Puedo decir humildemente que me gusta lo que hago ahora, y es mi forma de pagar lo que otros han hecho por mí durante estos años. He pasado por muy buenos momentos en sobriedad, tales como la culminación de mis estudios, así como he soportado muy malos momentos, como la muerte de mi padre en mi país de origen.
En todo este tiempo me he dado cuenta de que este programa no sólo me ha servido para dejar de beber sino que también me ha enseñado una nueva forma de vida. Mi actitud ante la vida ha cambiado. Me he aceptado como soy. Tengo todas las intenciones de comunicar mi verdad a todo aquel que desee conocerla. Tengo deseo de vivir mi vida así como Dios lo decida. Mi comunicación con Dios crece cada día más. La sobriedad en Alcohólicos Anónimos es una experiencia fantástica que no quiero dejar de disfrutar.
En todas las actividades de su vida quería ser el número uno, pero fue el último en reconocer el daño que la bebida estaba causando a su vida.
A
HORA que sé el efecto que el alcohol tiene en las personas, estoy convencido de que desde que tomé el primer trago, el alcoholismo se apoderó de mí.
Yo siempre era el que tomaba la primera copa y el último ron con soda. Era el más gracioso en las reuniones, el que mejor jugaba a la pala, el que más rápido subía al monte, el que más…, el que más. ¿Por qué tenía esa necesidad imperiosa de ser el número uno en todo? ¿Qué estaba tratando de reclamar? ¿De quién quería llamar la atención? Cuántas veces me he preguntado y me he querido convencer a mí mismo: ¿a lo mejor fui víctima de las circunstancias? Quise estudiar y no pude; los trabajos que tuve durante toda mi vida no eran los que yo quería; los amores a principios de los setenta iban y venían; la relación con mi padre era nula, la situación en mi país me arrastraba a una lucha: muchas preguntas y pocas respuestas.
Pero creo que esto nada tiene que ver con mi alcoholismo. Si no hubieran sido éstas las causas, hubieran sido otras. La cuestión es que la enfermedad la he llevado conmigo durante treinta años, de los cuales los ocho o diez últimos, los pasé en el infierno.
Profesionalmente había triunfado. Con los estudios que yo tengo no se podía llegar más alto. Era el capataz general en una empresa de prefabricados del hormigón. Dedicaba todo mi tiempo a mi labor profesional y a beber, cosa que hacía durante todo el día y a todas horas, puesto que nadie me controlaba. En mi casa, lo único que hacía era dormir (casi nada) y decir que me dejaran en paz. Qué osadía, cuando yo había metido en mi casa a una legión de diablos.
Alegando que en el verano hacía mucho calor, mi mujer se iba a dormir a otra habitación (cada vez eran más largos los veranos). En más de una ocasión, la he oído decir en algunas reuniones abiertas, que era insoportable dormir conmigo, por lo que sudaba y por el olor a alcohol que emanaba de mi cuerpo. No sé cómo ha podido soportarme tanto tiempo. Mis hijas ya eran mayores y, cada vez más frecuentemente, mi esposa me decía que yo tenía problemas con el alcohol y me brindaba toda su ayuda. Me habló de A.A., consultó con el médico de cabecera, me trajo papeles para que fuera a ver a un psiquiatra, etc.; pero entre el alcohol y los resentimientos que yo tenía hacia ella, no quería o no podía ver mi realidad, y todas sus sugerencias, una a una, las rechazaba. Los dos veíamos que nuestro matrimonio se iba a pique y me advirtió que, o yo tomaba cartas en el asunto, o las tomaba ella.
Un día dije que no tomaría más alcohol y así lo hice. Lo sustituí por cerveza y licores sin alcohol. Pasaban los días y las semanas; yo seguía con las mismas pautas, cada vez más encerrado en mí mismo. Me estuvieron tratando de estrés, de depresión y de alguna enfermedad más de la mente, pero ahora sé que lo que me pasaba era que no sabía vivir sin beber. Entré en un estado, supongo que, de borrachera seca.
