El lugar sin límites (9 page)

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Authors: José Donoso

BOOK: El lugar sin límites
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—Bueno.

—¿Trato hecho?

—Pero no me hagái nada porque grito.

—¿Trato hecho, Manuela?

—Trato hecho.

—Vamos a hacer leso a don Alejo.

—¿Y después firmamos donde notario?

—Donde notario. En Talca.

Ahora ya no tiritaba. Le latía muy fuerte el corazón.

—¿Y cuándo vamos a hacer los cuadros plásticos?

La Japonesa se asomó a la puerta.

—Don Alejo no ha salido de la pieza todavía, espera…

Se quedaron en silencio junto a la cocina. La Manuela retiró su mano de la mano de la Japonesa, que se la dejó ir porque ya no importaba, ese ser era suyo, entero. La Manuela en su casa siempre. Unido a ella. ¿Por qué no? Trabajadora era, eso se veía, y alegre, y tanta cosa que sabía de arreglos y vestidos y comida, sí, no estaba mal, mejor unida con la Manuela que con otro que la hiciera sufrir, mientras que la Manuela no la haría sufrir jamás, amiga, amiga nada más, juntas las dos. Fácil quererlo. Quizá llegaría a sufrir por él, pero de otra manera, no con ese alarido de dolor cuando un hombre deja de quererla, ese descuartizarse sola noche a noche porque el hombre se va con otra o la engaña, o le saca plata, o se aprovecha de ella y ella, para que no se vaya, hace como si no supiera nada, apenas atreviéndose a respirar en la noche junto a ese cuerpo que de pronto, de pronto podía decirle que no, que nunca más, que hasta aquí llegaban… ella puede excitarlo, está segura, casi sin necesidad de esfuerzo porque el pobre tipo por dentro y sin saberlo ya está respondiendo a su calor. Si no fuera así jamás se hubiera fijado en él para nada.

Excitarlo va a ser fácil. Incluso enamorarlo. Pero no. Eso lo echaría todo a perder. No sería conveniente. Era preferible que la Manuela jamás olvidara su posición en su casa, el maricón de la casa de putas, el socio. Pero aunque no se tratara de eso sería fácil para ella enamorarlo, tan fácil como en este momento era quererlo.

—Oye, Manuela, no te vayas a enamorar de mí…

CAPÍTULO VIII

—Esto es lo que vale, compadre, no sea leso: la plata. ¿Usted cree que si uno tuviera no sería igual a él? ¿O cree que don Alejo es de una marca especial? No, nada de cuestiones aquí. Usted le tiene miedo al viejo porque le debe plata nomás. No, si no le voy a decir a nadie. ¿Usted cree que yo quiero que la gente sepa cómo trató al marido de mi hermana? En el sobrecito que le di tiene la plata para pagarle lo que le debe… no, págueme cuando pueda, sin urgencia, usted es de la familia. Yo no soy de esos futres parados y no me voy a portar con usted como él. ¡Las cosas que le dijo, por Diosito Santo! Le digo que no se preocupe, que a mí me sobra. Me da una rabia con estos futres… ¿Por qué va a estar haciéndole caso de no ir donde la Japonesita si a usted se le antoja y paga su consumo? ¿Es de él la Japonesita? Claro, el futre cree que todo es suyo, y no, señor. A usted no lo manda, ni a mí tampoco y si queremos vamos donde se nos antoja. ¿No es cierto? Usted le paga su plata y adiós… Ya pues, Pancho, anímese, que no es para tanto…

El camión pasó de largo frente a la casa de la Japonesita. Doblaron lentamente por esa bocacalle y luego dieron vuelta a esa manzana y de nuevo frente a la casa de la Japonesita, esta vez sin tocar la bocina, Octavio convenciéndolo, dando vueltas y vueltas alrededor de la manzana.

—¿Y qué hago con la cuestión de los fletes?

—No se preocupe. ¿No ve que todos los camioneros de por aquí pasan por mi gasolinera y yo sé dónde hay mejores fletes de la región? No se preocupe. Le digo que usted no es esclavo de ese viejo… Bueno. Ya me aburrí con este asunto. Vamos a pagarle ahora mismo, sí, ahora…

—Es tarde…

Octavio lo pensó.

