

—Pero ¿qué haces, Assad? ¿Intentas relacionar ambos casos?

—Imagínate, si los dos casos tuvieran realmente relación entre ellos, podría verse sin más.

Volvió a señalar el cordel azul.

—¡Aquí mismo! ¡Cordel azul! —exclamó, chasqueando los dedos—. Puede que los casos guarden relación.

Carl respiró hondo.

—¡Ajá! Entonces ya sé para qué es el cordel rojo.

—Claro, ¿verdad? Para saber cuándo estamos
seguros
de que sabemos que hay relación entre los casos. Es un buen sistema, ¿no?

Carl respiró hondo.

—Claro, Assad. Pero en este momento no hay ningún caso que tenga relación con otros, así que de todas formas va a ser mejor que estén sobre mi escritorio, para poder hojearlos de vez en cuando, ¿vale?

No era ninguna pregunta, pero aun así obtuvo respuesta.

—Vale, jefe —aceptó Assad, mientras se balanceaba sobre sus desgastados zapatos—. Pues entonces, o sea, voy a empezar a copiarlos dentro de diez minutos. Así te doy los originales y cuelgo las copias.

Marcus Jacobsen parecía haber envejecido de golpe. En los últimos tiempos habían pasado muchos casos por su mesa. Para empezar, los ajustes de cuentas entre bandas y los tiroteos en Nørrebro y alrededores, pero también una serie de incendios sospechosos. Incendios provocados, con enormes pérdidas económicas y, por desgracia, también humanas. Y siempre de noche. Marcus llevaba una semana durmiendo, a lo sumo, tres horas de media. Igual debería intentar mostrarse amable con él, aunque no sabía para qué coño lo llamaba.

—¿Qué ocurre, jefe? ¿Por qué me has hecho subir? —preguntó Carl.

Marcus jugueteó con su viejo paquete de cigarrillos. Pobre hombre, nunca conseguiría superar aquellas abstinencias.

—Bueno, ya sé que tu departamento no tiene tanto sitio aquí arriba. Pero de acuerdo con las normas no debo dejarte estar en el sótano. Y me han llamado de la Inspección de Trabajo para decirme que has obstruido las indicaciones de uno de sus empleados.

—Está controlado, Marcus. Vamos a construir un tabique en medio del pasillo, con puerta y todo. Así aislamos esa porquería.

Las ojeras de Marcus se acentuaron más aún.

—Es precisamente lo que no quiero oír, Carl —objetó—. Y por eso tenéis que volver a subir tú, Rose y Assad. No tengo ninguna gana de tener problemas con la Inspección. Ya tenemos bastantes quebraderos de cabeza. Ya sabes cómo me están presionando estos días. Mira.

Señaló hacia su nueva pantallita plana de la pared, donde el canal de noticias estaba emitiendo un resumen de las consecuencias de la guerra entre bandas. La exigencia de que el cortejo fúnebre de una de las víctimas atravesara las calles del centro de Copenhague no hizo más que avivar el fuego. Se pedía a gritos que la Policía encontrase a los culpables y erradicase aquella locura de las calles.

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