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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El maestro de esgrima (14 page)

BOOK: El maestro de esgrima
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—Sí. Veo que lo sabe perfectamente.

La cicatriz intensificó el sarcasmo de la sonrisa:

—¿Y por qué no había de saberlo? ¿O acaso cree que sólo los hombres pueden tener una Troya ardiendo a sus espaldas?

Se la quedó mirando, sin saber qué decir. La joven había cerrado los ojos, identificando voces lejanas que únicamente ella podía oír. Después parpadeó, como si regresara de un sueño, y sus ojos buscaron al maestro de esgrima.

—Sin embargo —dijo—, no hay en usted amargura, don Jaime. Ni rencor. Me gustaría saber de dónde saca la fuerza suficiente para mantenerse intacto; para no caer de rodillas y pedir misericordia… Siempre ese aire de eterno extranjero, como ausente. Se diría que, empeñado en sobrevivir, atesora fuerzas en su interior, como un avaro.

Se encogió de hombros el viejo maestro.

—No soy yo —dijo en voz baja, casi con timidez—. Son mis casi sesenta años de vida, con todo lo bueno y lo malo que hubo en ella. En cuanto a usted… —se detuvo, inseguro, e inclinó la barbilla sobre el pecho.

—En cuanto a mí… —los ojos violeta se habían vuelto inexpresivos, como si un velo invisible hubiera caído sobre ellos. Don Jaime movió la cabeza con inocencia, igual que lo habría hecho un niño.

—Usted es muy joven. Se encuentra al comienzo de todo.

Ella lo miró fijamente. Después levantó las cejas y rio sin alegría.

—Yo no existo —dijo, con voz suavemente ronca.

Jaime Astarloa la miró, confuso. La joven se inclinó para dejar la copa de coñac sobre una mesita. Al hacerlo, el maestro de esgrima contempló el fuerte y hermoso cuello desnudo bajo la masa azabache del cabello recogido en la nuca. Los últimos rayos de sol llegaban sobre la ventana, que enmarcaba un rectángulo de nubes rojizas. El reflejo de un cristal fue menguando en la pared hasta desvanecerse por completo.

—Es curioso —murmuró don Jaime—. Siempre me precié de conocer a un semejante tras haber cruzado los floretes durante un tiempo razonable. No resulta difícil, ejercitando el tacto, calar en la persona. Cada uno se muestra en la esgrima tal y como es.

Ella lo miraba con aire ausente, como si estuviese pensando en cosas remotas.

—Es posible —murmuró inexpresiva.

El maestro cogió un libro al azar, y tras sostenerlo un momento entre las manos lo devolvió distraídamente a su lugar.

—Con usted no ocurre eso —dijo. Ella pareció volver muy despacio en sí; sus ojos mostraron un leve destello de interés.

—Hablo en serio —continuó él—. De usted, doña Adela, sólo he sido capaz de adivinar su vigor, su agresividad. Los movimientos son pausados y seguros; demasiado ágiles para una mujer, demasiado gráciles para un hombre. Emana cierta sensación magnética; energía contenida, disciplinada… A veces un oscuro e inexplicable encono, ignoro contra qué. O contra quién. Tal vez la respuesta se encuentre bajo las cenizas de esa Troya que tan bien parece conocer.

Adela de Otero pareció meditar sobre aquellas palabras.

—Continúe —dijo.

Jaime Astarloa hizo un gesto de impotencia.

—No hay mucho más que decir —confesó, en tono de disculpa—. Soy capaz, como ve, de adivinar todo eso; pero no logro llegar hasta aquello que lo motiva. Sólo soy un viejo maestro de esgrima, sin pretensiones de filósofo, o de moralista.

—No está mal, para tratarse de un viejo maestro de esgrima —observó la joven con sonrisa burlona e indulgente. Algo parecía estremecerse con languidez bajo su piel mate. Al otro lado de la ventana, el cielo se oscurecía sobre los tejados de Madrid. Un gato pasó por el alféizar, taimado y silencioso, echó un vistazo a la habitación que empezaban a cubrir las sombras y siguió su camino.

Ella se movió, con suave rumor de faldas.

—En un momento equivocado —dijo, reflexiva y misteriosa—. En un día equivocado… En una ciudad equivocada —inclinó los hombros, sonriendo de forma fugitiva—. Lástima —añadió.

Don Jaime la miró, desorientado. Al sorprender su gesto, la joven entreabrió los labios con dulzura y, en graciosa mudanza, palmeó la piel del sofá a su lado.

—Venga a sentarse aquí, maestro.

De pie junto a la ventana, Jaime Astarloa hizo un gesto de cortés negativa. La habitación ya estaba en penumbra, velada de grises y sombras.

—¿Amó alguna vez? —preguntó ella. Sus facciones empezaban a difuminarse en la oscuridad creciente.

—Varias —contestó él con melancolía.

—¿Varias? —la joven pareció sorprendida—. Ya entiendo. No, maestro. Quiero decir si alguna vez amó.

El cielo ya oscurecía rápidamente hacia el oeste. Don Jaime miró el quinqué, sin decidirse a encenderlo. Adela de Otero no parecía incómoda por la paulatina ausencia de luz.

