A medida que ella andaba, la entusiasmada multitud iba cerrando el pasillo a su espalda, sumergiendo a la pareja en un apretado mar de aplausos y vítores, ocultándola a la vista de Wells, aunque el escritor ya no necesitaba ver más. Él conocía el final de aquella historia mejor incluso que sus propios protagonistas: la muchacha acabaría enamorándose de Murray, lo quisiera o no. Wells no tenía la menor duda al respecto, pues la había visto acomodarse entre los brazos del empresario, como un gorrión en su nido, para morir junto a él, exhibiendo un amor que hasta aquel momento creía que solo existía en la mente de los escritores románticos y en la de las jovencitas que los leían. Pero existía. Y un amor así estaba destinado a eclosionar en todos los universos, aunque su número fuera infinito. No podía ser de otro modo. Le resultaba imposible creer que existiera en alguna parte una realidad donde algo tan milagroso, un sentimiento tan grande e inevitable, no hubiera surgido entre ellos.
Tocándose el sombrero con la mano, Wells se despidió de los enamorados. Luego se dio la vuelta y, apartándose de la algarabía, se dirigió hacia el lugar donde estaban estacionados los coches, esperando poder coger alguno que le llevara de vuelta a Weybridge. Ya había visto todo lo que quería ver. Con sus pasos de anciano, atravesó la riada de personas que acudían al lugar donde había aterrizado el cilindro, sorprendidas por la música festiva que provenía de allí, sonriendo satisfecho ante cómo había acabado todo; al menos en aquel universo donde sus pobres huesos, cansados de errar entre mundos, habían encontrado al fin una amable madriguera en la que descansar, un nido que parecía dispuesto a adoptarle sin preguntas, como al polluelo del cuco. Y debía reconocer que se trataba de uno de los mejores universos imaginables. Tan solo esperaba poder quedarse allí hasta el final de sus días, que ya no debían de ser muchos, disfrutando en su impuesto aislamiento de la tenue brisa de felicidad con que aquella última escena había acariciado su corazón, sin que su maldito don le obligara a un último e intempestivo viaje, arruinándole con ello el tramo final de su azarosa y estrafalaria vida. Y es que, cuando reparaba en el barniz de irrealidad que el Creador había aplicado a su existencia, sus labios forjaban una mueca de divertida suspicacia. Parecía como si en aquel otro universo donde él había comenzado sus días, todas las cosas pasaran alrededor de él, afectándole de alguna forma. O por utilizar las palabras que el Enviado había usado en las alcantarillas de Londres: pasaran «a través de él». ¿Estaría todo aquello relacionado de algún modo misterioso con su condición de escritor? Quizá en la realidad de la que provenía, en el universo en el que había nacido, los escritores fuesen algo semejante a médiums que segregaban por sus plumas la recóndita verdad del mundo: no solo aquello que nadie veía, sino también aquello que todavía no había ocurrido. Individuos cuyo inconsciente estaría secretamente conectado al universo, a cada una de sus partes, por lo que eran capaces de mirar detrás de la cortina. Individuos que se dedicarían a dibujar borradores del mundo en la soledad de sus despachos, porque nada existía, nada era, hasta que la palabra lo nombraba. ¿Habría, entre el manojo de mundos posibles, uno donde se hicieran realidad las novelas de Verne? Probablemente, aunque, por fortuna, Wells no habitaba ninguna realidad que se fuera transformando según los dictados del irritante gabacho. Sin embargo, le consolaba saber que, por esa misma razón, habría también otros universos donde los escritores tan solo serían criaturas normales que llevarían vidas normales. Y al menos un mundo, si no muchos, al que el Enviado nunca habría llegado, un mundo donde no habría extraterrestres infiltrados entre la población, un mundo donde el hombre tal vez sospechara que existía vida inteligente en otros planetas del cosmos, pero en el que no tuviera ninguna prueba de ello excepto un puñado de testimonios difíciles de creer que acabarían alimentando las revistas sensacionalistas. Un mundo, en definitiva, en el que las únicas invasiones sucederían en las novelas imaginadas por los escritores mientras contemplaban el firmamento tratando de descubrir los secretos que guardaba.
