Reynolds permaneció boquiabierto mirando al capitán. ¿«A ciertos caballeros»?
—¿Desea algo más, Reynolds? —dijo MacReady, levantándose y dándole la espalda—. Si no es así, le ruego que me permita continuar con mis tareas. Usted prosiga con su plan si quiere, pero no se le ocurra molestar a mis hombres.
Reynolds contempló las anchas espaldas del capitán sin saber qué hacer ni qué decir. No tenía sentido continuar con aquello. Lanzó un bufido de exasperación, dejó la copa sobre la mesa y se levantó.
—Como quiera, capitán. Pero entonces olvídese de que algún día un tulipán lleve el nombre de su madre —dijo. Y salió del camarote dando un portazo.
De regreso a su camarote, a Reynolds se le ocurrieron docenas de réplicas más ingeniosas y mordaces que la que había murmurado a la espalda del capitán, pero ya de nada le servían. Le gustase o no, MacReady había ganado aquel asalto, obligándolo a abandonar su camarote como un pobrecito niño enrabietado. La furia que lo había poseído había empañado inoportunamente su cabeza, y no tenía mucho sentido regresar por donde había venido para darle otro final a aquella accidentada entrevista. Lanzó un resoplido mientras abría la puerta de su camarote. En el fondo, lo que más lamentaba de todo lo sucedido era haber tenido que sacrificar, en su salida melodramática, la copa de excelente brandy que el capitán le había ofrecido. Ahora más que nunca, le apetecía sentir el alcohol descendiendo como una lava incandescente por su garganta, y aplacando la ira de su alma al tiempo que le calentaba el estómago. Tenía, en definitiva, unas terribles ganas de emborracharse, y de hacerlo aplicadamente, hasta desbaratarse la consciencia, sin sentir remordimiento alguno. Ningún espectador imparcial podría negar que la situación en la que se hallaba le ofrecía la justificación perfecta para tomar una de las botellas que habían sobrevivido a sus charlas con Allan y para apurarla de un solo trago.
Tomó la primera que encontró y se arrellanó en el sillón de piel que había mandado traer desde su casa, no tanto porque lo considerara un talismán o algo parecido, como porque sospechaba que aquel mueble perteneciente a un mundo al que tardaría en volver se convertiría en el faro de guía que le impediría extraviarse de su verdadera vida, una vida que probablemente se desdibujaría a medida que los días en el mar fueran amontonándose. Y no se había equivocado: el sillón le recordaba a su hogar. Sí, le susurraba que había un mundo más sensato, más cuerdo y cómodo en alguna parte, donde no había extraños monstruos rondándolos, y donde lo peor que podía pasarle era cortarse durante el afeitado. Aunque era un mundo donde apenas había posibilidades de alcanzar la gloria, se recordó. Sin embargo, aparte de por su función de candil en la noche, se alegraba de haber subido a bordo el sillón porque era con diferencia el sitio más cómodo del barco para descansar y relajarse, exceptuando el excusado privado de MacReady, por supuesto. Incluso de naufragar, lo hubiera preferido a cualquier balsa.
Dio un trago largo, y tosió un par de veces. ¿Qué habría querido decir MacReady con sus últimas palabras, cuando le insinuó que se habían reído de él?, se preguntó. No sabía si estaba fanfarroneando o si sabía algo más. ¿Acaso toda aquella expedición no era más que una gran cortina de humo cuyos intereses ocultos también él desconocía? Pero Reynolds era el responsable del viaje, ¡no podían mentirle también a él! Aun así, no había modo de saber si lo habían hecho o no. Le propinó otro trago a la botella. De cualquier forma, si realmente era víctima de un engaño, si quienes le vigilaban desde las sombras habían dispuesto todo aquello porque necesitaban que Reynolds llegara hasta allí por algún oscuro motivo que nadie se había molestado en desvelarle, era evidente que había algo que no habían planeado de antemano: la aparición de la criatura. Nadie había contado con eso. Y el monstruo de las estrellas ofrecía a Reynolds la oportunidad de librarse del papel de bufón que sus patrocinadores quizá habían reservado para él y regresar victorioso a Nueva York, portando en sus manos la llave del universo. Si eso sucedía, todos tendrían que rendirse a sus pies. Fuera como fuese, debía hacer algo. Si a sus espaldas se estaba fraguando algún complot, más le valía cubrírselas convenientemente. Pero ¿qué podía hacer? MacReady le había dado permiso para ir a la armería y salir en busca de la máquina voladora pertrechado con lo que le viniera en gana, sin duda porque en el fondo estaba seguro de que no lo haría, de que se limitaría a refugiarse en su camarote como una damisela asustada, adonde él iría a buscarlo con una amplia sonrisa cuando todo acabara para mostrarle la cabeza del monstruo. Pero MacReady se equivocaba, se dijo Reynolds dándole otro trago a la botella. ¡Él no pensaba cruzarse de brazos! ¡En absoluto! Si el capitán se negaba a prestarle los hombres que le había pedido, iría él solo a la máquina marciana, la volaría y regresaría al buque con la información necesaria para hacer frente con éxito al demonio del cielo. Eso haría, sí, resolvió, tomando otro trago de la botella. Y lo haría porque era más hombre de lo que ningún amante de los tulipanes lo sería jamás. Dio otro trago. ¿Y qué pensaba encontrar dentro de la máquina voladora que pudiera ayudarles? Eso no lo sabía a ciencia cierta. Quizá hallara un arma del espacio, algo más sofisticado y poderoso que un mosquete, esa arma rudimentaria con la que el hombre urdía sus pequeñas guerras en la intimidad de su planeta. Se llevó de nuevo la botella a los labios. Aunque lo que realmente deseaba encontrar era otra cosa, algo que le sirviera para entablar alguna clase de comunicación con la criatura cuando apareciera. Eso la sorprendería, estaba claro. Le demostraría que ellos también eran seres racionales. O tal vez encontrara algún tipo de libro sagrado en el que se recogiera la historia de su raza, un códice que le desvelase su concepción del universo, donde averiguaría si los terráqueos ocupaban una categoría más digna que la de simple estorbo o alimento.