—Sí. Una vez, en París. Hace mucho tiempo.

—¿Era hermosa?

—Sí. Tanto… como usted. Además, París la embellecía: Quartier Latin, elegantes trastiendas de la rue Saint Germain, bailes de la Chaumière y Montparnasse…

Los recuerdos llegaron con una punzada de nostalgia que le contrajo el estómago. Miró otra vez el quinqué.

—Creo que deberíamos…

—¿Quién dejó a quién, don Jaime?

Sonrió dolorosamente el maestro de esgrima, consciente de que Adela de Otero ya no podía ver su gesto.

—Fue algo más complejo. Al cabo de cuatro años, la obligué a escoger. Y lo hizo.

La joven era ahora una sombra inmóvil.

—¿Casada?

—Era casada. Y usted es una joven inteligente.

—¿Qué hizo después?

—Liquidé cuanto tenía, y regresé a España. De eso hace mucho tiempo.

En la calle, pértiga y chuzo, alguien encendía los faroles. Una débil claridad de luz de gas penetró por la ventana abierta. Ella se levantó del sofá y cruzó la oscuridad hasta llegar cerca del maestro. Se quedó allí, inmóvil junto a la ventana.

—Hay un poeta inglés —dijo en voz baja—. Lord Byron.

Don Jaime aguardó, en silencio. Podía sentir el calor que emanaba del cuerpo joven que tenía a su lado, casi rozando el suyo. Tenía la garganta seca, oprimida por el temor de que se escuchasen los latidos de su corazón. La voz de Adela de Otero sonó queda, como una caricia:

«The devil speaks truth much oftener

than he's deemed

He has an ignorant audience…»

Se acercó más a él. Desde la calle, el resplandor iluminaba la parte inferior de su rostro, la barbilla y la boca:

«El Diablo dice la verdad más a menudo

de lo que se cree,

pero tiene un auditorio ignorante…»

Sobrevino un silencio absoluto, con apariencias de eternidad. Y sólo cuando aquel silencio se hizo insoportable, sonó de nuevo la voz de ella:

—Siempre hay una historia que contar.

Había hablado en tono tan bajo que don Jaime tuvo que adivinar las palabras. Sentía casi en la piel, muy cerca, el suave aroma de agua de rosas. Comprendió que empezaba a perder la cabeza, y buscó desesperadamente algo que lo anclase a la realidad. Entonces alargó la mano hacia el quinqué y encendió un fósforo. La humeante llama temblaba en sus manos.

Se empeñó en acompañarla hasta la calle Riaño. No eran horas, dijo sin atreverse a mirarla a los ojos, para que anduviese sola en busca de un coche. Así que se puso una levita, tomó bastón y chistera, y bajó los peldaños delante de ella. En el portal se detuvo y, tras un breve titubeo que no pasó inadvertido a Adela de Otero, terminó por ofrecerle un brazo con toda la helada cortesía de que fue capaz. La joven se apoyó en él, y mientras caminaban se volvía de vez en cuando a mirarlo de soslayo, con gesto en el que se adivinaba una oculta burla. Requirió don Jaime un calesín cuyo cochero dormitaba apoyado en el farol, subieron y dio la dirección. Trotó el coche calle Arenal abajo, torciendo a la derecha al llegar frente al palacio de Oriente. Permanecía silencioso el maestro de armas, con las manos apoyadas sobre el pomo del bastón, esforzándose inútilmente por mantener en blanco sus propios pensamientos. Lo que pudo llegar a ocurrir no había ocurrido, pero no estaba seguro de si debía felicitarse o despreciarse por ello. En cuanto a lo que Adela de Otero pensaba en aquel momento, no quería, bajo ningún concepto, averiguarlo. Flotaba, sin embargo, una certeza en el aire: aquella noche, al término de la conversación que, en apariencia, tenía que haberlos acercado más el uno al otro, algo se había roto entre ambos, definitivamente y para siempre. Ignoraba qué, pero eso era lo de menos; lo inconfundible era el ruido de los pedazos al caer a su alrededor. La joven no iba a perdonarle jamás su cobardía. O su resignación.

Iban en silencio, ocupando cada uno su rincón del asiento tapizado de rojo. A veces, cuando pasaban junto a una farola encendida, un fragmento de claridad recorría el interior, permitiendo a don Jaime atisbar por el rabillo del ojo el perfil de su acompañante, absorta en la contemplación de las sombras que cubrían las calles. El viejo maestro hubiese querido decir cualquier cosa que aliviase la desazón que lo atormentaba; pero temía empeorar las cosas. Todo aquello resultaba endiabladamente absurdo.

Al cabo de un rato, Adela de Otero se volvió hacia él.

—Me han dicho, don Jaime, que entre su clientela hay gente de calidad. ¿Es cierto?

—Así es.

—¿También nobles? Me refiero a condes, duques y todo eso.

Jaime Astarloa se alegró de que surgiera un tema de conversación con giro muy distinto al que había tenido lugar en su casa un rato antes. Sin duda ella era consciente de que las cosas habían podido ir demasiado lejos. Tal vez, adivinando la incomodidad del maestro de armas, intentaba romper el hielo tras la embarazosa situación, a la que no había sido en absoluto ajena.

