El mar (19 page)

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Authors: John Banville

Tags: #Drama

BOOK: El mar
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¿He mencionado lo mucho que bebo? Bebo como una esponja. No, no como una esponja, las esponjas no beben, sólo absorben el agua, es su manera de ser. Bebo como alguien que acaba de enviudar, una persona de escaso talento y más escasa ambición, agrisada por los años, insegura y errante y que necesita consuelo y el efímero alivio del olvido que provoca el alcohol. Tomaría drogas si las tuviera, pero no las tengo, y no sé cómo conseguirlas. Dudo que Ballyless tenga camello propio. Quizá el Viruela Devereux podría ayudarme. El Viruela Devereux es un temible sujeto todo hombros y tronco amplio, con la cara grande, áspera y curtida y brazos arqueados de gorila. Su enorme cara está toda marcada por alguna antigua viruela o acné, y en cada cavidad anida su mota de suciedad, negra y reluciente. Antes era marino, y se dice que mató a un hombre. Tiene un huerto, donde vive en una caravana sin ruedas bajo los árboles, con su esposa, escuálida como un galgo inglés. Vende manzanas y, de manera clandestina, un licor nebuloso y sulfuroso que destila de las manzanas que caen al suelo y que los sábados por la noche vuelve locos a los jóvenes del pueblo. ¿Por qué hablo de él así? ¿Qué más me da este Viruela Devereux? En esta región la equis se pronuncia,
Devreks
, dicen, no puedo parar. Cómo se desboca la fantasía cuando no la vigilan.

Hoy nuestro día se ha visto aligerado, si ésa es la manera de expresarlo, por la visita de Bollo, una amiga de la señorita Vavasour, que ha venido a comer porque era domingo. Me he topado con ella a mediodía en el salón, desbordando una butaca de mimbre en el mirador, apoltronada con una sensación de desamparo y jadeando un poco. El espacio donde estaba sentada rebosaba de un sol humeante, y al principio apenas la he distinguido, aunque la verdad es que es tan difícil que pase desapercibida como la reina de Tonga. Es una persona enorme, de una edad indeterminada. Llevaba un vestido de tweed color saco muy ceñido en la cintura, y parecía que la hubieran hinchado hasta reventar en la cadera y el pecho, y sus piernas cortas color corcho asomaban delante de ella como dos gigantescos tapones que brotaran de sus regiones inferiores. Su cara, menuda y dulce, de rasgos delicados y un brillo rosáceo, se emplaza en el gran budín pálido de su cabeza, manteniendo el fósil, maravillosamente conservado, de la chica que fue hace mucho tiempo. Su pelo plata-ceniciento iba peinado en un estilo pasado de moda, con la raya en medio y echado hacia atrás en un moño epónimo.
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Me sonrió y me hizo una inclinación de cabeza, y le tembló la papada. Yo no sabía quién era, creía que era un huésped recién llegado: era temporada baja y la señorita Vavasour tenía media docena de habitaciones vacías. Cuando se puso en pie en un tambaleo, la butaca de mimbre emitió un grito de torturado alivio. Realmente su volumen es prodigioso. Me dije que si le fallaba la hebilla y se le desabrochaba el cinturón, el tronco formaría una forma esférica perfecta, con la cabeza en lo alto como una gran cereza sobre un, bueno, sobre un bollo. Por la mirada que me lanzó de simpatía y ávido interés, quedó claro que sabía quién era yo, y que estaba informada de mi afligido estado. Me dijo su nombre, que sonó imponente, con guión y todo, pero de inmediato lo olvidé. Tenía la mano pequeña y blanda y húmeda, de bebé. En ese momento el coronel Blunden entró en la sala, con el periódico dominical bajo el brazo, la miró y puso ceño. Cuando pone ceño de ese modo, el blanco amarillento de sus ojos parece oscurecerse, y la boca forma un cuadrado romo que se proyecta hacia delante, como un bozal.

