El maestro y Margarita (5 page)

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Authors: Mijaíl Bulgákov

BOOK: El maestro y Margarita
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El procurador le preguntó dónde se encontraba en aquel momento la cohorte de Sebástica. El legado comunicó que la cohorte había cercado la plaza delante del hipódromo, donde sería anunciada al pueblo la sentencia de los delincuentes.

El procurador dispuso que el legado destacara dos centurias de la cohorte romana. Una de ellas, dirigida por Matarratas, tendría que escoltar a los condenados, los carros con los utensilios para la ejecución y a los verdugos, en el viaje al monte Calvario, y una vez allí entrar en el cerco de arriba. Otra cohorte tenía que ser enviada inmediatamente al Calvario y formar el cerco. Con el mismo objeto, es decir, para guardar el monte, el procurador pidió al legado que destacase un regimiento de caballería auxiliar: el ala siria.

Cuando el legado abandonó el balcón, el procurador ordenó al secretario que invitara al palacio al presidente del Sanedrín, a dos miembros del mismo y al jefe del servicio del templo de Jershalaím, pero añadió que le gustaría que la entrevista con ellos fuera concertada de tal manera que previamente tuviera la posibilidad de hablar a solas con el presidente.

La orden del procurador fue cumplida con rapidez y precisión, y el sol, que aquellos días abrasaba Jershalaím con un furor especial, no había llegado aún a su punto más alto, cuando en la terraza superior del jardín, entre dos elefantes de mármol blanco que guardaban la escalera, se encontraron el procurador y el que desempeñaba el cargo de presidente del Sanedrín, el gran sacerdote de Judea José Caifás.

El jardín estaba en silencio. Pero al salir de la columnata a la soleada glorieta superior entre las palmeras —monstruosas patas de elefante—, el procurador vio todo el panorama del tan odiado Jershalaím: sus puentes colgantes, fortalezas y, lo más importante, un montón de mármol, imposible de describir, cubierto de escamas doradas de dragón en lugar de tejado —el templo de Jershalaím—. El procurador pudo percibir con su fino oído muy lejos, allí abajo, donde una muralla de piedra separaba las terrazas inferiores del jardín de la plaza de la ciudad, un murmullo sordo, sobre el que de vez en cuando se alzaban gritos o gemidos agudos.

El procurador comprendió que allá en la plaza se había reunido una enorme multitud, alborotada por las últimas revueltas de Jershalaím, que esperaba con impaciencia el veredicto. Los gritos provenían de los desasosegados vendedores de agua.

El procurador empezó por invitar al gran sacerdote al balcón, para resguardarse del calor implacable, pero Caifás se excusó con delicadeza, explicando que no podía hacerlo en vísperas de la fiesta. Pilatos cubrió su escasa cabellera con un capuchón e inició la conversación, que transcurrió en griego.

Pilatos dijo que había estudiado el caso de Joshuá Ga-Nozri y que aprobaba la sentencia de muerte.

Tres delincuentes estaban sentenciados a muerte y debían ser ejecutados en este mismo día: Dismás, Gestas y Bar-Rabbán, y además ese Joshuá Ga-Nozri. Los dos primeros intentaron incitar al pueblo a un levantamiento contra el César, habían sido prendidos por los soldados romanos y eran de la incumbencia del procurador; por consiguiente, no había lugar a discusión. Los dos últimos, Bar-Rabbán y Ga-Nozri, habían sido detenidos por las fuerzas locales y condenados por el Sanedrín. De acuerdo con la ley y de acuerdo con la costumbre, uno de estos dos delincuentes tenía que ser liberado en honor a la gran fiesta de Pascua que empezaba aquel día. Por eso el procurador deseaba saber a quién de los dos delincuentes quería dejar en libertad el Sanedrín, a Bar-Rabbán o a Ga-Nozri. Caifás inclinó la cabeza indicando que la pregunta había sido comprendida, y contestó:

—El Sanedrín pide que se libere a Bar-Rabbán.

El procurador sabía perfectamente cuál iba a ser la respuesta del gran sacerdote, pero quería dar a entender que aquella contestación provocaba su asombro.

