El mapa del cielo (75 page)

Read El mapa del cielo Online

Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

BOOK: El mapa del cielo
11.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aquellas aeronaves, además, solían transportar a los ingenieros marcianos, que al parecer no poseían la facultad de replicar la apariencia humana de sus compañeros, y deambulaban por el campo con su auténtico aspecto. La primera vez que los vio, a Charles se le antojaron bellísimos, una suerte de híbridos entre hombres y garzas, su ave favorita desde pequeño. Aunque allí nadie les explicaba nada, no le fue difícil deducir que el cometido de los ingenieros era diseñar la torre y salpicar el campamento, y presumiblemente el mundo, con aquella ciencia suya que le hacía alzar las cejas maravillado. Solían revolotear graciosamente casi todo el tiempo, aunque aún era más fascinante verlos caminar sobre sus finísimas piernas semejantes a zancos, jalonadas de numerosas articulaciones que le permitían adoptar las más extrañas y variadas posturas, todas ellas de una increíble plasticidad. Charles había intentado describir la belleza de sus movimientos en su cuaderno, comparándolos con libélulas de cristal o improvisando otras imágenes igual de hermosas y frágiles, pero al final se había rendido: el sobrecogedor encanto de los ingenieros era imposible de atrapar en palabras. Cualquier intento resultaba vano. Estuvieron un tiempo entre ellos, revoloteando de un lado a otro, hasta que al parecer dieron todas las instrucciones necesarias para el montaje de la máquina. Desde entonces apenas aparecían para supervisar su construcción cada tres o cuatro meses. Y los días posteriores a su ausencia, a Charles le invadía siempre una nostalgia absurda de final de verano, cuya causa no lograba explicarse, aunque sospechaba que debía de estar relacionada con el consuelo que le provocaba contemplar la inaudita belleza de aquellos seres, en un mundo donde lo bello se había convertido en un lujo.

Sin embargo, aunque evitaba pensar en ello, Charles sabía que los científicos no eran como él los veía. Tras su primera visita, había cotejado su aspecto con sus compañeros, para descubrir con estupefacción que no había dos prisioneros que los vieran igual. Cada uno tenía su particular idea de ellos, y daba por sentado que los otros le estaban tomando el pelo. Aquello había originado una discusión que había desembocado en una pelea estúpida, de la que Charles se había escabullido prudentemente.

En su celda, había reflexionado largo y tendido sobre el asunto, y con el tiempo, había llegado a una conclusión. Le habría gustado contrastarla con alguien inteligente, como Wells, para saber si se trataba o no de una suposición absurda, pero por desgracia a su alrededor no abundaban las mentes preclaras.

La conclusión a la que había llegado Charles en la soledad de su celda quizá les resulte familiar: los extraterrestres debían de ser tan distintos a todo lo que el hombre conocía, que de algún modo este no sabía mirarlos. Sonaba ridículo, era consciente de ello. Pero resultaba lógico que si su mirada se enfrentaba a algo indescriptible, su mente tratara desesperadamente de otorgarle algún aspecto, aunque fuese por aproximación. Eso explicaría por qué cada uno de sus compañeros los veía de un modo distinto; la mayoría de ellos como criaturas monstruosas, contagiados sin duda por el odio que les profesaban.

Pero Charles siempre había sentido devoción por la ciencia, por el progreso, por las maravillas que Verne describía en sus novelas. Sí, Charles pertenecía a esa hermandad de visionarios que, antes de la llegada de los marcianos, soñaban con barcos capaces de cruzar el Atlántico en cinco días, con surcar los cielos en máquinas voladoras, con comunicarse por teléfonos sin hilos, con viajar en el tiempo… Y tal vez esa fuese la razón de por qué a él los ingenieros marcianos se le presentaban como hermosos ángeles zancudos, capaces de realizar una docena de milagros por segundo. Y aunque ahora sabía que aquellos milagros consistían en transformar su planeta en un mundo de pesadilla, aún seguía viéndolos así, lo cual, a menos que se detuviera a pensarlo, le ayudaba a perfilar los contornos de su moralidad mejor que cualquier otra cosa.

