El libro del día del Juicio Final (29 page)

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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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Entró la enfermera, con su bandeja de muestras.

—Me noto caliente —dijo Colin. Se agarró la garganta dramáticamente—. No puedo respirar.

La enfermera dio un sobresaltado paso hacia atrás, haciendo tintinear la bandeja.

Dunworthy agarró a Colin por el brazo.

—No se alarme —le dijo a la enfermera—. Es sólo un caso de envenenamiento por chicle.

Colin sonrió y se levantó la manga intrépidamente para someterse al análisis de sangre, luego metió el jersey en la mochila y sacó la chaqueta, todavía mojada, mientras Dunworthy pasaba su análisis.

—La doctora Ahrens ha dicho que no tienen que esperar a los resultados —anunció la enfermera, y se marchó.

Dunworthy se puso el abrigo, recogió la bolsa de Mary y guió a Colin pasillo abajo. No vio a Mary en ninguna parte, pero había dicho que no tenían que esperar, y de pronto se sintió tan cansado que apenas se mantenía en pie.

Salieron. Empezaba a amanecer y todavía llovía. Dunworthy vaciló bajo el porche del hospital, preguntándose si debería llamar a un taxi, pero no tenía ganas de que Gilchrist apareciera para hacerse los análisis mientras ellos esperaban y tener que escuchar sus planes para enviar a Kivrin a la Peste Negra y la batalla de Agincourt. Sacó el paraguas plegable de Mary de su bolsa y lo abrió.

—Gracias a Dios que todavía está aquí —exclamó Montoya, que frenaba su bicicleta, salpicando agua—.

Tengo que encontrar a Basingame.

Eso nos pasa a todos, pensó Dunworthy, preguntándose dónde había estado durante todas aquellas conversaciones telefónicas.

Se bajó de la bici, la colocó en la barra, y echó el candado.

—Su secretaria dijo que nadie sabe dónde está. ¿Se imagina?

—Sí. Llevo todo el día de hoy… de ayer, intentando localizarlo. Está de vacaciones en algún lugar de Escocia, nadie sabe exactamente dónde. Según su mujer, se ha ido a pescar.

—¿En esta época del año? ¿Quién querría ir a pescar a Escocia en diciembre? Seguro que su mujer sabe dónde está o tiene un número donde se le podrá localizar.

Dunworthy sacudió la cabeza.

—¡Esto es ridículo! ¡Me tomé la molestia de contactar con el Consejo Nacional de Salud para que me permitieran acceder a mi excavación, y Basingame está de vacaciones! —Buscó bajo su impermeable y sacó un fajo de impresos de colores—. Accedieron a darme permiso si el decano de Historia firmaba una instancia declarando que la excavación era un proyecto necesario y esencial para el bien de la Universidad. ¿Cómo pudo marcharse así sin decírselo a nadie? —Golpeó los papeles contra su pierna, y algunas gotas de lluvia salieron volando por todas partes—. Tengo que conseguir que firme esto antes de que toda la excavación se pierda. ¿Dónde está Gilchrist?

—Tiene que venir dentro de poco para hacerse los análisis de sangre —dijo Dunworthy—. Si consigue encontrar a Basingame, dígale que tiene que volver inmediatamente. Dígale que tenemos una cuarentena en marcha, no sabemos dónde está una historiadora, y el técnico está demasiado enfermo para decírnoslo.

—Pescando —bufó Montoya, disgustada, dirigiéndose a Admisiones—. Si mi excavación se echa a perder, tendrá que responder de muchas cosas.

—Vamos —le dijo Dunworthy a Colin, ansioso por marcharse antes de que apareciera alguien más. Levantó el paraguas para que cubriera también a Colin, y luego desistió. Colin caminaba rápidamente por delante, consiguiendo pisar casi todos los charcos, y luego se quedó rezagado para mirar los escaparates.

No había nadie en las calles, aunque Dunworthy no sabía si se debía a la cuarentena o a que era muy temprano.

