Read El mensaje que llegó en una botella Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
El vacío interminable en el que la había dejado su marido se había llenado.
Kenneth había estado en la casa más de una vez. Tras dejar a Benjamin en la guardería, lo encontraba allí. A pesar del caprichoso marzo, siempre en camisa de manga corta y pantalones de verano prietos. Ocho meses destinado en Irak y otros diez en Afganistán lo habían endurecido. Solía decir que los duros inviernos, tanto interiores como exteriores, atemperaban el deseo de comodidades de los soldados daneses.
Era sencillamente irresistible. Y también sencillamente espantoso.
Había oído a su marido preguntar por Benjamin y extrañarse de que se le hubiera pasado el catarro tan pronto. También lo había oído decir por el móvil que la quería y que tenía ganas de llegar a casa. Que tal vez llegara antes de lo previsto. Y no se creyó ni la mitad de lo que le contaba; esa era la diferencia. La diferencia entre antes, cuando sus palabras la deslumbraban, y ahora, que solo la molestaban.
Y le tenía miedo. Tenía miedo de su ira, miedo de su poder. Si la echaba de casa no tenía nada, ya se había ocupado él de eso. Sí, tal vez un poco, pero ni eso. Puede que ni siquiera tuviera a Benjamin.
Y es que hablaba tan bien… Era muy hábil con las palabras. ¿Quién iba a creerla cuando dijera que Benjamin estaba mejor con su madre? ¿No era acaso ella la que deseaba marcharse? Y su marido, ¿no sacrificaba acaso su vida y tenía que viajar para poder proporcionarles sustento? Los estaba oyendo. La gente del ayuntamiento, de la administración. Todos aquellos profesionales que solo se fijarían en la madurez de él y en los fallos de ella.
Estaba convencida.
Después llamaré a mamá, pensó. Me comeré el orgullo y se lo contaré todo. Es mi madre. Me ayudará. Claro que sí. Seguro.
Pasaron las horas y las ideas la agobiaban. ¿Por qué se sentía así? ¿Era porque en unos pocos días se había sentido más cerca de un extraño de lo que se sintiera nunca de la persona con quien estaba casada? Porque era verdad. Lo único que sabía de su marido era lo que hablaban periódicamente en las pocas horas que pasaban juntos en casa. ¿Qué sabía, aparte de eso? Su trabajo, su pasado, todas las cajas del primer piso, todo aquello era territorio vedado.
Pero una cosa era perder los sentimientos y otra justificarlo. Porque ¿acaso su marido no se portaba bien con ella? ¿No era solo su propia ceguera lo que la impedía ver?
Pensaba en cosas así. Y por eso volvió a subir al primer piso y se quedó mirando a la puerta donde estaban las cajas de mudanza. ¿Era el momento de conocer más? ¿De traspasar los límites? ¿De no poder retroceder? Sí, lo era.
Sacó las cajas de cartón una a una y las colocó en el pasillo en orden inverso. Cuando las volviera a colocar en su sitio tenían que estar exactamente como antes, bien cerradas y con los abrigos encima. Solo así veía factible la empresa.
Eso esperaba.
Las primeras diez cajas, las que habían estado al fondo, bajo la ventana Velux, corroboraban lo que le había dicho su marido. Viejos trastos de familia que habían terminado en sus manos. Productos típicos de herencias, iguales a los que dejaron sus abuelos para la familia: piezas de porcelana, todo tipo de papeles y cachivaches, mantas de lana, manteles de encaje, vajilla para doce y diversos cortapuros, relojes de mesa y baratijas.
La imagen de una vida familiar ya pasada y camino del olvido. Así es como se lo describió él.
Las siguientes diez cajas añadían detalles que corrían un velo desconcertante sobre esa imagen. Allí estaban los marcos de foto dorados. Carpetas con recortes de periódico ampliados. Álbumes con acontecimientos y recuerdos pegados. Todo ello de su infancia, todo ello apuntalando la idea de que la mentira y los silencios siempre están presentes en la mirada retrospectiva hacia las sendas de la infancia.
Porque, contrariamente a lo que siempre había sostenido, su marido no era hijo único. De hecho, no cabía la menor duda de que tenía una hermana.
En una de las fotografías aparecía vestido de marinero, cruzado de brazos, mirando con ojos tristes hacia la cámara. No tendría más de seis o siete años. Piel suave y cabellera espesa con raya a un lado. Junto a él había una niña pequeña de largas trenzas y sonrisa inocente. Podría ser la primera vez que la fotografiaban.
Era un bonito retrato de dos niños bien diferentes.
Dio la vuelta a la foto y aparecieron tres letras. EVA, ponía. También había algo más escrito, pero estaba tachado a bolígrafo.
Estuvo hojeando las fotografías y dándoles la vuelta a todas. Otra vez las tachaduras.
Ningún nombre, ninguna indicación del lugar.
Todo estaba tachado.
¿Por qué tachar los nombres?, pensó. Así desaparece la gente para siempre.
