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Authors: Michael Scott

Tags: #fantasía

El Mago (41 page)

BOOK: El Mago
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La Dísir vaciló, meciéndose sobre el borde del muro

—Imposible. Somos invencibles.

—Todo el mundo puede ser derrotado.

La hoja plana de la espada de Juana golpeó el casco de la Dísir, dejándola así completamente aturdida. Entones Juana empujó con el hombro a la guerrera, que seguía meciéndose en el borde del muro, y la envió directamente al Sena.

—Sólo las ideas son inmortales —susurró.

Todavía empuñando los restos de su espada, la Valkiria desapareció entre las turbias aguas del río, pero un instante antes, al caerse sobre el Sena, salpicó a Scathach de los pies a la cabeza.

Sophie estaba perpleja. Su magia no había funcionado contra Nidhogg... entonces, ¿Josh cómo había...? El no tenía poderes.

Era la espada: él tenía la espada.

Sophie arrebató a Clarent de la mano de Flamel. De forma inmediata, su aura cobró vida, crepitando y resplandeciendo una luz plateada alrededor de su cuerpo. Sintió una oleada de emociones, un embrollo de pensamientos, de ideas desagradables, de conceptos oscuros. Eran los recuerdos y emociones de los hombres y mujeres que habían empuñado esa espada a lo largo de los siglos. Indignada, la joven estuvo a punto de lanzar el arma, pero sabía que, probablemente, era la única oportunidad para Scathach. La cola de Nidhogg presentaba una herida, así que Josh debía haber hundido ahí la espada. Pero ella había visto con sus propios ojos cómo el Alquimista había arremetido con Clarent sin obtener resultados.

A menos que...

Corriendo hacia el monstruo, Sophie clavó la punta de la espada en su hombro.

El efecto fue inmediato. Unas llamas rojizas y negruzcas ardieron en el interior del corte que había provocado la espada y, casi de forma instantánea, la piel de la bestia empezó a endurecerse. Fi aura de Sophie destellaba ahora con más intensidad y, de repente, su cerebro se llenó de visiones imposibles y recuerdos increíbles. Entonces su aura se sobrecargó, parpadeó antes de explotar y lanzó a la joven por los aires. Sophie intentó gritar antes de colisionar directamente con el techo de lona del Citroën de Juana. Las costuras que lo mantenían sujeto a la estructura del vehículo se descosieron rápidamente, de forma que el cuerpo de Sophie acabó recostado en el asiento del copiloto.

Nidhogg empezó a tener espasmos y, a medida que su piel se endurecía, abrió las garras.

Juana de Arco se inmiscuyó entre las patas del monstruo, agarró a Scatty por la cintura y la liberó, ignorando que los pies de la criatura estaban a tan sólo unos centímetros de su cabeza.

Nidhogg bramó; un sonido que encendió todas las alarmas de seguridad de los hogares parisinos. Todas las alarmas de los coches ubicados en el aparcamiento empezaron a sonar estrepitosamente. La bestia intentó girar la cabeza para seguir los pasos de Juana, pero su ancestral piel se estaba empezando a solidificar, convirtiéndose así en piedra negra. Abrió la boca y mostró sus dientes afilados y puntiagudos.

De repente, una parte del muelle empezó a agrietarse; las rocas que sujetaban el peso de la criatura empezaron a romperse hasta convertirse en polvo. Nidhogg inclinó la cabeza ligeramente hacia delante y colisionó directamente con el barco turístico, partiéndolo por la mitad. El monstruo desapareció entre las aguas del Sena en una descomunal explosión de agua que produjo unas olas jamás vistas en el río parisino.

Tendida sobre el muelle, muy cerca de la orilla, y empapada de la cabeza a los pies, Scathach se despertó.

—Hacía siglos que no me sentía tan mal —murmuró mientras intentaba incorporarse sin conseguirlo. Juana la ayudó a adoptar una postura más cómoda y la sujetó para que no se cayera. Instantes después, la Guerrera continuó—: Lo último que recuerdo... Nidhogg... Josh.

—Él intentó salvarte —dijo Flamel mientras se acerraba a las dos guerreras cojeando y con un aspecto débil—. Apuñaló a Nidhogg, le mantuvo ocupado hasta que nosotros conseguimos llegar hasta aquí. Después Juana luchó contra la Dísir por ti.

—Todos luchamos por ti —añadió Juana. Entonces rodeó con el brazo a Sophie.

La joven se las había arreglado para salir del abollado y destrozado coche. Estaba herida y magullada y tenía un arañazo que le recorría el antebrazo. Sin embargo, había salido ilesa.

—Finalmente Sophie venció a Nidhogg.

La Guerrera, poco a poco, se puso en pie. Empezó a girar la cabeza hacia un lado y otro, intentando destensar los músculos del cuello.

