Jamás hubiera creído que un ser humano podría moverse en la oscuridad con tal sigilo, pero, de repente, una enguantada mano le tapó la boca, y una voz que recordaba vagamente a la del señor Frost le dijo:
—Un paso en falso, una sola tontería, y te corto el cuello. Si me has entendido, asiente con la cabeza.
Scarlett asintió.
Nad vio los destrozos que habían organizado en el mausoleo de Frobisher: todos los ataúdes estaban despedazados y los restos que contenían, desperdigados por el suelo. Había muchos Frobisher y Frobysher, y algunos Pettyfer, sumidos en diversos grados de enfado y consternación.
—El tipo sigue ahí abajo —le informó Ephraim.
—Gracias —repuso Nad, que inmediatamente se coló por el agujero y bajó la escalera.
El chico veía en la oscuridad igual que los muertos: distinguía los escalones y la caverna que había al final. Y al llegar a la mitad de la escalera, vio al hombre Jack, que había obligado a Scarlett a elevar un brazo y doblarlo hacia atrás, de modo que se lo sujetaba por la espalda, mientras la amenazaba apoyándole un puñal en la garganta.
El tipo alzó la vista y lo saludó:
—Hola, amiguito.
Nad no respondió. Estaba concentrado en su inmediata Desaparición, pero avanzó un paso más.
—Crees que no puedo verte —dijo el hombre Jack—, y tienes razón. No te veo, pero puedo oler tu miedo y oír cómo te mueves y cómo respiras. Y ahora que conozco tu habilidad para hacerte invisible, soy capaz de detectarte. Di algo para que pueda oírte, o empezaré a trocear a tu amiguita. ¿Me has entendido?
—Sí —contestó Nad, y su voz resonó por toda la caverna—. Le he entendido perfectamente.
—Bien —replicó Jack—. Ahora acércate. Vamos a hablar tú y yo.
Nad siguió bajando los escalones. Se concentró en el Miedo, en elevar el nivel de pánico que flotaba entre los tres, en lograr que el Terror fuera algo tangible…
—Sea lo que sea que estés haciendo, déjalo —le advirtió Jack—. No lo hagas más.
Nad abandonó.
—¿Crees que puedes vencerme con tus truquitos de magia? ¿Sabes qué soy yo?
—Eres un Jack —respondió Nad—. Mataste a mi familia y deberías haberme matado a mí también.
—¿Que debería haberte matado también a ti? —El hombre alzó una ceja, extrañado.
—Y tanto. Aquel anciano predijo que si permitíais que llegara a convertirme en adulto, vuestra Orden sería destruida. Y ya soy un adulto. Fracasaste, de modo que habéis perdido.
—Mi Orden es anterior a la fundación de Babilonia.Nada puede destruirla.
—No llegaron a decírtelo, ¿verdad? —Nad estaba ahora a escasos cinco pasos del hombre Jack—. Ellos eran los últimos Jack. ¿Qué fue lo que dijeron…? Cracovia, Vancouver y Melbourne. Todos aniquilados.
—Por favor, Nad. Haz que me suelte —imploró Scarlett.
—No te preocupes —la consoló Nad con una calma que no sentía en absoluto—. Y, dirigiéndose a Jack, continuó diciendo—: No tiene sentido que le hagas daño a ella. Y, a estas alturas, matarme a mí tampoco servirá de nada. ¿Es que no lo entiendes? El gremio de los Jack ya no existe. Es historia.
—Si eso es cierto —replicó Jack asintiendo con aire pensativo—, si soy el único Jack que queda vivo, me acabas de dar un motivo de peso para mataros a los dos.
Nad no contestó.
—Orgullo, eso es. El orgullo del trabajo bien hecho. El orgullo de terminar lo que empecé —aseveró el hombre Jack y, tras una breve pausa, preguntó—. ¿Qué estás haciendo?
Nad sintió que se le ponía la carne de gallina, porque percibía una extraña presencia, como unos tentáculos de humo que iban envolviendo poco a poco la caverna.
