El manuscrito de Avicena (20 page)

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Authors: Ezequiel Teodoro

BOOK: El manuscrito de Avicena
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El patrocinador del proyecto era un hombre enjuto, de rasgos cuadrados, una frente despejada y las sienes grises. Vestía impecablemente, siempre con una trasnochada pajarita y un monóculo en el bolsillo derecho de la chaqueta, parecía que acabara de abandonar precipitadamente una carrera en el hipódromo de Ascot.

—Señor, crea que nos sentimos desolados. Esta situación es deplorable; en mis largos años de profesión jamás he tenido que enfrentarme a unos hechos tan execrables.

—Ve al meollo, Charles, te lo ruego —cortó Hoyce impaciente.

—De acuerdo. Después de la conversación que mantuvimos por teléfono, le puedo decir que hay novedades. Las investigaciones nos han dirigido hacia una nueva hipótesis, señor: el asesinato, como ya suponíamos, lo cometió Silvia Costa, y el robo, a la luz de los nuevos indicios, también lo perpetró ella.

—¿Estáis seguros? —preguntó el patrocinador.

—Sin lugar a dudas.

El cuadro de Silvia desplegó una imagen tridimensional completamente distinta. Ya no aparecía el sistema 55 Cancri, ahora proyectaba en el aire a la familia Salvatierra—Costa al completo: era una vieja foto de cuando su hijo no había franqueado la adolescencia. Javier y el doctor se miraron extrañados.

En la pantalla parpadeaban diez o doce iconos. Uno de ellos atrajo inmediatamente su atención: en letras mayúsculas podía leerse
BÚSCAME SIMÓN.
Era un archivo avi, no había que ser muy listo para deducir que se trataba de un vídeo. Javier pulsó sobre el icono y se desplegó una ventana de proyección.

El rostro de Silvia aparecía apergaminado, el pelo sucio, los ojos hundidos, los labios resecos, la mirada huidiza, las manos frágiles y huesudas. Sólo hacía un año desde la última vez que se vieron y sin embargo su marido no la reconocía en esa tez marchita.

Javier lo sacó de sus ensoñaciones.

—Hay algo que no va bien. Habla pero no la oímos.

Javier trasteó en los controles digitales del vídeo. No adivinaba qué podía ocurrir hasta que descubrió que la pestaña del altavoz estaba silenciada para el modo salvapantallas. La desbloqueó.

—... es tan importante... No me iré por las ramas...

El agente detuvo la reproducción y la reinició.

—Hola Simón. Espero que seas tú quien haya descubierto el secreto del cuadro, pues en caso contrario estaría poniendo en peligro a mucha gente... En fin, no tengo forma de averiguarlo así que me arriesgaré... Si estás viendo esto es que me ha ocurrido algo... digamos trágico. Sabes que nunca me he asustado ante nada, y no lo iba a hacer ahora cuando lo que está en juego es tan importante... No me iré por las ramas, como sueles hacer tú —sonrió con complicidad y un brillo acuoso en la mirada—. Estoy trabajando en un proyecto de grandes proporciones: descifrar un manuscrito de la Edad Media con una fórmula que aún no sabemos muy bien cómo funciona, aunque sí creemos que podría suponer un cambio trascendental en la vida del hombre... Para que te hagas una idea, el manuscrito fue escrito por el médico con mayor intelecto que ha existido en la historia: Avicena, un persa que por lo que hemos podido averiguar dispuso de acceso a todo el conocimiento del mundo antiguo reunido en una biblioteca que, lamentablemente, poco después fue arrasada por un incendio de enorme magnitud. A pesar de que muchos otros científicos antes que yo, y yo misma durante el último año, nos hemos esforzado intensamente en el proyecto, no hemos conseguido desvelar el misterio. Y la causa es que sólo disponemos de una copia en mal estado.

—¡Una copia! —exclamó Javier sin poder contenerse.

—Aunque te extrañe —prosiguió la esposa del doctor Salvatierra en el vídeo—, no hemos conseguido el original, y eso ha frenado el curso de nuestra investigación, llevándonos continuamente a callejones sin salida. Desde el principio insistí en la necesidad de disponer del manuscrito original, pero he chocado con un muro imposible de derribar. No obstante, aquello acabó. Un profesor de Historia de Salamanca se puso en contacto conmigo hace unos días para informarme de una guía. Según me explicó, existe un libro escrito por un monje unos ciento cincuenta años después de la creación del manuscrito, se trata de una guía elaborada en el Monasterio de Silos, en Burgos. Ese códice contiene una serie de pistas para hallar el original de Avicena, si bien nadie sabía dónde se encontraba... —esperó unos segundos para continuar—hasta ahora. Sólo existía una minúscula referencia al mismo en otro libro cien años posterior, en un libro sobre leyendas de moros y cristianos en la España castellana.

Javier sacó la libreta y el bolígrafo.

