—¿Y si Rafael se inventó esta escena y ya está?
—Lo que tú llamas inventar —me corrigió al punto— nunca estuvo en la mentalidad de aquella época, Javier. Entonces, la
inventio
equivalía a descubrir. Siempre se refería a algo real, que existía. Por eso el
divino Rafael
trabajaba siempre por encargo y bajo supervisión. Tenía fama de pintor culto, de los que dedicaban mucho tiempo a contextualizar cada una de sus composiciones. Es decir: se remitía a lo que había. Y como gran lector que fue, conocía disciplinas tan dispares como la arqueología, la teología o la filosofía, y gustaba de tomar sus referencias de fuentes literarias veraces.
La Visitación.
Escuela de Rafael (1517). Museo del Prado, Madrid.
—Entonces, si acepto ese criterio, esta tabla bebe de una fuente oculta. Esconde un mensaje que difiere de la ortodoxia.
—¡Exacto! —El maestro reaccionó con entusiasmo. Su tono quebró por un momento la paz de la sala. Al instante, uno de los bedeles se asomó con un libro en la mano, nos echó un vistazo con gesto de desaprobación y se perdió museo adentro, seguramente molesto por haber perdido el hilo de la lectura—. ¿Sabes? Vivimos tiempos en los que los mensajes del arte parecen no importarle ya a nadie. Nos han hecho creer que lo único que interesa de éste es su aspecto formal, estético, los pigmentos o las técnicas empleadas, e incluso la biografía o las circunstancias personales del artista. Todo antes que preguntarnos por la
razón exacta
que llevó a la ejecución de una obra como ésta. Desde esa visión materialista del arte, prestar atención al mensaje equivale a adentrarse en lo especulativo, en lo inmaterial. Pero no es así. En realidad, es centrarse en el lado espiritual de la pintura, en su quintaesencia. Sin embargo…
—¿Sí?
—Sin embargo, para acceder a ella hay que contemplarla con mirada humilde. A fin de cuentas, lo milagroso (y este arte, como te explicaré, lo es) sólo resulta plenamente accesible a las mentes sencillas. Los que se empecinan en llenar su cabeza de datos y verdades grandilocuentes olvidan lo fundamental: que este arte funciona sólo cuando maravilla.
—Eso es fácil decirlo. El arte es una experiencia subjetiva. No todos se asombran ante las mismas cosas…
—Tienes razón. Sin embargo, los grandes maestros manejaron y experimentaron con «códigos» sutiles que indican su intención de transmitir algo más en sus obras.
—¿Códigos como qué, doctor?
Creo que mi pregunta gustó a Fovel, porque de inmediato me pareció que se erguía para responder:
—Por ejemplo, las miradas de los personajes de los cuadros. ¿Te has fijado en la del pequeño Jesús de
La Perla
?
—S… Sí, claro —asentí como si aquel hombre hubiera leído mi pensamiento.
—Cuando un genio como Rafael pinta al Salvador con la mirada perdida más allá de las coordenadas del lienzo, está indicándonos que su obra busca el asombro de lo místico. De algún modo deja que sea el espectador quien se imagine qué es lo que capta la atención del niño. Y ahí nace la reflexión por lo sobrenatural.
—¿Y ese código lo utilizaron muchos pintores?
—Muchos, hijo. Este museo está lleno de ejemplos. Sin ir más lejos, si das con
San Francisco confortado por el ángel músico
, de Francisco Ribalta, enseguida verás que la mirada del santo se eleva por encima de la aparición que retrata el artista. El «código» está diciéndonos que lo sobrenatural, lo que verdaderamente asombra al religioso, está más allá del lienzo. Es también el caso de
San Agustín entre Cristo y la Virgen
, de Murillo. Si un día lo buscas en estas salas, fíjate en que las figuras divinas que inspiran la visión del santo se encuentran detrás de él, lo que hace que san Agustín dirija sus pupilas hacia un lugar incierto. De algún modo nos está diciendo que está usando «los ojos del alma»,
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y no los físicos, para percibir lo sagrado. En el siglo de estos pintores, todos conocían y respetaban ese lenguaje simbólico, sencillo de comprender incluso para nosotros, y que Rafael utilizó con maestría en esta
Perla
. ¿Lo ves?
Antes de continuar, el inesperado filósofo del arte con el que me había tropezado apartó sus ojillos vivaces del cuadro y los paseó por la galería. Tuve la impresión de que quería asegurarse de que seguíamos estando solos.
—Por cierto, ¿eres creyente, hijo?
Tardé un segundo de más en reaccionar.
—A mi manera… sí. Supongo… —murmuré como si la cuestión me avergonzara.