El sol terminó de ocultarse, exhalando una vaharada de rayos verduscos hacia el espacio, y bañando de una luz fantasmagórica las ruinas de Londres que se adivinaban en el horizonte, tras los tétricos bosques que empezaban a rodear el campamento en un sigiloso abrazo de árboles retorcidos. Aquel planeta pertenecía cada vez menos al hombre y más a los invasores. Los marcianos habían sido capaces de privar sus últimos días incluso de la consoladora belleza de una puesta de sol. Aquel pensamiento hizo que Charles sintiera cómo su aletargada ira se desperezaba en su interior, pero apenas fue un amago, un eco ridículo del intenso odio que antaño había corrido por sus venas, haciéndole prometer con los dientes apretados que el hombre recuperaría lo que era suyo, aunque aún no supiera cómo. Pero los meses, la impotencia y el terrible cansancio habían terminado por convertir aquella vibrante furia en un inofensivo poso de resquemor. En cuestión de unos pocos años, la raza humana se habría extinguido por completo. Era algo que debía aceptar. ¿Y acaso no era mejor así?, se oyó preguntarse a traición. Después de todo, él siempre había juzgado con severidad al Imperio Británico. Antes de la invasión, cuando nadie sospechaba que el mundo que conocían pudiera cambiar tan bruscamente, Charles solía arremeter contra él a la menor ocasión, con ironía o saña, dependiendo de si ese día llovía o hacía sol. Consideraba el Imperio poco menos que un barco a punto de naufragar debido a la mala gestión de los inútiles que estaban al mando, que solo se mostraban habilidosos en el arte del despilfarro, la ineficacia y la malversación de fondos. Su penosa y corrupta gestión era la causante de que más de ocho millones de personas vivieran y muriesen en la más vergonzosa miseria. Él no era uno de ellos, ciertamente, y por lo general no podía decirse que aquello le angustiara demasiado, pero era evidente que la civilización humana, como tal, había sido un fracaso. ¿Merecía la pena pues derramar lágrimas por ella? Tal vez no. Tal vez era mejor que las cosas siguieran su curso y que el hombre desapareciera del universo, que no quedara de él ni de su desafortunada manera de habitar el cosmos ni siquiera un recuerdo.

Con un suspiro, Charles rescató el diario de debajo del colchón, preguntándose por enésima vez por qué se esforzaba en volcar sobre el papel aquellos recuerdos que nadie leería, por qué no se tumbaba en su camastro y se dejaba morir. Pero no podía hacer eso. No podía permitirse una nueva derrota. Así que se sentó a la mesa, abrió el cuaderno, y el hombre que ya había empezado a olvidar cómo eran las puestas de sol en su planeta, continuó escribiendo:

DIARIO DE CHARLES WINSLOW

15 de febrero de 1900

Antes de la invasión marciana, Londres era la ciudad más poderosa del mundo, pero eso no significaba que también fuera la más limpia, debo reconocer con dolor, como ya hizo mi padre en sus tiempos, aunque ahora carezca de importancia. Antes de que le abriesen las entrañas para implantarle los intestinos artificiales de una moderna red de alcantarillado, Londres almacenaba sus excrementos en pozos ciegos, que se limpiaban con la regularidad que permitía la solvencia económica de sus dueños. Eran pozos en los que era habitual encontrarse esqueletos en miniatura, pues aquellas fosas hediondas representaban un lugar idóneo para que las mujeres se desembarazaran de los frutos de sus amores ilícitos. Cada amanecer, una caravana de carros rebosantes de inmundicia partía de Londres para abonar los campos de las afueras, hasta que el guano importado de Sudamérica se puso de moda, robándole a las heces de los londinenses su única utilidad. Cuando al fin se decidió, como una muestra más de progreso, sellar todos los pozos ciegos y conectar los desagües a un rudimentario sistema de alcantarillado que descargaba en el Támesis, el resultado fue una epidemia de cólera que mató a casi quince mil londinenses, a la que le siguió otra cinco años después, cobrándose una cantidad de víctimas similar. Mi padre solía contarme cómo en el caluroso y seco verano de 1858 la fetidez se hizo tan insoportable que las cortinas del Parlamento británico tuvieron que embadurnarse de cal en un desesperado intento por frenar el intenso hedor proveniente del río, convertido en una pútrida cloaca por los excrementos que vertían los casi dos millones de ciudadanos. Aquel año pasó a la historia como el año del Gran Hedor. Como consecuencia de todo ello, y pese a su desorbitado coste, el Parlamento dio permiso para que el ingeniero Joseph Bazalgette remodelara las tripas de Londres con un sistema de alcantarillado revolucionario. Todavía recuerdo a mi padre describiéndome con el mismo orgullo que si lo hubiera construido él la magna obra de Bazalgette, una madeja de alcantarillas de 83 millas construidas en ladrillo unido con cemento Portland que transportaban las aguas residuales domésticas, junto con el desagüe normal de agua de lluvia, veinte kilómetros más abajo del Puente de Londres. Por eso, ahora, bajo nuestros pies discurrían, paralelas al curso del Támesis, cinco alcantarillas principales alimentadas por afluentes de otras más pequeñas, el intrincado laberinto que en el futuro tendría el privilegio de albergar a los últimos representantes de nuestra raza. Sin duda, a mi padre le hubiese gustado saber que lo que él consideraba uno de los grandes logros de la ciencia seguiría resultando de utilidad en el año 2000.