—Total, qué me importa que estén comiendo. Vamos, nomás.

Pancho hizo girar el camión en la calle estrecha y enfiló hacia el otro lado, hacia el fundo El Olivo, más allá de la Estación. Él conocía su máquina, y en el camino más allá de las moras y de los canales que limitaban la estación, sorteó acequias y hoyos, maniobrando esa máquina enorme que le resultaba liviana ahora, iba a casa de don Alejo para arrancarle la parte de ese camión que aún le pertenecía.

—Nos vamos a quedar pegados en el barro…

Octavio abrió la ventana y tiró el cigarrillo.

—No…

Pancho no siguió hablando porque avanzaba por un desfiladero de zarzamoras. Tenía que avanzar muy lentamente, los ojos fruncidos, la cabeza inclinada sobre el parabrisas. Para ver las piedras y los baches. Conocía bien este camino, pero de todos modos, mejor tener cuidado. Hasta los ruidos los conocía: aquí, detrás de la mora, el Canal de los Palos se dividía en dos y la rama para el potrero de Los Lagos borboteaba durante un trecho por una canaleta de madera. Ahora no se oía. Pero si fuera a pie como antes, como cuando era chico, el ruido del agua en la canaleta de madera se comenzaba a oír justamente aquí, pasando el sauce chueco. Este era el camino que todos los días recorría a pie pelado para asistir a la escuela de la Estación El Olivo, cuando había escuela. Tiempo perdido. Misia Blanca le había enseñado a leer y a escribir y las cuatro operaciones junto con la Moniquita, que aprendió tan rápido y le ganaba en todo. Hasta que don Alejo dijo que Pancho tenía que ir a la escuela. Y después a estudiar qué sé yo, en la Universidad. ¡Cómo no! Fui el porro más porro de la clase y nunca pasaba de curso porque no se me antojaba, hasta que don Alejo, que no tiene pelo de tonto, se dio cuenta y bueno, para qué seguirse molestando con este chiquillo si no salió bueno para las letras, es mejor que aprenda los números y a leer nomás para que no lo confundan con un animal, y que se ponga a ayudar en el campo, vamos a ver qué podemos hacer con él, para qué va a ir a perder el tiempo en la escuela si tiene la mollera dura. Cada piedra. Y más allá, el mojón de concreto roto desde siempre. Quién sabe cómo lo rompieron. Difícil debe ser romper un mojón de concreto, pero roto está. Cada hoyo, cada piedra: don Alejo se las hizo aprender de memoria yendo y viniendo, todos los días del fundo a la escuela y de la escuela al fundo hasta que dijeron que ya estaba bueno, que qué se sacaban. Pero la Ema quiere que la Normita vaya a un colegio de monjas, no quiero que la niña sea una cualquiera, como una, que tuvo que casarse con el primero que la miró para no quedarse para vestir santos —mira cómo estaría una si hubiera estudiado un poco, para qué decís eso cuando sabís que te gusté apenas me viste y dejaste al chiquillo dueño de la carnicería porque te enamoraste de mí, pero estudiando hubiera sido distinto, qué es estudiar mamá y qué son las monjitas, yo quiero que la niña estudie una profesión corta como obstetricia, qué es obstetricia mamá, y a él no le gustaba que preguntara, tan chiquita y qué le va a explicar uno, mejor esperar que crezca. Si quiero, si se me antoja, mando a mi hija que estudie. Don Alejo no tiene nada que decir. Nada que ver conmigo. Yo soy yo. Solo. Y claro, la familia, como Octavio, que es mi compadre, así es que no me importa deberle y no me va a hacer nada si me demoro un poco con los pagos… le va a gustar que le quiera comprar casa a la Ema. Ahora le pago al viejo y me voy.

