Una noche, por una casualidad, una avería en un automóvil, capturaron a tres hombres, y la transmisión de sus fotografías nos hizo saber que entre ellos estaba uno de los peces gordos de los rebeldes, sin duda el comandante del grupo que actuaba en mi zona y acaso una de las cabezas principales de todo el tinglado. Lo teníamos recluido, esposado, con varios soldados vigilándolo, ahora había extendido una mano y agarró con delicadeza una muñeca de la doctora, que sintió aquel tacto con mucha desazón.
Esa misma tarde habíamos encontrado en una granja, amontonados, los cadáveres de la gente que había vivido allí, entre ellos los de dos muchachos que no tendrían más de doce años, habían colocado encima al perro de la casa, también muerto, en esa saña había algún mensaje que tenía que ver con un castigo especial, un ajuste de cuentas inescrutable para los extranjeros como nosotros.
El tipo tenía una barba cuidada, iba vestido con ropas de camuflaje, parecía un oficial sin insignias, buena ropa, buenas botas, me miraba con chulería, como si estuviese muy orgulloso de las masacres que ordenaba, como si los papeles estuviesen cambiados, y fuese yo el prisionero y él la autoridad que podía decidir mi destino.
Habían llegado ya al laboratorio. El teniente soltó su muñeca pero acercó más su rostro, no dejaba de mirarla fijamente, como si pretendiese hipnotizarla.
Ese otro que yo no conocía, pero que estaba dentro de mí, se llenó de repente de rabia y de odio y echó mano a la pistola, yo no comprendía lo que estaba haciendo, la desenfundó, la cargó y la acercó a la cabeza del tipo, él no mostraba miedo, en su lengua soltó algunas palabras que tenían aire de insultos, y ese otro que era también yo le disparó, sin titubeos, como sin darle importancia al acto, como si fuese un gesto insignificante. Al verme reflejado en los ojos de los soldados, al descubrir su sorpresa horrorizada, supe que el que había disparado se había vuelto a refugiar dentro de mí, allí estaba yo con la pistola en la mano preguntándome cómo era posible que le hubiese pegado un tiro a aquel hombre.
Había terminado y saltó desde su asiento para salir del coche y ayudarla a bajar, traerme aquí es lo mejor que me pudo pasar, yo tenía una buena hoja de servicios, pero ya ve usted lo que son las cosas, volvió a subir y se despidió con un movimiento de la mano, ya no la miraba, el coche se alejó por el camino del destacamento. Eran las cinco y pico.
La joven ayudante estaba en el laboratorio, sentada en la mesa de los papeles, haciendo unas anotaciones en el registro. La Alegre Rosita se mostraba muy animada, había descubierto en los cultivos indicios de la patología que a la doctora tanto le había inquietado el día anterior. La doctora se sintió confusa, pues la confesión del teniente la había trasladado a un espacio donde se mezclaban alucinación y extrañeza, y se sentó en un taburete tratando de prestar atención a lo que su ayudante le contaba.
Mientras la muchacha le enseñaba los cultivos y las notas, se encontró regresando al suelo firme, a una realidad reconocible, acogedora. Le agradaba que la joven ayudante hubiese descubierto esas señales por sí misma, y decidió comunicarle claramente sus sospechas, los indicios que tanto la habían alarmado la víspera, pero todavía es pronto para contar nada, hay que asegurarse, el asunto es muy grave, como puedes comprender.
La muchacha manifestaba la excitación jubilosa de sentir por primera vez el gusto de la aventura de su trabajo en esos resultados que rompían las rutinas de las labores cotidianas, era como si hubiese recibido el diploma verdadero de su licenciatura, dijo, atendía las instrucciones de la doctora con una gravedad inusitada, con la certeza de que aquel descubrimiento suyo en los cultivos era una experiencia que daba una perspectiva diferente a su oficio, a su vida, ponía en cada gesto y en cada movimiento el aire de una actividad religiosa.
Después de comprobar el trabajo de su ayudante, la doctora la despidió, estoy muy cansada, rota, dormí mal anoche, he hecho demasiadas cosas en pocas horas, y esos viajes tan movidos, el barco, el helicóptero, le pidió que avisase al arqueólogo de que se iba a acostar muy pronto, que no la esperasen hoy en el Lugar Sin Nombre.
Había salido del laboratorio tras la ayudante, la contempló con simpatía mientras la muchacha se alejaba hacia el pabellón de la residencia, luego miró absorta la puerta, la sombra arbórea, las aristas y recovecos que en unas horas compondrían acaso el fantasma del alemán. Las ganas de dormir hacían que sus pensamientos tuviesen vaivenes, como las olas, el repaso de los cultivos la había hecho olvidar su viaje de la mañana, el cadáver de la muchacha ajena, pero la figura se derramaba ahora en su imaginación como una ola súbita.