Acabó la botella de un trago ávido y se quedó un rato mirando la nada, sintiéndose agradablemente mecido en la hamaca del alcohol, mientras en su mente empezaba a cristalizar la convicción de que encaminarse solo al lugar donde aguardaba la máquina voladora no era una empresa tan descabellada como al principio parecía. ¿Por qué demonios no iba a poder hacerlo? ¿Qué se lo impedía? ¡Nada, nada se lo impedía! Invadido por un rapto de optimismo que le hizo sentirse incongruentemente poderoso, como hecho de hierro forjado, capaz de doblegar a la criatura con sus propias manos si esta le salía al paso, o de hacerla recapacitar sobre sus actos con un emotivo discurso sobre la convivencia interplanetaria, Reynolds se levantó del sillón, resuelto a demostrarle a MacReady que no era ningún patán idealista, sino alguien capaz de sacar lo mejor de sí mismo en una situación tan extrema como en la que se hallaban. Se dirigiría a la máquina, qué demonios, y regresaría triunfante, para salvar a todos de una muerte anunciada. Eso haría, sí. ¡Los salvaría, maldita sea, aunque no lo merecieran! Se puso el sobretodo, se envolvió la cabeza en la pañoleta y, como una momia tratando de encontrar la salida de su pirámide, se encaminó a la armería dando tumbos.
Una vez allí, procedió a proveerse de todo el armamento que pudiera cargar. Se enganchó dos pistolas al cinto, y viendo que aún le sobraba espacio, sumó una tercera. Se colgó luego tres mosquetes al hombro, se cruzó sobre el pecho un par de machetes y remató el cuadro atiborrando los bolsillos del sobretodo de cartuchos de dinamita. Aunque los legendarios arpones le tentaron, los descartó por su peso y se conformó con lo que ya había logrado colgarse. Le pareció poco, pero se le antojó demasiado cuando intentó moverse. Tantas armas restaban naturalidad a su caminar, pero aun así no quiso deshacerse de ninguna, por mucho que el hocico de una de las pistolas que se arrebujaban en su cinturón se le clavara en el testículo derecho cada vez que daba un paso. Hizo caso omiso a aquel molesto aguijonazo y se dirigió dando bandazos hacia la escalera que conducía a una de las escotillas. Cruzó la cubierta en un bamboleo triste causado por el alcohol ingerido, pero también por el exceso de armamento que se había empeñado en transportar. Se sentía tan mareado que creyó que el marinero que montaba guardia en la popa era Carson. Pero eso era imposible, a menos que el pie se le hubiera descongelado milagrosamente, aunque por allí no abundaban los milagros porque aquel trozo de hielo escapaba de la jurisdicción del Creador. Sacudió la cabeza para apartar aquel ridículo pensamiento, y continuó avanzando trabajosamente, deteniéndose de vez en cuando para recoger un cartucho de dinamita que se le caía del bolsillo o para recolocarse alguna de las molestas pistolas. Finalmente, logró llegar a la rampa de nieve que los marineros usaban para descender del buque. Ahora se trataba de bajar con el mayor cuidado y… No lo logró: más que deslizarse por ella, fue arrastrado por el formidable peso de su equipo. Alcanzó el suelo medio estrangulado por los correajes de los mosquetes, que se le habían enredado a la espalda mientras rodaba por la rampa. Permaneció allí tirado unos minutos, contento de no haber muerto asfixiado de aquella tonta manera a las faldas del buque, e intentando recuperar el resuello. Cuando se consideró repuesto, se levantó con dificultad y puso rumbo hacia las montañas que se adivinaban en el horizonte, envueltas en jirones de niebla como un regalo a medio desempaquetar.