—¿Y Josh? —preguntó mientras buscaba a su alrededor. Con una mirada de preocupación y alarma, añadió—: ¿Dónde está Josh ?

—Está con Dee y Maquiavelo —explicó Flamel, que tenía la tez grisácea por el cansancio—. No sabemos muy bien por qué.

—Ahora debemos ir por ellos —dijo enseguida Sophie.

—El coche patrulla que conducen no está en sus mejores condiciones, no habrán ido muy lejos —comentó Flamel. Desvió la mirada hacia el Citroën y agregó—: Mucho

me temo que el tuyo tampoco está en sus mejores condiciones.

—Y me encantaba ese coche... —murmuró Juana.

—Salgamos de aquí —dijo Scathach en tono decidido—. La policía inundará este lugar de un momento a otro.

Y entonces, cual tiburón emergiendo de entre las olas, Dagon surgió del río Sena. Alzándose sobre las aguas, con un aspecto semejante al de un pez, abrió las branquias, envolvió a Scathach entre sus garras y la arrastró hacia el río con él.

—Finalmente, Sombra. Finalmente.

Ambos desaparecieron en el agua sin apenas salpicar.

42

erenelle siguió al fantasma de Alcatraz, que la condujo a través de las mazmorras laberínticas y en ruinas de la famosa cárcel. Intentó adaptar la mirada a la sombría oscuridad de la prisión, agachándose para no golpearse con vigas caídas y manteniéndose constantemente alerta por si aquellas criaturas se despertaban. No creía que la esfinge se atreviera a aventurarse por esos rincones de Alcatraz, pues, a pesar de su apariencia aterradora, las esfinges eran criaturas cobardes, temerosas de la oscuridad. Sin embargo, la mayoría de los seres que había vislumbrado en el interior de los calabozos eran criaturas nocturnas.

La entrada al túnel se hallaba justo debajo de la torre que, antaño, había contenido el suministro de agua potable de toda la isla. Su estructura metálica estaba oxidada, carcomida por la sal marina. De ella, caían gotas de ácido que se acumulaban formando diminutos charcos. No obstante, el suelo de la torre era suntuoso, exuberante, repleto de plantas que se alimentaban de esa misma agua.

De Ayala señaló un claro irregular cercano a una de las patas metálicas del suministrador.

—Encontrarás un pozo que conduce directamente hacia el túnel. Existe otra entrada al túnel excavada en el acantilado —dijo—, pero sólo se puede acceder en barco y si la marea está baja. Así encarceló Dee a su prisionero en esta isla. No tiene la menor idea de esta entrada.

Perenelle encontró una barra de metal oxidado y la utilizó para apartar la suciedad, destapando así el hormigón roto y agrietado que se escondía debajo. Utilizando el borde de la barra metálica, empezó a excavar la inmundicia. La Hechicera seguía alzando la vista, intentando estimar lo cerca que estaban los pájaros de la isla. Sin embargo, el viento soplaba con tal fuerza sobre aquellas torres, colándose por las estructuras metálicas de agua, que le resultaba prácticamente imposible distinguir otros ruidos. La niebla que cubría la ciudad de San Francisco y el puente Golden Gate había alcanzado la isla, envolviendo la cárcel en una nube marina que humedeció todas las superficies de Alcatraz.

Cuando al fin apartó toda la inmundicia, De Ayala se deslizó hacia un punto determinado.

—Justo ahí—susurró en el oído a Perenelle—. Los prisioneros descubrieron la existencia de un túnel y se las arreglaron para cavar un hueco hacia él. Sabían que décadas de este constante goteo de la torre habrían ablandado el suelo e incluso habrían devorado muchas piedras. Pero cuando finalmente llegaron al túnel, la marea estaba alta, de forma que se inundó. Abandonaron sus esfuerzos —explicó. Después esbozó una sonrisa enorme—. Tendrían que haber esperado a que bajara la marea.

Perenelle siguió raspando el suelo, destapando la piedra rota que seguía escondida debajo. Atascó la barra metálica bajo el borde de un bloque y presionó con fuerza. La piedra ni siquiera se movió un ápice. Volvió a empujar con ambas manos y, al ver que seguía sin funcionar, levantó una piedra y la golpeó con la barra de metal: el tintineo retumbó por toda la isla, tocando como una campana.

—Oh, esto es imposible —murmuró. Se resistía a hacer uso de sus poderes, pues tal acción indicaría su ubicación a la esfinge, pero no le quedaba otra opción. Ahuecando la palma de su mano derecha, Perenelle permitió que su aura se concentrara en el ángulo cóncavo que había formado. Después, con sumo cuidado, posó la mano sobre la piedra, giró la mano y dejó que su energía vertiera de su palma sobre el granito. Una masa grumosa de roca líquida se desprendió y desapareció entre las sombras.

—Llevo muerto mucho tiempo; pensé que había visto maravillas, pero jamás había contemplado algo así—dijo De Ayala completamente asombrado.