Se había sentado en el escalón de la entrada, en la fachada, y se sentía reflejada en la isla, la percibía contemplándola sin extrañeza ni memoria, viéndola pasar sin interés, un ser humano en un momento en el que la euforia y la congoja se contradecían sin eliminarse, aplacadas por un cansancio hondo, un ser genéticamente no mucho más complicado que una lagartija y sin embargo acuciado por esa enfermedad de sentir, de recordar, de no poder cambiar el pasado, de saber que el futuro está ahí, gravitando sobre nuestra zozobra.
Recordó que un antropólogo famoso había dicho que el ser humano primitivo no era capaz de verse a sí mismo separado del mundo que lo rodeaba, acaso entonces el ser humano sufría menos, repartía sus penas con las cosas terrestres, su dolor formaba también parte de esas rocas, esos árboles, de la arena de la playa, de las grandes hormigas dedicadas a aprovisionar con afán sus almacenes invernales, el tiempo se compensaba con el no tiempo, el horror de la conciencia se conjugaba con la impasibilidad fatal de la naturaleza.
Y de repente aparece el arqueólogo, muy excitado, no quiero molestarte, ha venido casi corriendo, ya me ha dicho Rosita que vas a descansar, quería saber cómo fueron las cosas y contarte algo importante, sólo un minuto, no quiero agobiarte.
La doctora alza la mano desmañadamente, dice que no era su hija, tras hacer un esfuerzo por recordar todo lo que ha sucedido desde que, esta misma mañana, bajó la cuesta hasta el muelle en compañía de este hombre sin afeitar, cuánto me alegro, exclama el arqueólogo, ya te dije que una sortija de ésas no puede ser señal de nada, insiste en que no quiere entretenerla, sabe que está muy cansada, ella no se ha puesto de pie y él la habla inclinando mucho el cuerpo, por la abertura de su camisa asoma un vello abundantísimo, enmarañado como otro matorral de la isla, astrágalo, romero, tomillo, entre negro y canoso, sólo quiere anunciarle un hallazgo muy importante, dice, con los ojos muy abiertos, el muro se derrumbó porque hay una especie de cripta, aprovechando el espacio entre las grandes rocas que sirven de contrafuerte a toda la estructura, una cripta con un ara mitraica, nada menos, un ara con toda la imaginería, hasta el zodiaco esculpido en la parte superior, estoy feliz, es el descubrimiento de mi vida, ahora te dejo pero voy a esperar a que estés con nosotros para celebrarlo por todo lo alto, un ara con bajorrelieves, todos los motivos, Mitra, y habla deprisa de un toro, de un cuervo, de una serpiente, de un perro, de un alacrán, de figuras con antorchas, ella apenas comprende sus palabras, una vez en Roma, también en la cripta de una antigua iglesia que parecía un refugio secreto, contempló un altar con un bajorrelieve en el que un joven de ropa volandera y gorro frigio clava un cuchillo en la garganta de un toro, un templo mitraico, intenta recordar, el entusiasmo con que se expresa hace que este hombre no sea el que le hablaba de forma tan compungida hace diez horas, otro desdoblamiento, estamos desdoblándonos continuamente.
Los dos soldados llevan sus armas colgadas del hombro, los cañones boca abajo, caminan con las manos en los bolsillos, charlan, dan patadas a las piedras. El bosquecillo los oculta. El deber cumplido, el deber cumplido, casi canturrea la doctora mientras echa un vistazo a los instrumentos del laboratorio para que todo quede en orden. Luego va a su dormitorio y se deja caer en la cama sin ni siquiera desvestirse. El sonido del viento en los árboles y en los peñascos es menos intenso y las contraventanas casi cerradas propician una penumbra azulada, acuática.
