El mapa del cielo (38 page)

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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

BOOK: El mapa del cielo
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—Deseo que renuncie a su cortejo —dijo Emma con aspereza—. Eso es lo que deseo. Jamás podré corresponder a ninguno de sus sentimientos, y me temo que tampoco podría fingir algo que no siento, como hacen muchas. Así que le devuelvo su tiempo, señor Gilmore, para que lo emplee en cualquier cosa más útil que intentar conseguir algo que, aunque su orgullo le impida reconocerlo, es imposible para usted.

Murray la contempló sonriendo, mientras movía la cabeza con suavidad.

—Si dejara de cortejarla, señorita Harlow, sería la primera vez en mi vida que no conseguiría lo que quiero. Y…
depuis notre rencontre, vous êtes mon unique désir
—concluyó.

Emma le observó furiosa, atónita por su desfachatez, y tras lanzar un bufido de desesperación, se dio la vuelta y se alejó de él con enérgicas zancadas, dejándole allí solo, en medio de aquel ridículo puentecillo que parecía a punto de romperse bajo su peso.

Sin que su reacción le hiciera perder la sonrisa, Murray la contempló alejarse anegado de ternura. Sabía que el enfado de Emma no se debía solo a que él hablara un francés perfecto, sino a que no había comprendido el verdadero significado de su respuesta, aunque estaba convencido de que algún día lo haría. Porque, si bien era cierto que siempre había conseguido lo que quería, lo que ahora deseaba, por primera vez en su vida, nada tenía que ver con su propia felicidad, sino con la de ella. Por eso, de repente, ya no sentía ninguna prisa, ningún ansia desesperada y egoísta por satisfacer su deseo. Y esa era su ventaja sobre el resto de sus pretendientes: él podía dedicar su vida a esperarla, porque su vida ya no le pertenecía. Él era suyo. Y Emma sería suya porque él disponía de todo el tiempo del mundo para esperar a que ella lo aceptara. De toda su vida. La amaría durante los años que fuese necesario, sin descanso, sin que su amor desfalleciera nunca. La amaría sin necesidad de tocarla, desde la distancia, como se admira una estrella o la vidriera de una catedral. La amaría mientras la vida los envejecía, viéndola desliar la madeja de su existencia desde la orilla opuesta, como un árbol milenario que el tiempo ha dejado por imposible, a la espera de que ella mirase hacia él y, desengañada, curiosa, viuda, despechada, voluble o lo que fuera, le abriese al fin los brazos. Y entonces él enseñaría a aquella niña perdida lo que era la felicidad.

Esa certeza le había servido para superar el descalabro de su segunda cita, recordó Murray mientras caminaba por el abandonado almacén como si paseara por el laberinto de su memoria. Gracias a ella, su optimismo había reverdecido súbitamente, pero aun así decidió tomarse un pequeño descanso en su tarea de conquista. Aquella tregua le permitiría a ella reponerse de la estupefacción que debían de provocarle sus extravagantes maneras de galán, y a él meditar largamente sobre el asunto. Necesitaba encontrar una táctica más efectiva, una estrategia que no lo apostara todo a su actuación a solas con ella, sobre todo en un ambiente tan hostil, como no dudó en calificar Central Park, paraíso e infierno de su existir. Él quería hacerla feliz, pero para eso era imprescindible conquistarla, y debía reconocer que hasta el momento había hecho exactamente todo lo necesario para no conquistarla. Al final, el millonario llegó a una conclusión obvia: ¿Por qué continuar dando palos de ciego, esperando encontrar casi por casualidad la manera en la que a Emma le gustaba que la cortejasen, cuando podía preguntárselo a ella directamente? Como pueden ver, Murray había dado con una clave para entender a las mujeres que el resto del mundo llevaba aplicando desde hacía milenios, tal vez desde que el Creador le arrancara una costilla a Adán para realizar su última travesura. Contento con su decisión, tomó una tarjeta y, astutamente amparado tras el velo de la sutileza, se puso en sus manos asegurándole que podía hacer realidad cualquier deseo que ella pudiera tener.