—Entonces, igual que Rafael. O que el obispo de Bayeux. No me parece que tengas que excusarte por eso. Al contrario. Todos ellos también fueron creyentes
a su manera
. En ningún caso católicos ortodoxos.
—¿Qué quiere decir?
—Llevo toda mi vida tratando de penetrar en los cuadros de este museo. Y, ¿sabes?, la mayoría sólo se vuelven accesibles cuando comprendes en qué creían realmente sus artífices, asumes el contexto en el que fueron pintados o tienes presente que hubo tablas, como ésta, que se pensaron para transmitir, conservar o recordar ideas que era peligroso poner por escrito en su tiempo.
—¿Peligroso?
—En realidad,
muy peligroso
, Javier. —El doctor Fovel enfatizó sus palabras pronunciando mi nombre por segunda vez e invitándome con un gesto a leer la cartela que explicaba la obra al visitante. Era un texto desapasionado, aséptico, que aseguraba que parte de la ejecución de aquella tabla correspondía a Giulio Romano, un discípulo del taller rafaelita, y que en ella se apreciaba la influencia pictórica del mismísimo Leonardo da Vinci—. De eso quédate sólo con lo esencial:
La Perla
y
La Sagrada Familia del Roble
, que está también aquí, fueron pintadas en el estudio de Rafael en 1518. Ese texto no te cuenta que en esa época toda Europa, pero Roma especialmente, vivía con la sensación de que el modelo cristiano del mundo se encontraba al borde del colapso. La influencia de la Iglesia languidecía. El islam ganaba terreno a la vez que la corrupción y el nepotismo se instalaban en la Santa Sede. La curia estaba más que nerviosa por su futuro. Y por increíble que parezca, el descubrimiento de América, las nuevas nociones de astronomía que cuestionaban la visión geocentrista medieval, la invasión de Italia por los franceses de 1494, la revuelta de Lutero contra el papa o el temor al fin del mundo, que entonces muchos veían señalado por una gran conjunción planetaria que tendría lugar en 1524, estaban en la cabeza de todos. También en la de los pintores. Unos y otros creían estar viviendo una especie de fin de los tiempos. Y si no sabes todo esto, es imposible que penetres en el sentido profundo del cuadro.
—¡Menuda tarea!
—Parece colosal, sí. Pero de momento te bastará con saber que no había noble, clérigo o pontífice de principios del siglo XVI que no estuviera atento a las profecías y augurios que en esas fechas recorrían el continente. El caso de Rafael es notabilísimo, por cierto. Cuando pinta
La Perla
y
La Sagrada Familia del Roble
ha alcanzado la cima de su carrera. Tiene treinta y cinco años. Ha demostrado su cultura astrológica en los techos de los apartamentos privados del papa Julio II, en los que pintó una
Escuela de Atenas
formidable y llena de detalles sorprendentes, que demostraban su gran erudición. Pero debes saber que, mientras estaba elaborando estos cuadros —dijo señalando a las tablas que teníamos enfrente—, el maestro de Urbino trabajaba a la vez en la que iba a ser una de sus grandes obras maestras: el retrato de su mecenas, el papa León X, acompañado por los cardenales Giulio de Médicis y Luigi de Rossi. ¿Lo conoces?
Me hundí de hombros y resoplé.
—No importa —sonrió afable—. Pronto querrás verlo con tus propios ojos. Es una maravilla de lo que yo llamo la
pintura profética
. Un tipo de arte que en ese tiempo sólo practicaba abiertamente Rafael, atrayendo a su taller a los clientes más distinguidos. Verás: el cuadro del que te hablo se conserva hoy en la Galería de los Uffizi de Florencia y muestra al papa sentado detrás de una mesa, con una mano sobre una Biblia iluminada, unas lentes y una campanilla repujada al lado. En apariencia es un retrato de grupo. Uno de los más sobrios que puedas imaginar. Sin embargo, cuando Rafael lo pinta, León X acaba de salir indemne de un intento de asesinato. Cuando conoces ese detalle, casi puedes imaginarte por qué el papa tiene esa mirada de desconfianza que se pierde más allá de la pintura.
—Ajá. Usted cree que está buscando a quienes intentaron matarlo, ¿no es eso?… —susurré, seguramente pasándome de listo.
—En realidad, Javier, la identidad de su fallido homicida no era ningún secreto. El cardenal Bandinello Sauli se confesó culpable. Al parecer, había querido envenenar a León X porque en su horóscopo personal y en varios
Vaticinia Pontificum
, o profecías sobre los papas, muy populares en esos días, lo señalaban a él como el Santo Padre que regeneraría a la Iglesia. Y Sauli, claro, quería ser papa.
