El mapa de la vida (37 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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Sayyid se sigue sintiendo desorientado pero por fin llega hasta el edificio con forma de popa de barco de la Fnac y entra precipitadamente, subiendo de dos en dos los escalones mecánicos, pero sin despertar sospechas. Por encima de todo tiene que evitar suspicacias o que lo graben las cámaras. Se refugia en la sección de música rock y se coloca unos auriculares en la cabeza como para escuchar un disco hasta que recupere su respiración habitual. Sin embargo, no aprieta ningún botón de la música. Se limita a pensar entretanto, disimuladamente.

Es donde quería ir desde el principio, pero con más calma. Es el lugar que había elegido. Su objetivo. Cuando explosione, será así, en ese lugar, de esa manera, escuchando tan sólo el acelerado ritmo de su corazón.

La gran librería comienza a llenarse de gente. Enfrente se encuentra también El Corte Inglés. Es perfecto, otro centro comercial repleto. Se incrementarían las víctimas, incluso podía tener la fortuna de que un edificio cayese sobre el otro y se derrumbasen juntos. Para averiguar las zonas idóneas da vueltas por todas las plantas y secciones, satisfecho por la elección, aunque no abandona su habitual frialdad dolida, en el fondo más de vengador que de profeta. Sube y baja, entra y sale varias veces del edificio; en una de ellas compra un libro para que no desconfíen, el primero que tiene a mano, una biografía de Cristóbal Colón. Cuando sale de nuevo a la calle Preciados, se dice: Es un buen sitio. Cien o ciento cincuenta muertos. Como un avión.

Pero finalmente no lo hará ahí. Tiene un mal presentimiento, o una premonición. Al salir de la Fnac, se ha ido directo hasta el escaparate de una sombrerería para tener una perspectiva mejor del edificio completo. Al darse la vuelta y alzar la vista, ve las dos pequeñas cúpulas con forma de minaretes de otro edificio al fondo, más alejado, que hace esquina entre la Gran Vía y la calle San Bernardo. Los signos son inquietantes para él. Cuando mira hacia los minaretes, Sayyid cree ver dibujada una gran sonrisa en el cielo, sólo la boca de una gran sonrisa. ¿Quién ríe?, se pregunta. Es una verdadera alucinación, porque esa sonrisa es la de su ídolo, el extremo izquierdo Safti.

Decide sumergirse en el Metro de Callao, no pensar más ni mirar más. Empieza a sentir el agobio de El Cairo, la gente muy junta por las calles, rozándose y robándose. Al ver aquellos minaretes y oír aquel ruido entre la mezcla de razas cree que está en su ciudad, en El Cairo, que nunca ha salido de ella, y por eso cree haber enloquecido. ¿Estoy loco?

Sayyid desaparece de la calle y no puede ver, como Gabriel ve, que, al mismo tiempo que él baja por la escalera de la estación, todos los televisores que hay en los escaparates de las tiendas comienzan a repetir la misma imagen, una y otra vez multiplicada. A la misma hora en punto en que Sayyid ya había decidido que su objetivo no será la librería, acababan de estallar en Londres cuatro bombas de triacetona triperóxida, tres en el Metro y una en un autobús. Ha habido cincuenta y seis muertos. Más tarde, en el instante en que el locutor de la televisión cuente luego ese balance mortal y explique que el material explosivo se conoce en el mundo como «la Madre de Satanás», Gabriel se dirá que esto no ha terminado, no ha terminado en absoluto, ni mucho menos.

TERCERA PARTE

 

GABRIEL

ESTARÉ AQUÍ SENTADO, UNA Y OTRA VEZ, DURANTE DÍAS Y DÍAS

GABRIEL. En el parque, al anochecer, hace ese frío inesperado de finales de agosto; se ha adelantado el cambio otoñal, los árboles empiezan a desprenderse poco a poco de las hojas pese a ser aún verano. Algunos mendigos, en especial los senegaleses, duermen sobre bancos con mantas que los cubren hasta más arriba de la cabeza. Apenas se mueven para no perder el poco calor; recuerdan a fardos de ropa abandonados allí o alfombras esperando al camión de la mudanza. Una mujer fea llamada Daniela, que lleva mitones y que suele estar a sol y a sombra con Ronie, el hombre rubio de la clepsidra en la mano y que la primera vez a Gabriel le pareció el líder, se sienta en uno de los dobles bancos enfrentados y alarga las piernas. Hay tres filas de dobles bancos puestos uno frente a otro, de las cuales dos están ocupadas por otros mendigos que también dormitan a esa hora de la noche. Las piernas de Daniela están algo sucias, con moratones y arañazos, pero son atractivas y carnosas; las cruza y comienza a pasarse una toalla húmeda. Es muy joven, quizá no llegue a los veinte años. A su espalda aparca una furgoneta en la acera de Marcenado que da al parque. Del asiento del copiloto baja Ronie; se dirige hasta la puerta trasera del vehículo y saca una maleta tan grande que le llega por encima de la cintura. Luego, la furgoneta parte de nuevo y desaparece por la calle Pradillo.