A lo mejor todos estarán dormidos, pensó, y podremos entrar e ir directamente a la cama.

—Creí que pasarían más cosas —suspiró Colin, decepcionado—. Sirenas y todo eso.

—Y carros con cadáveres por las calles, y gritos de «Traed a vuestros muertos», ¿eh? —rió Dunworthy—. Tendrías que haber ido con Kivrin. Las cuarentenas en la Edad Media eran mucho más emocionantes que ésta, con sólo cuatro casos y una vacuna que ya está en camino desde Estados Unidos.

—¿Quién es esa Kivrin? ¿Su hija?

—Mi alumna. Acaba de ir a 1320.

—¿Viaje en el tiempo? ¡Apocalíptico!

Doblaron la esquina hacia Broad.

—La Edad Media —dijo Colin—. Eso es Napoleón, ¿no? ¿Trafalgar y todo eso?

—Es la Guerra de los Cien Años —explicó Dunworthy, y Colin puso cara de no enterarse de nada. ¿Qué enseñan en los colegios hoy en día?, pensó—. Caballeros, damas y castillos.

—¿Las Cruzadas?

—Las Cruzadas son un poco antes.

—Ahí es donde quiero ir. A las Cruzadas.

Llegaron a la puerta de Balliol.

—Ahora, silencio —murmuró Dunworthy—. Todo el mundo estará dormido.

No encontraron a nadie en la portería, ni en el patio principal. Había luz en el salón; las campaneras desayunando, probablemente; pero no había luces en el comedor sénior, ni en Salvin. Si pudieran subir las escaleras sin que nadie los viera y sin que Colin anunciara que tenía hambre, podrían llegar a salvo a sus habitaciones.

—Shh —dijo Dunworthy, volviéndose para advertir al niño, que se había detenido en el patio para sacarse el chicle y examinar su color, que era ahora de un púrpura negruzco—. No queremos despertar a todo el mundo —susurró, con el dedo en los labios. Se volvió, y chocó con una pareja en la puerta.

Llevaban impermeables y se abrazaban entusiásticamente. El joven pareció ajeno a la colisión, pero la muchacha se soltó, asustada. Tenía el cabello corto y rojo, y llevaba un uniforme de estudiante de enfermería bajo el impermeable.

El joven era William Gaddson.

—Su conducta es inapropiada tanto para el momento como para el lugar —dijo Dunworthy, muy formal—. Las muestras públicas de afecto están estrictamente prohibidas en el colegio. También es desaconsejable, puesto que su madre puede llegar de un momento a otro.

—¿Mi madre? —exclamó él, tan angustiado como Dunworthy cuando la vio acercarse por el pasillo con la maleta—. ¿Aquí? ¿En Oxford? ¿Qué está haciendo aquí? Pensaba que había una cuarentena.

—La hay, pero el amor de una madre no conoce barreras. Le preocupa su salud, igual que a mí, considerando las circunstancias. —Frunció el ceño ante William y la muchacha, quien soltó una risita—. Sugeriría que acompañara a su pareja a casa y luego hiciera los preparativos para la llegada de su madre.

—¿Preparativos? —dijo él, verdaderamente preocupado—. ¿Quiere decir que piensa quedarse?

—Me temo que no tiene más remedio. Hay una cuarentena en marcha.

Las luces se encendieron de pronto en las escaleras, y al instante apareció Finch.

—Gracias a Dios que está usted aquí, señor Dunworthy —suspiró.

Tenía también un fajo de impresos de colores, que agitó ante Dunworthy.

—El Ministerio de Sanidad acaba de enviar a otros treinta retenidos. Les dije que no teníamos sitio, pero no quisieron escuchar, y no sé qué hacer. No tenemos los suministros necesarios para tanta gente.

—Papel higiénico —dijo Dunworthy.