Se zambulle en ella y ahora es ya una lagartija, está en el alféizar y se ve en el alféizar, una lagartija en la isla solitaria, el laboratorio es la desvencijada casa del teniente, la casa del poeta que descubrió que una sola palabra puede ser un poema,
Iiiiiiiiiiiiiiii
Ssssssssssss
Lllllllllllll
Aaaaaaaaaaa,
piensa, y ya no está en el laboratorio sino en el bosque, en el camino del muelle, en el campamento, en la callecita que se abre al muelle, en el muelle. No hay nadie en ningún sitio y esa soledad es una emanación poderosa de todo, el campamento sólo está ocupado por la sombra, una sombra llena de una soledad que parece capaz de gritar, pero que mantiene el aliento, los yates que se balancean en la bahía están también solitarios y silenciosos, las tiendas de campaña, el viento hace flamear las lonas de sus puertas, no hay nadie en el caserío, ni en los caminos, ni en los puestos de guardia, ahora está en el Lugar Sin Nombre y percibe cómo los larguísimos dedos de sus patas dejan pequeños rastros en la tierra del suelo conforme se mueve, es una lagartija y es sin embargo ella misma, la doctora Gracia, que puede apreciar cómo la escultura del Escamillo sobresale más arriba del tejado de la pequeña construcción, alzando hacia el cielo su estructura ferruginosa, una garra inmensa, y ahora está en el muelle y se encuentra con su madre, que tiene una monstruosa herida en la cabeza, está sentada en el suelo, cerca del enorme y solitario noray que ocupa el centro del borde del muelle como otra escultura insólita, también orinienta, con las manos en el regazo, donde alguna cosa bulle, acaso ratones, las manos de la madre acarician esos pequeños volúmenes movedizos como si los amasasen, el tiro por la culata, dice la madre, y la isla es la casa materna, ha sido conquistada por la casa materna, con sus periódicos viejos y trapos por el suelo, cartones grasientos, pequeñas dunas de basura doméstica, los platitos con queso para los ratones, hasta el agua del muelle, inmóvil como la de un charco, está cubierta de pequeños fragmentos de papel roído, y la doctora se siente cansadísima, casi es incapaz de arrastrar sus patas de largos dedos, al pensar que habrá que limpiar todo eso, entonces un soldado la avisa de que tiene que acompañarle, que corra, que es urgente, y sigue al soldado hasta el extremo del muelle, serpenteando, arrastrando su vientre por el suelo, dejando en la tierra el rastro de esos dedos tan largos que casi no puede mover, el soldado va mucho más deprisa que ella, se pierde en un recodo, desaparece, y cuando ella dobla el recodo se encuentra con un catafalco parecido al que sostenía el cuerpo de Blancanieves en aquella película de dibujos animados muy antigua, pero esta vez el cuerpo es el de la muchacha desconocida, también tiene una enorme herida en la cabeza, no está muerta, está dormida, es de día pero el cielo tiene aire nocturno, estrellas, y la doctora piensa que tiene que volver al laboratorio aunque está allí inmóvil, sin poder moverse, sujeta por una fuerza ajena, incomprensible, que no es capaz de vencer.
La doctora despertó a eso de medianoche muy desorientada y tardó unos instantes en comprender que estaba en la isla, que el sonido ronco era el resonar del viento en los matorrales, los pinos y las peñas, y que lo dominaba todo sin estridencia el murmullo del mar y no los ruidos del tránsito en la calle de una ciudad, ni los murmullos de conversación en el piso de al lado, ni el rumor de la televisión.
Cuando estuvo segura del lugar en el que se encontraba, no fue ya capaz de recuperar el sueño, se levantó de la cama, buscó el yogur que cada día era el remate alimentario de la jornada y que no había tomado esta vez, y en su boca la crema no suscitaba las sensaciones habituales, la acidez estimulante, el regusto de leche, parecía que comiese algo pegajoso pero insípido, como si estuviese soñando que tomaba un yogur y el sabor se recuperase solamente en su imaginación, no en el ámbito de su boca.
Indecisa ante los brillos de frascos e instrumentos del laboratorio, salió del edificio y contempló la noche. Encendió la bombilla colocada sobre la puerta y la luz marcó un trecho determinado, exacto, breve, que, sin claridad lunar, parecía perdido en aquella falta de volúmenes y distancias, como si fuese lo único existente entre la nada, como si no pudiese conducir a ningún lugar posible. Se alejó unos pasos, lo suficiente como para poder intentar ver otra vez la sombra fantasmal descubierta la víspera delante de la puerta, pero la sombra había desaparecido, el fantasma no está, murmuró, y su voz resonó con un volumen inesperado, parecía que no se encontraba fuera de la casa sino en un lugar angosto.
El fantasma no está, repitió, para experimentar de nuevo, con extrañeza, la misma reverberación sonora de sitio cerrado.
La noche era calurosa y entró a buscar la linterna para dar un paseo a la caza del sueño. Algunas temporadas, a la doctora le aquejaba el insomnio. El problema se hizo mayor cuando la desaparición de la nena. Le daba vueltas y vueltas a su posible paradero, la imaginación le hacía urdir tramas que la desosegaban mucho, la veía secuestrada por una mafia, viajando muy lejos con un sujeto sin escrúpulos, perdida en una ciudad enorme pasando privaciones, pensaba que había muerto, imaginaba su cuerpo tendido sobre la mesa de una morgue, su angustia se complementaba con las llamadas inesperadas de su madre para insultarla, cada vez más frecuentes. La ausencia de la nena y la presencia de aquella voz materna encajaban para levantar a su alrededor unas paredes invisibles pero tenebrosas, que la mantenían encerrada en su obsesión como en un calabozo.
Con el transcurrir de los meses y de las sucesivas consultas médicas, su marido la había llevado a un psiquiatra, un hombre persuasivo, cercano, con el que hablaba dos veces a la semana, pero la terapia no conseguía devolverle del todo la tranquilidad. Fue en la sala de espera del psiquiatra donde había encontrado por primera vez esa vista aérea del diminuto archipiélago, el cuerpo de la isla central recortado en entrantes y salientes que eran como múltiples seudópodos, los islotes rodeándola en un cortejo protector, el ocre rojizo de las rocas desnudas, el verde de los árboles, la espuma blanca en los acantilados, marcando el límite del agua azul oscura.