—Un mago escita me enseñó este hechizo a cambio de salvarle la vida. En realidad, es bastante sencillo —admitió. Se inclinó hacia el agujero pero enseguida se echó hacia atrás con los ojos húmedos y añadió—: Oh, dios mío, ¡apesta!

El fantasma de Juan Manuel de Ayala planeó directamente sobre el agujero. Se dio la vuelta y sonrió, mostrando así, una vez más, su perfecta dentadura.

—Yo no huelo nada.

—Créeme; alégrate de no olerlo —murmuró Perenelle mientras sacudía la cabeza; los fantasmas solían tener un sentido del humor muy peculiar. El túnel apestaba a pescado podrido y a algas marinas, a ave rancia y a excrementos de murciélagos, a pulpa de madera y a metal oxidado. Sin embargo, también se distinguía otro hedor, más

intenso y acre, casi como el vinagre. Perenelle se agachó, rasgó un pedazo de su vestido y se lo llevó a la nariz a modo de máscara.

—Hay una escalera, si es que se puede denominar así —informó De Ayala—. Pero ten cuidado, estoy seguro de que está oxidada —comentó. Después miró hacia arriba repentinamente y continuó—: Los pájaros han llegado al extremo sur de la isla. Pero hay algo más. Algo maligno. Puedo sentirlo.

—Morrigan —anunció Perenelle.

La Hechicera se inclinó hacia el agujero y chasqueó los dedos. Una delicada pluma de luz blanca emergió de entre sus dedos, deslizándose hacia el agujero y desapareciendo en la oscuridad. A su paso, dejó una estela parpadeante nívea por las mugrientas paredes. Aquella pluma había iluminado la angosta escalera, que, al final, resultó ser una serie de clavos colocados en ángulos diferentes en la pared. Los clavos, de poco más de diez centímetros, estaban cubiertos por una gruesa capa de humedad y óxido. Se agachó, agarró un clavo y tiró con fuerza para comprobar su firmeza. Al parecer, era bastante sólido.

Perenelle se dio media vuelta y deslizó una pierna por la apertura. Apoyó el pie sobre uno de los clavos y, de forma inmediata, se resbaló. Retirando la pierna del agujero, se quitó los zapatos planos y se los ató al cinturón. Desde ahí percibía el aleteo de los pájaros. Debían de ser miles, quizá decenas de miles. Y todos ellos se estaban aproximando. Sabía que su pequeño gasto de energía para derretir la piedra e iluminar el interior del túnel habría revelado a Morrigan su posición. En pocos instantes los pájaros llegarían...

Perenelle introdujo una vez más la pierna en el agujero y rozó el clavo con su pie descalzo. Estaba frío y viscoso, pero al menos podía sujetarse con más firmeza. Agarrándose a la hierba, descendió mientras con el otro pie se apoyaba en otro clavo. Bajó otro escalón, sujetándose con la mano izquierda en otro clavo. Perenelle gesticuló una mueca de dolor. Era una sensación nauseabunda y asquerosa. Y entonces no pudo evitar esbozar una tierna sonrisa; cuánto había cambiado. Cuando era niña y, por aquel entonces, vivía en Quimper, en Francia, chapoteaba por los lagos, pescando mariscos con la mano y comiéndoselos crudos. Había merodeado descalza por calles cubiertas de mugre y barro que cubrían hasta el tobillo.

Analizando el clavo antes de seguir descendiendo, Perenelle logró introducirse por completo en el agujero. Llegada a cierto punto, un clavo se desprendió bajo sus pies y se perdió tintineando por la oscuridad. Parecía que jamás iba a tocar el suelo. Se recostó sobre aquella pared mugrienta y su vestido veraniego de tela fina se empapó. Sujetándose de forma desesperada, agarró otro clavo. Sintió cómo se le resbalaba entre las manos y, durante un segundo, pensó que iba a escurrirse de la pared. Pero logró agarrarse.

—Por los pelos. Creí que estabas a punto de entrar en mi mundo —dijo el fantasma De Ayala, materializándose entre la oscuridad justo ante su rostro.

—No soy tan fácil de matar —respondió Perenelle sin parar de descender por aquella extraña escalinata—. Aunque sería irónico si, después de haber sobrevivido durante décadas a los ataques de Dee y sus Oscuros Inmemoriales, pereciera en una caída —explicó. Contempló la silueta vaga del rostro que aparecía ante ella y añadió—: ¿Qué está sucediendo ahí arriba?

Levantó ligeramente la cabeza en dirección a la boca del agujero, visible por los zarcillos de neblina gris que se inmiscuían por él.

—La isla está cubierta de pájaros —respondió De Ayala—. Quizá haya un centenar de miles; están posados sobre todas las superficies de la isla. La Diosa Cuervo se ha dirigido hacia el corazón de la prisión; sin duda, está buscando a la esfinge.

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