El camión giró entre dos plátanos y entró por una avenida de palmeras. A los lados, bodegas. Y montones de orujo fétido junto a los galpones cerrados y oscuros. Al fondo, el parque, la encina gigantesca bajo la cual los veía tenderse en las hamacas y sillas de lona multicolor —él mirándolos desde el otro lado, pero cuando chico no porque la Moniquita y él jugaban juntos entre las hortensias gigantes, los dos solos, y los grandes se reían de él preguntándole si era novio de la Moniquita y él decía que sí, y entonces sí que lo dejaban entrar, pero después, cuando era más grande, entonces ya no: leían revistas en idiomas desconocidos, dormitando en las sillas de lona desteñida.

Los cuatro perros se precipitaron hacia el camión, que se acercaba por la avenida de palmeras, y atacaron su caparazón brillante, rasguñándolo y embarrándolo en cuanto se detuvo frente a la llavería.

—Bajémonos…

—¿Cómo, con estos brutos?

Los brincos y gruñidos de los perros los sitiaron en la cabina. Entonces Pancho, porque sí, porque le dio rabia, porque le dio miedo, porque odiaba a los perros, comenzó a tocar la bocina como un loco y los perros a redoblar sus saltos rasguñando la pintura colorada que tanto cuidaba, pero ya no importa, ahora no importa nada más que tocar, tocar, para derribar las palmeras y la encina y atravesar la noche de parte a parte para que no quede nada, tocar, tocar, y los perros ladran mientras en el corredor se prende la luz y se animan figuras entre los sacos, y bajo las puertas, gritando a los perros, corriendo hacia el camión, pero Pancho no cesa, tiene que seguir, los perros furiosos sin obedecer a los peones que los llaman. Hasta que aparece don Alejo en lo alto de las gradas del corredor y Pancho deja de tocar. Entonces los perros se callaron y corrieron hacia él.

—Otelo… Sultán. Acá, Negus, Moro…

Los perros se alinearon detrás de don Alejo.

—¿Quién es?

Pancho se quedó mudo, exangüe, como si hubiera gastado toda su fuerza. Octavio le dio un codazo, pero Pancho siguió mudo.

—Bah. Poco hombre.

Entonces Pancho abrió la puerta y saltó a tierra. Los perros se abalanzaron sobre él pero don Alejo alcanzó a llamarlos mientras Pancho volvía a subir a la cabina. Octavio había apagado los focos, y surgió todo el paisaje de la oscuridad, y la encina negra y las frondas de las palmas y el espesor de los muros y las tejas de los aleros se dibujaron contra el cielo repentinamente hondo y vacío.

—¿Quién es?

—Pancho, don Alejo. Hay que ver sus perritos.

—¿Qué es esta pelotera que llegaste metiendo? ¿Estás borracho, sinvergüenza, que crees que puedes llegar a mi casa a cualquier hora metiendo todo este ruido? Ustedes encierren a los perros por allá, ya Moro, Sultán, allá, Ótelo, Negus… y tú, Pancho, sube para acá arriba para el corredor mientras yo voy a buscar mi manta, mira que está helando…

Pancho y Octavio bajaron cautelosamente del camión tratando de no caer en las pozas, y subieron al corredor. En el fondo de la U que abrazaba el parque vieron unas ventanas con luz. Se acercaron. El comedor. La familia reunida bajo la lámpara. Un muchacho de anteojos —nieto, el hijo de don Jorge, qué estará haciendo aquí en el fundo cuando ya debía estar en el colegio. Y Misia Blanca a la cabecera. Canosa, ahora. Era rubia, con una trenza muy larga que se enrollaba alrededor de la cabeza y que se cortó cuando él le pegó el tifus a la Moniquita. Él la vio hacerlo, a Misia Blanca, en la capilla ardiente —alzó sus brazos, sus manos tomaron su trenza pesada y la cortó al ras, en la nuca. Él la vio: a través de sus lágrimas que le brotaron sólo entonces, sólo cuando la señora Blanca se cortó la trenza y la echó adentro del cajón, él la vio nadando en sus lágrimas como ahora la veía nadando en el vidrio empañado del comedor. Que me presten a Panchito: llegaba a pedírselo a su madre para que fuera a jugar con la Moniquita porque eran casi de la misma edad y los sirvientes de la casa se reían de él porque decía que era novio de la hija del patrón. Ahora, ella era una anciana. Comía en silencio. Y cuando don Alejo por fin salió a reunirse con ellos en el corredor, con el sombrero y la manta de vicuña puesto, Pancho lo vio tan alto, tan alto como cuando lo miraba para arriba, él, un niño que apenas sobrepasaba la altura de sus rodillas.