—No soy yo —respondió—. Es el Sanguinario. El que custodia el tesoro que hay aquí enterrado.
—No me mientas.
—No miente —terció Scarlett—. Está diciendo la verdad.
—¿La verdad? —se burló Jack—. ¿Un tesoro enterrado? No me hagas…
—El sanguinario custodia el tesoro del amo.
—¿Quién ha dicho eso? —preguntó el hombre Jack mirando en derredor.
—¿Puedes oírlo? —preguntó a su vez Nad, desconcertado.
—Claro que lo oigo —respondió Jack.
—Yo no he oído nada —dijo Scarlett.
—¿Qué demonios es este sitio? ¿Dónde diablos estamos? —preguntó el hombre Jack.
Pero antes de que Nad respondiera, la voz del Sanguinario volvió a resonar entre las paredes de la caverna.
—Éste es el lugar del tesoro. Un lugar de poder. Aquí es donde el sanguinario custodia el tesoro y espera el retorno de su amo.
—Oye, Jack… —dijo Nad.
El hombre Jack ladeó un poco la cabeza y comentó:
—Qué bien suena mi nombre en tu boca, amiguito. Si lo hubieras pronunciado antes, no habría tardado tanto en encontrarte.
—Jack, ¿cuál es mi verdadero nombre? ¿Cómo me llamaban mis padres?
—¿Y eso qué importa ya?
—El Sanguinario me dijo que debía encontrar mi nombre. ¿Cuál era?
—Déjame pensar… ¿Peter? ¿Paul? ¿Roderick? Yo diría que tienes cara de llamarte Roderick. ¿O era Stephen? —Estaba jugando con él.
—Qué más te da decirme cuál es mi nombre. Si de todos modos vas a matarme.
Jack se encogió de hombros, como diciendo: «Obviamente».
—Pero deja que la chica se vaya —dijo Nad—. Suelta a Scarlett.
Jack escudriñó la oscuridad unos instantes y preguntó:
—Esa piedra es un altar, ¿no?
—Supongo.
—¿Y eso, un puñal? ¿Y un cáliz? ¿Y un broche? —Jack sonreía. Nad lo veía perfectamente: una extraña sonrisa de satisfacción que no cuadraba con aquella cara, la sonrisa de quien acaba de descubrir algo importante, del que por fin lo comprende todo. Scarlett no veía absolutamente nada, tan sólo una especie de destellos intermitentes en el interior de sus propios ojos, pero percibía la profunda satisfacción de Jack por el tono de su voz.
—De modo que la hermandad y la asamblea han sido aniquiladas, ¿eh? Pero ¿qué importa que ya no queden más hombres Jack aparte de mí? Podría crear una nueva hermandad, más poderosa aún que la anterior.
—Poder, poder —repitió el Sanguinario, como un eco.
—Es perfecto —prosiguió el hombre Jack—. Piénsalo bien.
—Estamos en un lugar que mi gente ha buscado durante miles de años, y tenemos aquí todo lo necesario para celebrar la ceremonia. Cosas como ésta te devuelven la fe en la Providencia, o en el cúmulo de todas las plegarias de los Jack que nos precedieron, ¿verdad? En el peor de los momentos posibles, se nos ofrece esta oportunidad.
Nad percibía que el Sanguinario estaba escuchando las palabras de Jack, y cómo un leve susurro de excitación iba ascendiendo poco a poco entre las paredes de la caverna.
—Voy a extender una mano, chico. Scarlett, mi puñal sigue acariciando tu garganta: ni se te ocurra echar a correr cuando te suelte el brazo. Y tú, amiguito, depositarás el cáliz, el puñal de piedra y el broche en mi mano.
—El tesoro del sanguinario —susurró la triple voz—. Siempre retorna. Nos lo custodiamos hasta que el amo regrese.
Nad se agachó, cogió los tres objetos del altar y los colocó en la palma de la enguantada mano. Jack sonrió satisfecho.