Recuerdo que un domingo al llegar a mi casa a la hora de comer, ya estaba la mesa puesta y mis hijas y mi mujer esperándome; mi mujer me dijo que la situación por la que estábamos pasando era insostenible. No le di oportunidad para que dijera nada más; sentencié: «Me voy de casa». Ahora recuerdo la escena y se me saltan las lágrimas: las tres se pusieron a llorar, yo terminé de comer, supongo que no mucho, y me fui a ver una corrida de toros.
Como ya no tenía por quién dejar de beber, empecé a tomar mis tan queridos y echados de menos whiskys. A los quince días justos después de haberme ido, me quedé sin trabajo, un hombro empezó a darme problemas, por las noches dejé de acostarme, no era capaz de pegar ojo. Antes de que abrieran el primer bar, a las cinco de la madrugada, ya estaba yo en la calle, porque los temblores no me dejaban estar en casa de mi madre, que fue la que me recogió y aguantó todos mis malos modos, mis soledades, mis odios hacia el mundo, mi desesperanza y mi pérdida de hombría.
Aprovechando un viaje que mi madre hizo con los de la tercera edad, decidí que las paredes sólo blancas eran muy sosas y, al más puro estilo de la Capilla Sixtina e imitando a Miguel Ángel, me puse manos a la brocha y solamente con barniz de pintar las puertas, empecé a plasmar sobre las paredes toda mi creatividad. Los motivos en los que me inspiré fueron: La Alhambra de Granada, la Giralda de Sevilla, la Torre del Oro, barcas, playas, las tres carabelas de Colón, un perro, un arlequín y todo lo que mi imaginación y el whisky dieron de sí. Cuando llegó mi madre, le enseñé aquella obra maravillosa y le dije: «El Miguel Ángel ése tardó en pintar la capilla ésa una eternidad y yo, fíjate, en un solo día lo que he hecho». Mi madre me dijo: «Muy bien, hijo mío, ni Dios cuando se puso a crear el mundo, hizo nada tan maravilloso». Durante todo el verano tuvo la puerta de la calle abierta para que todo el que quería mirar, viera mi obra. A los seis o siete meses, un día que mi mujer subió, no me acuerdo muy bien a qué, y vio aquel desaguisado, no pudo por menos que ponerse manos a la brocha también e intentar ocultar aquel desastre. Siete u ocho manos de pintura blanca tuvo que darle, pero aún hoy en día se intuye lo que allí había pintado.
Menos mal que no me dio por conocer a otras mujeres, tal vez porque en aquella época casi no tenía dinero y todos mis ahorros y esfuerzos los usaba para beber. Estando una tarde en un bar, pensando en lo inútil de mi existencia, se me acercó un conocido, que parece ser que estaba peor que yo, y en aquel momento más borracho, y me pidió ayuda para que lo acompañara a su casa porque él no podía conducir. Lo acompañé, pero en vez de a su casa, nos fuimos al primer bar con el que tropezamos. Seguimos bebiendo y contándonos las desgracias por las que atravesábamos; me comentó que lo estaba tratando un psicólogo para ayudarlo con el problema de la bebida. Yo no me podía creer lo que estaba oyendo de aquel hombre; reconocí, creo que por primera vez ante otra persona, que tenía dificultades para controlar el alcohol. Entonces él me dijo que me iba a dar el teléfono de este psicólogo para que a mí me tratara también, que a él le estaba ayudando mucho. A pesar de mi borrachera, le dije que si la ayuda era como la que le estaba dando a él, que no la quería. Porque los dos estábamos borrachos como una cuba y sujetándonos a una columna. En aquel momento decidí llamar a A.A. ¿Fue casualidad que alguien con quien no había tenido ninguna relación que no hubiera sido profesional, ese día me pidiera ayuda? ¿O fue el Poder Superior a través de él, el que hizo que yo tomara conciencia de mi realidad?