Descendimos a las cloacas londinenses mediante el sencillo método de levantar la tapa de la alcantarilla más cercana a Primrose Hill; luego bajamos usando la oxidada escalerilla que había sujeta a la pared. Una vez logramos llegar al suelo sin que ninguno resbalara, lo cual ya me pareció una auténtica hazaña dada la escasa luz que alumbró nuestro descenso, Shackleton asumió su papel de guía con la mirada concentrada. Se tomó unos segundos para orientarse, y después nos condujo a través de un estrecho y sinuoso túnel por el que tuvimos que movernos casi a tientas, hasta que al poco desembocamos en la que, según deduje por su tamaño, debía de ser una de las tres grandes alcantarillas que discurrían al norte del Támesis.

Lo primero que sentimos fue el golpe del olor, un tufo indescriptible que atravesó nuestras fosas nasales para clavarse como un arpón en el cerebro, revistiendo de inmundicia hasta el más lejano de nuestros recuerdos. Afortunadamente, aquel ramal se hallaba iluminado por pequeñas lámparas que colgaban a intervalos de las paredes, cuyos ladrillos rezumaban una baba muy desagradable, y el anémico resplandor de los faroles, aparte de tranquilizar a las damas, nos permitió hacernos una idea aproximada del lugar por el cual tendríamos que caminar durante las siguientes horas, cruzando bajo las enaguas de la ciudad hasta Queen's Gate. La alcantarilla era una interminable galería de techo abovedado, a cuyos lados se abrían otros túneles más angostos que, sin embargo, se antojaban tan largos como el que nos disponíamos a recorrer. Supuse que la mayoría de aquellos tubos servirían para descargar las aguas fecales en el canal principal, y muchos otros conducirían a almacenes o estaciones de bombeo, pero no se me ocurrieron más destinos para el resto de los túneles: podían conducir a cualquier lugar inimaginable, o al sitio más trivial, pero agradecía no ser yo quien tuviera que descubrirlo. La alcantarilla principal poseía un canal central por el que discurría un limo grumoso y pestilente en el que evitamos posar los ojos, pues no solo arrastraba todo tipo de desperdicios, sino también otras sorpresas. Vi desfilar ante nosotros el cadáver de un gato, por ejemplo. El animalito pasó examinándonos con su mirada de cristal vacía, dejándose acarrear por el agua hacia el paraíso de los felinos, al que tal vez condujera uno de aquellos misteriosos tubos. Pensé con absoluta convicción que si por accidente metía un pie allí, tendría que amputármelo, incapaz de seguir viviendo sabiendo que una parte de mí se había remojado en aquella exquisita porquería. Por suerte, a ambos lados del canal había dos orillas de ladrillo lo suficientemente espaciosas como para que pudiésemos caminar por ellas en hilera, si no teníamos problema en disputárselas a las ratas, algunas de las cuales nos dieron la bienvenida correteando junto a nuestros zapatos, para desaparecer luego devoradas por las sombras.