Gabriel sale en ese momento de la penumbra atravesando el pequeño promontorio de césped que hay nada más dejar atrás los estanques; la mujer, al verlo llegar, previene a Ronie con un chasquido habitual y un rumor de frase entre dientes; hay un código entre ellos. Ronie se presenta alzando la mano y le indica que puede sumarse a ellos, si lo desea. Ya ha visto a Gabriel otras veces por el parque, incluso se han intercambiado saludos tácitos en más de una ocasión, Ronie hasta le ha pedido algunas monedas que el otro le ha dado, no es del todo un extraño por allí. También le ha visto pasar algunas noches de agosto a la intemperie en el parque, cerca de la explanada del estanque grande. Desde entonces Ronie lo esperaba, sabía que acabarían hablando.

—Ayúdame con esto —le dice—. Pesa lo suyo.

Es realmente una maleta muy pesada. Le hace una señal para alejarse juntos de aquella especie de colonia donde los vagabundos han construido sus exiguas viviendas, aprovechando los bancos viejos que han podido distraer cuando la junta de distrito cambió el mobiliario urbano; se han hecho también con un buen acopio de cajas de cartón y tablas sueltas, han apañado alguna tienda de campaña abandonada y revestido todo con tela de saco hallada en la basura. Es un lugar camuflado y secreto.

Bordean el auditorio hasta donde está el monumento a Beethoven. Ronie halla el lugar que pretende; abre allí la gran maleta azul oscuro y Gabriel puede comprobar que está repleta de los objetos más dispares. Extrae algunos de los que acaba de encontrar en los contenedores, cuando sale del parque por las calles adyacentes en dirección a Arturo Soria, para verlos con mayor detenimiento: un juego portátil de
backgammon
, una gargantilla dorada, un disfraz de pantera, un reloj, una peluca de mujer, un diccionario de polaco-francés, un marco de foto, la tapadera de una olla, un cargador de móvil, una batidora, unos guantes blancos de músico de banda apenas usados, una agenda de teléfonos cuarteada. Todo eso se lo muestra a Gabriel. A veces también colecciona cosas extrañas que la gente abandona en el parque. Es el caso de la agenda. Alguien la tiraría por allí después de divorciarse, dice. Él piensa de pronto en la APP de Ada.

—¿Para qué conservas eso? —le pregunta con extrañeza mientras le iba mostrando el repertorio de objetos.

—¿El qué?

—Esa agenda de teléfonos de ahí, por la que parece que ha pasado una guerra. Nunca la usarás. No conoces a nadie de esa agenda.

—Tal vez algún día sí los conozca, quién sabe.

—¿Y qué les dirás? ¿Te harás el interesante?

—Les meteré miedo. Puedo llamar al azar a uno de esos números y decir: «Hola, soy yo, no me recuerdas pero yo sé quién eres tú, cómo te llamas y cuál es tu número de teléfono. Es una información suficiente.» Después, como tendrá curiosidad por conocerme a mí, quedaremos, y entonces, atemorizado, me lo contará todo de su vida. Pasará a ser un poco mi agenda.

Tiene en esa maleta gigantesca todo lo que necesita para salir corriendo, si las circunstancias lo requieren, solo o con Daniela, pero también guarda cosas absurdas que no serán más que lastre en caso de una urgencia. Acumula cosas que él cree revendibles; sin embargo, a Gabriel le parece que no sirven para nada, aunque Ronie lo hace sobre todo por poseer algo, lo que sea, con tal de sentirlas como suyas. Cuando está de buen humor enfatiza diciendo que son «sus pertenencias». Las esconde fuera del parque, en una casa de ladrillo abandonada de Reina Victoria. Gabriel comprende al punto de qué casa se trata: es la casa en la que ha visto a los inmigrantes ilegales escondidos, aquella casa fingida, estación de paso para ellos. Le dice que la conoce y que ha visto alguna vez salir de allí a varios mendigos, o en realidad siempre al mismo.

—No sería yo, ¿verdad? Voy de vez en cuando. Y más si hace frío, como ahora.

—No lo sé, tal vez lo fueras. Nunca me fijé muy bien en su cara. Aunque no creo, alguien me ha dicho que se parece a mí y tú no te pareces a mí.

—Ya. Suena interesante. Soy más rubio.

Entonces se aventura algo más, como si ensaya un golpe directo:

—¿Conoces lo que sucede en esa casa, con los ilegales o lo que sean?

—No —contesta Ronie demasiado secamente—. ¿Qué hay allí?