Aquella tarjetita había propiciado un divertido cruce de mensajes que duró casi toda una tarde. Solo cuando concluyó, el cada vez más enamorado Murray fue consciente de que al día siguiente tendría que recibir a Emma en su casa. Y, como imaginarán, le asaltó el pánico. Se levantó bruscamente de su escritorio y caminó en círculos por el despacho. Bien, había conseguido atraerla a su terreno, se dijo. Eso era lo más difícil. Ahora tenía que decidir cuál era el mejor lugar para recibirla. ¿El invernadero? ¿El jardín? ¿El patio que daba a la biblioteca? Escogió este último, ya que era más íntimo y silencioso que los demás. Elmer podría conducirla hasta allí, él mismo le trazaría el itinerario de salones por los que debía pasar. La mesa podría colocarse junto al enorme roble que había en mitad del patio, el cual les ofrecería su fresca sombra a aquella hora, calculó. Sí, aquel era el escenario perfecto, sin duda. Allí poco o nada podría perturbarlo, y eso tal vez le permitiría conducirse durante la cita con la templanza que tanto anhelaba.

Durante la noche le visitó el insomnio, como no podía ser de otro modo debido a los nervios que le provocaba el inminente encuentro, y apenas durmió, pero el baño de la mañana logró despabilarlo lo suficiente como para afrontar la cita con la cabeza templada y una vaga confianza en sus posibilidades. Había ocupado el insomnio en imaginar posibles conversaciones entre ambos, preparando respuestas adecuadas para cualquier pregunta que ella pudiera plantearle, pero finalmente había llegado a la conclusión de que era absurdo tratar de prever el encuentro hasta ese punto, por lo que también tendría que estar dispuesto a improvisar.

El reloj tardó tanto en marcar las cinco de la tarde que para cuando lo hizo, Murray ya había pasado por todos los estados de ánimo imaginables: el optimismo, la fatalidad, la apatía, la esperanza, la angustia, el miedo e incluso la náusea, pues los nervios acabaron alojándosele en el estómago y trastornando la digestión del asado que Elmer le había servido. Pálido y tembloroso, casi febril, oyó sonar la campanilla de la puerta, anunciando al fin la llegada de Emma, seguida del gracioso trotecillo de Elmer. Y sin esperar a que el mayordomo acudiera a anunciarle la visita, Murray bajó al patio de la biblioteca enjugándose con un pañuelo el sudor helado que le perlaba la frente, seguido de cerca por Eterno, que al menos hasta donde podía estarlo un perro, parecía ansioso por averiguar el motivo por el cual su amo se había mostrado tan alterado toda la mañana. Pero pese al adiestramiento mental al que se había sometido durante el día, cuando llegaron a la biblioteca, Eterno reaccionó antes que él, trotando hacia Emma y hacia su doncella para olisquearlas. Cuando comprobó que ambas olían correctamente, lo que descartaba la posibilidad de que Emma hubiese enviado a la cita a un autómata, el perro se dirigió a su rincón favorito y allí se tumbó, para observar si su amo era capaz de superar la espontaneidad de su saludo. Pero le había puesto el listón demasiado alto. Tras ser anunciado a voz en grito por Elmer, a quien solo faltó usar una trompeta, Gilmore apenas acertó a despedirlo para besar, con excesiva torpeza, la mano que le tendía la muchacha e invitarla a sentarse sin atreverse a mirarla a los ojos.