Lo hizo con mucho arte. Se arquearon las cejas en su cara arrogante, y el procurador, en actitud muy sorprendida, clavó la mirada en los ojos del gran sacerdote.

—Reconozco que esta respuesta me sorprende —dijo el procurador suavemente—. Me temo que debe de haber algún malentendido.

Pilatos se explicó. El gobierno romano no atentaba en modo alguno contra el poder sacerdotal del país, el gran sacerdote tenía que saberlo perfectamente, pero en este caso era evidente que había una equivocación.

Realmente, los delitos de Bar-Rabbán y Ga-Nozri eran incomparables por su gravedad. Si el segundo, cuya debilidad mental saltaba a la vista, era culpable de haber pronunciado discursos absurdos en Jershalaím y algunos otros lugares, el primero era mucho más responsable. No sólo se había permitido hacer llamamientos directos a una sublevación, sino que también había matado a un guardia mientras intentaban prenderle. Bar-Rabbán representaba un peligro mucho mayor que el que pudiera representar Ga-Nozri.

En virtud de todo lo dicho, el procurador pedía al gran sacerdote que revisara la decisión y dejara en libertad a aquel de los dos condenados que representara menos peligro, y éste era, sin duda alguna, Ga-Nozri.

Caifás dijo en voz baja y firme que el Sanedrín había estudiado el caso con mucho detenimiento y que comunicaba por segunda vez que quería la libertad de Bar-Rabbán.

—¿Pero cómo? ¿También después de mi gestión? ¿De la gestión del que representa al gobierno romano? Gran sacerdote, repítelo por tercera vez.

—Comunico por tercera vez que dejamos en libertad a Bar-Rabbán —dijo Caifás en voz baja.

Todo había terminado y no valía la pena seguir discutiendo. Ga-Nozri se iba para siempre y nadie podría calmar los horribles dolores del procurador, la única salvación era la muerte. Pero esta idea no fue lo que le sorprendió. Aquella angustia inexplicable que le invadiera cuando estaba en el balcón se había apoderado ahora de todo su ser. Intentó buscar una explicación y la que encontró fue bastante extraña. Tuvo la vaga sensación de que su conversación con el condenado quedó sin terminar, o que no le había escuchado hasta el final.

Pilatos desechó este pensamiento, que desapareció tan repentinamente como había surgido. Se fue, y su angustia quedó sin explicar, porque tampoco la explicaba la idea que relampagueó en su cerebro. «La inmortalidad..., ha llegado la inmortalidad...» ¿Quién iba a ser inmortal? El procurador no pudo comprenderlo, pero la idea de la misteriosa inmortalidad le hizo sentir frío en medio de aquel sol agobiante.

—Bien —dijo Pilatos—; así sea.

Entonces se volvió, abarcó con la mirada el mundo que veía y se sorprendió del cambio que había sufrido. Desapareció la mata cubierta de rosas, desaparecieron los cipreses que bordeaban la terraza superior, también el granate y una estatua blanca en medio del verde. En su lugar flotó una nube purpúrea, con algas que oscilaban y que empezaron a moverse hacia un lado, y con ellas se movió Pilatos. Ahora se le llevaba, asfixiándole y abrasándole, la ira más terrible, la ira de la impotencia.

—Me ahogo —pronunció Pilatos—. ¡Me ahogo!

Con una mano, fría y húmeda, tiró del broche del manto y éste cayó sobre la arena.

—Se nota mucho bochorno, hay tormenta en algún sitio —contestó Caifás, sin apartar los ojos del rostro enrojecido del procurador, temiendo lo que estaba por llegar. «¡Qué terrible es el mes Nisán este año!»

—No —dijo Pilatos—, no es por el bochorno; me asfixio por estar junto a ti, Caifás —y añadió con una sonrisa, entornando los ojos—: Cuídate bien, gran sacerdote.

Brillaron los ojos oscuros del gran sacerdote y su cara expresó asombro con no menos habilidad que el procurador.