Fuera como fuera, llamé y me puse en contacto con un compañero, que el nombre que tiene me vino al pelo: «Salvador». Él hizo, con su experiencia y su talante, que yo me quedara en A.A. Hoy en día sigue siendo un ejemplo a seguir por mí. Aquella primera reunión a la que yo asistí, recuerdo que me llenó de gozo; por fin había encontrado un sitio en el que encajaba, por eso cuando salí, me fui a celebrarlo tomándome unas copas. Así estuve unos meses, hasta en el descanso de las reuniones me iba al bar a tomar. Lo pasaba fatal.
Pero llegó el día y dejé de tomar ese primer trago. Durante una semana no pude moverme del sofá, no era capaz de comer porque no podía tragar nada y porque no podía sujetar nada con las manos, casi no podía caminar. Al principio de mi abstinencia creía que Dios me había mandado una enfermedad para dejar de beber; pero ahora estoy convencido de que fue al revés: estuve a punto de que me diera un
delirium tremens
, pero no fue así, y desde entonces no he vuelto a tomar ni una sola gota de alcohol y, lo que todavía es mejor, desde ese primer día, aún con los temblores, Dios hizo que se me quitara la obsesión por el alcohol.
Desde que decidí asistir a A.A., se lo conté a mis hijas y les dije que, como mi esposa me había ofrecido tantas veces su ayuda y puesto que había reuniones para familiares de alcohólicos, que si ella quería, podía acompañarme a una reunión abierta. Mi esposa dijo que sí y durante toda la reunión estuvo llorando y yo haciéndome el duro, pero con un nudo en la garganta.
No sé si todavía bebía o ya lo había dejado, cuando un día de los que pasaba a recoger a mi mujer para ir a las reuniones, no me preguntó, como era su costumbre, que si había bebido, y a la vuelta tampoco. Para mí, ese día supe que algo iba a cambiar en nuestras vidas. Empezamos a vernos y a salir otra vez como si fuéramos novios. Casi un año más tarde volví otra vez a mi casa, con la misma esposa que había aguantado tantos sinsabores.
Me comí mi orgullo y llamé a mi antiguo jefe y, para mi sorpresa, volvió a darme trabajo. Eso de la humildad daba resultado. Me operaron el hombro y se me curó después de una larga recuperación. Por fin la vida volvía a sonreírme y todo ello por no tomarme esa maldita primera copa.
Mucho han tenido que cambiar mis puntos de vista sobre todos los temas que me rodean y afectan. Hoy tengo inquietudes por aprender, por conocer a las personas y a las cosas. Estoy dispuesto a conceder a mis semejantes las oportunidades que hagan falta, y estoy luchando conmigo mismo para aceptar las cosas como son y no como me gustaría que fueran.
Desde donde me encuentro en este momento, se ve mucho cielo.
Se fue de su tierra para perseguir su sueño, pero la bebida, que empezó quitándole la tristeza, acabó conduciéndola por penas y pesadillas hasta el umbral de la muerte.
U
N DÍA de noviembre de 1984. Todo se oscurece… Quiero dormir. ¡Qué sed tengo! Quiero una cerveza. ¿Dónde estoy? «¡Levántate! Ven a comer algo». Es la voz de mi amiga. ¿Cómo llegué aquí?, me pregunto. No tengo la menor idea de qué está pasando. No quiero preguntarle a mi amiga. No quiero que me reproche. ¿Qué hice? ¿Dónde estuve? Ah, sí, ya recuerdo… Las mujeres, los policías… Una voz fuerte dice, «¿Qué le pasa a esa muchacha?» «No sabemos, oficial», contestan voces extrañas. «¿A dónde quieres ir, querida? ¿Tienes alguna persona a la que podemos llamar? ¿Tienes a dónde ir?» Es la voz de una mujer que yo no conozco y no entiendo lo que me dice. Dios mío, ¿dónde estoy? Quiero correr, pero ¿a dónde? Estoy temblando. Siento que me voy a caer. Tengo mucho calor. El oficial de policía me pregunta si puede llevarme a mi casa. Le digo que sí, pero no recuerdo dónde vivo. Oh, sí, estoy en el centro de la ciudad, Pero ¿Cómo llegué aquí? ¿Mi carro? ¿Dónde está mi carro? Oh, sí, quiero ir a la calle 16, allí vive mi amiga, allí puedo descansar. Ojalá que esté mi amiga allí. Oh, sí, mi amiga está allí. Abre la puerta y sorprendida pregunta «¿Qué te pasó?» El oficial pregunta, «¿Usted la conoce? ¿La podemos dejar aquí?» «Sí, sí, la conozco. Es mi amiga», responde.