Entre las consecuencias más o menos angustiosas de haber perdido a Anna está la sensación de vergüenza de haber sido un impostor. A la muerte de Anna todo el mundo me hacía mucho caso, me trataba con deferencia, me hacían objeto de especial consideración. Cuando estaba entre gente que sabía lo de mi pérdida me rodeaba un silencio, de modo que no me quedaba otra opción que corresponder con un silencio solemne y reflexivo, que rápidamente me provocaba un temblor. Comenzaron a hacerme esta distinción en el cementerio, si no antes. Con qué ternura me miraban desde el otro lado del agujero de la fosa, y con qué dulzura —y también firmeza— me llevaron del brazo cuando la ceremonia finalizó, como si corriera peligro de desmayarme y caer yo también en el agujero. Incluso me pareció detectar un no sé qué de tanteo en el afecto con que algunas mujeres me abrazaban, en cómo demoraban el apretón de manos, me miraban a los ojos y negaban con la cabeza en silenciosa conmiseración, con esa enternecedora imperturbabilidad que las actrices trágicas de estilo antiguo ponían en la escena final, cuando el héroe apesadumbrado aparecía trastabillando en escena con el cadáver de la heroína en brazos. Me decía que debía parar aquello, levantar una mano y decirles a esas personas que la verdad es que no merecía su reverencia, pues reverencia es lo que parecía, que yo no había sido más que un mirón, un comparsa, mientras que Anna era la que interpretaba la muerte. Durante todo el almuerzo Bollo insistió en dirigirse a mí en un tono de afectuoso interés, de silencioso respeto, y por mucho que lo intenté fui incapaz de responderle en ningún tono que no fuera valiente y avergonzado. Me di cuenta de que la señorita Vavasour encontraba toda esa emotividad cada vez más irritante, e hizo repetidos intentos de crear un ambiente menos sentimental, más brioso, aunque sin éxito. El coronel tampoco le fue de ayuda, aunque lo intentó, interrumpiendo las imparables atenciones de Bollo con partes del tiempo y asuntos que aparecían en el periódico, pero tan sólo encontró rechazo. Sencillamente no era rival para Bollo. El coronel, mostrando su deslustrada dentadura postiza en una espantosa exhibición de sonrisas y muecas, tenía la expresión de una hiena, moviendo la cabeza y retorciéndose ante el inconsciente avance de un hipopótamo.

Bollo vive en la ciudad, en un piso situado sobre una tienda, en circunstancias que, me había hecho saber con firmeza, están muy por debajo de su nivel social, pues es hija de la pequeña nobleza y en su apellido lleva un guión. Me recuerda una de esas entusiastas vírgenes de una época ya desaparecida, la hermana, pongamos, de un clérigo soltero o de un caballero viudo, que vive con él y le lleva la casa. Mientras seguía cotorreando me la imaginé vestida de bombasí, sea lo que sea eso, con botas abotonadas, sentada con toda ceremonia en lo alto de una escalera de granito, delante de una enorme puerta principal, en medio de un hilera de criados que bizquean; la vi, la némesis del zorro, con su traje rosa de caza y su bombín con velo, a horcajadas sobre el curvo lomo de un gran caballo negro al galope; o estaba en una enorme cocina, con sus fogones a gas, mesa de pino refrotada y jamones colgando, dándole órdenes a la anciana señora Grub acerca de qué cortes de ternera servir para la cena anual del Señor en conmemoración del Glorioso Doce de Julio.
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Entreteniéndome de manera tan inocente no observé la riña que libraban ella y la señorita Vavasour hasta que no estuvo ya avanzada, y no tuve la menor idea de cómo empezó ni por qué fue. Las dos motas de color normalmente apagadas de las mejillas de la señorita Vavasour estaban encendidas, mientras que Bollo, que parecía hincharse hasta alcanzar proporciones más grandes bajo los efectos neumáticos de una creciente indignación, miraba a su amiga desde el otro lado de la mesa con una inmutable sonrisa de rana, respirando en rápidos jadeos levemente oclusivos. Hablaban con vengativa cortesía, atropellándose como un par de caballitos de juguete mal apareados.
De verdad, no entiendo cómo puedes decir… ¿He de entender que tú…? La cuestión no es que yo… La cuestión es que tú… Bueno, eso es justo… Desde luego que no… ¡Perdona, ya lo creo que sí!
El coronel, con creciente alarma, miraba con los ojos muy abiertos a uno y otro lado, los ojos parpadeándole en las órbitas, como si mirara un partido de tenis que hubiera comenzado de manera amistosa y ahora se jugara a vida o muerte.