—Scarlett, voy a soltarte. Cuando aparte el puñal de tu cuello, quiero que te tumbes en el suelo, boca abajo, con las manos detrás de la cabeza. Si te mueves o intentas lo que sea, te mataré de forma lenta y muy dolorosa. ¿Me has entendido?
Scarlett tragó saliva. Tenía la boca prácticamente seca pero, armándose de valor, dio un paso al frente. Tenía el brazo derecho completamente entumecido, y sentía un dolor intenso y punzante en el hombro. Siguiendo las instrucciones de Jack, se tumbó en el suelo, apoyando la mejilla contra el frío suelo.
«Estamos muertos», pensó, pero no sentía emoción alguna. Era como si todo aquello le estuviera sucediendo a otra persona, y ella no fuera más que un simple testigo. Oyó cómo Jack agarraba a Nad…
—Déjala marchar —insistió la voz del chico.
—Si haces exactamente lo que yo te diga —respondió la voz de Jack—, no la mataré, ni le haré ningún daño.
—No te creo. Ella podría identificarte.
—No, no podría —la voz de Jack denotaba convicción. Tras una breve pausa, comentó con admiración—: ¡Diez mil años, y la hoja sigue perfectamente afilada! —Acto seguido, se dirigió a Nad—. Ponte de rodillas sobre el altar con las manos a la espalda. ¡Vamos!
Ha pasado tanto tiempo… —dijo el Sanguinario.
Scarlett no percibía más que un siseo, como si una especie de niebla fuera envolviendo poco a poco la caverna. Pero el hombre Jack lo oía con toda claridad.
—¿Quieres saber tu verdadero nombre antes de que derrame tu sangre sobre el altar?
Nad notaba la fría hoja del puñal en su cuello. Y en ese preciso instante, comprendió. De pronto todo se paralizó. De pronto todo cobró sentido.
—Ya sé cuál es mi verdadero nombre. Soy Nadie Owens. Ese soy yo. Se arrodilló sobre la fría piedra del altar. Ahora le parecía todo muy sencillo. Sanguinario —dijo hablándole a la caverna—, ¿sigues queriendo un amo?
—El sanguinario custodia el tesoro hasta que el amo retorne.
—Muy bien —dijo Nad—, ¿y aún no has encontrado a ese amo al que esperas?
Nad sintió que el Sanguinario serpenteaba y se expandía, y oyó un ruido como de mil ramas secas arañando la piedra; parecía que algo gigantesco y musculoso entrara reptando en la caverna. Y entonces, por primera vez, lo vio. Pero más tarde, una vez pasado todo, jamás encontraría palabras para describir lo que había visto: algo gigantesco, sí; algo parecido a una serpiente descomunal, pero con cabeza de… ¿De qué?… Tenía tres cabezas y tres cuellos. Los rostros estaban muertos, como si los hubieran construido a base de fragmentos de cadáveres humanos y de animales, y estaban cubiertos de tatuajes, como espirales de color azul índigo, que dotaban a aquellos monstruosos rostros de una extraña expresividad.
Los rostros del Sanguinario olisquearon a Jack con curiosidad. ¿Querían golpearlo, o acariciarlo?
—¿Qué está pasando? —inquirió Jack—. ¿Qué demonios es eso? ¿Qué está haciendo?
—Lo llaman el Sanguinario. Es el guardián de este lugar y necesita un amo que le diga lo que debe hacer —le explicó Nad.
Jack alzó el puñal de piedra que tenía en la mano.
—Es magnífico murmuró —y, tras una pequeña pausa, dijo en voz alta—. ¡Pues claro! Y es a mí a quien estaba esperando. Eso es. Evidentemente, yo soy su nuevo amo.
—El Sanguinario se enroscó en torno a la caverna.
—¿Amo? —inquirió, como un perro fiel que llevara demasiado tiempo esperando—. Amo repitió.
Parecía que estuviera ensayando la palabra, para comprobar cómo sonaba. Y sonaba muy bien, de modo que la repitió una vez más, con un suspiro de placer y de añoranza:
—Amo…
Jack miró de nuevo a Nad, que seguía arrodillado sobre el altar.