—¿Qué estoy oyendo, procurador? —dijo Caifás digno y tranquilo—. ¿Me amenazas después de una sentencia aprobada por ti mismo? ¿Será posible? Estamos acostumbrados a que el procurador romano escoja las palabras antes de pronunciarlas. ¿No nos estará escuchando alguien, hegémono? Pilatos miró con ojos muertos al gran sacerdote y enseñó los dientes, esbozando una sonrisa.

—¡Qué cosas dices, gran sacerdote! ¿Quién nos puede oír aquí? ¿Es que me parezco al joven vagabundo alienado que hoy van a ejecutar? ¿Crees que soy un chiquillo? Sé muy bien lo que digo y dónde. Está cercado el jardín, está cercado el palacio, ni un ratón puede penetrar por una rendija. No sólo un ratón, sino ése... ¿cómo se llama?... de la ciudad de Kerioth. Pues si... si penetrara aquí lo sentiría con toda su alma, ¿me crees, Caifás? Pues acuérdate, gran sacerdote, ¡desde este momento no tendrás ni un minuto de paz! Ni tú ni tu pueblo —y Pilatos señaló hacia la derecha, donde a lo lejos, en lo alto, ardía el templo—. ¡Te lo digo yo, Poncio Pilatos, jinete lanza de oro!

—¡Lo sé, lo sé! —respondió intrépido Caifás, y sus ojos brillaron. Alzó las manos hacia el cielo, y siguió—: El pueblo de Judea sabe que tú le odias ferozmente y que le harás mucho mal, ¡pero no podrás ahogarlo! ¡Dios le guardará! ¡Ya nos oirá el César omnipotente y nos salvará del funesto Pilatos!

—¡Oh, no! —exclamó Pilatos, y cada palabra le hacía sentirse más aliviado: ya no tenía que fingir, no tenía que medir las palabras—. ¡Te has quejado al César de mí demasiadas veces, Caifás, y ha llegado mi hora! Ahora mandaré la noticia y no a Antioquía, ni a Roma, sino directamente a Caprea, al mismo emperador, la noticia de que en Jershalaím guardáis de la muerte a los más grandes rebeldes. Y no será con agua del lago de Salomón, como quería hacer para vuestro bien, con lo que saciaré la sed de Jershalaím. ¡No! ¡No será con agua! ¡Acuérdate de cómo por vuestra culpa tuve que arrancar de las paredes los escudos con la efigie del emperador, trasladar a los soldados, cómo tuve que venir aquí para ver qué ocurría! ¡Acuérdate de mis palabras!: verás en Jershalaím más de una cohorte, ¡muchas más! Toda la legión Fulminante, acudirá la caballería árabe. ¡Entonces oirás amargos llantos y gemidos! ¡Entonces te acordarás del liberado Bar-Rabbán, y te arrepentirás de haber mandado a la muerte al filósofo de las predicaciones pacíficas!

La cara del gran sacerdote se cubrió de manchas, sus ojos ardían. Al igual que el procurador, sonrió enseñando los dientes, y contestó:

—¿Crees, procurador, en lo que estás diciendo? ¡No, no lo crees! No es paz, no es paz lo que ha traído a Jershalaím ese cautivador del pueblo, y tú, jinete, lo comprendes perfectamente. ¡Querías soltarle para que sublevara al pueblo, injuriara nuestra religión y expusiera el pueblo a las espadas romanas! Pero yo, gran sacerdote de Judea, mientras esté vivo ¡no permitiré que se humille la religión y protegeré al pueblo! ¿Oyes, Pilatos? —y Caifás levantó la mano con un gesto amenazador—. ¡Escucha, procurador!

Caifás dejó de hablar y el procurador oyó de nuevo el ruido del mar, que se acercaba a las mismas murallas del jardín de Herodes el Grande. El ruido subía desde los pies del procurador hasta su rostro. A sus espaldas, en las alas del palacio, se oían las señales alarmantes de las trompetas, el ruido pesado de cientos de pies, el tintineo metálico. El procurador comprendió que era la infantería romana que ya estaba saliendo, según su orden, precipitándose al desfile, terrible para los bandidos y rebeldes.