Habría dicho que la señorita Vavasour saldría fácilmente victoriosa de esa contienda, pero no fue así. No estaba utilizando todas las armas que, estoy seguro, tenía a su disposición. Me di cuenta de que algo la contenía, algo de lo que Bollo era perfectamente consciente y en lo que se apoyaba con todo su considerable peso y para su gran ventaja. Aunque en medio de su acalorada discusión parecían haberse olvidado de mí y del coronel, lentamente comprendí que esa batalla se libraba de cara a mí, para impresionarme, y para intentar ponerme de un lado u otro. Se me hizo evidente por la manera en que los ojillos negros y ansiosos de Bollo parpadeaban con coquetería en dirección a mí, mientras que la señorita Vavasour no quiso mirarme ni una sola vez. Comencé a darme cuenta de que Bollo era mucho más ladina y astuta de lo que al principio había pensado. Uno tiende a pensar que las personas gruesas son también estúpidas. Esa persona gruesa, sin embargo, me había calado, y, estaba convencido, se había hecho una clara idea de lo que yo era, en lo fundamental. ¿Y qué era lo que veía? En toda mi vida jamás me importó que una mujer rica, o bien situada, me mantuviera. Nací para ser un diletante, y tan sólo me faltaban los posibles, hasta que conocí a Anna. Tampoco es que me preocupara especialmente el origen del dinero de Anna, que primero fue de Charlie Weiss y ahora es mío, ni cuánta maquinaria pesada ni de qué tipo tuvo que comprar y vender Charlie para conseguirlo. ¿Qué es el dinero, después de todo? Casi nada, cuando uno tiene suficiente. Así pues, ¿por qué me avergonzaba bajo el velado pero incisivo e irresistible escrutinio de Bollo?

Pero vamos, Max, venga. No lo negaré, siempre me avergoncé demis orígenes, y sólo me hace falta una mirada de superioridad o una palabra condescendiente de alguien como Bollo para que me ponga a temblar por dentro de indignación y furioso resentimiento. Desde el principio estuve decidido a prosperar. ¿Qué quería de Chloe Grace, sino colocarme al nivel de la superior situación social de su familia, aunque fuera por poco tiempo, y por poco que me acercara? Era un lento avance escalar esas alturas olímpicas. Sentado allí con Bollo recordé con un leve e irresistible estremecimiento otra comida dominical en los Cedros, medio siglo antes. ¿Quién me había invitado? Chloe no, desde luego. Quizá su madre, cuando yo era aún su admirador y le divertía tenerme sentado a su mesa incapaz de decir palabra. Qué nervioso estaba, aterrado de verdad. Sobre la mesa había cosas que yo nunca había visto, aceiteras de extrañas formas, salseras de porcelana, un soporte de plata para el cuchillo de trinchar, un tenedor de trinchar con un mango de hueso y una palanca de seguridad de la que se podía tirar hasta el fondo. A medida que iba llegando cada plato, yo esperaba a ver qué cubiertos cogían los demás antes de arriesgarme a coger los míos. Alguien me pasó una fuente de salsa de menta y no supe qué hacer con ella: ¡salsa de menta! De vez en cuando Carlo Grace, desde el otro lado de la mesa, mientras masticaba vigorosamente, me lanzaba una alegre mirada. Quiso saber cómo era la vida en el chalet. ¿Qué utilizábamos para cocinar? Una cocina Primus, le dije.