—Pero los papas no creen en horóscopos ni en profecías —protesté—. De hecho, la Iglesia condena la astrología…
El doctor Fovel sonrió ante tanta ingenuidad.
—¿Lo dices en serio? ¿No sabes que la primera piedra de la basílica de San Pedro fue colocada por Julio II el 18 de abril de 1506, después de que su astrólogo personal le indicase el momento cósmico más propicio para hacerlo? ¿O que en la misma estancia en la que Rafael pintó su famosa
Escuela de Atenas
incluyó en una esquina un orbe celeste con las constelaciones tal y como estaban el 26 de noviembre de 1503, día de la coronación de Julio II, a modo de horóscopo eterno?
Aquel alarde de memoria me dejó perplejo. El maestro, satisfecho por mi sorpresa, prosiguió:
—Ya veo. ¡No sabes nada! Déjame entonces explicarte mejor por qué digo que ese retrato de León X fue concebido como una pintura profética. Sólo dos años antes de que el cardenal Sauli intentara envenenar al papa, otro artista notable, Sebastiano del Piombo, inmortalizó al fallido magnicida en un cuadro que recuerda mucho al de Rafael. Lo pintó en 1516. En esa obra, Sauli posa sentado con gesto regio junto a otra mesa, otra Biblia iluminada y otra campanilla. Y como en el cuadro de su víctima, también hay varios personajes de confianza a su alrededor. Es evidente que este cardenal estaba preparando entonces su plan para convertirse en pontífice,
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y que ese retrato formaba parte de lo que hoy llamaríamos su campaña de imagen.
—¿Y por qué Sauli no acudió a Rafael para que lo retratara, si era el pintor más cotizado de la época?
—Ésa es una observación excelente, hijo. De hecho, tal vez lo hizo. Aquí mismo, en el Prado, se conserva la única pintura del mundo que podría aclarar esa duda. Es el llamado
Retrato de un cardenal
. Se trata de una de las obras maestras indiscutibles de Rafael. Quizá uno de los cuadros más importantes de este museo. Muestra, con un realismo y un gusto por el detalle extraordinarios, a un purpurado de mirada severa a quien, por increíble que parezca, los expertos no han logrado todavía identificar. No es el único gran retrato del Prado del que desconocemos el nombre del modelo. Ahí tienes, por ejemplo, al
Caballero de la mano en el pecho
del Greco, del que se ha llegado incluso a decir que podría ser un retrato de Cervantes,
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pero cuyo nombre real también nos es desconocido.
—Eso sí son misterios del arte en toda regla…
—Es cierto. Un retrato sin nombre es como una flor sin aroma. Le falta algo vital. Por eso, cuando los estudiosos tropiezan con una ausencia de esta naturaleza, les entra el vértigo y no tardan en plantear toda clase de atribuciones. Para nuestro cardenal, sin ir más lejos, han propuesto infinidad de nombres. Innocenzo Cybo, Francesco Alidosi, Scaramuccia Trivulzio, Alejandro Farnese, Ippolito d’Este, Silvio Passerini, Luis de Aragón… Pero mi apuesta es la mejor —sonrió pícaro—: si comparas este anónimo cardenal del Prado con el retrato de Sauli que hizo Sebastiano del Piombo en 1516, verás enseguida que se trata de la misma persona. No hay que imaginar mucho. Ambos tienen una barbilla partida gemela. La misma boca fina. Idéntica cabeza en forma de triángulo invertido. En definitiva, nuestro cardenal no identificado se ajusta como un guante al fallido magnicida de León X. ¿No te parece que mi propuesta desvelaría de una vez por todas uno de los pequeños enigmas de este museo?
—Quizá… —dije, más preocupado por otra observación—. Pero dígame, ¿sabría usted decirme cuándo fue pintado ese retrato, doctor? ¿Fue también hacia 1518?
—Bien —carraspeó—. Ahí tenemos otra clave interesante, cierto. Es muy probable que el retrato «anónimo» que conservamos en el Prado fuera concluido por Rafael entre 1510 y 1511, esto es, un lustro antes de que Sauli se postulara como Papa Angélico. Es curioso que el
divino Sanzio
lo inmortalizara tan influido por el retrato de la
Gioconda
que Leonardo estaba ejecutando en su taller en esas mismas fechas. De hecho, si lo comparas con la
Mona Lisa
, el cardenal tiene la misma posición y prestancia que ésta. Sin embargo, y esto es lo importante para nuestro caso, Rafael no incluyó en ese cuadro el atributo necesario que lo convertiría en un retrato profético. ¡Por eso el ambicioso cardenal Sauli tendría que buscarse a Del Piombo para retratarse como un hombre profetizado!