—Este historiador conocía el paradero del libro—guía. Desgraciadamente —prosiguió—, tuve la indiscreción de contar con mi compañero, Brian..., alguna vez te he hablado de él. A él no le gustó nada la idea de investigar por nuestra cuenta, discutimos vivamente. Creí que su participación me podría ayudar, pero se negó en rotundo... En fin, esta noche lo volveré a intentar...

—¡Lo grabó el mismo día del asesinato! —advirtió el médico.

—Te preguntarás el por qué de este vídeo. Desde que hablé con Brian me he sentido vigilada. Sospecho de todo el mundo, aunque no he contado nada en el laboratorio. Temo por mí, las últimas noches apenas he dormido. Si me pasara algo..., si me pasara algo —su voz sonaba contenida y emotiva— tienes que buscar el libro... allí está la clave para encontrar el manuscrito. Nunca has estado en San Petersburgo pero siempre dijiste que lo primero que harías sería visitar...

—El Hermitage...

—... allí, frente a esa imagen tan especial, encontrarás la respuesta... Te quiero, Simón, siento terriblemente todo lo que ha pasado entre nosotros, debemos perdonarnos, no fue culpa nuestra... Adiós.

El vídeo se apagó y reapareció la imagen de la familia.

—No sabemos qué pasó aquella noche. Sin embargo, hay una cosa clara en todo esto: para encontrar a tu mujer, debemos localizar el libro.

Hoyce se sentía presionado. Veía peligrar su proyecto y, con ello, los privilegios de una casta hermética, la alta aristocracia británica, a la que había accedido tras años de trabajo rastrero, adulando, ofreciendo favores más o menos insanos, desviando la mirada en ocasiones y chantajeando a los más débiles las más de las veces. Él no había nacido en esa sociedad, su pasado, que intentó enterrar, se originaba en un burdel de la mano de un escarceo de una prostituta y un duque de bajas pasiones, el duque de York. Era un bastardo, aunque afortunadamente contó con el respaldo económico de su secreto progenitor. Penetrar en la nobleza inglesa supuso un triunfo considerable para alguien como él, que sólo pudo conseguir en base a una fortuna considerable, producto de la extorsión al mencionado duque y a sus artimañas en el manejo de los hombres.

Ahora estaba a punto de hundirse. Y no lo iba a permitir.

—¿Gabriel?

—Al habla.

—Acabo de recibir nueva información, fue la mujer.

—¿Está seguro, Mr. Hoyce?

—Completamente. Olvide a la hija de Anderson, él no le pudo entregar el manuscrito. No podemos permitirnos más errores.

—Lo haré inmediatamente aunque será difícil de explicar. Tenga en cuenta que hay un inspector de policía de por medio y que...

—Haga lo que tengas que hacer —cortó.

—Como ordene.

Hoyce colgó al director del MI6. No quería saber nada acerca de las acciones que emprendería. Cuánta menos información poseyera, mejor. Siempre podría decir que actuaron por su cuenta, pensó cínicamente.

Azîm el Harrak estaba de mal humor aquella mañana. Hacía dos años que el peso de las operaciones de Al Qaeda residía en sus hombros, tal vez en el momento más importante de la organización desde su fundación; para él había supuesto un enorme esfuerzo ampliar sus fronteras con el objetivo de que dejara de ser únicamente un nido de terroristas y se convirtiera en lo que hoy era: la asociación criminal organizada más importante del planeta, con actividades delictivas que iban desde la extorsión al juego, la prostitución, las drogas, el blanqueo y el terrorismo. Desde que El Harrak se hiciera con el liderazgo mucho habían cambiado las cosas en la forma de proceder de la organización, a los cristianos había que destruirlos en todos los campos, con la violencia física pero también con la violencia económica, usando la educación y además la desinformación, corroyendo la moralidad occidental y demoliendo su sociedad.

Ahora Al Qaeda poseía bancos, hospitales, universidades, prostíbulos, laboratorios de cocaína y heroína, fábricas de alcohol y un largo etcétera de empresas. Sólo necesitaban, pensaba El Harrak, ganar una última batalla para aniquilar para siempre a los infieles. Lamentablemente, vencer en esa batalla les estaba costando más tiempo del que previeron en un principio al no haber conseguido todavía dar con el manuscrito.

Desde su oficina en Nueva York, contemplaba la Quinta Avenida atestada de coches. En ese momento sonó su móvil. Echó un vistazo al número en la pantalla, puso el aparato sobre la mesa, pulsó el botón del modo audio y encendió un dispositivo que encriptaría la conversación.

—Al habla El Harrak. Hace horas que esperaba tu llamada.

—Me ha sido imposible ponerme en contacto. Hay mucha vigilancia desde el asesinato —respondió una voz aguda al otro lado del teléfono.

—No estás cumpliendo con lo pactado y sabes que podría salirte muy caro. No estamos jugando.

—Señor, estoy haciendo todo lo posible. Desde el asesinato del doctor Anderson he ido con mucho cuidado para no despertar sospechas, aunque tengo que reconocer que estoy muerto de miedo.

El Harrak sentía crecer la ira en su interior.