—¿Oyes, procurador? —repitió el gran sacerdote en voz baja—. ¿No me dirás que todo esto —Caifás alzó los brazos y la capucha oscura se cayó de su cabeza— lo ha provocado el miserable bandido Bar-Rabbán?

El procurador se secó la frente fría y mojada con el revés de la mano, miró al suelo, luego levantó los ojos entornados hacia el cielo y vio que el globo incandescente estaba casi sobre su cabeza y que la sombra de Caifás parecía encogida junto a la cola del caballo. Luego dijo en voz baja e indiferente:

—Se acerca el mediodía. Nos hemos distraído con la charla y es hora de continuar.

Se excusó elegantemente ante el gran sacerdote, le invitó a que le esperara sentado en un banco a la sombra de las magnolias, mientras él llamaba al resto de las personalidades, necesarias para una última y breve reunión y daba una orden, referente a la ejecución.

Caifás se inclinó finamente, con la mano apretada al corazón y se quedó en el jardín; Pilatos volvió al balcón. Dijo al secretario que invitara al jardín al legado de la legión, al tribuno de la cohorte, a dos miembros del Sanedrín y al jefe de la guardia del templo, que esperaban a que se les avisara en un templete redondo de la terraza inferior. Añadió que él mismo saldría en seguida al jardín y se dirigió al interior del palacio.

Mientras el secretario preparaba la reunión, el procurador tuvo una entrevista con un hombre cuya cara estaba medio cubierta por un capuchón, aunque en la habitación, con las cortinas echadas, no entraba ni un rayo del sol que pudiera molestarle. La entrevista fue muy breve. El procurador le dijo unas palabras en voz baja y el hombre se retiró. Pilatos fue al jardín, pasando por la columnata.

Allí, en presencia de todos aquellos que quería ver, anunció con aire solemne y reservado que corroboraba la sentencia de muerte de Joshuá Ga-Nozri y preguntó oficialmente a los miembros del Sanedrín a cuál de los dos delincuentes pensaban dar libertad. Al oír que era Bar-Rabbán, el procurador dijo:

—Muy bien —y ordenó al secretario que anotara en seguida todo en el acta, apretó con la mano el broche que el secretario levantara de la arena y dijo con solemnidad:

—¡Es la hora!

Los presentes bajaron por la ancha escalera de mármol entre paredes de rosas que despedían un olor mareante y se acercaron al muro del jardín, a la puerta que daba a una gran plaza llana, al fondo de la cual se veían las columnas y estatuas del hipódromo.

Al salir del jardín todo el grupo subió a un estrado de piedra que dominaba la plaza. Pilatos, mirando alrededor con los ojos entornados, se dio cuenta de la situación.

El espacio que acababa de recorrer, es decir, desde el muro del palacio hasta el estrado, estaba vacío, pero delante Pilatos no podía ver la plaza: la multitud se la había tragado. Hubiera llenado todo el espacio vacío y el mismo estrado si no fuera por la triple fila de soldados de la Sebástica, que se encontraban a mano izquierda de Pilatos, y los soldados de la cohorte auxiliar Itúrea, que contenían a la muchedumbre por la derecha.

Pilatos subió al estrado, apretando en la mano el broche innecesario y entornando los ojos. No lo hacía porque el sol le quemara, no. Sin saber por qué, no quería ver al grupo de condenados, que, como bien sabía, no tardarían en subir al estrado.

En cuanto el manto blanco forrado de rojo sangre apareció en lo alto de la roca de piedra sobre el borde de aquel mar humano, el invidente Pilatos sintió una ola de ruido que le golpeó los oídos: «Gaaa». Nació a lo lejos, junto al hipódromo, primero en tono bajo, luego se hizo atronador y después de sostenerse varios instantes, empezó a descender. «Me han visto», pensó el procurador. La ola no se había apagado del todo cuando empezó a crecer otra vez, subió más que la primera y, como en las olas del mar surge la espuma, se levantó un silbido y unos aislados gemidos de mujer. «Es que les han echo subir al estrado —pensó Pilatos—; los gemidos provienen de varias mujeres que ha aplastado la multitud al echarse hacia adelante.»

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