Mareados por el insoportable hedor, emprendimos el camino en fila de dos, tratando de no resbalar a causa de la capa de musgo que tapizaba algunos tramos de la acera. Nos envolvía un frío húmedo, y el silencio era absoluto, punteado únicamente por los esporádicos bramidos y borboteos acuosos que producía la digestión de las alcantarillas. He de decir que yo encontré aquellos sonidos incluso relajantes. Al menos, eran preferibles al retumbar de las explosiones y al insistente tañido de las campanas que habíamos soportado en la superficie.

Durante el trayecto, mientras caminaba junto al agente Clayton cerrando la comitiva, pude disponer al fin de unos minutos para reflexionar sobre nuestro plan. Pese a la explicación de Wells, yo seguía convencido de que no debíamos abandonar Londres. Estaba seguro de que el destino, y no el caprichoso azar, nos había hecho componer aquella pintoresca tropa obedeciendo a algún propósito. ¿Acaso habría reunido un grupo tan diverso simplemente para huir de la ciudad? ¿No era más sensato pensar que cada uno de nosotros estaba allí porque tenía un papel asignado en la derrota de los marcianos? Sí, sin duda aquello era lo más lógico, me dije, repasando con la mirada cada uno de los eslabones que formábamos aquella cadena, y tratando de desvelar su función. Descarté interrogarme sobre la aportación del capitán Shackleton, que caminaba en cabeza, indiferente al hedor y conduciéndonos a través del dédalo de tuberías con expresión alerta, pues era evidente que su intervención, cualquiera que fuese, sería la más crucial. Tras el capitán avanzaba el matrimonio Wells, a los que se les veía aliviados porque volvían a estar juntos, aunque bastante abatidos por los progresos de la invasión. Supuse que, a la hora de detener a los marcianos, la presencia del único escritor que había descrito una invasión extraterrestre era obligada, y he de reconocer que, pese a nuestra reciente discusión, el hecho de que formara parte de nuestro improvisado grupo me agradó y tranquilizó a partes iguales, pues aunque el escritor no parecía capacitado para llevar a cabo ninguna proeza física, lo consideraba uno de los hombres más inteligentes que había conocido nunca. Detrás de los Wells, cubriéndose el rostro con un delicado pañuelo, marchaba la muchacha americana, cuya inclusión en nuestro grupo era un absoluto misterio para mí, a no ser que fuera la encargada de domar al por otro lado indomable Gilliam Murray. El empresario era apodado el Dueño del Tiempo por haber obrado el milagro de llevarnos a todos al año 2000, y hasta hacía unos minutos, yo lo suponía muerto, tal y como los periódicos habían anunciado un par de años antes. Pero resultaba evidente que Murray no solo parecía tener la llave de la cuarta dimensión, sino también la del Más Allá, de donde aparentemente había regresado. Me pregunté cuál sería la contribución de Murray a nuestro grupo, si es que tenía alguna, aparte de velar por la señorita Harlow y tratar de ridiculizar a Shackleton. Tras él caminaba el servicial Harold, tal vez preguntándose por qué le había hecho abandonar el sótano de Queen's Gate para volver a él apenas unas horas después, jugándonos la vida en ambas ocasiones. Supuse que, de todos nosotros, el cochero era el más prescindible. Tal vez no tuviera ninguna función en la trama, salvo la de habernos conducido a Shackleton y a mí hasta la colina. Y por último estaba el agente Clayton, que caminaba a mi lado con la zancada arrogante y el rictus estirado, y cuya inclusión en el grupo será fácil de comprender para cualquier lector. Pero aún había alguien más: estaba yo. ¿Y cuál era mi tarea, en el caso de que nuestro grupo estuviera llamado a detener la invasión? Quizá, consideré entonces con una punzada de pavor, mi función fuera únicamente favorecer el encuentro entre ellos y Shackleton. Sí, pudiera ser que, sin saberlo, yo ya hubiese cumplido con mi cometido, quedando desocupado para la muerte, al igual que Harold.

Other books

Before the Storm by Melanie Clegg
The Red Thirst by Benjamin Hulme-Cross
Brewer's Tale, The by Brooks, Karen
Everything Gained by Carolyn Faulkner
Honor Among Orcs (Orc Saga) by Dillin, Amalia
Missing Soluch by Mahmoud Dowlatabadi
The Back of Beyond by Doris Davidson
Black Market by James Patterson
Inside Out by Maria V. Snyder