Aquel desastroso comienzo anunciaba lo peor, se dijo. Y no se equivocó. Gilmore afrontó la entrevista de buen humor, pero Emma respondía a sus bromas con tanta frialdad que empezó a dudar de que su interpretación del cruce de tarjetas del día anterior hubiese sido la correcta. Confuso, se dejó arrastrar por la conversación, repeliendo las estocadas de la muchacha como buenamente pudo, pero en cuanto comprendió que con toda probabilidad a aquella cita no iba a seguirle ninguna otra, se afanó en aprovechar cualquier excusa para dejarle claro sus sentimientos. Aquel era su objetivo, después de todo. Sin embargo, la cita enseguida tomó unos derroteros que ni en mil noches de insomnio habría sido capaz de imaginar, y Murray comprendió al fin, no sin cierta tristeza, que Emma había acudido a su casa con la única intención de vencerlo en su propio juego, de deshacerse de él de un modo tan educado como elegante: pidiéndole algo que no pudiera conseguir. Y él, una vez asimilada la situación, había aceptado el reto, fingiendo que lo hacía movido por el egoísta deseo de conseguirla a ella, o por el orgullo de vencerla y de demostrarle que no había nada imposible para Montgomery Gilmore, aunque eso no hiciera sino constatar la imagen de hombre burdo y simple que ella tenía de él. De todos modos, de nada le serviría intentar cambiarla con promesas, súplicas y objeciones, porque sabía de antemano que resultaría inútil. Emma le había dejado claro que a lo único que otorgaba algún valor era a los actos, así que eso era lo que tenía que hacer él: olvidarse de las palabras, apartarlas a un lado, y conquistarla mediante actos. Sin embargo, solo casándose con ella dispondría de la oportunidad de hacerlo, de demostrarle que su existencia se había convertido en la incansable búsqueda de su felicidad. Pero para casarse con ella debía reproducir la invasión marciana de la novela de Wells.

H. G. Wells, sí. El autor de
La máquina del tiempo
. Otra vez él.

La persona que más odiaba del mundo.

Y ahora tenía que recrear la invasión marciana que narraba en su novela. Pero él era experto en ese tipo de desafíos, se dijo, contemplando el tranvía temporal con el que había horadado el futuro, mientras dejaba que lo asaltara una felicidad casi dolorosa, pues el uno de agosto Emma Harlow, la mujer más hermosa del mundo, aceptaría ser su esposa. Y luego se enamoraría de él. Sí, no tenía ninguna duda de ello. Él era Gilliam Murray, el Dueño del Tiempo.

Y podía conseguir lo imposible.

18

Dos semanas habían bastado, sin embargo, para convertir a un hombre feliz en un hombre desesperado. Había llegado a Londres a principios de junio, y se había puesto manos a la obra de inmediato, solo para constatar que reproducir una invasión marciana no era tan fácil como había pensado. Ahora, la mañana del decimoquinto día, Murray caminaba hacia su empresa para asistir a un nuevo ensayo, aunque sospechaba que lo que iba a ver le gustaría tan poco como las veces anteriores. No había podido agrupar al mismo equipo con el que había trabajado hacía dos años, cuando trasladó a sus contemporáneos al año 2000, y aunque Martin le había asegurado que los hombres que había reunido eran igual de competentes, aquella afirmación solo había servido para revelarle que su empleado tenía cierta tendencia a las aseveraciones desmesuradas. Imbuido de fatalidad, Murray cruzaba aquella luminosa mañana de verano contemplando con fastidio cómo la hermosa luz prestaba a las cosas una rotundidad inusual, una verosimilitud que nadie podría discutir.

Una vez en Greek Street, se deslizó hasta el interior del viejo teatro sin ser visto. Martin, un hombretón pelirrojo casi tan grande como él, salió a recibirlo al vestíbulo.

—Ya está todo listo, señor Murray —le anunció.

—Te he dicho que me llames señor Gilmore, Martin. El pobre señor Murray murió hace dos años.

—Lo siento, señor Gilmore, es la costumbre.

Murray asintió distraído.

—Bien, no importa… —dijo, ansioso—. Veamos qué habéis conseguido esta vez.

Martin lo guió hasta el almacén donde tendría lugar la representación. Arrumbado en una esquina de la vasta estancia, como la única muestra superviviente de su pasado dorado, se encontraba el
Cronotilus
. Murray le dedicó una mirada afectuosa antes de clavar sus ojos en el cilindro marciano que ahora ocupaba el centro del almacén. Como las veces anteriores, se detuvo a unos cinco o seis metros de él, a la distancia que según sus cálculos se acercarían los asombrados testigos. En lo que al cilindro se refería, debía reconocer que la cuadrilla de Martin había realizado un trabajo magnífico, pues era exactamente igual a como lo describía Wells: un cilindro de superficie cenicienta de unos treinta metros de diámetro. En la novela que le servía de guía, la máquina marciana, que era disparada desde Marte como si se tratara de un proyectil, recorría los sesenta millones de kilómetros de insondable oscuridad que lo separaban de la Tierra, irrumpía en su atmósfera, cruzaba el cielo hacia el este sobre Winchester, y finalmente se estrellaba en los pastos comunales de Horsell, causando un enorme agujero donde yacería medio enterrada, rodeada por los restos de un abeto destrozado y un anillo de hierba y grava carbonizada. Pero aquello superaba las posibilidades de Murray, evidentemente, por lo que tendría que limitarse a desarmar el cilindro, transportarlo hasta Horsell en la oscuridad de la noche, volver a armarlo sobre los pastos y quemar algunos hierbajos de los alrededores, para que el amanecer lo mostrara al mundo como si realmente hubiera surcado el espacio para estrellarse justo allí.