—¡Sí! —exclamó Finch, agitando los impresos—. Y comida. Esta mañana ya acabamos con la mitad de los huevos y bacon.

—¿Huevos y bacon? —se interesó Colin—. ¿Queda algo?

Finch miró interrogante a Colin y luego a Dunworthy.

—Es el sobrino de la doctora Ahrens —explicó Dunworthy, y antes de que Finch pudiera empezar de nuevo, añadió—: Se quedará en mis habitaciones.

—Bien, porque le aseguro que no puedo encontrar espacio para otra persona.

—Los dos hemos estado despiertos toda la noche, señor Finch, así que…

—Aquí hay una lista de los suministros de esta mañana. —Le tendió a Dunworthy un papel azulado—. Como puede ver…

—Señor Finch, aprecio su preocupación por los suministros, pero seguro que este asunto puede esperar a que…

—Esto es una lista de sus llamadas telefónicas, junto con las que tiene que contestar, marcadas con asteriscos. Esto es una lista de sus citas. El vicario desea que esté en St. Mary’s mañana a las seis y cuarto para ensayar la ceremonia de Nochebuena.

—Responderé a todas esas llamadas, pero después de…

—La doctora Ahrens telefoneó dos veces. Quería saber si había averiguado algo acerca de las campaneras.

Dunworthy se rindió.

—Asigne los nuevos retenidos a Warren y Basevi, tres por habitación. Hay colchones extra en el sótano del salón.

Finch abrió la boca para protestar.

—Tendrán que soportar el olor a pintura.

Tendió a Colin la bolsa de la compra de Mary y el paraguas.

—Ese edificio de las luces encendidas es el salón —dijo, señalando la puerta—. Diles a los encargados que quieres desayunar y que uno te acompañe luego a mis habitaciones.

Se volvió hacia William, que hacía algo con las manos bajo el impermeable de la estudiante de enfermería.

—Señor Gaddson, encuentre un taxi para su acompañante; luego localice a los estudiantes que hayan estado aquí durante las vacaciones y pregúnteles si han viajado a América durante la semana pasada o han tenido contactos con alguien que haya estado allí. Haga una lista. Usted no ha ido recientemente a Estados Unidos, ¿verdad?

—No, señor —contestó William, retirando las manos de la enfermera—. He estado aquí todas las vacaciones, estudiando a Petrarca.

—Ah, sí, Petrarca. Pregúntele a los estudiantes qué saben acerca de las actividades de Badri Chaudhuri desde el lunes e interrogue al personal. Necesito averiguar dónde estuvo y con quién. Quiero el mismo tipo de informe sobre Kivrin Engle. Haga el trabajo a fondo, absténgase de nuevas muestras públicas de afecto, y yo me encargaré de que su madre reciba una habitación lo más lejos posible de usted.

—Gracias, señor —suspiró William—. Eso significaría mucho para mí, señor.

—Ahora, señor Finch, ¿quiere decirme dónde puedo encontrar a la señora Taylor?

Finch le tendió más impresos, donde aparecían las asignaciones de habitaciones, pero la señora Taylor no estaba allí, sino en la sala común júnior con sus campaneras y los retenidos que aún no tenían sitio donde alojarse.

Una de ellas, una mujer enorme con abrigo de pieles, le cogió del brazo en cuanto entró.

—¿Usted es quien manda en este sitio? —barbotó.

Está claro que no, pensó Dunworthy.

—Sí —respondió.

—Bien, ¿qué piensa hacer para buscarnos un sitio donde dormir? Llevamos despiertos toda la noche.

—Yo también, señora —repitió Dunworthy, temeroso de que fuera la señora Taylor. Parecía más delgada y menos peligrosa por teléfono, pero los visuales podían ser decepcionantes y el acento y la actitud eran inconfundibles—. No será usted la señora Taylor, ¿verdad?