—Gente sin casa, como mendigos, vagabundos, pero sobre todo vi inmigrantes ilegales. Gente con problemas. Desesperada, creo yo.

—No, no conozco tal lugar.

—Unos quieren que lo denuncie, otros no.

—Pues no lo hagas.

—Lo pensaré. Oye, ¿no tienes nada de beber?

—Buscaremos algo. Lo otro, no lo pienses mucho. Déjalo estar.

Tal vez le esté mintiendo, o tal vez no. Gabriel está seguro de que sabe lo que ocurre en esa casa. Pero no está obligado a decirle la verdad. Le sonríe. Una sonrisa pálida, como pálidas se han vuelto sus caras por la luz amarillenta de las farolas de fuera del parque.

Entre todo lo que ve en el interior desordenado de aquella gran maleta, lo único que puede llevar el verdadero nombre de pertenencia es una docena de discos de vinilo de John Coltrane, Charles Mingus, Charlie Parker, Thelonius Monk, Lester Young, Billie Holiday, Dave Brubeck, Dexter Gordon y Miles Davis, que lo han seguido desde que es joven. El resto de las cosas tiene otro dueño que ya ha renunciado a ellas. Ronie, en cambio, no puede renunciar a sus discos. Son su vida. El nexo con la vida.

—Creo que mientras conserve esos discos, conservaré la dignidad. Luego, ya todo me dará igual.

—¿Por qué has ido por la maleta precisamente hoy? ¿Vas a vender los discos? Porque por todo lo demás no te darán ni un euro.

—Los discos son sagrados: no se venden ni aunque me muera. Pero algunas veces hago inventario —dice con sorna—. Me sobran muchas cosas, demasiadas. Ya veré si las vendo. Podría prescindir de toda esta basura menos de los discos.

—¿Hace mucho que no los escuchas? Ya no hay tocadiscos por ahí —dice, sin embargo Ronie saca uno de la maleta: no funciona.

—Sí, muchos años, tal vez veinte o más. Pero los oigo constantemente aquí, en la cabeza.

Parece libre de preocupaciones, ajeno a lo que le rodea, como si tuviera intermitentes y levísimas ausencias. Se define a sí mismo como un vengador de las cosas perdidas. Cuando termina de acomodar los nuevos objetos, mete la mano hasta el fondo. Busca algo que no encuentra. Al cabo de unos minutos, por fin da con ello. Es un
wakizashi
japonés con mango de nácar y marfil, una espada corta enfundada con las que antiguamente los samuráis practicaban el ritual del
seppuku
. Lo había robado. Es lo único que Ronie ha robado en toda su vida. Lo robó en el chalet de El Viso en el que entró una noche a altas horas, hace unos años, con la intención de comer algo; en ese momento, sus dueños dormían. Lo vio fijado a la pared. Sin duda, por la ubicación que le asignaron en la casa, sería valioso. No se lo pensó mucho. Lo descolgó y se lo llevó, así, sin más. Creyó que le darían mucho dinero por él, parecía muy antiguo. Pero luego decidió quedárselo. Sabe que algún día lo tendrá que utilizar. Las armas, si se conservan, acabarán cumpliendo con su función.

Saca el
wakizashi
y se lo mete a lo largo de la manga.

—¿Para qué lo quieres?

—¿Esto? Es por si hay que defenderse. Veo preocupada a Daniela, últimamente. Llámalo mi talismán. Prefiero tenerlo aquí.

—¿Lo has usado?

—¿Yo? Nunca, no jodas. Pero impresiona.

—¿Y matarías con él?

—Decía mi viejo que nadie sabe de lo que es capaz hasta que no se ve en medio de la batalla —dice Ronie—. ¿Lo sabes tú?

—No —responde—, no lo sé.

Cierra la maleta y vuelve a esconderla en la parte trasera del monumento a Beethoven, al borde de unas plantas que un letrerito identifica como majuelos y liquidámbares. Le dice que ha elegido ese sitio porque el monumento a Beethoven es un piano de piedra, y Ronie ha sido pianista de jazz en clubes nocturnos y en un barco-crucero que hacía la travesía por el Rhin de Coblenza a Colonia.

—Yo lo sabía todo sobre ese genio llamado Bud Powell —dice Ronie alzando la barbilla con un orgullo reminiscente—, cuyo repertorio
bebop
solía saquear, y no lo hacía nada mal. Yo no era de esos que aporrean los teclados. Yo era muy buen pianista. De los mejores. Amaba ese jazz, me volvía loco tocarlo. Dicen que los pianistas tocan en trance y es verdad. Yo tocaba en trance. Pero las jodidas parejas de jubilados y de recién casados de los países del este que iban en aquellos barcos horteras me pedían otras piezas, cosas cursis y canciones pasadas de moda. Me harté de darles lo que querían, a los muy cretinos, cuando exigían esos pasajes de películas dulzonas. Un asco.