Pero desgraciadamente la máquina por sí sola no era suficiente. De ella debía salir también un marciano. Murray suspiró, e hizo una señal con la mano a Martin, que lanzó un grito, dirigiéndose al cilindro:

—¡Adelante, muchachos, que empiece el espectáculo!

Y el cilindro comenzó a desenroscarse. Lo hizo lentamente, dejando ver un delgado círculo de metal brillante entre la tapa y el borde, al tiempo que emitía un ligerísimo silbido. En la novela de Wells, la cápsula tardaba en desenroscarse casi todo el día, de modo que su tapadera caía cuando el atardecer teñía de púrpura y oro el tranquilo cielo inglés. Para entonces, una expectante multitud de curiosos y periodistas se arracimaba en torno al cilindro. Murray ya había calculado que tendría que ordenar a los hombres que se ocultaban en su interior que lo abrieran al mismo ritmo, para que durante la larga espera la noticia de la llegada de los marcianos tuviera tiempo de propagarse por el país y, sobre todo, de aparecer en los periódicos. Tal vez tendría que practicar en el casco algunos orificios de ventilación convenientemente disimulados, si no quería perder a ninguno de sus hombres en la representación. Y también sería necesario calentar la superficie del cilindro de algún modo, no tanto para simular que había atravesado la atmósfera de la Tierra como para impedir que algún curioso se acercara demasiado al artilugio.

Abandonó aquellas consideraciones al observar cómo asomaba ya casi medio metro de brillante rosca. La tapa cayó un segundo después, produciendo un inquietante estruendo al golpear contra el suelo. Murray contuvo entonces el aliento, como hacían en la novela los numerosos testigos congregados en torno al cilindro, preparándose para contemplar lo que se escondía en su interior. Todos esperaban ver emerger a un hombre, tal vez con algunas ligeras diferencias en su fisonomía, pero hombre al cabo. Un hombre de Marte. Sin embargo, lo que se movía en la oscuridad no parecía humano. Asustados, los curiosos percibían algo gris y ondulante, y dos discos luminosos que solo podían ser ojos, antes de que del interior surgiesen un par de tentáculos que se desenroscaban en el aire para aferrarse luego al borde del cilindro, desencadenando un temporal de gritos horrorizados. Emergía entonces del artilugio, lenta y penosamente debido a que la fuerza gravitatoria de la Tierra era superior, una masa grisácea y redondeada del tamaño de un oso. Según la descripción de Wells, el cuerpo de la criatura resplandecía como cuero mojado, y su rostro tenía dos enormes ojos oscuros y una boca jadeante en forma de V, que dejaba escapar una baba espesa y desagradable. Unos segundos después, el marciano parecía arrojarse deliberadamente al pozo, en cuya intimidad fabricaría la máquina voladora con forma de manta raya con la que atacaría las ciudades de la Tierra. Pero antes, de su improvisado refugio surgiría una especie de mástil rematado en un espejo parabólico. Tras oscilar de un modo siniestro durante unos segundos, de su pulida superficie brotaría un rayo calórico que efectuaría un atroz barrido de la zona, calcinando todo lo que encontraba a su paso, ya fueran árboles, matorrales o personas. Por supuesto, Murray no pensaba matar a los civiles que se reunieran ante su cilindro, entre los que se hallaría la señorita Harlow. Tenía que espantarlos, por lo tanto, sirviéndose solamente de la aparición del marciano. Eso debía resultar suficiente para generar los titulares que pondrían el corazón de Emma en sus manos, o al menos le permitirían casarse con ella.

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