—¡Qué milagro, Pancho!

—Buenas noches, don Alejo…

—¿Con quién vienes?

—Con Octavio…

—Buenas noches.

—¿En qué puedo servirles?

Se dejó caer en un sillón de mimbre y los dos hombres quedaron parados ante él. Pequeño se veía ahora. Y enfermo.

—¿A qué vinieron a esta hora?

—Vengo a pagarle, don Alejo.

Se puso de pie.

—Pero si me pagaste esta mañana. No me debes nada hasta el mes entrante. ¿Qué te picó de repente?

Iban paseándose por la U de los corredores. De cuando en cuando, al pasar, se repetía la imagen de Misia Blanca presidiendo la larga mesa casi vacía, una vez revolviendo la tisana, otra vez tapando la quesera, otra vez rompiendo el trozo de pan contra el mantel albo, dentro del marco de luz de la ventana. Octavio le iba explicando las cosas a don Alejo… quién sabe qué, prefiero no oír, lo hace mejor que yo. Sí, dejar que él lo haga porque él no se va a dejar montar por don Alejo, como me monta a mí. Misia Blanca elige en un platillo un terrón de azúcar tostada para su tisana. Uno para ella, otro para la Moniquita y otro para ti, Panchito, tiene un trozo de hoja de cedrón pegada, le da un gusto especial, gusto a Misia Blanca, bueno, váyanse a jugar al jardín y no la pierdas de vista, Pancho, que eres más grande y la tienes que cuidar. Y las hortensias descomunales allá en el fondo de la sombra, junto a la acequia de ladrillos aterciopelados de musgo él papá y ella mamá de las muñecas, hasta que los chiquillos nos pillan jugando con el catrecito, yo arrullando a la muñeca en mis brazos porque la Moniquita dice que así lo hacen los papá y los chiquillos se ríen —marica, marica, jugando a las muñecas como las mujeres—, no quiero volver nunca más pero me obligan porque me dan de comer y me visten pero yo prefiero pasar hambre y espío desde el cerco de ligustros porque quisiera ir de nuevo pero no quiero que me digan que soy el novio de la hija del patrón, y marica, marica por lo de las muñecas. Hasta que un día don Alejo me encuentra espiando entre los ligustros. Te pillé, chiquillo de mierda. Y su mano me toma de aquí, del cuello, y yo me agarro de su manta pataleando, él tan grande yo tan mínimo mirándolo para arriba como a un acantilado. Su manta un poco resbalosa y muy caliente porque es de vicuña. Y él me arrastra por los matorrales y yo me prendo a su manta porque es tan suave y tan caliente y me arrastra y yo le digo que no me habían dado permiso para venir, mentiroso, él lo sabe todo, eres un mentiroso, Pancho, no te arranques, porque quién va a cuidar y a jugar con la niña más que tú, y me lanza al parque tan grande para que la busque en la maraña de matorrales, y corro y mis pies se enredan en las pervincas pero yo no tengo para qué correr tanto si sé que está como todos los días, bajo las hortensias, en la sombra, junto a la tapia en que brillan las astillas de botellas quebradas, y llego y la toco, y de la punta de mi cuerpo con que iba penetrando el bosque de malezas, huyendo, esa punta de mi cuerpo derrama algo que me moja y entonces yo me enfermo de tifus y ella también y ella se muere y yo no, y yo me quedo mirando a Misia Blanca y sólo cuando sus manos levantan su trenza para cortarla comienzan a brotar mis lágrimas porque yo me mejoré y porque Misia Blanca se está cortando la trenza. Ha apagado la luz del comedor. En esta vuelta ya no está. La voz de Octavio sigue explicando: si, don Alejo, cómo no, no importa, aunque no le den los fletes, yo ya le conseguí otros, si, muy buenos, unos fletes de ladrillos, unos que están haciendo por el otro lado de…

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