Wells se detuvo unos segundos para que descansaran sus viejas piernas, soñando con aquel mundo agradable y considerado en el que no existirían esas misteriosas fuerzas centrípetas que se empeñaban en arrastrarlo siempre al vórtice de los acontecimientos que él mismo profetizaba. Quizá hubiera muchos como aquel, habitados por gemelos suyos que disfrutaban de vidas tranquilas, desbrozadas de tantas y cósmicas responsabilidades. Se alegró profundamente por ellos, no sin cierta envidia, pero al mismo tiempo también se entristeció por todos los Wells que habitarían universos similares a su universo original, aquejados por lo tanto de su misma enfermedad, arrastrando su misma maldición. ¿Cuántos de ellos se encontrarían en aquel momento como él, exiliados de su realidad, extranjeros en otros mundos, convertidos en holandeses errantes que jamás regresarían al lugar del que habían partido, condenados a vagar para siempre por los océanos del tiempo múltiple? Sin duda muchos. De hecho, casi le costaba precisar de dónde venía él exactamente, pues ya en el primer viaje que había realizado en la granja de Addlestone debía de haber saltado a un universo diferente, regresando luego al pasado, pero al pasado de un tercer mundo, un mundo que otro de sus gemelos acababa de abandonar dejándole la cama caliente.
Serían cientos, miles, y Wells se estremeció al pensar en cuántos de ellos habrían realizado algún cambio en los universos en los que habían desembarcado, convencido de que no todas aquellas alteraciones resultarían tan positivas como las que él había realizado en aquel otro mundo, y que, para ser justos, debía atribuir más a la suerte que a su particular destreza. Él lo había conseguido, sí, aunque solo Dios sabía cómo. Pero en otros mundos no lo habría logrado, o lo habría empeorado todo… ¡En muchos de ellos incluso habría desencadenado una hecatombe! Tal vez, reflexionó consternado, de ahí provenía su viejo y obsesivo temor por el destino de la humanidad, aquella certeza que le había acompañado desde siempre, desde antes incluso de vivir una invasión marciana, sobre la inevitable y forzosa extinción del hombre. Quizá, reflexionó el escritor, a pesar de no conocer a ningún otro gemelo suyo —excepto el Wells oriundo de aquella realidad, con el que había hablado en el malecón de Southsea cuando era un muchacho—, todos compartían una especie de conciencia común, de conocimiento plural e inconsciente, casi intuitivo, que les llevaba a temer o a llorar hechos vistos por los ojos de los otros. ¿Cuántos de sus gemelos habrían asistido a la aniquilación del hombre?, se preguntó con un escalofrío. Al menos conocía a uno que debería de estar asistiendo a tal apocalíptico suceso, de no haberse fugado de su realidad: él mismo. Aunque esperaba con toda su alma haber expiado aquella culpa, haber compensado su torpeza regalándole a aquel otro mundo donde había destruido al Enviado la oportunidad de seguir existiendo en paz, ganándose de ese modo el perdón universal o lo que fuera que pudiera redimirlo, pero… ¿En cuántos mundos habría sido la torpeza o la ineficacia del escritor H. G. Wells la culpable de la extinción del hombre? Y todas esas veces, ¿habría conseguido salvar otro mundo en compensación? ¿Estaría la balanza a su favor?
Pero el horror no terminaba ahí, pensó, pues no podía cometer el atrevimiento de creerse único, ni siquiera en su maldición… Clayton ya le había adelantado que él mismo había conocido a otros viajeros temporales. Por lo tanto, debía de haber muchas otras personas infectadas también por aquella extraña enfermedad, más viajeros desconocidos escondidos entre las ramas de aquel frondoso árbol de universos. ¿Estarían en aquel momento saltando de mundo en mundo, quizá con peores y más aviesas intenciones que las suyas? Wells sacudió la cabeza despacio, reconociendo a través de la bruma del terror aquel viejo y añorado cosquilleo en la yema de sus dedos: allí había material para una buena novela. Oh, sí, para una de las grandes. Pero él ya no era escritor, se dijo con melancolía, mientras reanudaba lentamente su marcha hacia los carruajes. Ni le quedaban fuerzas, ni muchos años más de vida, para escribir una novela, ni para salvar o destruir otro mundo, o varios, o incluso talar todo el árbol universal. Él, aunque la humanidad todavía no lo hiciera, iba a extinguirse en breve, y quizá el resto de sus gemelos sintieran su marcha como la caricia de una pluma de cuervo por su espalda.
Todo era posible en un universo infinito, concluyó, mientras se volvía para contemplar por última vez desde la distancia el globo y el alegre bullicio que lo rodeaba. Y al distinguir a los enamorados, rodeados por la multitud, Wells volvió a sonreír. Ojalá fuera cierto lo que había pensado momentos antes, cuando vio florecer una sonrisa en los labios de la muchacha. Ojalá el amor de Murray y de Emma fuera lo único que permaneciera inalterable en el cambiante paisaje del universo. Ojalá no pudiera ser borrado nunca de ninguna de las infinitas realidades posibles. Ojalá no les quedara otra opción que la de enamorarse en cada universo, en cada realidad, en cada uno de los mundos en los que sus miradas se cruzaran.