—Algunos hay —respondió—. Pero no muchos, lo confieso. Pasaron los tiempos en que un maestro de armas con prestigio se establecía en Viena o San Petersburgo y lo nombraban capitán de un regimiento imperial… La nobleza actual no se inclina demasiado a practicar mi arte.

—¿Y quiénes son las honrosas excepciones?

Don Jaime se encogió de hombros.

—Dos o tres. El hijo del conde de Sueca, el marqués de los Alumbres…

—¿Luis de Ayala?

La miró sin ocultar su sorpresa.

—¿Conoce usted a don Luis?

—Me han hablado de él —dijo ella con perfecta indiferencia—. Tengo entendido que es uno de los mejores espadachines de Madrid.

Asintió complacido el maestro.

—Así es.

—¿Mejor que yo? —ahora sí había un punto de interés en su voz.

Resopló, puesto en un brete:

—Es otro estilo.

Adela de Otero adoptó un tono frívolo:

—Me encantaría tirar con él. Dicen que es un hombre interesante.

—Imposible. Lo siento, pero es imposible.

—¿Por qué? No veo la dificultad.

—Bueno… Quiero decir que…

—Me gustaría sostener con él un par de asaltos. ¿También le enseñó usted la estocada de los doscientos escudos?

Don Jaime se removió inquieto en el asiento del calesín. Empezaba a preocuparle su propia preocupación.

—Su pretensión, doña Adela, es un poco… hum, irregular —el maestro había fruncido el ceño—. No sé yo si el señor marqués…

—¿Tiene usted mucha confianza con él?

—Bueno; me honra con su amistad, si es a eso a lo que se refiere.

La joven se colgó de su brazo, con tan voluble entusiasmo que Jaime Astarloa tuvo que hacer un esfuerzo para reconocer a la Adela de Otero que, media hora antes, conversaba con él en la grave intimidad de su estudio.

—¡No hay problema, entonces! —exclamó, satisfecha—. Usted le habla de mí; le dice la verdad, que manejo bien el florete, y seguro que siente curiosidad por conocerme: ¡Una mujer que tira esgrima!

Farfulló don Jaime un par de excusas poco convincentes, pero ella volvió a la carga una y otra vez:

—A estas alturas, maestro, usted sabe que no conozco a nadie en Madrid. A nadie más que a usted. Soy mujer, y no es cuestión de que vaya por ahí llamando a las puertas con un florete bajo el brazo…

—¡Ni pensarlo! —la exclamación de Jaime Astarloa surgía esta vez de su propio sentido del decoro.

—¿Lo ve? Me moriría de vergüenza.

—No es sólo eso. Don Luis de Ayala es demasiado estricto en materia de esgrima. No sé qué pensaría si una mujer…

—Usted me aceptó, maestro.

—Lo ha dicho usted misma. Mi profesión es la de maestro de armas. La de don Luis de Ayala es ser marqués.

La joven soltó una breve carcajada, maliciosa y alegre.

—El primer día, cuando me visitó en casa, también dijo usted que me rechazaba por cuestión de principios…

—Se impuso mi curiosidad profesional.

Cruzaron la calle de la Princesa, pasando junto al palacio de Liria. Algunos transeúntes bien vestidos paseaban a la fresca, bajo la luz temblorosa de los faroles. Un aburrido sereno se tocó la gorra ante el calesín, creyendo que se dirigía a la residencia de los duques de Alba.

—¡Prométame que le hablará de mí al marqués!

—Jamás prometo algo que no estoy dispuesto a cumplir.

—Maestro… Voy a terminar pensando que está usted celoso.

Jaime Astarloa sintió una oleada de sofoco subirle a la cara. No podía verse el rostro, pero estaba seguro de que había enrojecido hasta las orejas. Se quedó con la boca abierta, incapaz de articular palabra, sintiendo como una extraña sensación se le anudaba en la garganta. «Tiene razón —se dijo atropelladamente—. Tiene toda la razón del mundo. Me estoy comportando como un chiquillo.» Respiró hondo, avergonzado de sí mismo, y golpeó el suelo del calesín con la contera de su bastón.

—Bueno… Lo intentaremos. Pero no le aseguro el éxito.

Batió palmas como una niña feliz, e inclinándose sobre él le apretó cálidamente una mano. Demasiado, tal vez, para tratarse de un simple capricho satisfecho. Y el maestro de esgrima pensó que Adela de Otero, sin la menor duda, era una mujer desconcertante.

Jaime Astarloa cumplió su palabra a regañadientes, abordando con mucho tacto el tema durante una sesión en casa del marqués de los Alumbres: «
Joven esgrimista, ya sabe a quién me refiero, mostró usted curiosidad en cierta ocasión. A la juventud le gusta romper moldes y todo eso. Innegablemente una apasionada de nuestro arte, dotada para el asalto, buena mano, nunca me atrevería en otro caso. Si a usted le parece que
…».

Luis de Ayala se acariciaba con suma complacencia el bigote engomado. No faltaría más. Gran interés por su parte.

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