—¡Ja! —exclamó—. ¡Primus
inter pares
!
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Y cómo se rió, y Myles también rió, e incluso los labios de Rose temblaron, aunque nadie más que él, estoy seguro, comprendía su ocurrencia, y Chloe frunció el ceño, no ante su broma, sino ante mi desventura.

Anna no comprendía mi susceptibilidad en esos asuntos, pues era producto de una clase desclasada. Mi madre le parecía un encanto, aunque le diera miedo y le pareciera severa e implacable, y a pesar de todo eso, a su manera, la encontraba un encanto. Mi madre, no hace falta que lo diga, no le correspondía en su afecto. No se vieron más que dos o tres veces, y los encuentros me parecieron desastrosos. Mamá no vino a la boda —aunque lo admito, no la invité— y murió no mucho tiempo después, más o menos por la misma época que Charlie Weiss.

—Como si nos liberaran, esos dos —dijo Anna.

Yo no compartía esa benigna interpretación, pero no hice ningún comentario. Fue un día que estábamos en la clínica, de repente se puso a hablar de mi madre, sin venir a cuento, me pareció; al final regresan los personajes del pasado remoto, quieren meter cuchara. Era una mañana después de una tormenta, y todo lo que se veía desde la habitación de la esquina parecía revuelto e inestable, el césped alborotado lleno de hojas caídas y árboles que se mecían, como borrachos con resaca. En una de las muñecas Anna llevaba una etiqueta de plástico y en la otra un chisme que parecía un reloj con un botón que cuando lo apretabas liberaba una dosis fija de morfina en su corriente sanguínea ya contaminada. La primera vez que fuimos a mi casa de visita —casa: la palabra me da un empujón, y trastabillo— mi madre apenas le dirigió la palabra. Mamá vivía en un piso junto al canal, un lugar no muy alto y poco luminoso que olía a los gatos de su patrona. En el duty-free le habíamos comprado cigarrillos y una botella de jerez, que aceptó con un desdeñoso resoplido. Dijo que esperaba que no se nos hubiera pasado por la cabeza quedarnos a dormir. Nos alojábamos en un hotel barato y cercano, donde el agua del baño era marrón y a Anna le robaron el bolso. Llevamos a mamá al zoológico. Se rió con los babuinos, de manera desagradable, procurando que nos enteráramos de que le recordaban a alguien, a mí, por supuesto. Uno de ellos se masturbaba con un aire curiosamente displicente, mirando por encima del hombro.

—Qué asco —dijo mamá desdeñosa, y se dio la vuelta.

Tomamos el té en el parque, donde el barrito de los elefantes se mezclaba con el estruendo de la multitud del día festivo. Mamá fumaba los cigarrillos que le habíamos comprado en el duty-free, apagándolos ostentosamente al cabo de tres o cuatro caladas, demostrándome lo que pensaba de mis ofertas de paz.

—¿Por qué sigue llamándote Max? —me susurró cuando Anna se dirigió a la barra a buscarle un bollito—. No te llamas Max.

—Ahora sí —dije—. ¿Es que no has leído lo que te he enviado, lo que he escrito, con mi nombre?

Encogió los hombros a su estilo desmesurado.

—Pensaba que lo había escrito otro.

Era capaz de demostrar su irritación tan sólo con su manera de sentarse, el cuerpo ladeado, la espalda rígida, las manos aprisionando el bolso, que tenía en el regazo, su sombrero, en forma de brioche y con una redecilla negra en torno a la copa, inclinado sobre sus rizos grises y despeinados. También tenía una pelusa gris en la barbilla. Miraba desdeñosa a su alrededor.

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