—Yo soy la señora Taylor —intervino una mujer sentada en una de las sillas. Se levantó. Parecía aún más delgada que por teléfono, y aparentemente menos furiosa—. Hablé con usted por teléfono antes —dijo, y por el tono en que se expresó podrían haber mantenido una agradable charla sobre las complicaciones de hacer redobles—. Ésta es la señora Piantini, nuestra tenor —dijo, indicando a la mujer del abrigo de pieles.

La señora Piantini parecía capaz de arrancar al Gran Tom de sus cimientos. Saltaba a la vista que no había sufrido ningún virus últimamente.

—¿Podría hablar con usted en privado un momento, señora Taylor? —La condujo al pasillo—. ¿Pudieron cancelar su concierto en Ely?

—Sí. Y en Norwich. Se mostraron muy comprensivos. —Se inclinó hacia delante, ansiosa—. ¿Es verdad que es cólera?

—¿Cólera? —se extrañó Dunworthy, aturdido.

—Una de las mujeres que estuvo en la estación dijo que era cólera, que alguien lo había traído de la India y que la gente estaba muriendo como moscas.

Por lo visto no había sido una buena noche de sueño lo que había operado el cambio en sus modales, sino el miedo. Si le decía que sólo había cuatro casos, era muy probable que exigiera que las llevaran a Ely.

—La enfermedad parece un mixovirus —dijo, con cuidado—. ¿Cuándo vino su grupo a Inglaterra?

Los ojos de ella se ensancharon.

—¿Cree que somos quienes lo trajimos? No hemos estado en la India.

—Hay una posibilidad de que sea el mismo mixovirus que apareció en Carolina del Sur. ¿Alguna de sus miembros es de allí?

—No. Todas somos de Colorado, excepto la señora Piantini, que procede de Wyoming. Y ninguna de nosotras ha estado enferma.

—¿Cuánto tiempo llevan en Inglaterra?

—Tres semanas. Hemos estado visitando todas las capillas del Traditional Council y hemos dado conciertos. Tocamos un
Boston Trenle Bob
en St. Katherine’s y
Post Office Caters
con tres de los campaneros de la capilla de St. Edmund’s, pero por supuesto, nada de eso fue nuevo. Un
Chicago Surprise Minor

—¿Y llegaron ustedes a Oxford ayer por la mañana?

—Sí.

—¿Ninguna de ustedes llegó antes, para ver las vistas o visitar a algún amigo?

—No —aseguró ella; parecía sorprendida—. Estamos de gira, señor Dunworthy, no de vacaciones.

—¿Y dice que ninguna ha estado enferma?

Ella sacudió la cabeza.

—No podemos permitirnos el lujo de estar enfermas. Sólo somos seis.

—Gracias por su ayuda —se despidió Dunworthy, y la envió de vuelta a la sala.

Llamó a Mary, pero no pudo localizarla; dejó un mensaje y empezó con los asteriscos de Finch. Llamó a Andrews, al Jesús College, a la secretaria de Basingame, y a St. Mary’s sin conseguir comunicación. Colgó, esperó cinco minutos, y lo intentó de nuevo. Durante uno de los intervalos, llamó Mary.

—¿Por qué no estás acostado ya? —preguntó—. Pareces agotado.

—He estado interrogando a las campaneras. Llevan tres semanas en Inglaterra. Ninguna de ellas llegó a Oxford antes de ayer por la tarde y ninguna de ellas ha estado enferma. ¿Quieres que vuelva e interrogue a Badri?

—Me temo que no serviría de nada. No es coherente.

—Estoy intentando ponerme en contacto con el Jesús College para ver si saben de sus idas y venidas.

—Bien. Pregúntale también a su casera. Y duerme un poco. No quiero que caigas enfermo. —Hizo una pausa—. Tenemos seis casos más.

—¿Alguien de Carolina del Sur?

—No, y nadie que no pudiera haber tenido contacto con Badri. Así que sigue siendo el caso índice. ¿Está bien Colin?

—Ha ido a desayunar. Se encuentra bien. No te preocupes por él.

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