Collado Villalba
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mayo 2010 - julio 2011
En primer lugar, me gustaría agradecerles a mis editores, David Trías y Emilia Lope, el entusiasmo que mostraron ante este descabellado proyecto desde el primer momento que les hablé de él, cuando todavía no había escrito ni una sola línea. Y agradecerles aún más que siguieran mostrándolo después de haberlo leído.
Por supuesto, mi más sincero agradecimiento también a mi agente, Antonia Kerrigan, a Hilde Gersen, por su sobrenatural eficacia, y al resto de su maravilloso equipo. Gracias a todos ellos, solo puedo decir que cuando una de mis obras abandona mis manos, es siempre para caer en otras mejores.
Pero una novela no solo se lee cuando está terminada. Como cualquiera puede deducir hojeando los agradecimientos que suelen aparecer en las páginas finales de la mayoría de ellas, todos los escritores contamos con personas a las que dejamos leer nuestros manuscritos para que nos aconsejen y orienten, pues únicamente los genios son capaces de escribir una novela solos. En mi caso, una de esas personas es Lorenzo Luengo, que desde que nos conocimos ejerce de impenitente lector de cuanto brota de mi pluma, ayudándome a cincelar todo lo que escribo con esa descarnada sinceridad que es el motivo, a la larga, de que siempre le deje leer mis escritos, con la secreta esperanza de que en algunos de mis borradores estampe algún día su sello de calidad. Por lo tanto, no puedo sino agradecerle sus críticas, tanto como el sentido del humor del que sabe dotarlas para facilitarme su digestión. Amigos como él mitigan en cierta medida la aplastante soledad del trabajo de escritor.
Pero con la escritura de esta novela he descubierto que se puede ir más allá, que esa soledad puede desaparecer por completo, sencillamente compartiéndola con alguien. Hasta hace poco eso me parecía increíble, pero muchas cosas me parecían increíbles antes de conocerla a ella. M. J. no dudó en refugiarse conmigo en el interior de esta novela, y allí encendió un cálido fuego para paliar las posibles nevadas, que fueron muchas. Ahora ya sé que nunca más escribiré solo. Y como mi agradecimiento diario me parece insuficiente, desde aquí quiero agradecerle no solo la infinita paciencia que demostró ante mis cambios de humor, agobios y nerviosismo inherentes a la labor creadora, sino también la seguridad que cada mañana encontraba en sus ojos, esa certeza que me decía que si yo me extraviaba, ella conocía el camino. En algún universo donde nuestras miradas no se hubiesen cruzado, esta novela habría sido sin duda muy distinta. Pero qué importa. Estoy convencido de que no existe ningún universo donde eso no haya sucedido.
FELIX J. PALMA, (Sanlúcar de Barrameda, 1968) ha sido unánimemente reconocido por la crítica como uno de los escritores de relatos más brillantes y originales de la actualidad. Desde la publicación de su primer cuento en 1992 sus relatos no han dejado de aparecer en numerosas revistas y publicaciones, y su dedicación al género del cuento la ha reportado los más prestigiosos galardones en dicha modalidad, como el Gabriel Aresti, Alberto Lista, Miguel de Unamuno o el Premio Tiflos de Libro de Cuento. En su primer volumen de relatos,
El vigilante de la salamandra
, publicado en la editorial Pre-textos en 1998 y que cosechó numerosos elogios de la crítica, destacaba su habilidad para insertar el elemento fantástico en lo cotidiano, uno de los principales rasgos de su narrativa. A la mencionada obra siguieron tres libros de relatos más:
Métodos de supervivencia
(1999),
Las interioridades
, que fue galardonado con el Premio Tiflos 2001,
Los arácnidos
, que recibió el Premio Iberoamericano de relatos Cortes de Cádiz en 2003 y
El menor espectáculo del mundo
(2010).
Sus cuentos han sido recogidos en diversas antologías, como
Fabricantes de Sueños
,
Lo que cuentan los Cuentos
,
Cuentos de damas fantásticas
,
Pequeñas resistencias: antología del nuevo cuento español
,
Nosotros los Solitarios
,
La Ciudad Escrita
,
Macondo boca arriba
o
Cuento vivo de Andalucía
, entre otras. Su labor cuentística ha merecido un estudio en
De Profundis
: Antología Crítica de Literatura Fantástica (2000). También ha colaborado en la introducción y selección de la antología de cuentos de José Luis Acquaroni
Liturgias del Fracaso
(2002).