Cuántas veces no había estado en su casa mirando fotos antiguas de gente sin nombre.
Igual su madre le decía «Es tu bisabuela, se llamaba Dagmar», pero no estaba escrito en ninguna parte. Y cuando su madre muriera ¿qué iba a pasar con los nombres? ¿Quién había insuflado vida a quién, y cuándo?
Pero aquella niña tenía nombre. Eva.
Seguro que era la hermana de su marido. Los mismos ojos, la misma boca. En dos de las fotos en que estaban solos miraba a su hermano con admiración. Era conmovedor.
Eva parecía una chica de lo más normal. Rubia, limpia y con una mirada al mundo en la que, aparte de aquella primera foto, siempre había más inquietud que valor.
Cuando los hermanos aparecían con los padres estaban todos apretados, como si se defendieran del resto del mundo. Nunca se abrazaban, solo se ponían muy juntos. En las escasas fotos en que aparecían los cuatro, la disposición era siempre la misma. En primer plano los niños, con los brazos caídos, y la madre detrás con las manos posadas en los hombros de su hija, y las manos del padre en los del hijo.
Era como si aquellos dos pares de manos apretaran a los niños contra la tierra.
Trataba de entender a aquel chico con mirada de viejo que se convirtió en su marido. Era difícil. Y es que había demasiada diferencia de edad entre ella y él, se dio cuenta con más claridad que nunca.
Volvió a cerrar las cajas con las fotos y abrió las carpetas con la convicción recién adquirida de que habría sido mejor que ella y su marido nunca se hubieran conocido. De que, en realidad, había nacido para compartir el destino con un hombre como el que vivía a cinco manzanas de ella. No con el hombre cuyas fotos había estado viendo.
El padre de él fue pastor protestante, era algo que él nunca le contó, pero se veía en varias fotografías.
Un hombre sin sonrisa y con una mirada que expresaba soberbia y poder.
La madre de su marido no tenía la misma mirada. La suya era inexpresiva.
En aquellas carpetas se intuía por qué. Porque el padre mandaba en todo. Había hojas parroquiales en las que despotricaba contra el ateísmo, predicaba la desigualdad y denunciaba a las almas descarriadas. Panfletos que trataban sobre poseer la palabra de Dios y solo soltarla cuando podía arrojarse a la vista de los descreídos. En aquellos escritos se veía con nitidez que su marido había crecido en un ambiente muy diferente al que ella conoció.
Demasiado diferente.
Era un ambiente nauseabundo, de exaltación patriótica, opiniones siniestras, intolerancia, profundo conservadurismo y chovinismo el que se traslucía de aquellos libelos amarillentos. Claro que era el padre y no su marido quien era así. Pero, de todos modos, se daba perfecta cuenta, tanto ahora como —tras pensarlo— a diario, de que las maldiciones del pasado habían creado en él unas tinieblas que solo desaparecían del todo cuando hacía el amor con ella.
Y no debía ser así.
Bien pensado, en aquella infancia algo había ido muy mal. Cada vez que aparecía algún nombre o lugar estaba tachado con bolígrafo. Siempre con el mismo bolígrafo.
Cuando fuera a la biblioteca iba a buscar en internet al abuelo paterno de Benjamin. Pero primero tenía que averiguar su nombre. Alguno de aquellos recortes tenía que ayudarla a saber cómo se llamaba. Y si encontraba algo en ellos, debía de existir todavía alguna huella de aquella persona tan singular e innoble. Incluso en estos tiempos de amnesia.
En tal caso, quizá pudiera hablar de eso con su marido. Quizá hablar lo hiciera sincerarse.
Luego abrió un montón de cajas de zapatos apiladas en una de las cajas de mudanza. En la parte de abajo había diversos efectos de escaso interés, así como un mechero Ronson que accionó, y que curiosamente funcionaba de forma intachable, unos gemelos, un cortaplumas y viejos artículos de oficina de otros tiempos.
El resto de las cajas desvelaban una época completamente diferente. Recortes, folletos y panfletos políticos. Cada caja descubría nuevos fragmentos de la vida de su marido, que en conjunto ofrecían la imagen de una persona deshonrada y herida que creció para ser un fiel reflejo de su padre, pero también su polo opuesto. El muchacho que de forma inevitable iba en la dirección opuesta a la prescrita por los maestros de su infancia. El adolescente que sustituyó la reacción por la acción. El hombre de las barricadas que apoyaba todo totalitarismo que no tuviera que ver con la religión. El que buscaba el bullicio de Vesterbrogade cuando los okupas se reunían. El que cambió el traje de marinero por el grueso jersey de punto, la casaca del ejército y el pañuelo palestino. Y el que se cubría el rostro con el pañuelo cuando llegaba el momento.
Era un camaleón que sabía de qué color camuflarse y cuándo. Ahora se estaba dando cuenta.
Se quedó un rato pensando si debía colocar las cajas en su sitio y olvidar lo que había visto. Porque en aquellas cajas había cosas que sin duda su marido no quería recordar.