Le bastó con recorrer una veintena de metros para comprender que no tendría fuerzas suficientes para cargar con todo aquel arsenal hasta el lugar donde se había estrellado el artefacto volador, así que cuando una de las pistolas del cinto se le cayó por tercera vez, optó por dejarla allí tirada, como quien se libera de un lastre. Luego abandonó uno de los mosquetes, y así, deshojándose de armas, fue devorando metros, intentando no perder de vista las montañas, aunque aquello empezaba a resultarle cada vez más difícil, dado que la niebla iba espesándose minuto a minuto. Pronto, la maldita bruma las ocultó totalmente, y para desesperación de Reynolds, empezó a hacer lo mismo con el resto del mundo. En cierto momento, descubrió con perplejidad que era incapaz de ver nada a su alrededor. En su mente embotada por el brandy empezó a aletear la idea de que estaba llevando a cabo una empresa descabellada con escasas posibilidades de éxito. No solo había perdido de vista su meta, sino también el camino de vuelta al barco a causa de aquella bruma densísima. Con un gesto hastiado, arrojó al suelo el mosquete que le quedaba. Ya no tenía que seguir fingiéndose el héroe que no era. ¿Y ahora qué?, se preguntó. Ahora necesita pensar, calibrar su situación. No podía quedarse allí, en medio del hielo, expuesto a aquel frío atroz. Por desgracia, la razón era un pez que se le escurría de las manos cada vez que, desesperado, intentaba asirla. La cabeza le daba vueltas, los pensamientos se le enredaban. Y tuvo que rendirse a lo evidente: se encontraba en mitad de ninguna parte, demasiado borracho para pensar con claridad. Además, no debía de olvidarse del monstruo de las estrellas, que probablemente rondaba por allí; tal vez incluso estuviera acechándolo en aquel instante tras el cortinaje de la niebla, relamiéndose ante su desvalimiento. Saberse allí, a su merced, le hizo desempolvar el pavor que ya había sentido ante el cuerpo despedazado del doctor Walker. Cogió una de las pistolas que todavía llevaba al cinto y apuntó con ella a ciegas en todas direcciones. El monstruo podía abalanzarse sobre él desde cualquier parte, reconoció con espanto. Le pareció distinguir una sombra entre la niebla, pero no supo discernir si era real o si se trataba de un producto de su confusión. El miedo se hizo insoportable, su brazo empezó a temblar, y de pronto, se descubrió corriendo a través de la bruma. Corriendo sin saber por qué ni hacia dónde. Corriendo hacia un quinto punto cardinal que no señalaba ninguna brújula, sintiendo el aliento del monstruo en su nuca, consciente de que el pánico no le dejaría detenerse hasta que le fallasen las piernas.
Fue entonces cuando tropezó con algo y cayó de bruces sobre el hielo, golpeándose fuertemente el rostro. Medio atontado, se levantó y tanteó asustado entre la niebla, intentando averiguar con qué había tropezado. ¿Qué demonios podía haber allí, en mitad del hielo? Sus manos tocaron entonces una bota, que parecía surgir de la nieve como una grotesca seta. Aturdido, el explorador permaneció unos instantes con la bota entre sus manos, como calentándola, sin saber muy bien qué hacer. Entonces, lentamente, a medida que vencía su sorpresa, comenzó a escarbar en la nieve. Enseguida consiguió desenterrar la pantorrilla que iba unida a la bota, y tras algunos manotazos más, el muslo al que estaba engarzada la pantorrilla. Siguió escarbando, descubriendo poco a poco el cuerpo con el que había tropezado, que yacía bajo un metro de nieve. Hasta que de la blanca fosa surgió un rostro congestionado, difuminado todavía por una capa de hielo que lo cubría como el velo de una viuda. No sin cierta aprensión, Reynolds frotó el rostro con uno de sus guantes. Y desde la nieve y el más allá, el marinero Carson le dedicó la mirada atónita de quien recibe una visita inesperada. Reynolds abrió la boca, sin comprender del todo lo que estaba viendo. Reparó entonces en que el abdomen del marinero presentaba una herida atrozmente familiar: estaba abierto a zarpazos. Desconcertado, el explorador intentó entender qué demonios hacía allí Carson. Tal vez fuera él quien montaba guardia en la popa y, al verlo alejarse del barco en aquel estado de embriaguez Dios sabía hacia dónde, lo había seguido, con tal mala suerte que el monstruo lo había encontrado antes que a él…
Al comprender eso, Reynolds se levantó de un salto y espantado echó un vistazo a su alrededor. El demonio estaba allí, observándolo, ahora lo sabía. Podía sentirlo. Había destripado al pobre Carson, y era cuestión de tiempo que cayera sobre él con la intención de despedazarlo también, porque aquel era el proceder de la criatura, aquella era su manera de confraternizar con ellos. ¿Qué más pruebas necesitaba para aceptar que nada parecía garantizar que un ser superior tuviera que ofrecer dulzura y compasión a las pobres razas inferiores del cosmos? Azuzado por el pánico, Reynolds hizo lo único que podía hacer en aquella situación: echar a correr. Corrió en cualquier dirección. Corrió y corrió entre la niebla. Corrió como nunca había corrido en su vida. Corrió con la molesta sensación de no saber si estaba huyendo del monstruo o dirigiéndose hacia sus garras.