Un mal paso con la cocaína lo arrojó al vacío exterior: llegó a la frontera y la cruzó. «Ahí cambió todo», dice. «El volumen del ruido del mundo se dispara hasta perforarte los tímpanos y ya no oyes nada más. Sólo percibes ese vacío de tipo colgado al que le va a estallar la cabeza a latigazos y que da lástima porque lo vende todo, incluidas las sonrisas de sus hijos. Empezó el tobogán de la interminable mierda.» A continuación vino una cadena sin fin de temporadas por pasillos de psiquiátricos, por pasillos de hogares de rehabilitación, por pasillos de calabozos de comisarías de una noche, para finalmente, sin más delito que purgar, acabar en el largo pasillo de la calle. «El tiempo, de golpe, deja de existir. No es que se pierda la noción del tiempo, es que, sencillamente, ya no existe el tiempo como tal: el sol llega, luego la luna, luego el sol otra vez, y luego la luna otra vez, luego el calor, luego el frío, estaciones, años, muertes, nacimientos. Y nada más. Lo puro animal vuelve a tener importancia y la urbanidad y los modales son recuerdos tan abstractos como la Primera Comunión.» Ronie lo abandonó todo pero antes su mundo, formado por una mujer y dos hijos pequeños, ya lo había abandonado a él. Cuando llegó a la calle, era un solitario sin más pasado que aquellos discos de vinilo. Ha olvidado hasta su firma.

Después de introducir la maleta en el hueco previsto, acompaña a Ronie hasta el gran abeto central. Mientras caminan le asalta el pensamiento de que tal vez Ronie esté involucrado con los de la casa del Metro, con los que se encargan del reparto. ¿Cuánto tiempo tienen allí a la gente escondida? Se le hace obvio que en esa maleta puede meter gente dentro, hacer el viaje desde Reina Victoria hasta aquel parque, u otro sitio. Es un buen sitio para ocultarse.

—En una maleta como ésa —dice Gabriel— cabría hasta una persona.

—¡Ya lo creo! Pero no te calientes los cascos. Una maleta es una maleta. No una casa. Ni un coche.

—¡Vamos, no me digas! Ahí se puede esconder a alguien, quiero decir en alguna ocasión determinada. Estoy seguro de ello.

—Puede ser —contesta Ronie—. Te diré con franqueza que en ésa mía ha venido un tipo de Mauritania mientras otro la arrastraba, literalmente. Iban turnándose los dos. Cada día lo pasaba uno dentro y el otro tiraba. Así llegaron muy lejos, hasta Francia. Allí ya los pillaron y abandonaron la maleta. No sé dónde la encontré ni quién la trajo. Me hice con ella y punto, sin más preguntas. Como con la espada corta japonesa. Pero ahora no meto a nadie en ella, no jodas.

—¿Nunca?

—No, nunca —Ronie mueve negativamente la cabeza mientras enciende un cigarrillo—. ¿A qué viene tanta pregunta?

—Por nada. Como es tan grande me figuré a gente metida dentro, pagando por horas como un servicio. Mira, pasaría por ser un buen refugio temporal, si la policía te busca o te buscan para hacerte un siete en la tripa. Podrías alquilar tu maleta a otros como escondite.

—¿A quién?

—Yo qué sé, a gente que necesite huir de la policía o de un mal ajuste de cuentas. Seguro que conoces situaciones de ésas mejor que yo. La gente que vi en la casa donde guardas tus cosas, por ejemplo.

—No lo he hecho nunca, pero es una idea. En esta vida hay que ponerse al día: todo el mundo cree que los pobres somos la cucaracha que va a destruir su casa entera, sin dejar ni el polvo de los escombros. Mejor aplastarla en cuanto veas una, dicen. Mi maleta podría ser una especie de «guardacucarachas», ¿no crees?

—Sí, eso creo, a eso me refería —masculla Gabriel.

—Voy a cobrar por usarla, te lo digo de verdad. A lo mejor es un buen negocio.

Ronie pronuncia las sílabas con un tono monótono, pero risueño, del que despuntan algunas notas más vivaces, como un profesor o un médico. Le gana el sueño; Daniela, la mujer de los mitones, lo está buscando para dormir a su lado, oye el chasquido de sus dedos. Entretanto, mira hacia la oscuridad que se cierne sobre el parque y capta sombras y bultos que se mueven unos metros, generando dudas. Como en ocasiones pasadas, cuando ha venido por el parque de noche a escondidas, del estanque circular pequeño le llega el chapoteo apagado de algunos habitantes de la colonia que a esa hora se lavan los brazos y los pies, o lavan sus ropas a oscuras. Aquella gente podría ser una verdadera familia, se dice.

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