Esta escena se repitió varias veces en mi actividad alcohólica, con algunas variaciones pero siempre sin recordar muchos detalles. ¿Qué pasó conmigo? Lo único que yo quería en la vida era superarme, ser alguien. Al tratar de recordar, no logro ver la lógica. Pero, ¿es que hay lógica en el alcoholismo? Nací en un hogar de mucha disciplina, con altos valores morales y una religión de acción. Emigré a otro país con el sueño de estudiar leyes. Yo quería ser abogada. Mi madre quería que yo fuera farmacéutica y como ella pagaba, yo tenía que obedecer. En la escuela me enteré de que en otro país podría trabajar y pagarme yo misma la universidad, así que a la primera oportunidad salí de mi tierra para perseguir mi sueño. Lastimosamente era eso, un sueño. Tenía diecisiete años y no estaba preparada para todo lo que me esperaba, y mi sueño nunca se realizó. Con la ayuda de mis padres pasé los primeros meses, encontré trabajo y logré juntar el dinero para mi escuela. Primero estudiaría el idioma y después, de lleno leyes.
No tenía nadie que me guiara pero tampoco nadie que me prohibiese nada. La incertidumbre me daba temor, pero pronto el temor desapareció y empecé a disfrutar mi independencia. Tenía un carácter muy alegre y esto me ayudó a conseguir muchos amigos. En la escuela conocí al hombre con quien yo quise compartir el resto de mi vida. Nos casamos, tuvimos dos hijos y vivimos en el paraíso por un tiempo. Pero el paraíso no duró mucho. Cuando los problemas empezaron, ninguno de los dos éramos lo suficiente maduros para tratar de resolverlos, o tal vez no nos amábamos lo suficiente para luchar. Así que nos separamos y me encontré sola con mis hijos.
Al principio no me importó porque pensé que podríamos salir adelante viviendo modestamente. Pero los niños crecen, se enferman, etc., y yo era la única responsable de su seguridad. Esta responsabilidad y la incertidumbre empezaron a corroer mi alma y empecé a sentirme muy sola. Me invadía una sensación de tristeza; empecé a conocer la depresión. No busqué ayuda porque me daba vergüenza admitir que mi matrimonio había fracasado; así que me lo guardaba todo.
Un verano conocí a una muchacha a la que le gustaba beber cerveza («Por el calor», decía) y me invitaba a beber («Sólo una», me decía). Yo siempre la rechazaba. Un día decidí probar una: el sabor era horrible, sabía a rancio, pero el efecto me encantó; me quitó la tristeza y hasta me puse a cantar. ¡La chica alegre había vuelto a nacer!
Naturalmente, quitarme la tristeza con cerveza se volvió tan rutinario como quitarme el dolor de cabeza con una aspirina. No sé cuánto tiempo me tomó empezar a beber durante los días de semana; ya no esperaba a los fines de semana ni a que mi amiga me trajera la cerveza. Esto me preocupó. Hice cita con el médico y le conté acerca de mi manera de beber. Él me preguntó: «¿Cuántas cervezas se toma?» «De tres a cinco… diarias», respondí. «¡Bah! no se preocupe; eso es muy común, es normal». ¡Qué revelación! Regresé tranquila a mi hogar, y seguí bebiendo ya sin pena ni temor. Bebía porque me encantaba beber: me ponía de buen humor, me quitaba la tristeza. Conforme el tiempo pasó, el uso y abuso del alcohol continuó. Llegó el día en que bebía porque tenía que beber. Era una verdadera alcohólica mas yo no lo sabía.