¿No había deseado acaso hacer tabla rasa con su vida anterior? Sí que lo había deseado. Si no le habría contado todo, sin hacer todas aquellas tachaduras.
Pero ella ¿cómo iba a detenerse ahora?
Si no se sumergía en la vida de él, nunca llegaría a entenderlo de verdad. Nunca llegaría a saber quién era realmente el padre de su hijo.
Así que se volvió hacia el resto de su vida, embalado con pulcritud en el pasillo. Cajas de zapatos convertidas en archivadores y metidas en cajas de mudanza. Todo ordenado por fechas.
Ella esperaba años en los que terminara teniendo problemas en las barricadas, pero algo debió de hacer que cambiara el rumbo. Como si por una temporada hubiera sentado la cabeza.
Cada época tenía su carpeta de plástico con su año y mes. Por lo visto, pasó un año ocupado estudiando derecho. Otro, filosofía. Un par de años de mochilero en países de Centroamérica, donde según otros documentos vivía de pequeños trabajos en hoteles, viñedos y mataderos.
Parece ser que no fue hasta volver a Dinamarca cuando empezó a convertirse de veras en la persona que ella creía conocer. Otra vez carpetas ordenadas con esmero. Folletos del servicio militar. Apuntes garabateados sobre una escuela de suboficiales, la Policía Militar y las fuerzas especiales del Ejército. Ahí terminaban los apuntes personales y la colección de pequeñas reliquias.
Nunca nombres ni indicaciones concretas de lugares y relaciones personales. Solo aquellos grandes esbozos de años que habían pasado.
Lo último que decía algo sobre la dirección que seguiría era un taco de folletos en diversas lenguas. Sobre estudios de consignatario marítimo en Bélgica. Propaganda de reclutamiento en la Legión Extranjera con bonitas fotos del sur de Francia. Diversos formularios de inscripción en escuelas de comercio.
Nada indicaba qué camino había tomado. Solo qué cosas ocupaban su mente por aquella época.
Desde luego, aquello parecía de lo más caótico.
Y mientras colocaba en su sitio aquel grupo de cajas, empezó a sentir miedo. Ya sabía que su trabajo era algo secreto, al menos es lo que él le contaba. Y hasta entonces había sido una verdad tácita que aquello era por el bien de todos. Actividades de inteligencia, trabajo con la Policía secreta o algo parecido. Pero ¿por qué era tan seguro que fuera por el bien de todos? ¿Tenía acaso alguna prueba?
Lo único que sabía era que su marido nunca había llevado una vida normal. Se mantenía aparte. Siempre había vivido en el borde.
Y ahora que había trillado los primeros treinta años de su vida seguía sin saber nada.
Por último, llegaron las cajas que habían estado arriba del todo. En algunas ya había mirado antes, pero no en todas. Y ahora que las abría sistemáticamente una a una y las examinaba al detalle surgía la espantosa pregunta de por qué esas cajas habían estado tan al alcance de la mano.
Era una pregunta espantosa, porque ya conocía la respuesta.
Las cajas habían podido estar allí porque era impensable que ella fuera a revolver en ellas, así de sencillo. ¿Qué podía poner mejor de relieve el poder que había ejercido sobre ella? ¿Que ella había aceptado sin más que era su territorio? ¿Que estaban cargadas de tabúes?
Un poder así sobre alguien lo tiene solo una persona que desea ejercerlo.
Abrió las cajas presa de una violenta agitación y tensión. Con los labios apretados, la respiración agitada y sintiendo el aire cálido en las fosas nasales.
Las cajas estaban llenas de carpetas. Cuadernos de anillas de todos los colores, pero el interior parecía negro como el carbón.
Las primeras carpetas desvelaban un período en el que, por lo visto, buscó retractarse de su vida impía. Otra vez folletos. Folletos de todo tipo de movimientos religiosos, ordenados en archivadores. Pasquines que hablaban de la eternidad, de la luz eterna de Dios y de cómo se podía llegar hasta ella con absoluta seguridad. Opúsculos de comunidades y sectas de nuevas religiones que aseguraban tener la respuesta definitiva a las adversidades del ser humano. Nombres como Sathya Sai Baba, Cienciología, Iglesia Madre, Testigos de Jehová, Sociedad de los Eternos y los Niños de Dios se mezclaban con el movimiento Tongil, la Cuarta Vía, la Misión de la Luz Divina y un montón más de los que tampoco sabía gran cosa. Y fuera cual fuese la orientación que tuvieran las religiones, todas se reclamaban poseedoras del único camino verdadero hacia la salvación, la armonía y el amor al prójimo. El único camino verdadero, tan seguro como la muerte.
Sacudió la cabeza. ¿Qué era lo que había buscado? Él, que con tal ahínco se despojó de la sombría escuela de su infancia y de los dogmas cristianos. Por lo que ella sabía, ninguna de aquellas numerosas ofertas había merecido la atención de su marido.