—¡Maldito perro infiel! Sois todos unos cobardes. Con tus temores estás poniendo en peligro la operación en un momento muy delicado.

—Le aseguro que todo va camino de solucionarse. He podido averiguar que la doctora fue quien robó el documento, ella ha desaparecido pero tengo una pista de dónde podría hallarse. Si me envía a uno o dos de sus hombres, la encontraremos en pocas horas.

El líder de Al Qaeda se tomó su tiempo para responder. Le gustaba la presión que ejercía el silencio, hacía más vulnerables a quienes pretendía manejar a su antojo. En una sociedad ruidosa como la del siglo XXI la mayoría no podía soportar la ausencia de comunicación, de una voz que dijera cualquier cosa, aunque fuera desagradable. En estos casos la imaginación se había convertido en su mejor aliado.

—¿Señor? ¿Señor?

—De acuerdo. Esta noche sal de los laboratorios y acude a donde siempre, allí te estarán esperando dos hombres.

—Gracias. Hay algo más.

—Habla —ordenó.

—Tengo la impresión de que la mujer podría poseer algo más.

—¿El original? —Los ojos del líder de la organización terrorista brillaron por un momento.

—Tal vez...

—Encuéntrala y nosotros sabremos cómo sacarle la información.

—Así se hará. Gracias señor por...

—No quiero más equivocaciones —cortó—o por Alá que serás tú quien lamente haber oído mi nombre alguna vez.

Su interlocutor colgó sin responder. El Harrak estaba seguro de que sus últimas palabras habían causado el efecto deseado en la mente del cristiano que trabajaba para él desde hace unos meses.

El dinero y el juego son una mala combinación para los occidentales, se dijo mientras su boca se abría en una mueca que pretendía ser una sonrisa.

Capítulo VI

1037 de la Era Cristiana... 428 de la Hégira...

Ibn Sina usaba el cálamo con parsimonia, apenas rozando el papel de seda. La mañana todavía alboreaba aunque el calor opresivo ya humedecía axilas y frente, lo que le obligaba a detener su labor de tanto en tanto para enjugarse el sudor y limpiar las lentes que utilizaba desde hace una década. La ventura le condujo en medio del zoco de Gurgandj hasta un mercader del imperio amarillo que dominaba el arte de la óptica. A sus cincuenta y siete años, enjuto, con los rasgos marcados, los dedos delicados, los ojos hundidos, la piel renegrida, constituía la imagen devaluada del médico que fue en un tiempo. Su paso por cárceles inmundas, los exilios voluntarios para huir de quienes pretendían esclavizar su ciencia, las horas de trabajo entre pacientes de toda procedencia y las noches en vela dedicadas al estudio le habían trocado en un despojo cansado.

Se levantó con dificultad. Llegaba ya la hora de la visita de su ayudante y había que adecentar la tienda, pero antes pareció que algo le venía a la memoria y se sentó de nuevo, cogió el cálamo y escribió:
El humo nubló mi vista. Los libros tantas veces acariciados se perdieron irremediablemente en una orgía de lenguas devoradoras que lamían las paredes de la hermosa biblioteca.

—Feliz despertar, maestro. ¿Has descansado? El médico se giró.

—Ah, mi buen Abú, hoy te has adelantado. Aquí me encuentras, peleando con mi gastada memoria.

Como todas las mañanas, apenas traspasado el alba Abú Obeid

El-Jozjani acudía a administrarle el tratamiento prescrito para combatir los dolores abdominales que sufría desde poco después que iniciaran viaje por el desierto con las tropas del emir de Isfahán, Alá ElDawla.

—¿Cómo te sientes hoy?

—Mi querido Abú, mi cuerpo ha podido descansar, sin embargo mi mente revolotea por todos los rincones. Apenas puedo ahogar los suspiros de un pasado que no me es grato traer al presente, como bien sabes, hijo —respondió haciendo ademán de incorporarse.

—No, maestro. No te levantes —le advirtió El-Jozjani mientras sacaba de su bolsa varios frascos de arcilla y los ponía sobre una mesita de bambú—. Lo que sufres es sólo producto de las malas digestiones. Si a Alá le place, en unos días estarás completamente restablecido y volveremos a marchar junto a los soldados de nuestro amado príncipe camino de Hamadhán.

Ibn Sina asintió con despreocupación. El-Jozjani echó un rápido vistazo a la tienda, cargada de cachivaches y cojines por todas partes, y sonrió.

—No he conseguido entender nunca este desorden eterno de tu tienda —le soltó—. Bueno, es la hora de la lavativa —agregó antes de que el maestro le replicara—. Si Alá lo permite, tu cuerpo habrá sanado pronto, y bueno será que así ocurra pues he podido saber, gracias a los lenguaraces guardias, que a dos jornadas de aquí ha acampado una horda de soldados kurdos de Mahmud El-Gaznawí. Probablemente levantemos el campamento en dos días.

Ibn Sina regresó a sus papeles sin prestar oídos a las confidencias de su ayudante.

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