—Hace trece años te perdí la pista, y ahora… Ahora nuestros caminos han vuelto a cruzarse. Es el final de una Orden y el comienzo de otra. Adiós, muchacho —dijo Jack y, colocando el cáliz junto al cuello de Nad, se dispuso a cortárselo con el puñal de piedra.
—Nad lo corrigió el chico. Mi nombre es Nad, no «muchacho».
A continuación, alzando la voz, se dirigió al Sanguinario.
—Sanguinario, ¿qué vas a hacer ahora con tu nuevo amo?
—Nos lo protegeremos hasta el final de los tiempos. El sanguinario lo envolverá con sus tentáculos para siempre, y ya nunca más tendrá que hacer frente a los peligros del mundo.
—Pues, entonces, protégelo —le mandó Nad—. Ya.
—Yo soy tu amo. Es a mí a quien has de obedecer —dijo el hombre Jack.
—El sanguinario lleva tanto tiempo esperando —dijo la triple voz de aquella criatura en tono triunfal y, con gran parsimonia, fue envolviendo al hombre Jack con sus gigantescos tentáculos de humo.
El hombre Jack soltó el cáliz. Ahora tenía un puñal en cada mano el de piedra y el del mango de hueso negro, y empezó a gritar:
—¡Fuera! ¡Mantente alejado de mí! ¡No te acerques ni un solo milímetro más!
Se lió a dar tajos, tratando de cortar los tentáculos que se le enroscaban en torno al cuerpo, pero no había nada que hacer: los tentáculos del Sanguinario siguieron envolviéndolo hasta engullirlo por completo.
Nad corrió al encuentro de Scarlett y la ayudó a levantarse.
—Quiero ver… Quiero ver lo que está pasando —dijo Scarlett. Sacó su llavero-linterna y lo encendió…
Pero Scarlett no vio lo que Nad veía. No vio al Sanguinario, lo cual fue una bendición. Pero sí vio al hombre Jack y el miedo dibujado en su rostro, que le confería las facciones del que una vez fuera el señor Frost.
Presa del pánico, era de nuevo aquel amable caballero que la había llevado en coche a casa. Se hallaba suspendido en el aire, primero a un metro y medio del suelo, y luego al doble de esa distancia, mientras seguía dando tajos al aire con ambos puñales, tratando de cortar algo que no conseguía ver.
El señor Frost, el hombre Jack, o quienquiera que fuese, estaba siendo apartado de los jóvenes, empujado hacia atrás, hasta que acabó estampado contra la pared de roca de la caverna, con los brazos extendidos como las alas de un águila, agitando frenéticamente las piernas.
A Scarlett le dio la impresión de que el señor Frost estaba a punto de atravesar la pared, de ser absorbido por la propia roca. Ya no le veía más que el rostro. Gritaba como un loco, desesperadamente, pidiéndole a Nad que lo librara de aquella cosa, que lo salvara, por favor, por favor… y, entonces, la roca engulló el rostro del hombre, y su voz se apagó.
Nad retrocedió hasta el altar, recogió del suelo el puñal de piedra, el cáliz y el broche y los restituyó a su lugar. El otro puñal, el del mango de hueso negro, se quedó donde estaba.
—¿No me dijiste que el Sanguinario no podía hacerle daño a nadie? Creí que sólo era capaz de asustarnos —comentó Scarlett.
—Sí, es cierto —respondió Nad—. Pero necesitaba un amo a quien proteger. El mismo me lo dijo.
—O sea, que tú lo sabías. Sabías lo que iba a pasar…
—Sí. O al menos, eso esperaba.
Nad la ayudó a subir la escalera, y regresaron al devastado mausoleo de los Frobisher.
—Tendré que arreglar este estropicio —comentó Nad, como si nada.
Scarlett no quiso mirar los restos esparcidos por el suelo del mausoleo.
Al salir, ella repitió con voz monótona:
—Tú sabías lo que iba a pasar.